La última pregunta que el jefe de contratación de Daedalus me hizo durante mi entrevista era un acertijo: si una rana cae en un pozo de veinte metros de profundidad y tiene que escalarlo para salir, avanzando tres metros cada día pero resbalando dos metros cada noche, ¿cuántos días tardará en salir?
La respuesta de Charlie era que no saldría nunca, porque una rana que cae veinte metros no vuelve a levantarse. La respuesta de Paul tenía algo que ver con un filósofo antiguo que murió al caer en un pozo mientras iba mirando las estrellas. La respuesta de Gil era que nunca había oído hablar de una rana capaz de escalar pozos, ¿y qué diablos tenía que ver eso con desarrollar software en Texas?
La respuesta correcta, me parece, es que tarda dieciocho días, o dos días menos de lo que uno esperaría. El truco está en darse cuenta de que la rana avanza un metro por día, pero en el día dieciocho, escala los tres metros y llega al borde del pozo antes de resbalar los dos.
No sé qué me hace pensar en eso ahora. Quizás éste sea uno de esos momentos en que los acertijos tienen una cierta luminiscencia, una sabiduría que ilumina los límites de la experiencia cuando nada más es capaz de hacerlo. En un mundo donde la mitad de los aldeanos siempre miente y la otra mitad siempre dice la verdad; donde la liebre nunca alcanza a la tortuga porque la distancia entre ellas disminuye según una irreductible infinidad de mitades; donde no puedes dejar al lobo en el mismo lado del río que la gallina, ni la gallina en el mismo lado que el maíz, porque cada uno se comerá al otro con perfecta regularidad, y no hay nada que podamos hacer para evitarlo: en este mundo, en fin, todo es racional, menos la premisa. Un acertijo es un castillo en el aire, perfectamente habitable siempre y cuando no mires hacia abajo. La grandiosa imposibilidad de lo que Paul me ha contado -que una antigua rivalidad entre un monje y un humanista haya dejado una cripta de tesoros debajo de un bosque olvidado- descansa sobre la imposibilidad, mucho más básica, de que un libro como la Hypnerotomachia, escrito en clave, impenetrable, ignorado por los eruditos durante cinco siglos, pueda existir. No podría; y sin embargo, me resulta tan real como me resulto yo mismo. Y si acepto su existencia, las bases quedan puestas, y el castillo imposible puede construirse. Lo demás son piedras y mortero.
Cuando se abre la puerta del ascensor, y el vestíbulo de la biblioteca parece tan leve en la luz invernal, siento como si emergiéramos de un túnel. Cada vez que pienso en el acertijo de Daedalus, imagino la sorpresa de la rana ese último día, cuando por primera vez sus tres metros hacia arriba no vienen seguidos de dos metros hacia abajo. Hay algo repentino en el borde del pozo, la inesperada aceleración que existe al final del viaje, y es eso lo que siento ahora. El acertijo que me ha acompañado desde que era un niño -el acertijo de la Hypnerotomachia – ha quedado resuelto en menos de un día.
Pasamos por el torniquete de la entrada principal de la biblioteca. Por debajo de la puerta vuelve a entrar el viento cortante. Paul abre de un empujón y yo me cierro con fuerza el abrigo. Hay nieve por todas partes, ni piedras ni paredes ni sombras, tan sólo brillantes tornados de color blanco. Chicago y Texas están a mi alrededor; también la graduación; también Dod y mi hogar. Aquí estoy: repentinamente, he salido a la superficie.
Caminamos hacia el sur. De regreso a los dormitorios, vemos un contenedor que alguien ha volcado. Hay pequeños nidos de basura asomándose entre montículos de nieve, y las ardillas ya los han atacado, sacando pieles de manzana y botellas de loción casi vacías, pasándoselo todo por las narices antes de comer. Son criaturas muy sagaces. La experiencia les ha enseñado que aquí siempre habrá comida, que el lugar se reabastece cada día, de manera que en todas partes las nueces y las bellotas permanecen insepultas. Cuando un cuervo del tamaño de un buitre aterriza sobre la rueda del contenedor volcado exigiendo prioridad, las ardillas pican y mordisquean, ignorándolo por completo.
– ¿Sabes en qué me hace pensar ese cuervo? -dice Paul.
Niego con la cabeza, y el pájaro despega furioso, abriendo las alas hasta alcanzar envergaduras fantásticas, escapando tan sólo con una bolsa de migajas.
– En el águila que mató a Esquilo -dice Paul-. Le soltó una tortuga en la cabeza
Tengo que mirarlo de reojo para confirmar que me habla en serio.
– Esquilo era calvo -continúa-. El águila trataba de quebrar el caparazón de la tortuga lanzándola sobre las rocas. No vio la diferencia.
Esto me recuerda de nuevo al filósofo que se cayó al pozo. La mente de Paul siempre está haciendo cosas así: metiendo el presente en el pasado, naciendo la cama del día de ayer.
– Si pudieras estar en cualquier parte en este momento -le pregunto-, ¿dónde estarías?
Me mira, divertido.
– ¿En cualquier parte?
– Sí.
– En Roma, con una pala en la mano.
Una ardilla nos mira, apartándose un instante de la rebanada de pan que ha encontrado. Paul se vuelve hacia mí.
– ¿Y tú? ¿Texas?
– No.
– ¿Chicago?
– No lo sé.
Pasamos por el patio trasero del museo de arte, el que lo separa de Dod. Aquí hay huellas que van de un lado al otro haciendo zigzag.
– ¿Sabes qué me dijo Charlie una vez? -dice, mirando fijamente las huellas de la nieve.
– ¿Qué?
– Si disparas con una pistola, la bala cae al suelo con la misma velocidad que si la sueltas con la mano.
Algo así he aprendido en introducción a la física.
– No hay manera de huir de la gravedad -dice Paul-. No importa a qué velocidad vayas, sigues cayendo como una piedra. Eso te hace preguntarte si el movimiento horizontal no será una ilusión. Si no nos movemos sólo para convencernos de que no nos estamos cayendo.
– ¿Adonde quieres ir a parar?
– El caparazón de la tortuga -dice-. Era parte de una profecía. Un oráculo dijo que Esquilo moriría de un golpe caído del cielo.
Un golpe caído del cielo, pienso. Dios muerto de risa.
– Esquilo no podía escapar de un oráculo -continúa Paul-. Nosotros no podemos escapar de la gravedad. -Sus dedos se entrelazan formando una bisagra-. El cielo y la tierra hablando con una sola voz.
Sus ojos se han abierto como si trataran de abarcarlo todo: un niño en el zoológico.
– Seguro que eso se lo dices a todas -le digo.
Sonríe.
– Lo siento. Sobrecarga sensorial. Tengo la percepción alborotada. No sé por qué.
Yo sí que lo sé. Ahora hay alguien más que puede preocuparse por la cripta, alguien más que puede preocuparse por la Hypnerotomachia. Atlas se siente más liviano ahora que no lleva el mundo sobre los hombros.
– Con tu pregunta pasa lo mismo -dice, caminando hacia atrás frente a mí-. Si pudieras estar en cualquier parte en este momento, ¿dónde estarías? -Abre las manos y la verdad parece caerle sobre las palmas-. Respuesta: no importa, porque dondequiera que vayas seguirás cayendo.
Sonríe al decirlo, como si la idea de que todos estamos en caída libre no tuviera nada deprimente. La equivalencia última de ir a cualquier parte, de hacer cualquier cosa, parece decir Paul, es que estar conmigo en Dod es lo mismo que estar en Roma con una pala. A su manera y en sus palabras, lo que dice, me parece, es que es feliz.
Busca su llave en el bolsillo y la desliza en la cerradura. Cuando entramos, la habitación está en calma. Tanta acción ha rodeado este lugar desde el día de ayer, tantas intrusiones ilegales y vigilantes y policías, que es inquietante verlo vacío y a oscuras. Paul entra distraídamente en el dormitorio para dejar su abrigo. Por instinto, levanto el teléfono y reviso nuestro contestador.
«Hola, Tom -comienza la voz de Gil a través de un silbido de estática-. Trataré de hablar con vosotros más tarde, pero… parece que después de todo no podré volver al hospital, así que… Charlie de mi parte… Tom… corbata negra. Puedes tomar… necesites.»
Corbata negra. El baile.
Ya ha empezado el segundo mensaje.
«Tom, soy Katie. Sólo quería decirte que iré al club para ayudar con los preparativos en cuanto termine aquí en el cuarto oscuro. Creo que dijiste que vendrías con Gil. -Pausa-. Así que supongo que esta noche hablaremos.»
Vacila antes de colgar, como si no estuviera segura de haber puesto el énfasis correcto en esas últimas palabras, el recordatorio de un asunto incompleto.
– ¿Qué sucede? -dice Paul desde la habitación contigua.
– Tengo que prepararme -digo en voz baja, intuyendo el giro que las cosas están tomando.
Paul sale de la habitación.
– ¿Para qué?
– Para el baile.
Paul no lo entiende. No le he contado lo que Katie y yo hemos discutido en el cuarto oscuro. Lo que he visto el día de hoy todo lo que Paul me ha contado, ha puesto el mundo patas arriba. Pero en el silencio subsiguiente, me encuentro con que estoy donde siempre he estado. La antigua amante a la que he renunciado ha vuelto para tentarme. Hay en esto un ciclo; hasta este momento, he estado demasiado absorto en él para poder romperlo. El libro de Colonna me halaga con imágenes de perfección, una irrealidad en la que puedo habitar a cambio del mínimo precio de mi devoción enloquecida, mi retiro del mundo. Francesco, tras inventar esta curiosa operación, inventó también su nombre: Hypnerotomachia, la búsqueda en sueños del amor. Si alguna vez hubo un tiempo propicio para la quietud, para resistirse a esa lucha y a su sueño; si alguna vez hubo un tiempo propicio para recordar un amor que se ha dedicado a mí con locura, para recordar la promesa que le he hecho a Katie, es ahora.
En cambio, repite en voz baja un chiste que he escuchado mil veces en boca de Gil. Paul no tiene otras palabras para describir lo que siente.
– El último hombre en la tierra entra en un bar -murmura-. ¿Qué dice?
Paul vuelve la cabeza hacia la ventana, pero no termina el chiste. Ambos sabemos lo que dice el último hombre sobre la tierra. Mira fijamente su cerveza, solo y perdido, y dice: «Cerveza, quisiera otro camarero».
– Lo siento -le digo.
Pero Paul ya está en otra parte.
– Tengo que encontrar a Richard -murmura.
– ¿Paul?
Se da la vuelta.
– ¿Qué?
– ¿Para qué quieres encontrar a Curry?
– ¿Recuerdas lo que te he preguntado antes, de camino a Firestone? -dice-. ¿Qué habría sucedido si nunca hubiera cogido el libro de tu padre? ¿Recuerdas lo que me respondiste?
– Dije que nunca nos habríamos conocido.
Se produjeron mil pequeñas casualidades para que Paul y yo nos conociéramos, para que estuviéramos juntos aquí y ahora. A partir de los destrozos de quinientos años, el destino ha construido un castillo en el aire para que un par de chicos universitarios puedan ser reyes. Lo que Paul quiere decir es: y así es como respondes.
– Cuando veas a Gil -dice, recogiendo su abrigo del suelo-, dile que puede recuperar el Salón Presidencial. Ya no lo necesito.
Pienso en su coche, que está averiado en alguna calle lateral cercana al Instituto, y lo imagino caminando por entre la nieve, yendo a buscar a Curry.
– No deberías ir solo -empiezo.
Pero solo es como siempre ha ido. Cuando se lo digo, Paul ya ha cruzado la puerta
Lo habría seguido si el hospital no hubiera llamado, un minuto después, para transmitirme un mensaje de Charlie
– ¿Qué sucede? -pregunta Paul.
No sé cómo decírselo. No sé muy bien qué le quiero decir.
– Toma -le digo, extendiendo el brazo.
Pero él no se mueve.
– Toma el mapa.
– ¿Por qué? -Al principio sólo parece perplejo, demasiado excitado para moverse.
– No puedo hacerlo, Paul. Lo siento.
Su sonrisa se desvanece.
– ¿Qué quieres decir?
– No puedo seguir trabajando en esto. -Le pongo el mapa en la palma de la mano-. Es tuyo.
– Es nuestro -dice, preguntándose qué me ha sucedido.
Pero no lo es. No nos pertenece a ambos; desde el principio, ambos hemos pertenecido al libro.
– Lo siento. No puedo hacerlo.
No puedo. Ni aquí, ni en Chicago, ni en Roma.
– Pero ya lo has hecho -dice-. Ya está. Sólo hace falta el plano del cerrojo.
La certidumbre del desenlace, sin embargo, ya se ha interpuesto entre nosotros. Una expresión penetra los ojos de Paul, la expresión de quien se ahoga, como si la fuerza que antes lo mantenía a flote le hubiera fallado de repente y todo el mundo se hubiera puesto boca abajo. Hemos pasado tanto tiempo juntos que puedo notarlo sin que Paul tenga que decir una sola palabra: la libertad que siento, mi emancipación de una cadena de sucesos que comenzó antes de que yo naciera, tiene en Paul su reflejo inverso.
– No es cuestión de escoger -dice Paul, incorporándose-. Si quisieras, podrías conservar ambas cosas.
– No lo creo.
– Tu padre lo hizo.
Pero él sabe que no fue así.
– No necesitas mi ayuda -le digo-. Ya tienes lo que querías.
Pero yo sé que no es así.
Sigue un silencio extraño: ambos sabemos que el otro tiene razón, pero que ninguno está equivocado. La matemática de la moralidad se tambalea. Parece que Paul quisiera presentar un alegato, explicarme su caso una vez más, pero es inútil, y él lo sabe.
– Está despierto -dice la enfermera-. Y pregunta por ti.
Mientras la escucho me pongo los guantes y la gorra.
A medio camino entre el dormitorio y el centro médico, deja de nevar. Durante algunas manzanas hay incluso, un sol visible sobre el horizonte. Las nubes tienen forma de menaje sobre una mesa -soperas y jarras y platos hondos, un tenedor que pasa con una cuchara- y me doy cuenta del hambre que tengo. Ojalá Charlie esté tan bien como ha dicho la enfermera. Ojalá le hayan dado de comer.
Cuando llego, encuentro la puerta de la habitación bloqueada por la única persona que me resulta físicamente más intimidante que Charlie: su madre. La señora Freeman le explica a un doctor que después de coger el primer tren desde Filadelfia, y de oír a un hombre del despacho del decano decir que Charlie está peligrosamente cerca de ser expulsado, y considerando que la señora Freeman ha sido enfermera profesional durante diecisiete años (y eso antes de hacerse profesora de ciencias), no está de ánimo para que ningún médico la hable con condescendencia de lo que le pasa a su hijo. Al hombre lo reconozco por el color de su ropa: es el mismo que nos habló a Paul y a mí del estado estacionario de Charlie. El de las palabras de hospital y las sonrisas enlatadas. No parece haberse percatado de que no ha nacido sonrisa capaz de mover esta montaña.
Justo cuando me dispongo a entrar, la señora Freeman se da cuenta de mi presencia.
– Thomas -dice, cambiando el pie en que se apoya.
Alrededor de la señora Freeman siempre se tiene la sensación de estar frente a un fenómeno geológico: la sensación de que, si no te andas con cuidado, acabarás aplastado. Ella sabe que mi madre me educó sola, así que se toma la molestia de poner su grano de arena.
– ¡Thomas! -repite. Es la única persona en el mundo que sigue llamándome así-. Ven aquí.
Me acerco un milímetro.
– ¿En qué lo has metido? -dice.
– Charlie trataba de…
La señora Freeman da un paso adelante, atrapándome con su sombra.
– Ya te lo había advertido, ¿no? Después del asunto aquel en el techo de ese edificio.
La campana.
– Señora Freeman, eso fue idea suya…
– No, no. No me vengas con eso. Mi Charlie no es ningún genio, Thomas. Alguien tiene que hacerle caer en la tentación.
Madres. Uno creería a Charlie incapaz de ver el lado oscuro de las cosas aunque le pusieran una venda y apagaran la luz. Cuando nos ve, la señora Freeman no ve más que malas compañías. Mi madre, los padres inexistentes de Paul y el carrusel de padrastros de Gil: entre todos, no tenemos tantos buenos modelos como Charlie bajo un solo techo. Y en este asunto, por alguna razón, siempre soy yo el del tridente y la cola. Si ella supiera la verdad, pienso: también Moisés tenía cuernos.
– Déjalo en paz -dice desde el interior una voz jadeante.
La señora Freeman se da la vuelta, como el mundo girando sobre su eje.
– Tom trató de sacarme -dice Charlie, ahora con voz más débil.
Sigue un silencio pasajero. La señora Freeman me mira como diciendo: no sonrías, no es gran cosa haber sacado a mi hijo de un problema en el que tú mismo lo has metido. Pero cuando Charlie comienza a hablar de nuevo, la señora Freeman me ordena entrar antes de que su hijo se desgaste gritando así de un lado al otro de la habitación. Ella tiene cosas que resolver con el doctor.
– Y Thomas -dice, antes de que pueda pasar a su lado-, no le metas ideas raras en la cabeza.
Asiento. La señora Freeman es la única profesora que conozco capaz de hacer que la palabra «idea» suene como un taco.
Charlie está sentado sobre una cama de hospital con una pequeña baranda metálica a cada lado, barandas cuya altura no es suficiente para evitar que un tipo corpulento se caiga de la cama en una mala noche, pero sí para permitir que un camillero meta un palo de escoba entre ellas y te deje preso para siempre como un eterno convaleciente. Yo he tenido más pesadillas relacionadas con hospitales que cuentos tuvo Sherazade, y ni siquiera el tiempo las ha eliminado de mi memoria.
– La hora de visita termina en diez minutos -dice la enfermera sin mirarse el reloj. En una mano lleva una bandeja con la forma de un riñón; en la otra, un trapo.
Charlie la observa -la enfermera sale arrastrando los pies- y enseguida me dice, en voz lenta y ronca:
– Creo que le gustas.
Del cuello hacia arriba casi tiene buen aspecto. Cerca de su clavícula se asoma una capa de piel rosada; por lo demás, parece apenas un hombre cansado. El daño lo ha recibido en el pecho. Está envuelto en gasa hasta la cintura (el resto del cuerpo lo tiene metido bajo las sábanas), y en ciertos lugares un pus supuratorio ha atravesado el tejido y salido a la superficie.
– Puedes quedarte y ayudarlos a cambiarme -dice Charlie, obligándome a subir la mirada. Parece tener ictericia en los ojos. Tiene alrededor de la nariz una humedad que probablemente se secaría si pudiera hacerlo.
– ¿Cómo te encuentras? -pregunto.
– ¿Qué pinta tengo?
– Bastante buena, teniendo en cuenta lo sucedido.
Intenta sonreír. Cuando trata de echar un vistazo a su propio cuerpo, sin embargo, me doy cuenta de que no sabe qué aspecto tiene. Está lo bastante consciente para saber que no debe confiar en sus propios sentidos.
– ¿Ha venido alguien más a verte? -pregunto.
Tarda un rato en responder.
– No ha venido Gil, si te refieres a eso.
– Me refiero a cualquier persona.
– Tal vez no has visto a mi madre. -Sonríe Charlie-. Pasa desapercibida fácilmente.
Miro nuevamente por la ventana. La señora Freeman sigue hablando con el médico.
– No te preocupes -dice Charlie, malinterpretando mi actitud-. Ya vendrá.
Pero en ese momento la enfermera ya ha llamado a toda persona interesada en saber que Charlie ha recuperado la conciencia. Si Gil no está aquí, es que no vendrá.
– Oye -dice Charlie, cambiando de tema-. ¿Cómo te sientes con lo que ha pasado?
– ¿Cuándo?
– Ya sabes. Con lo que ha dicho Taft.
Trato de recordar las palabras. Han pasado horas desde lo del Instituto. Esto es probablemente lo último que recuerda.
– Acerca de tu padre. -Charlie trata de cambiar de posición y hace una mueca de dolor.
Miro fijamente las barandas; de repente, me siento paralizado. La señora Freeman ha intimidado al médico hasta tal punto que el hombre termina por conducirla a una habitación privada. Los dos desaparecen detrás de una puerta distante, y el vestíbulo queda desierto.
– Mira -dice Charlie con voz débil-, no dejes que un tipo así te meta cosas raras en la cabeza.
Esto es lo que hace Charlie cuando acaba de estar a las puertas de la muerte: pensar en mis problemas.
– Me alegro de que estés bien -le digo.
Sé que está a punto de hacer algún comentario irónico, pero entonces siente la presión de mi mano sobre la suya, y opta por lo más sencillo.
– También yo.
Charlie me sonríe de nuevo y luego ríe en voz alta.
– Quién lo diría -dice, y sacude la cabeza. Sus ojos se fijan en algún punto detrás de mí-. Quién lo diría -repite. Se está desmayando, pienso. Pero cuando me doy la vuelta, veo a Gil en el umbral, llevando en la mano un ramo de flores.
– Las he robado de la decoración del baile -dice vacilante, como si no estuviera seguro de ser bienvenido-. Más vale que te guste.
– ¿Y de vino nada? -La voz de Charlie es débil.
Gil sonríe torpemente.
– Para ti, sólo lo barato. -Da un par de pasos y extiende la mano hacia Charlie-. La enfermera me ha dicho que tenemos dos minutos. ¿Cómo te encuentras?
– He estado mejor -dice Charlie-. Pero también he estado peor.
– Creo que tu madre está aquí -replica Gil, buscando todavía cómo comenzar.
Charlie ha comenzado a adormilarse, pero se las arregla para sonreír una vez más.
– Pasa desapercibida fácilmente.
– No te irás sin despedirte, ¿verdad? -pregunta Gil en voz baja.
– ¿Del hospital? -dice Charlie, ya demasiado enajenado como para reconocer la intención de la pregunta.
– Sí.
– Tal vez -susurra Charlie-. La comida de este lugar -exhala- es espantosa.
Su cabeza vuelve a caer sobre la almohada en el momento en que la enfermera de cara áspera regresa para decir que se nos ha acabado el tiempo, que Charlie necesita descansar.
– Duerme bien, tío -dice Gil, poniendo el ramo de flores sobre la mesilla de noche.
Charlie no lo escucha. Ya ha comenzado a respirar por la boca.
Antes de irnos vuelvo a mirarlo: allí, sentado en su cama, envuelto en vendajes y rodeado de tubos de gota a gota, me hace pensar en las tiras cómicas que leía de niño. El gigante caído que la medicina logró reconstruir. El paciente cuya misteriosa recuperación sorprendió a los médicos locales. La oscuridad cae sobre Gotham, pero los titulares son los mismos. Hoy, un superhéroe se ha enfrentado a las fuerzas de la naturaleza y ha vivido para quejarse de la comida.
– ¿Se pondrá bien? -pregunta Gil cuando llegamos al aparcamiento de visitantes. El Saab es el único coche. Todavía tiene el capó tan caliente que derrite la nieve que le ha caído.
– Creo que sí.
– El pecho tiene bastante mala pinta.
Ignoro cómo será la rehabilitación para una víctima de quemaduras, pero volver a acostumbrarte a tu propia piel no puede ser fácil.
– Pensaba que no vendrías -le digo.
Gil vacila.
– Me hubiera gustado estar allí, con vosotros.
– ¿Cuándo?
– Todo el día.
– ¿Es una broma?
Se vuelve hacia mí.
– No. ¿Qué quieres decir?
Nos detenemos a pocos metros del coche. Me doy cuenta de que estoy enfadado con él, enfadado por lo difícil que le ha resultado encontrar qué decirle a Charlie, enfadado por el hecho de que esta tarde tuviera miedo de venir a visitarlo.
– Tú estabas donde querías estar -le digo.
– He venido tan pronto como he sabido lo que ocurría.
– No has estado con nosotros.
– ¿Cuándo? -dice-. ¿Esta mañana?
– Todo este tiempo.
– Dios mío. Tom…
– ¿Sabes por qué está donde está?
– Porque tomó la decisión equivocada.
– Porque quiso ayudar. No quería que fuéramos solos al despacho de Taft. No quería que le pasara algo a Paul en los túneles.
– ¿Qué quieres, Tom? ¿Una disculpa? Mea culpa. No puedo competir con Charlie. Él es así. Así ha sido siempre.
– Así eras tú también. ¿Sabes qué me ha dicho la señora Freeman? ¿Qué fue lo primero que me dijo al verme llegar? Me habló del robo de la campana de Nassau Hall.
Gil se pasa una mano por el pelo.
– Me culpa a mí de eso. Siempre lo ha hecho. ¿Sabes por qué?
– Porque cree que Charlie es un santo.
– Porque no puede creer que tú seas capaz de algo así.
– ¿Y qué? -dice Gil exhalando.
– Que sí eres capaz de algo así. Fuiste capaz. Lo hiciste.
Parece no saber qué decir.
– ¿Se te ha ocurrido que tal vez llevara media docena de cervezas entre pecho y espalda cuando me encontré con vosotros esa noche? Tal vez no estaba en mis cabales.
– O tal vez eras distinto entonces.
– Sí, Tom. Tal vez era distinto.
Silencio. Los primeros hoyuelos de nieve se forman en el capó del Saab. Esas palabras implican, de alguna manera, una confesión.
– Mira -dice-, lo siento.
– ¿Por qué?
– Debí visitar a Charlie la primera vez. Cuando te vi, cuando vi a Paul.
– Olvídalo.
– Soy tozudo. Siempre he sido tozudo.
Hace hincapié en siempre, como para decir: Mira, Tom, hay cosas que nunca cambian.
Pero todo ha cambiado. En una semana, en un día, en una hora. Charlie, luego Paul. Ahora, de repente, Gil.
– No lo sé -le digo.
– ¿No sabes qué?
– No sé qué has estado haciendo todo este tiempo. No sé por qué todo es tan distinto. Dios mío, ni siquiera sé lo que harás el año que viene.
Gil se saca del bolsillo de atrás la cadena con las llaves y abre las puertas del coche.
– Vámonos de aquí -dice-. Antes de morir congelados.
Y aquí estamos, en la nieve, solos en el aparcamiento del hospital. El sol ya casi se ha hundido tras el extremo del cielo, cediendo a la oscuridad, dándole a todo una textura de ceniza.
– Entra -dice Gil-. Hablemos.