Cuando llegamos, el club está en silencio. Alguien ha apilado trapos viejos sobre el suelo del vestíbulo para secar el alcohol que Parker ha derramado, pero todavía relucen charcos aquí y allá.
Las cortinas y los manteles están manchados. El personal no aparece por ninguna parte. Kelly Danner parece haber echado del club hasta la última alma.
La alfombra de la escalera está húmeda, porque los asistentes han arrastrado alcohol con las suelas de sus zapatos al subir. Tras entrar en el Salón de Oficiales, Gil cierra la puerta y enciende la lámpara del techo. Los restos de la barra destrozada han sido apilados en una esquina. En la chimenea hay un fuego abandonado, pero las brasas están ardiendo todavía, escupiendo llamas dispersas y un calor intenso.
Al ver el teléfono sobre la mesa, pienso en el número que no pude recordar cuando el teléfono de Gil se apagó, y comprendo de repente de qué se trata todo este asunto. Un fallo de la memoria; un error en la comunicación. La línea que conectaba a Paul y a Curry se ha llenado de estática, y de alguna manera el mensaje de Curry se ha perdido. Sin embargo, Curry ha dejado muy claro cuáles son sus exigencias.
«Dime dónde está el plano, Vincent -le dijo en la conferencia del Viernes Santo-, y no volverás a verme. Nada más hay entre nosotros.» Pero Taft se negó.
Gil saca una llave y abre la caja fuerte de caoba.
– Aquí lo tienes -le dice a Paul, sacando el mapa.
Puedo ver a Curry de nuevo, avanzando hacia Paul en el patio y luego regresando hacia la capilla, hacia Dickinson Hall, hacia el despacho de Bill Stein.
– Dios mío -dice Gil-, ¿cómo vamos a enfrentarnos a esto?
– Llama a la policía -le digo-. Curry puede venir a por Paul.
– No -dice Paul-. Él no me haría daño.
Pero Gil se refería a otra cosa: enfrentarnos a lo que hemos hecho, huir de casa de Taft.
– ¿Curry ha matado a Taft? -dice.
Pongo el seguro de la puerta.
– Y a Bill.
De repente parece que el aire no circula en la habitación. Los restos de la barra, que alguien ha traído de abajo, dan al lugar un olor dulce y podrido.
Gil está de pie en la cabecera de la mesa, atónito.
– No me hará daño -repite Paul.
Pero recuerdo la carta que encontramos en el escritorio de Bill. «Tengo una propuesta que hacerte. Aquí hay más que suficiente para satisfacernos a ambos.» Seguida de la respuesta de Curry, que hasta este momento he malinterpreta-do: «¿Y de Paul qué?».
– Sí que te hará daño -le digo.
– Te equivocas, Tom -me espeta.
Pero a cada momento veo más claramente adonde conduce todo esto.
– Cuando fuimos a la exposición, tú le enseñaste el diario a Curry -le digo-. Él supo de inmediato que Taft se lo había robado.
– Sí, pero…
– Stein le dijo que te robarían la tesina. Y Curry quiso conseguirla antes que ellos.
– Tom…
– Luego, en el hospital, le hablaste de todo lo que habías encontrado. Llegaste incluso a decirle que estabas buscando el plano.
Trato de coger el teléfono, pero Paul pone una mano sobre el auricular.
– Detente, Tom -dice-. Escúchame.
– Pero es que los ha matado.
Ahora es Paul quien se acerca, con aspecto desconsolado, y nos dice algo que Gil y yo no nos esperábamos.
– Sí. Eso es exactamente lo que quiero decirte. ¿Puedes escucharme, por favor? A eso se refería con lo que me dijo en el hospital. ¿Lo recuerdas? Justo antes de que llegaras a la sala de espera. «Tú y yo nos entendemos, hijo mío.» Me dijo que estaba tan preocupado por mí que no podía dormir.
– ¿Y?
La voz de Paul tiembla.
– Después dijo: «Si hubiera sabido lo que harías, habría hecho las cosas de otra forma». Richard pensaba que yo sabía que él había matado a Bill. Se refería a que lo habría hecho de otra forma si hubiera sabido que yo saldría temprano de la conferencia de Vincent. Así habría evitado que la policía me interrogara.
Gil comienza a caminar en círculos. En el otro lado de la habitación se quiebra uno de los troncos de la chimenea.
– ¿Recuerdas el poema que mencionó en la exposición?
– Browning. «Andrea del Sarto.»
– ¿Cómo era?
– Tú haces lo que tantos sueñan toda su vida -le digo-. ¿Lo que sueñan? No: lo que intentan, por lo que sufren, en lo que fracasan.
– ¿Por qué escogería ese poema?
– Porque iba bien con la pintura de Del Sarto.
Paul da un manotazo sobre la mesa.
– No. Porque tú y yo hemos resuelto lo que Vincent, tu padre y él no pudieron resolver. Lo que Richard soñó toda su vida con hacer. Lo que intentó, por lo que sufrió, en lo que fracasó.
En ese momento lo cubre una frustración que no he visto desde la época en que trabajábamos juntos, cuando parecía esperar que actuáramos como un solo organismo, que pensáramos con una sola mente. «Estás tardando mucho en resolver este acertijo. No tiene por qué ser tan difícil.» Aquí estamos, resolviendo acertijos nuevamente, interpretando las intenciones de un hombre que, según Paul, deberíamos conocer de igual manera. Para Paul, nunca he llegado a entender lo suficiente a Colonna, ni tampoco a Curry.
– No lo entiendo -dice Gil, viendo que algo se ha interpuesto entre Paul y yo y que ese algo está fuera de su experiencia.
– Los cuadros -dice Paul, todavía dirigiéndose a mí, tratando de hacerme entender-. Las historias de José. Hasta te expliqué lo que significaban. Es sólo que no sabíamos a qué se refería Richard. «Y Jacob amaba a José más que a sus otros hijos, por ser el hijo de su vejez. Y le hizo una túnica de varios colores.»
Espera que le dé alguna señal, que le diga que lo comprendo. Pero no puedo.
– Es un regalo -dice finalmente-. Richard cree que me está haciendo un regalo.
– ¿Un regalo? -Dice Gil-. Pero ¿te has vuelto loco? ¿Qué regalo?
– Esto -dice Paul, extendiendo los brazos y abarcándolo todo-. Lo que le hizo a Bill. Lo que le hizo a Vincent. Impidió que me lo arrebataran. Me ha regalado mi trabajo en la Hypnerotomachia.
Cuando lo dice, hay una ecuanimidad horrible en su voz; el orgullo y la tristeza girando alrededor de una callada certidumbre.
– Hace treinta años, Vincent se lo robó todo a Richard. Ahora él no dejará que me ocurra lo mismo a mí.
– Curry le mintió a Stein -le digo. Me niego a permitir que caiga en la trampa de un hombre capaz de manipular las debilidades de un huérfano-. Le mintió a Taft. Ahora hace lo mismo contigo.
Pero Paul ya está más allá de la duda. Bajo el horror y la incredulidad de su voz hay algo que se parece mucho a la gratitud. Estamos, una vez más, en una habitación llena de cuadros prestados, otra exposición en el museo de la paternidad construido por Curry para el hijo que nunca llegó a tener, y los gestos han sido tan espléndidos que los motivos ya no importan. Es la brecha final: me recuerda, súbitamente, que Paul y yo no somos hermanos. Que creemos en cosas distintas.
Gil comienza a hablar, interponiéndose para traer la discusión de vuelta a la tierra, pero en ese momento nos llega ruido de pasos desde fuera. Los tres nos damos la vuelta.
– ¿Qué diablos ha sido eso? -dice Gil.
Entonces nos llega la voz de Curry.
– Paul -murmura desde el otro lado de la puerta.
Quedamos paralizados.
– Richard -dice Paul como si volviera en sí. Y antes de que Gil y yo podamos detenerlo, Paul estira el brazo hacia la puerta.
– ¡Aléjate de ahí! -dice Gil.
Pero Paul ya ha quitado el seguro, y una mano desde el otro lado hace girar el pomo.
Allí, de pie en el umbral, vestido con el mismo traje negro de anoche, está Richard Curry. Tiene los ojos desorbitados y parece sobresaltado. Lleva algo en la mano.
– Necesito hablar a solas con Paul -dice con voz ronca.
Paul ve lo que todos vemos: la leve mancha de sangre cerca del cuello de su camisa.
– ¡Sal de aquí! -ruge Gil.
– ¿Qué has hecho? -dice Paul.
Curry lo mira fijamente, luego levanta un brazo. Lleva algo en la mano extendida.
Gil avanza con cuidado hacia el corredor.
– Fuera -repite.
Curry lo ignora.
– Lo tengo, Paul. El plano. Tómalo.
– Ni siquiera te acerques -dice Gil con voz temblorosa-. Llamaremos a la policía.
Tengo los ojos fijos en el fajo oscuro que Curry lleva en la mano. Salgo al corredor detrás de Gil de manera que ambos estemos delante de Paul. Pero cuando Gil echa mano de su móvil, Curry nos coge desprevenidos, y en un solo movimiento se abre paso entre nosotros, empujando a Paul al interior del Salón de Oficiales, y da un portazo. Antes de que Gil y yo podamos reaccionar, suena el clic del seguro.
Gil golpea la puerta con el puño cerrado.
– ¡Abre! -grita, al tiempo que me empuja hacia atrás y embiste la puerta con el hombro. El grueso panel de madera no cede ni un milímetro. Retrocedemos y damos dos golpes jun-tos, hasta que el seguro parece ceder. Escucho ruidos que llegan desde el otro lado.
– Una vez más -dice Gil.
Tras el tercer empujón, el seguro metálico se desprende y la puerta se abre de un golpe con el sonido de un disparo solitario.
Nos catapultamos a la habitación y encontramos a Curry y a Paul a ambos extremos de la chimenea. La mano de Curry sigue extendida y sostiene el plano. Gil se lanza hacia ellos, golpeando a Curry a toda velocidad y derribándolo al suelo, contra la chimenea. La cabeza de Curry choca con el enrejado metálico, sacándolo de su sitio, provocando chispas y avivando el color de las brasas.
– ¡Richard! -dice Paul, corriendo hacia él.
Paul levanta a Curry de la chimenea y lo recuesta contra la barra. Curry trata de orientarse, pero la sangre que mana de su cabeza le cubre los ojos. Sólo ahora veo el plano en manos de Paul.
– ¿Estás bien? -Dice Paul, sacudiendo a Curry por los hombros-. ¡Necesita una ambulancia!
Pero Gil sigue concentrado.
– La policía se hará cargo.
En ese momento siento la oleada de calor. La barra ha estallado en llamas.
– ¡Atrás! -grita Gil.
Pero me quedo como clavado al suelo. El fuego se levanta hasta el techo, consumiendo las cortinas pegadas contra la pared. La llamarada, con la ayuda del alcohol, se mueve con velocidad, tragándose todo lo que hay a su alrededor.
– ¡Tom! -Grita Gil-. ¡Aléjalos de ahí! ¡Voy a por un extintor!
Curry se incorpora con ayuda de Paul. De repente, el hombre aparta a Paul de un empujón y sale trastabillando al pasillo.
– Richard -le suplica Paul, siguiéndolo.
Gil regresa corriendo y comienza a rociar las cortinas con el extintor. Pero el fuego crece demasiado rápido. Es imposible apagarlo. El humo sale por la puerta y va rodando por el techo.
Al final retrocedemos hacia la puerta: el humo y el calor nos obligan a salir. Me cubro la boca con la mano y siento que los pulmones se me cierran. Cuando me dirijo a la escalera, alcanzo a distinguir, a través de una nube densa de humo negro, a Paul y a Curry, alzando la voz y forcejeando.
Llamo a Paul, pero las botellas del bar comienzan a estallar y ahogan mi voz. La primera ola de fragmentos golpea a Gil. Lo quito de en medio, siempre atento a una respuesta de Paul.
En ese momento la escucho a través del humo:
– ¡Vete, Tom! ¡Salid de aquí!
Los reflejos diminutos del fuego se esparcen por las paredes. Un cuello de botella sale disparado por encima de la escalera, flota un instante sobre nosotros, lanzando llamas, y luego cae a la planta baja.
Durante un instante no ocurre nada. Pero enseguida el trozo de vidrio aterriza en la pila de trapos empapados, entrando en contacto con el whisky y el brandy y la ginebra, y el suelo relampaguea. De abajo llegan sonidos de cosas que estallan, de madera en combustión, de fuego esparciéndose. La puerta delantera ya está bloqueada. Gil pide ayuda a gritos por el móvil. El fuego se levanta hacia el primer piso. Me parece tener la cabeza llena de chispas, y cuando cierro los ojos veo una luz blanca. Siento que voy flotando sobre la ola de calor. Todo parece tan lento, tan pesado. La escayola del techo se cae en pedazos. La pista de baile tiembla como un espejismo.
– ¿Cómo saldremos? -grito.
– La escalera de servicio -dice Gil-. Por arriba.
– ¡Paul! -grito de nuevo.
Pero no hay respuesta. Me acerco un poco a la escalera, pero las voces han desaparecido. Paul y Curry no están allí.
– ¡Paul!
La llamarada ha devorado el Salón de Oficiales y comienza a moverse hacia nosotros. Siento el muslo extrañamente dormido. Gil se vuelve hacia mí y me señala. La pernera del pantalón está rota, y la sangre corre por la tela del esmoquin, negro sobre negro. Gil se quita la chaqueta y la ata alrededor de la herida. El túnel de fuego parece encerrarnos, empujarnos hacia arriba. El aire está casi negro.
Gil me empuja hacia el tercer piso. Arriba no se ve nada, sólo sombras de gris. Una franja de luz resplandece por debajo de una puerta al fondo del pasillo. Avanzamos. El fuego ha llegado al pie de las escaleras, pero parece mantenerse a raya.
En ese momento lo escucho: un gemido agudo que llega desde dentro de la habitación.
El sonido nos paraliza durante un instante. Con la certeza de una premonición, siento que estamos entrando en la sombra del tiempo, un paso en la cima de una montaña elevada en el cual la oscuridad del cielo queda al alcance de la mano.
Gil se lanza hacia la puerta. Cuando lo hace, vuelve a mí la sensación de ebriedad del baile. El calor del cuerpo como el hormigueo previo al vuelo. Las manos de Katie sobre mi cuerpo, su aliento sobre mí, sus labios sobre mí.
Richard Curry discute con Paul detrás de una mesa larga, en el extremo opuesto de la habitación. Lleva en la mano una botella vacía. Su cabeza, cubierta de sangre, parece balancearse sobre sus hombros. Aquí no hay nada más que el olor del alcohol, los restos de una botella derramados sobre la mesa. Un armario abierto revela otro alijo de licor, el secreto de un antiguo presidente del Ivy. La habitación es tan ancha como el propio edificio. La luz de la luna la llena de un color plateado. Las paredes están cubiertas por estanterías; detrás de Curry, los lomos de cuero se hunden en la oscuridad. En la pared norte hay dos ventanas. Por todas partes relucen los charcos.
– ¡Paul! -Grita Gil-. ¡Te está bloqueando la escalera de servicio!
Paul se vuelve para mirar, pero los ojos de Curry están fijos en Gil y en mí. La visión de ese hombre me paraliza. Las arrugas de su rostro son tan profundas que la gravedad parece tirar de él, arrastrarlo hacia abajo.
– Richard -dice Paul con firmeza, como si le hablara a un niño-, todos debemos salir de aquí.
– Aléjate -grita Gil, dando un paso adelante.
Pero cuando lo hace, Curry rompe la botella contra una mesa y ataca, cortando a Gil en el brazo con el cuello roto de la botella. La sangre corre como cintas negras entre los dedos de Gil. El retrocede, viendo cómo la sangre le cubre el brazo. Ante esto, Paul se apoya en la pared, como vencido.
– Toma -le digo, sacándome el pañuelo del bolsillo.
Gil se mueve con lentitud. Cuando se quita la mano del brazo para coger el pañuelo, veo que el corte es profundo. En cuanto la presión desaparece, la sangre llena el surco abierto.
– ¡Vete! -le digo, llevándolo a la ventana-. ¡Salta! Las ramas amortiguarán la caída.
Pero él está paralizado con la mirada fija en el cuello de botella que Curry todavía tiene en la mano. Ahora la puerta de la biblioteca está temblando, porque el aire caliente se acumula al otro lado. Por debajo de la puerta comienzan a aparecer volutas de humo. Los ojos me lloran y siento una presión en el pecho.
– ¡Paul! -Grito a través del humo-. ¡Tienes que salir de aquí!
– Richard -grita Paul-. Vámonos.
– ¡Deja que se marche! -le grito a Curry, pero ahora el fuego ruge, a punto de entrar. De más allá llega el ruido de un desgarro terrible, la madera quebrándose bajo su propio peso.
De repente, Gil se desploma contra la pared, a mi lado. Me apresuro a llegar a la ventana y la abro, apoyando a Gil contra el marco, esforzándome por mantenerlo en pie.
– Ayuda a Paul… -masculla. Es lo último que me dice antes de que sus ojos empiecen a apagarse.
Un viento frígido cruza la habitación, levantando nieve de los arbustos. Alzo a Gil con toda la delicadeza posible. Bajo la luz, su figura es angelical, elegante y sutil incluso en estas circunstancias. Y mirando fijamente el pañuelo ensangrentado que se adhiere al brazo de Gil con la sola fuerza de su propio peso, comienzo a sentir que todo se disuelve a mi alrededor. Tras una última mirada lo suelto, y en cuestión de un segundo Gil se ha ido.
– Tom -me llega la voz de Paul, tan distante ahora que parece salir de una nube de humo-. Vete.
Me doy la vuelta y veo a Paul forcejeando entre los brazos de Curry, tratando de acercarlo a la ventana, pero el viejo es mucho más fuerte que él. No se deja mover. Curry empuja a Paul hacia la escalera de servicio.
– ¡Salta! -me dicen desde abajo. Las voces entran por la ventana abierta-. ¡Salta!
Son bomberos que me han visto. Me doy la vuelta.
– ¡Paul! -Grito-. ¡Vamos!
– Vete, Tom -lo oigo decir una última vez-. Por favor.
Las palabras se vuelven distantes con demasiada rapidez,-como si Curry lo hubiera arrastrado consigo entre la neblina. Los dos regresan a las viejas hogueras, luchando como ángeles a través de las vidas de los hombres.
– Abajo. -Es la última palabra que oigo llegar desde el interior de la habitación. Es Curry quien la pronuncia-. Abajo.
Y de nuevo, desde fuera:
– ¡Date prisa! ¡Salta!
– ¡Paul! -grito, retrocediendo hacia el alféizar de la ventana al tiempo que las llamas comienzan a acorralarme. El humo caliente me presiona el pecho como un puño cerrado. Del otro lado de la habitación, la puerta de acceso a la escalera de servicio se cierra de un golpe. Ya no se ve a nadie. Me dejo caer.
Esto es lo último que recuerdo antes de hundirme en la nieve fangosa. Lo siguiente es tan sólo una explosión, como un repentino amanecer en medio de la noche. Un cilindro de gas que hace que el edificio entero se desplome. Y comienza a llover hollín.
Me oigo gritar en medio del silencio. A los bomberos. A Gil. A quien pueda escucharme. Lo he visto, grito: Richard Curry abriendo la entrada a la escalera de servicio y arrastrando a Paul.
– Escuchadme.
Y al principio lo hacen. Dos bomberos, al escucharme, se acercan al edificio. Hay un médico a mi lado. Trata de entender.
– ¿Qué escalera? -Pregunta-. ¿Adonde salen?
– A los túneles -le digo-. Salen cerca de los túneles.
Enseguida el humo se dispersa y las mangueras revelan la fachada del club y todo empieza a cambiar. Cada vez buscan menos, escuchan menos. No queda nada, dicen entre pasos lentos. No hay nadie adentro.
– Paul está vivo -les grito-. Lo he visto.
Pero cada segundo es un gol en su contra. Cada segundo es un puñado de arena. Por la forma en que Gil me está mirando, me doy cuenta de cuánto ha cambiado todo.
– Estoy bien -le dice al médico que le cuida el brazo. Se limpia una mejilla húmeda y luego me señala-. Ayude a mi amigo.
La luna cuelga sobre nosotros como un ojo vigilante, y allí sentado, con la mirada fija más allá de los hombres que riegan con mangueras la casa destrozada, imagino la voz de Paul.
– De alguna forma -dice desde lejos, mirándome mientras nos tomamos un café-, siento que también es mi padre.
Sobre la cortina negra del cielo puedo ver su rostro, tan lleno de certeza que incluso ahora le creo.
– ¿Entonces qué opinas? -me está preguntando.
– ¿De ir a Chicago?
– De ir a Chicago juntos.
Adonde nos llevaron esa noche, qué preguntas nos hicieron, no lo recuerdo. El fuego seguía ardiendo frente a mí, y la voz de Paul me hablaba al oído, como si aún pudiera resurgir de entre las llamas. Antes del amanecer vi mil caras, mil portadores de mensajes de esperanza: amigos a quienes el fuego había sacado de sus habitaciones, profesores a quienes el ruido de las sirenas había despertado; incluso la misa en la capilla fue suspendida a media ceremonia debido al espectáculo. Y todos se reunieron alrededor de nosotros como un tesoro viajero -cada cara, una moneda-, como si se hubiera ordenado desde las altas esferas que habríamos de sufrir nuestras pérdidas contando lo que nos quedaba. Tal vez supe entonces que entrábamos en una pobreza muy, muy rica. Qué oscuro sentido del humor tienen los dioses que inventaron esto. Mi hermano Paul, sacrificado en el día de Pascua. El caparazón de la ironía cayéndonos con fuerza en la cabeza.
Esa noche los tres sobrevivimos juntos por simple necesidad. Nos reunimos en el hospital: Gil, Charlie y yo, compañeros de cuarto nuevamente. Ninguno habló. Charlie se acariciaba el crucifijo del cuello, Gil dormía, yo miraba las paredes. Mientras no tuviéramos noticias de Paul, seguíamos empeñándonos en el mito de su supervivencia, el mito de su resurrección. No debí haber creído que una amistad fuese indivisible, igual que no lo es una familia. Y sin embargo el mito me sostuvo en ese momento. En ese momento, y para siempre jamás.
El mito, digo, no la esperanza.
Pues la caja de la esperanza ya estaba vacía.