Capítulo VI



Mirelle

Derek Kettering salió tan deprisa de la suite de Van Aldin, que tropezó con una señorita que pasaba por el corredor. Le pidió mil perdones y ella se los otorgó con una sonrisa, para después continuar su camino dejándole con la agradable impresión de haberse topado con una mujer de personalidad serena y poseedora de unos bellísimos ojos grises.

A pesar de su descaro, la entrevista con su suegro le había afectado mucho más de lo que aparentaba. Comió solo y, después, un tanto preocupado, se dirigió al suntuoso piso en el que vivía la famosa bailarina Mirelle. Una pulcra doncella francesa le recibió sonriente.

—Pase usted, monsieur, la señora ahora está descansando

Lo introdujo en un amplio salón con el decorado oriental que tan bien conocía. Mirelle estaba echada sobre un diván rodeada de innumerables cojines, todos ellos de un color ambarino que armonizaban con el tono amarillento de su piel.

La bailarina era una mujer muy hermosa y, aunque su rostro, debajo de aquel maquillaje amarillo, era en realidad un poco macilento, tenía un atractivo singular. Sus labios pintados de color naranja sonrieron incitadores al ver a Derek.

Él la beso y se dejo caer en una silla.

—¿Qué has estado haciendo?. Supongo que acabas de levantarte.

La sonrisa se hizo más amplia.

—Pues te equivocas —dijo la bailarina—, he estado trabajando.

Señaló con su larga y pálida mano el piano lleno de partituras musicales.

—Ha estado aquí Ambrose y ha tocado para mí la nueva obra.

Kettering asintió sin prestar gran atención. No sentía el menor interés por Claude Ambrose ni por su adaptación musical de Peer Gynt de Ibsen. A Mirelle le pasaba lo mismo, pues solo veía la obra como una oportunidad única para su interpretación del papel de Anitra.

—Es una danza maravillosa —murmuró Mirelle—. Pondré en ella todo el fuego del desierto. Me presentaré cubierta de joyas. A propósito, mon ami, vi ayer en Bond Street una perla negra...

Hizo una pausa y lo incitó con la mirada.

—Querida —respondió Kettering—, no es el momento más oportuno para hablarme de perlas negras. Las cosas van de mal en peor.

Mirelle respondió a su tono en el acto. Se sentó para mirarlo con los ojos negros bien abiertos.

—¿Qué estás diciendo, Derek?. ¿Qué ocurre?.

—Mi querido suegro se está preparando para librarse de mí.

-¿Qué?.

—Hablando más claro: quiere que Ruth se divorcie.

—¡Qué tontería! —exclamó la bailarina—. ¿Por qué ha de querer ella divorciarse de ti?.

Derek Kettering sonrió:

—Más que nada por culpa tuya, chérie.

Mirelle se encogió de hombros.

—Eso es una tontería —comentó en tono práctico.

—Muy tonto —asintió Derek.

—¿Y qué piensas hacer tú?.

—¿Qué quieres que haga?. Por un lado, un hombre con dinero ilimitado; por otro, un hombre con deudas ilimitadas. El vencedor está clarísimo.

—Esos norteamericanos son realmente extraordinarios —señaló Mirelle—. Si por lo menos tu esposa estuviese enamorada de ti...

—Bueno —dijo Derek Kettering—. ¿Qué vamos a hacer ahora?.

La bailarina le interrogó con la mirada. Kettering fue hacia ella y le cogió las manos.

—¿Me abandonarás? —le preguntó.

—¿Qué quieres decir?. ¿Después...?.

—Sí, después, cuando los acreedores se me echen encima como lobos hambrientos. Estoy loco por ti, Mirelle, ¿me abandonarás?.

La joven apartó sus manos.

—Bien sabes que te adoro, Derek.

Él se dio cuenta de que mentía.

—¿Con que esas tenemos?. Las ratas abandonan el barco que se hunde.

—¡Derek!.

—Vamos, sí, suéltalo —exclamó él con violencia—. Me abandonarías, ¿verdad?.

Ella se encogió de hombros.

—Yo te quiero, mon ami, te quiero mucho. Eres encantador, un beau gargon, pero ce n'est pas practique.

—A ti te gustan los hombres ricos, ¿verdad?.

—Si lo tomas así... —Se dejó caer sobre los cojines—. De todos modos te quiero, Derek.

Kettering fue hacia la ventana y permaneció allí de espaldas a la artista, mirando hacia fuera. Al cabo de un momento, Mirelle se incorporó un poco apoyada en un codo y le miró con curiosidad.

—¿En qué piensas, mon ami?.

Él la miró por encima del hombro, sonriendo de un modo extraño que le produjo cierto malestar.

—Pensaba en una mujer, querida.

—¿Una mujer?. ¿Pensabas en otra mujer?.

—No te preocupes; no se trata más que de una visión muy hermosa, la visión de una mujer de ojos grises.

—¿Dónde la has visto? —preguntó Mirelle con viveza.

Derek Kettering rió y su risa sonó irónica, burlona.

—Tropecé con ella en el corredor del hotel Savoy.

—¿Y qué sucedió?.

—Poco más o menos esto: Yo dije: «Oh, perdóneme usted»; y ella respondió: «No ha sido nada, está usted perdonado», o algo así.

—¿Y luego? —insistió la bailarina.

—Y luego nada. Aquel fue el final del incidente.

Kettering se encogió de hombros.

—No entiendo ni una palabra de todo lo que me estás diciendo —dijo Mirelle.

—La visión de una mujer de ojos grises —murmuró Derek pensativo—. Quizá sea una suerte que nunca más volvamos a vernos.

—¿Por qué?.

—Porque podría traerme mala suerte. Las mujeres la traen siempre.

Mirelle abandonó el diván y se acercó a él para rodearle el cuello con uno de sus largos brazos.

—Eres un loco, Derek —murmuró—. Un verdadero loco. Tu eres un beau gargon y te quiero mucho. Pero yo no he nacido para pobre; no, no he nacido para eso. Ahora escucha lo que voy a decirte, es muy sencillo: es preciso que te reconci-lies con tu esposa.

—Me temo que a efectos prácticos será inútil —dijo Derek secamente.

—¿Qué quieres decir?. No te entiendo.

—Van Aldin, querida, no lo permitirá. Es de esos hombres que, si toman una decisión, la llevan hasta el final.

—He oído hablar de él. Es muy rico, ¿verdad?. Uno de los hombres más ricos de América. Hace poco compró en París el rubí más hermoso del mundo, el llamado «Corazón de fuego».

Derek permaneció silencioso; la bailarina prosiguió:

—Es una piedra maravillosa. Una joya así tendría que pertenecer a una mujer como yo. Adoro las joyas, Derek. Me hablan. Ah, si pudiera poseer un rubí como ese «Corazón de fuego».

Exhaló un leve suspiro y volvió a ser una mujer práctica.

—Tú no entiendes de estas cosas. Derek, tú eres hombre. Supongo que Van Aldin le habrá regalado ese rubí a su hija. Es su única hija, ¿verdad?.

—Sí.

—Entonces, cuando él muera, ella heredará toda su fortuna. Será una mujer muy rica.

—Ya lo es ahora —afirmó Kettering seriamente—. Su padre le entregó dos millones al casarse.

—¿Dos millones?. ¡Qué barbaridad!. Si muriese ahora, tú la heredarías, ¿verdad?.

—Así es, tal como están ahora las cosas —dijo Kettering lentamente—. Que yo sepa, no ha hecho testamento.

—Mon Dieu! —exclamó la bailarina—. Su muerte sería una verdadera solución.

Hubo un momento de silencio, tras el cual Derek Kettering se echó a reír.

—Me encanta tu mente práctica y sencilla, Mirelle. Pero me temo que tus buenos deseos se queden en deseos nada más, porque mi esposa goza de una magnífica salud.

—Eh bien! —exclamó la artista—. Puede ocurrir algún accidente.

Él la miró con fijeza, pero no contestó.

—Tienes razón, mon ami —siguió ella—, no debemos confiar en las probabilidades. Lo mejor es que no se hable más de divorcio, que tu esposa abandone esa idea.

—¿Y sino quiere?.

Los ojos de la bailarina se entornaron.

—Estoy segura de que querrá. Es una de esas mujeres que temen el escándalo y hay unas cuantas cosillas que ella no querría por nada del mundo que sus amigas leyesen en los periódicos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Kettering tajante.

Mirelle se echó a reír.

—Parbleu!. Me refiero a ese caballero llamado el conde de la Roche. Lo sé todo sobre él. Recuerda que soy parisina. Ella era su amante antes de casarse contigo, ¿no es cierto?.

Kettering la cogió violentamente por los hombros.

—¡Eso es mentira!. Y ten en cuenta que estás hablando de mi esposa.

Mirelle se asustó un poco.

—Los ingleses sois extraordinarios —protestó—. De todas maneras, puede que tengas razón. Los norteamericanos son muy fríos. Pero permíteme que insista en que ella le amaba antes de casarse contigo y que su padre acabó con el idilio, despidiendo al conde con cajas destempladas. La señorita derramó infinidad de lágrimas, pero obedeció. Tú sabes tan bien como yo que ahora la cosa es muy distinta, que se ven a diario y que el día 14 se reunirán en París.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kettering.

—Tengo amigos en París, querido Derek, que conocen íntimamente al conde. Todo está preparado. Para los de aquí, ella va a la Riviera; pero en realidad, se encontrará con el conde en París y...quién sabe. Sí, sí, no lo dudes, todo está convenido entre ellos.

Derek Kettering permaneció inmóvil.

—¿Te das cuenta de que están en tus manos?. Si eres hábil, puedes hacer de tu esposa lo que quieras.

—¡Por Dios, cállate!. Cierra de una vez esa maldita boca.

Mirelle se dejó caer en el diván con una carcajada.

Derek cogió el sombrero y el abrigo, y salió del piso dando un portazo.

La bailarina se quedó sentada, riéndose por dentro. No estaba descontenta de su actuación.

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