Recobro el conocimiento en una cama del Centro Médico Princeton varias horas después del accidente. Paul está sentado a mi lado, contento de verme despertar, y afuera hay un policía. Alguien me ha cambiado la ropa y me ha metido en una bata de papel que cruje como un pañal cuando me siento en la cama. Tengo sangre debajo de las uñas, negra como la tierra, y hay en el aire un olor familiar, algo que recuerdo de mi pasado hospitalario. El olor de la enfermedad limpiada con desinfectante. El olor de la medicina.
– ¿Tom? -dice Paul.
Me yergo para darle la cara, pero una punzada de dolor me recorre el brazo.
– Con cuidado -dice, inclinándose-. El doctor dice que te has hecho daño en el hombro.
Ahora, a medida que recupero la conciencia, siento el dolor bajo el vendaje.
– ¿Qué os ha pasado allá abajo? -le pregunto.
– Ha sido estúpido. Una simple reacción. Después de la explosión del tubo, no he podido volver con Charlie. Todo el vapor venía hacia mí. He regresado por la salida más cercana y la policía me ha traído aquí.
– ¿Dónde está Charlie?
– En urgencias. No dejan que lo vea nadie.
Su voz se ha vuelto llana. Tras frotarse un ojo, echa una mirada por la puerta. Una vieja pasa en su silla de ruedas, ágil como un niño en un cochecito. El policía la observa, pero no sonríe. En el suelo hay un pequeño triángulo amarillo que dice cuidado: superficie resbaladiza.
– ¿Está bien?
Paul mantiene la mirada en la puerta.
– No lo sé. Will ha dicho que estaba justo enfrente del tubo roto cuando lo han encontrado.
– ¿Will?
– Will Clay, el amigo de Charlie. -Paul pone una mano sobre la barandilla de la cama-. Es él quien te ha sacado.
Trato de recordarlo, pero no veo más que siluetas en los túneles, iluminadas en los bordes por las linternas.
– Charlie y él cambiaron de turno cuando decidisteis ir a buscarme -añade Paul.
Hay una gran tristeza en su voz. Cree que todo esto es culpa suya.
– ¿Quieres que llame a Katie?
Le indico que no. Antes quiero estar más consciente.
– La llamaré después -digo.
La anciana pasa por segunda vez, y ahora veo la escayola de su pierna izquierda, entre la rodilla y los dedos de los pies. Está despeinada y lleva los pantalones arremangados por encima de la rodilla, pero en sus ojos hay un brillo leve, y al pasar le muestra al agente una sonrisa desafiante, como si hubiera quebrado la ley en lugar de haberse quebrado un hueso. Charlie me dijo una vez que a los pacientes geriátricos les gusta sufrir una caída pequeña o una enfermedad menor de vez en cuando. Perder una batalla les recuerda que aún están ganando la guerra. Y de repente me golpea la ausencia de Charlie, el vacío existente donde tendría que estar su voz.
– Debe haber perdido mucha sangre -digo.
Paul se mira las manos. En el silencio, oigo a alguien que respira con dificultad al otro lado de la mampara que separa mi cama de la siguiente. En ese momento una doctora entra en la habitación. El agente le toca el codo de la bata blanca; cuando la doctora se detiene, los dos intercambian frases en voz baja.
– ¿Thomas? -dice, acercándose a la cama con una carpeta y el ceño fruncido.
– ¿Sí?
– Soy la doctora Jansen. -Se dirige al lado opuesto de la cama para examinarme el brazo-. ¿Cómo te encuentras?
– Bien. ¿Cómo está Charlie?
Me palpa el hombro levemente, lo suficiente para hacerme reaccionar.
– No lo sé. Ha estado en urgencias desde su llegada.
No tengo la cabeza lo bastante clara para saber qué puede significar el hecho de que reconozca a Charlie por su nombre de pila.
– ¿Se pondrá bien?
– Es demasiado pronto -dice, sin levantar la mirada.
– ¿Cuándo podremos verlo? -pregunta Paul.
– Cada cosa a su tiempo -dice ella, poniendo una mano entre mi espalda y la almohada, y luego levantándome-. ¿Duele?
– No.
– ¿Y esto?
Me pone dos dedos sobre la clavícula.
– No.
La presión de los dedos continúa en mi espalda, mi codo, mi muñeca, mi cabeza. La doctora hace uso del estetoscopio, por si acaso, y finalmente se sienta. Los médicos son como la gente que hace apuestas: siempre andan buscando la combinación correcta. Los pacientes son como las máquinas tragaperras: si les tuerces el brazo lo suficiente, acaban dando el premio gordo.
– Tienes suerte de que no haya sido peor -dice-. No hay fractura, pero los tejidos han sido dañados. Lo sentirás cuando los analgésicos ya no te hagan efecto. Ponte hielo dos veces al día. Luego tendrás que volver para que podamos echarle otra mirada.
La doctora despide un olor terrenal, como de sudor y jabón. Al recordar el botiquín de medicamentos que almacené después del accidente, se me ocurre que ahora sacará un bloc de recetas, pero no lo hace.
– Hay alguien que quiere hablar contigo -me dice en cambio.
En ese momento, debido al tono agradable en que lo dice, me imagino a un amigo en el pasillo, tal vez Gil, que ha regresado de los clubes, o incluso mi madre, que ha venido desde Ohio. De repente me doy cuenta de que ignoro cuánto tiempo ha pasado desde que me sacaron a rastras del subsuelo.
Pero en el umbral aparece una cara distinta, una cara que nunca he visto antes. Es una mujer, pero no es la doctora, y definitivamente no es mi madre. Es pesada y pequeña; lleva una falda redonda y negra que le llega a las pantorrillas y unas medias negras y opacas. La blusa blanca y la chaqueta roja le dan un aire maternal, pero lo primero que se me ocurre es que es una administradora de la universidad.
La doctora y la mujer intercambian miradas, luego intercambian posiciones: una entra y la otra sale. La mujer de las medias negras se detiene a poca distancia de la cama y le hace un gesto a Paul, pidiéndole que se acerque. Hablan sin que pueda oír lo que dicen, y luego, inesperadamente, Paul me pregunta si estoy bien, espera a que se lo confirme, y se va con un hombre que está junto a la puerta.
– Agente -dice la mujer-, ¿le importaría cerrar la puerta al salir?
Para mi sorpresa, el agente asiente y cierra la puerta, dejándonos a solas.
La mujer se acerca al lado de la cama, moviéndose como un pato, deteniéndose para echar una mirada a la cama que hay al otro lado de la cortina.
– ¿Cómo te encuentras, Tom? -Se sienta en la silla donde estaba Paul, y la silla desaparece. Tiene mejillas de ardilla; cuando habla, parece tenerlas llenas de nueces.
– No muy bien -digo con recelo. Inclino mi lado derecho hacia ella para mostrarle el vendaje.
– ¿Puedo traerte algo?
– No, gracias.
– Mi hijo estuvo aquí el mes pasado -dice distraídamente mientras se busca algo en el bolsillo de la chaqueta-. Para una apendectomía.
Estoy a punto de preguntarle quién es cuando se saca una pequeña cartera de cuero del bolsillo del pecho.
– Tom, soy la detective Gwynn. Quisiera que habláramos acerca de lo que ha sucedido hoy.
Abre la cartera para enseñarme la insignia, después se la vuelve a meter en el bolsillo.
– ¿Dónde está Paul?
– Hablando con el detective Martin. Me gustaría hacerte algunas preguntas acerca de Bill Stein. ¿Sabes quién era?
– El que murió anoche.
– Fue asesinado. -La detective deja que un silencio puntúe la última palabra-. ¿Lo conocía alguno de tus compañeros de habitación?
– Paul lo conocía. Trabajaban juntos en el Instituto de Estudios Avanzados.
La detective saca un bloc de notas del bolsillo de la chaqueta.
– ¿Conoces a Vincent Taft?
– Más o menos -digo, intuyendo algo más grande en el horizonte.
– ¿Has estado en su despacho esta mañana?
La presión se acumula en mis sienes.
– ¿Por qué?
– ¿Te has peleado con él?
– Yo no lo llamaría pelea.
Ella toma nota.
– ¿Estuvisteis en el museo anoche, tú y tu compañero de habitación?
La pregunta parece tener mil consecuencias posibles. Trato de recordar. Paul se cubrió las manos con los puños de la camisa cuando tocó las cartas de Stein. Nadie hubiera podido reconocernos las caras en la oscuridad.
– No.
La detective mueve los labios como hacen algunas mujeres para arreglarse el pintalabios. Soy incapaz de interpretar su lenguaje corporal. Al final, saca una hoja de papel de una carpeta y me la pasa. Es una fotocopia del registro que Paul y yo firmamos frente al guardia del museo. La fecha y la hora aparecen junto a nuestros nombres.
– ¿Cómo entrasteis a la biblioteca del museo?
– Paul tenía el código -digo, dándome por vencido-. Bill Stein se lo dio.
– El escritorio de Stein era parte de la escena del crimen. ¿Qué estabais buscando?
– No lo sé.
La detective me regala una mirada de simpatía.
– Creo que tu amigo Paul -dice- te ha metido en más problemas de los que crees.
Espero a que le ponga un nombre al asunto, un nombre legal, pero no lo hace. En cambio, dice:
– Es tu nombre el que aparece en la hoja de seguridad, ¿no es cierto? -Levanta el papel y me lo quita-. Y has sido tú quien ha agredido al profesor Taft.
– No lo he…
– Es curioso que tu amigo Charlie fuera quien trató de reanimar a Bill Stein.
– Charlie es estudiante de…
– ¿Pero dónde estaba Paul Harris?
Durante un momento desaparece la fachada. Una cortina se alza sobre sus ojos, y la matrona amable ha desaparecido.
– Tienes que comenzar a preocuparte por ti mismo, Tom.
No logro saber si es una amenaza o un consejo.
– Tu amigo Charlie está en el mismo barco -dice-. Si sobrevive. -Espera un instante para que sus palabras surtan efecto-. Sólo dime la verdad.
– Eso he hecho.
– Paul Harris salió del auditorio antes de que se acabara la conferencia del profesor Taft.
– Sí.
– Y sabía dónde estaba el despacho de Stein.
– Trabajaban juntos. Sí.
– ¿Fue idea suya que os introdujerais en el museo de arte?
– Paul tenía las llaves. No «nos introdujimos».
– Y fue idea suya hurgar en el escritorio de Stein.
Mejor no seguir contestando. No hay respuestas correctas en este momento.
– Cuando salisteis del despacho del profesor Taft, Paul huyó de la policía del campus, Tom. ¿Por qué lo hizo?
Pero no entendería las explicaciones, no quiere entenderlas. Sé bien adónde se dirige todo esto, pero sólo puedo pensar en lo que ha dicho de Charlie.
Si sobrevive.
– Es un estudiante de Sobresalientes, Tom. Y así es conocido en el campus. Y luego el profesor Taft descubrió lo del plagio. ¿Quién crees que se lo dijo a Taft?
Un ladrillo tras otro, como si se tratara de construir una pared entre dos amigos.
– William Stein -dice, consciente de que ya he perdido todo interés en ayudarla-. Imagina cómo se habrá sentido Paul, la furia que debe haber sentido.
De repente llaman a la puerta. Antes de que ninguno pueda decir una palabra, la puerta se abre.
– ¿Detective? -dice otro agente.
– ¿Qué pasa?
– Hay alguien aquí que quiere hablar con usted.
– ¿Quién?
Echa una mirada a la tarjeta que lleva en la mano.
– Un decano de la Universidad.
La detective permanece un instante sentada, luego se levanta y se dirige a la puerta.
Cuando se ha ido, se produce un tenso silencio en la habitación. Después de un rato, cuando ha pasado tiempo suficiente y no ha regresado, me incorporo en la cama y busco mi camisa. Estoy harto de los hospitales, y soy capaz de cuidarme el brazo por mi cuenta. Quiero ver a Charlie; quiero saber qué le han dicho a Paul. Veo que mi chaqueta cuelga del perchero. Comienzo a desplazarme con cautela para salir de la cama.
En ese instante, la puerta se abre. La detective Gwynn está de vuelta.
– Puedes irte. La oficina del decano se pondrá en contacto contigo. -Tan sólo puedo especular acerca de lo que ha ocurrido allá fuera. La mujer me entrega su tarjeta y me mira de cerca. Pero quiero que pienses en lo que te he dicho, Tom.
Le indico que así lo haré. Parece que le gustaría añadir algo más, pero decide callarse. Sin decir otra palabra, se da la vuelta y se va.
Cuando la puerta se cierra, otra mano la abre. Me paralizo esperando ver entrar al decano, pero esta vez es una cara amable. Gil ha llegado, y trae regalos. Lleva en la mano izquierda exactamente lo que necesito en este momento: una muda de ropa limpia.
– ¿Cómo estás?
– Bien. ¿Qué está pasando?
– Me ha llamado Will Clay. Me ha dicho lo que ha ocurrido. ¿Cómo está tu hombro?
– Bien. ¿Ha dicho algo de Charlie?
– Un poco.
– ¿Está bien?
– Mejor de lo que estaba al llegar.
Hay algo en su forma de decirlo.
– ¿Qué pasa? -pregunto.
– Nada -dice Gil finalmente-. ¿Han hablado contigo los polis?
– Sí. También con Paul. ¿Lo has visto allá fuera?
– Está en la sala de espera. Richard Curry está con él.
Intento salir de la cama.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
Gil se encoge de hombros mientras mira la comida.
– ¿Necesitas ayuda?
– ¿Para qué?
– Para vestirte.
No estoy seguro de que esté bromeando.
– Creo que me las puedo arreglar.
Gil sonríe mientras yo lucho por sacarme de encima la bata de hospital.
– Vamos a ver a Charlie -digo, acostumbrándome poco a poco a estar de pie.
Pero Gil vacila.
– ¿Qué pasa? -digo.
Hay una curiosa expresión en su rostro, avergonzada y llena de furia al mismo tiempo.
– Anoche tuvimos una pelea muy fuerte, Tom.
– Lo sé.
– Quiero decir, después de que tú y Paul os fuerais. Le dije algunas cosas que no debería haberle dicho.
Recuerdo lo limpia que estaba la habitación esta mañana. Por eso Charlie no ha dormido.
– No importa -digo-. Vamos a verlo.
– No creo que él quiera verme ahora mismo.
– Claro que sí.
Gil se pasa un dedo por la nariz y luego dice:
– De todas formas, los médicos no quieren que lo molesten. Volveré más tarde.
Se saca las llaves del bolsillo. Hay algo triste en su mirada. Finalmente, pone una mano sobre el pomo de la puerta.
– Llámame al Ivy si necesitas algo -dice. La puerta se abre, girando calladamente sobre sus goznes, y Gil sale al pasillo.
El agente se ha ido, e incluso la anciana de la silla de ruedas ha desaparecido ya. Alguien se ha llevado el pequeño triángulo amarillo. Espero a que Gil mire hacia atrás, pero no lo hace. Antes de que pueda decirle otra palabra, ha doblado la esquina hacia la salida, y desaparece.
Una vez, Charlie me describió lo que las epidemias causaban en las relaciones humanas en siglos pasados, la forma en que las enfermedades llevaban a los hombres a evitar a los infectados y temer a los sanos, hasta tal punto que padres e hijos dejaban de sentarse en la misma mesa y las reglas de cortesía de la sociedad comenzaban a pudrirse. «Pero si estás solo no caes enfermo», le dije, simpatizando con aquellos que huían a las montañas. Luego Charlie me miró y en seis palabras me dio el mejor argumento que he oído jamás a favor de los médicos. Me parece que también puede aplicarse a las amistades. «Tal vez no -me dijo-. Pero tampoco mejoras.»
La sensación que tuve al ver a Gil marcharse -y que me hizo pensar en lo que Charlie había dicho- es la misma que tengo al entrar en la sala de espera y ver a Paul sentado y solo: ahora, todos nosotros estamos solos en este asunto, y todo puede empeorar. Allí, la figura de Paul es extraña: una silueta solitaria en una fila de sillas de plástico blanco, con la cabeza entre las manos y la mirada fija en el suelo. Es una postura que siempre adopta cuando está hundido en pensamientos profundos: inclinado hacia delante con los dedos entrelazados sobre la nuca y ambos codos sobre las rodillas. Varias noches, más de las que puedo recordar, lo he encontrado, al despertar, sentado de esta forma frente a su escritorio, con un bolígrafo entre los dedos y una vieja lámpara arrojando un poco de luz sobre las páginas de su cuaderno.
Mi primer instinto, al pensar en eso, es preguntarle qué ha encontrado en el diario. Aun después de todo lo ocurrido, quiero saberlo; quiero ayudar; quiero recordarle la existencia de nuestra vieja camaradería, para que no se sienta solo. Pero viéndolo así doblado, luchando consigo mismo por una idea, recapacito. Tengo que recordar la disciplina de esclavo con que se dedicó a su tesina después de mi partida, recordar cuántas mañanas se sentó a desayunar con los ojos enrojecidos, cuántas noches le llevamos tazas de café solo del WaWa. Si alguien pudiera contar los sacrificios que ha hecho por el libro de Colonna, si alguien pudiera ponerles un número igual que un preso deja muescas en la pared, ese número eclipsaría por completo el mínimo esfuerzo que yo he añadido al balance. Hace meses, lo que Paul quería era camaradería, y me negué a dársela. Ahora sólo puedo ofrecerle mi compañía.
– Hola -digo en voz baja cuando llego a su lado.
– Tom… -dice, poniéndose de pie.
Tiene los ojos enrojecidos.
– ¿Estás bien? -pregunto.
Se pasa una manga por la cara.
– Sí. ¿Y tú?
– Estoy bien.
Me mira el brazo.
– Me pondré bien.
Antes de que pueda hablarle de Gil, un médico joven con barba recortada entra en la sala de espera.
– ¿Cómo está Charlie? -pregunta Paul.
Mientras miro al médico siento una especie de golpe fantasma, como si estuviera de pie en medio de la vía en el momento en que pasa el tren. Lleva guantes de color verde claro, el mismo color de las paredes del hospital en que hice la rehabilitación después del accidente. Es un color amargo, como de olivas mezcladas con limas. El fisioterapeuta me decía que dejara de mirar al suelo, que nunca volvería a aprender a caminar si no dejaba de mirarme los tornillos de la pierna. Mira hacia delante, decía. Siempre hacia delante. Así que me concentraba en el verde de las paredes.
– Su estado es estacionario -dice el hombre de los guantes verdes.
«Estacionario», pienso. Una palabra de médico. Yo estuve «estacionario» durante los dos días posteriores a la interrupción de la hemorragia de mi pierna. Sólo significaba que me estaba muriendo más despacio que antes.
– ¿Podemos verlo?
– No -dice el hombre-. Charlie está inconsciente todavía.
Paul vacila, como si «estacionario» e «inconsciente» fueran excluyentes.
– Pero ¿se pondrá bien?
El médico inventa una especie de mirada amable pero llena de certidumbre y dice:
– Creo que lo peor ya ha pasado.
Paul le sonríe débilmente. Prefiero no explicarle a Paul lo que eso quiere decir en realidad. En la sala de Urgencias están lavándose las manos y fregando los suelos, esperando que bajen otra camilla de la ambulancia. Para los médicos, lo peor ha pasado. Para Charlie, está apenas comenzando.
– Gracias a Dios -dice Paul casi para sí mismo.
Y viéndolo ahora, observando la manera en que el alivio le llena el rostro, me doy cuenta de algo. Nunca creí que Charlie pudiera morir a consecuencia de lo que ha ocurrido allá abajo. Nunca creí que eso fuera posible.
Mientras me doy de alta en el hospital, Paul no dice gran cosa, excepto algo acerca de la crueldad de lo que Taft me ha dicho en su despacho. Apenas si hay papeles que llenar, tan sólo hay que firmar uno o dos impresos y enseñar mi carnet del campus. Mientras me esfuerzo por escribir mi nombre con el brazo herido, intuyo que el decano ya ha estado aquí, ejerciendo su influencia. Me pregunto de nuevo qué le habrá dicho a la detective para lograr que nos dejen marcharnos.
En ese momento recuerdo lo que Gil me ha contado.
– ¿Ha venido Curry?
– Se ha ido justo antes de que salieras. No tenía buen aspecto.
– ¿Por qué no?
– Llevaba el mismo traje que anoche.
– ¿Sabía lo de Bill?
– Sí. Era casi como si pensara… -Paul deja la frase incompleta-. Me ha dicho: «Tú y yo nos entendemos, hijo mío».
– ¿Y eso qué significa?
– No lo sé. Creo que me estaba perdonando.
– ¿Perdonándote? ¿A ti?
– Me dijo que no me preocupara. Que todo iba a salir bien. No sé qué decir.
– ¿Cómo ha podido pensar que tú habías hecho algo semejante? ¿Qué le has dicho?
– Le he dicho que no lo había hecho. -Paul vacila-. No sabía qué más decirle, así que le he explicado lo que encontré. – ¿En el diario?
– No se me ha ocurrido nada más. Parecía tan excitado… Dijo que estaba tan preocupado que no podía dormir.
– ¿Preocupado por qué?
– Por mí.
– Mira -le digo, porque ya he empezado a escuchar en su voz la influencia de Curry-, ese tipo no sabe de qué habla.
– «Si hubiera sabido lo que harías, habría hecho las cosas de otra forma.» Eso es lo último que me ha dicho.
Siento deseos de arremeter contra Curry, pero me obligo a recordar que el hombre que ha dicho estas cosas es lo más parecido a un padre que tiene Paul.
– ¿Qué te ha dicho la detective? -pregunta Paul, cambiando de tema.
– Ha tratado de asustarme.
– ¿Pensaba lo mismo que Richard?
– Sí. ¿Han tratado de que lo admitieras?
– El decano ha llegado antes de que me pudieran hacer preguntas y me ha dicho que no respondiera a nada.
– ¿Qué harás ahora?
– Me ha aconsejado que busque un abogado.
Lo dice como si fuera más fácil encontrar un basilisco o un unicornio.
– Ya nos las arreglaremos -le digo. Cuando he terminado el papeleo del alta, nos dirigimos al exterior. Cerca de la entrada hay un agente de policía que nos mira cuando caminamos hacia él. Un viento frío nos envuelve en cuanto ponemos un pie fuera del edificio.
Emprendemos solos la breve caminata de vuelta al campus. Las calles están desiertas, el cielo se oscurece, y ahora una bicicleta pasa por la acera llevando un pedido a domicilio de una pizzería. El repartidor deja tras de sí un rastro de olores, una nube de almidón y vapor y al levantarse de nuevo el viento, que remueve la nieve como si fuera polvo, me suenan las tripas, recordatorio de que nos encontramos nuevamente en el mundo de los vivos.
– Acompáñame a la biblioteca -dice Paul al acercarnos a Nassau Street-. Quiero enseñarte algo.
Se detiene en el cruce. En el otro extremo del patio blanco está Nassau, y me viene a la cabeza la imagen de los pantalones aleteando en la cúpula, del badajo que no estaba allí.
– ¿Enseñarme qué?
Paul tiene las manos en los bolsillos y camina con la cabeza gacha, enfrentándose al viento. Atravesamos la puerta Fitz-Randolph sin mirar atrás. Dice la leyenda que puedes cruzar la puerta cuantas veces quieras para entrar al campus, pero si la cruzas para salir, aunque sólo sea una vez, nunca te graduarás.
– Vincent me decía que nunca confiara en los amigos -dice Paul-. Decía que los amigos eran inconstantes.
Un guía turístico cruza con su pequeño grupo frente a nosotros. Parecen un coro de villancicos. Nathaniel Fitz-Randolph donó los terrenos en los que se construyó Nassau, explica el guía. Está enterrado en el lugar que ahora ocupa el patio de Holder.
– Cuando ha estallado ese tubo, no he sabido qué hacer. No me he dado cuenta de que Charlie sólo había entrado en el túnel para ir a buscarme.
Cruzamos hacia East Pyne de camino a la biblioteca. A lo lejos se levantan los salones de mármol de las antiguas sociedades de debates. Whig, el club de James Madison, y Cliosophic, el de Aaron Burr. La voz del guía perdura en el aire una vez lo hemos dejado atrás. De repente tengo la sensación creciente de ser un visitante en este lugar, un turista, de que he caminado en la oscuridad de un túnel desde mi primer día en Princeton, al igual que lo hicimos por las entrañas de Holder, rodeados de tumbas.
– Luego he escuchado que ibas tras él. No te importaba qué hubiera allá abajo. Sólo sabías que Charlie estaba herido. -Paul me mira por primera vez-. Yo te oía pedir ayuda, pero no podía ver nada. No podía moverme, tenía demasiado miedo. Lo único que me pasaba por la cabeza era esto: ¿qué clase de amigo soy? Yo soy el amigo inconstante.
– Paul -le digo, parándome en seco-. No tienes por qué hacer esto.
Estamos en el patio de East Pyne, un edificio en forma de claustro. La nieve cae por el espacio abierto del centro. Mi padre ha vuelto a mi lado inesperadamente, como una sombra en las paredes, porque me doy cuenta de que él caminó por estos senderos antes de que yo naciera, y vio estos mismos edificios. Sigo sus pasos sin siquiera saberlo, porque ninguno de los dos ha dejado la más mínima impronta en este lugar.
Paul se da la vuelta cuando ve que me detengo, y durante un instante somos los únicos seres vivos entre estas paredes de piedra.
– Sí, sí que tengo -dice, volviéndose hacia mí-. Porque cuando te diga lo que he encontrado en el diario, todo lo demás va a parecer pequeño. Y no todo lo demás es pequeño.
– Sólo dime que es algo tan grande como lo que habíamos esperado.
Porque si así es, por lo menos la sombra que mi padre proyecta será una sombra larga.
Mira hacia delante, me dice la voz del fisioterapeuta. Siempre hacia delante. Pero ahora, igual que entonces, me veo rodeado de paredes.
– Sí -dice Paul, perfectamente consciente de lo que quiero decir-. Lo es.
Hay en su rostro una chispa que me transmite el significado de esas tres palabras, y de nuevo me siento golpeado, sacudido por la misma sensación que había esperado encontrar. Es como si mi padre hubiera atravesado un obstáculo inconcebible, como si hubiera regresado y logrado reivindicarse de un solo golpe.
Ignoro lo que me dirá Paul, pero la idea de que su revelación pueda ser más grande de lo que he imaginado es suficiente para hacerme sentir algo que ha estado ausente durante más tiempo del que hubiera creído. Me hace mirar hacia delante otra vez y ver frente a mí algo real, algo distinto de una pared. Me hace sentir esperanzado.