Capítulo XXVII



La entrevista con Mirelle

Knighton, después de dejar a Katherine, fue en busca de Poirot, a quien encontró en una de las salas, jugando la apuesta mínima a los números pares de la ruleta. En el momento en que Knighton se reunía con él, salió el número treinta y tres y la raqueta se llevo la apuesta de Poirot.

—¡Mala suerte! —dijo Knighton—. ¿Va a jugar de nuevo?.

Poirot meneó la cabeza.

—Por ahora, no.

—¿Siente usted la fascinación del juego? —preguntó Knighton con curiosidad.

—En la ruleta, no.

Knighton le dirigió una mirada fugaz. En su rostro apareció una expresión de inquietud. Con la voz entrecortada y respetuosa, dijo:

—¿Está usted ocupado, monsieur Poirot?. Quisiera hacerle una pregunta.

—Estoy a su disposición. ¿Le parece que salgamos fuera?. Es muy agradable tomar el sol paseando.

Salieron juntos y Knighton inspiró profundamente.

—Me encanta la Riviera —comentó—. La primera vez que estuve aquí fue hace doce años, durante la guerra, cuando me enviaron al hospital de lady Tamplin. Pasar de Flandes aquí fue como llegar al Paraíso.

—¡Es natural!.

—¡Qué lejana parece la guerra ahora! —murmuró Knighton.

Pasearon en silencio durante un rato.

—¿Le preocupa alguna cosa? —preguntó Poirot.

Knighton le miró sorprendido.

—Tiene usted razón —confesó—. Pero no comprendo cómo lo ha sabido

—Salta a la vista con sólo mirarle —contestó con sequedad Poirot.

—No sabía que yo fuera tan transparente.

—Tenga usted en cuenta que mi trabajo consiste en observar las fisonomías —explicó el belga con dignidad.

—Se lo diré, monsieur Poirot. ¿Ha oído usted hablar de Mirelle, la bailarina?.

—¿La chérie amie de Mr. Kettering?.

—Sí, la misma. Y sabiendo esto, comprenderá que Mr. Van Aldin siente un prejuicio natural contra ella. Esa mujer le ha escrito solicitando una entrevista. Mr. Van Aldin me ordenó que escribiera una breve negativa, cosa que, desde luego, hice. Esta mañana, ella se presentó en el hotel y mandó subir su tarjeta diciendo que era urgente y vital que viera a Mr. Van Aldin enseguida.

—Me está usted intrigando —dijo Poirot.

—Mr. Van Aldin se puso furioso. Me dictó el mensaje que debía enviar de respuesta. Yo me aventuré a disentir, me pareció probable que quizás esa mujer pudiera facilitarnos alguna información valiosa. Sabemos que viajaba en el Tren Azul y, tal vez, pudo haber visto u oído algo de gran utilidad para nosotros. ¿No cree usted lo mismo, monsieur Poirot?.

—Sí —contestó Poirot en tono seco—. Creo que Mr. Van Aldin se comportó de una manera muy tonta.

—Me alegro de que usted vea el asunto de esa manera. Aún hay algo más, monsieur Poirot. Me pareció tan poco conveniente la actitud de Mr. Van aldin que decidí tener una breve entrevista en privado con esa señora.

Eh bien?.

—La dificultad consistía en que Mirelle deseaba hablar personalmente con Mr. Van Aldin. Yo suavicé el mensaje todo lo posible. En realidad le di una forma completamente distinta. Le dije que Mr. Van Aldin estaba muy ocupado en aque-llos momentos, pero que podía comunicarme a mí lo que fuese. Pero no se decidió y se marchó sin decir nada más. Tengo la fuerte impresión de que esa mujer sabe algo.

—Esto es serio —señaló Poirot—. ¿Sabe usted dónde se hospeda?.

—Sí. —Knighton le dio el nombre del hotel.

—Bien —dijo Poirot—. Iremos allí inmediatamente.

El secretario parecía indeciso.

—¿Y Mr. Van Aldin? —preguntó inquieto.

—Mr. Van Aldin es un hombre obstinado —dijo secamente Poirot—. Yo no discuto con individuos así. Obro sin consultarlos. Iremos a ver a esa dama ahora mismo. Le diré que Mr. Van Aldin le ha dado poderes a usted para que actúe en su nombre y usted se guardará muy bien de contradecirme.

Knighton volvió a mirarle indeciso, pero el detective no hizo caso de sus dudas.

En el hotel les dijeron que mademoiselle estaba en sus habitaciones. Después de escribir en sus tarjetas: «De parte de Mr. Van Aldin», Poirot hizo que se las pasaran.

Poco después les dijeron que mademoiselle Mirelle les esperaba.

En cuanto entraron en el saloncito de la bailarina, Poirot tomó la palabra.

—Mademoiselle —murmuró inclinándose exageradamente—, venimos comisionados por Mr. Van Aldin..

—¡Ah!. ¿Y por qué no viene él mismo?.

—Porque se encuentra indispuesto —mintió Poirot—, pero nos ha autorizado al comandante Knighton y a mí para obrar en representación suya. A no ser, desde luego, que mademoiselle prefiera esperar un par de semanas o más..

Si de algo estaba seguro Poirot era de que, para un temperamento como el de Mirelle, la sola palabra «esperar» resultaba intolerable.

Eh bien! Hablaré, señores —gritó—. He sido paciente.

He tendido mi mano. ¿Y para qué?. ¡Para ser insultada!. ¡Sí, insultada!. ¿Acaso cree que se puede tratar así a Mirelle?. ¡Tirarla como quien tira un trapo viejo!. Ningún hombre se ha cansado jamás de mí. Soy yo la que siempre se cansa de ellos.

Se paseó de un lado a otro de la habitación. Su grácil cuerpo temblaba de rabia. Una mesita que le impedía el paso fue a parar de un puntapié a un rincón, donde se hizo trizas contra la pared.

—¡Eso mismo quisiera hacer con él! —gritó—. ¡Y esto...!.

Cogió un jarrón lleno de lirios y lo arrojó a la chimenea, donde se hizo añicos.

Knighton la miraba con disgusto. Estaba violento. Poirot, por el contrario, la miraba con ojos brillantes y parecía encantado con la escena.

—¡Algo magnífico! —exclamó—. ¡Se ve que madame tiene un gran temperamento!.

—Soy una artista —dijo Mirelle—, y todos los artistas tenemos temperamento. Le dije a Derek que se anduviera con cuidado, pero no me quiso escuchar. —De pronto, se volvió furiosamente hacia Poirot y le preguntó—: ¿Es verdad que desea casarse con esa señorita inglesa?.

Poirot tosió.

—On n'a dit —murmuró— que la ama apasionadamente.

Mirelle se acercó a los dos hombres.

—Él asesinó a su esposa —chilló—. ¡Ya está! ¡Ahora lo saben! A mí me dijo que pensaba hacerlo. Estaba en un impasse y buscó la salida más fácil.

—¿Dice usted que Mr. Kettering asesinó a su esposa? —preguntó Poirot.

—¡Sí, sí, sí!. ¿No acabo de decírselo?.

—La policía necesitará pruebas —señaló Poirot—. Una declaración.

—Le digo que la noche del crimen le vi salir del compartimiento de su esposa.

—¿Cuándo? —preguntó Poirot incisivo.

—Poco antes de que el tren llegase a Lyon.

—¿Está usted dispuesta a jurarlo?.

Era un Poirot distinto el que hablaba ahora. Su voz era aguda y perentoria.

—Sí —respondió la bailarina.

Hubo un instante de silencio. Mirelle jadeaba, y su mirada, entre desafiante y asustada, pasaba alternativamente del rostro del uno al otro.

—Esto es un asunto muy serio, mademoiselle —señaló el detective—. ¿Se da usted cuenta de lo serio que es?.

—Desde luego.

—Perfectamente —dijo Poirot—. Entonces comprenderá usted, mademoiselle, que no hay tiempo que perder. Supongo que no tendrá inconveniente en acompañarnos al despacho del juez instructor ahora mismo.

La propuesta la pilló por sorpresa. Mirelle dudó unos instantes pero, como Poirot había previsto, no podía ya retroceder.

—Bien —murmuró—. Voy a buscar un abrigo.

Una vez solos, Poirot y Knighton cambiaron una mirada.

—Es necesario actuar... ¿cuál es la frase...?, mientras el hierro está caliente —dijo Poirot—. Es muy temperamental. Tal vez dentro de una hora se arrepentirá y querrá volverse atrás. Debemos evitarlo a toda costa.

Mirelle reapareció, envuelta en un abrigo de terciopelo color arena adornado con piel de leopardo. Tenía un aire de animal salvaje dispuesto a clavar las garras. Sus ojos todavía brillaban de furia y decisión.

En el juzgado encontraron al juez y a monsieur Caux, el comisario. Tras una breve explicación de Poirot, mademoiselle Mirelle fue invitada a contar su historia. Ella lo hizo poco más o menos con las mismas palabras de antes, pero con mucha más sobriedad.

—Es un relato extraordinario, mademoiselle —dijo lentamente monsieur Carrége. Se recostó en su sillón, se afirmó los lentes sobre la nariz y miró con fijeza a la bailarina—. ¿Quiere hacernos creer que Mr. Kettering llegó a ufanarse del crimen de antemano?.

—Sí, sí. Dijo que su esposa tenía demasiada salud. Que la única manera de acabar con ella era un accidente y que él lo arreglaría todo.

—¿Se da usted cuenta, mademoiselle —dijo monsieur Carrége con tono severo—, que se está declarando cómplice del crimen?.

—¿Quién, yo?. De ninguna manera. Ni por un momento creí que él hablara en serio. ¡De ninguna manera!. Conozco a los hombres. Dicen muchas cosas terribles. Una se volvería loca si las tomase au pied de la íettre.

El juez de instrucción enarcó las cejas.

—Tendremos que creer entonces que usted consideró las amenazas de Mr.Kettering como meras balandronadas. ¿Podría decirme, mademoiselle, por qué abandonó sus compromisos en Londres y se vino a la Riviera?.

Mirelle le miró con ojos ardientes.

—Porque quería estar con el hombre a quien amaba —dijo sencillamente—. ¿Es una cosa tan extraña?.

Poirot intercaló una pregunta con amabilidad:

—¿Fue entonces por deseo de Mr. Kettering que le acompañó usted a Niza?.

Mirelle pareció encontrar un poco difícil responder a esto. Vaciló visiblemente antes de hablar. Al fin, contestó con un aire indiferente y altivo:

—En casos así, me guío sólo por mi capricho, monsieur.

A pesar de que todos comprendieron que aquello no era una respuesta, no dijeron nada.

—¿Cuándo se convenció usted de que Mr. Kettering había asesinado a su esposa?.

—Como ya le he dicho, monsieur, vi salir a Mr. Kettering del compartimiento de su esposa poco antes de llegar a Lyon. Había una expresión en su rostro que en aquel momento no pude entender. Una expresión que no olvidaré nunca.

Su voz se elevó más aguda y abrió los brazos en un gesto extravagante.

—Bien, siga, usted —dijo monsieur Carrége.

—Luego, cuando me enteré de que Mrs. Kettering ya estaba muerta al salir el tren de Lyon, entonces... entonces lo comprendí todo.

—Sin embargo, no informó usted la policía —señaló el comisario con suavidad.

La bailarina le miró con soberbia. Se veía claramente que gozaba interpretando aquel papel.

—¿Podía yo traicionar a mi amante?. Ah, no, no puede pedirle a una mujer que haga eso.

—Sin embargo, ahora... —insinuó Monsieur Caux.

—Ahora es diferente: ¡Él me ha traicionado!. ¿Debo soportar eso en silencio?.

El magistrado trató de apaciguarla.

—Claro, claro —murmuró suavemente. Y añadió—: Ahora, mademoiselle, quizá quiera leer su declaración, ver si es correcta y firmarla.

Mirelle no perdió tiempo en la lectura del documento.

—Sí, sí, es correcta. —Se puso de pie—. ¿No me necesitan ustedes ya, señores?.

—De momento, no, mademoiselle.

—¿Detendrán a Derek?.

—De inmediato, mademoiselle.

Mirelle se rió cruelmente y se arrebujó en su abrigo.

—Derek debió pensar en esto antes de insultarme —exclamó.

—Queda un pequeño asunto. —Poirot carraspeó en tono de disculpa—. Un pequeño detalle.

—¿Sí? —preguntó ella.

—¿Por qué supone usted que madame Kettering ya estaba muerta cuando el tren salió de Lyon?.

La bailarina abrió los ojos desmesuradamente.

—Porque estaba muerta.

—¿Está usted segura?.

—Claro que sí, yo...

Se paró en seco.

Poirot, que la observaba con atención, advirtió la mirad alerta en sus ojos.

—A mí me lo han dicho. Todo el mundo lo sabe.

—¡Oh! —dijo Poirot—. No sabía que el hecho se haya mencionado fuera del despacho del juez.

Ella pareció turbada.

—¡Oye una tantas cosas...! —dijo vagamente—. Alguien me lo dijo, aunque ahora no recuerdo quién.

Se dirigió hacia la puerta. El comisario se apresuró a abrirla, pero mientras lo hacía, se oyó de nuevo la voz de Poirot:

—¿Y las joyas?. Perdone, mademoiselle, pero, ¿podría usted decirnos algo de las joyas?.

—¿Las joyas?. ¿Qué joyas?.

—Los rubíes de Catalina la Grande. Si ha oído usted tantas cosas, seguramente habrá oído también hablar de ellos.

—No sé nada de esos rubíes —replicó Mirelle tajante.

Salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Monsieur Caux volvió a su silla. El juez suspiró:

—¡Qué furia! —dijo—, pero diablement chic. ¿Me pregunto si ha dicho la verdad?. Creo que sí.

—Desde luego, hay algo de verdad en su historia —afirmó Poirot—. Tenemos la confirmación de miss Grey. Ella estaba en el pasillo poco antes de llegar el tren a Lyon y vio a Mr. Kettering entrar en el compartimiento de su esposa.

—Parece que el caso contra Mr. Kettering está muy claro —dijo el comisario con un suspiro—. ¡Que lástima!.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Poirot.

—El sueño de toda mi vida ha sido encarcelar al conde de la Roche. Ahora, ma foi, creía que ya lo teníamos. Este otro culpable no me es tan satisfactorio.

Monsieur Carrége se rascó la nariz.

—Si cometemos un error —observó cautelosamente—, será muy embarazoso, porque Mr. Kettering pertenece a la aristocracia. Los periódicos publicarían la noticia. Si nos equivocamos... —Se encogió de hombros como si no quisiera pensar en esa posibilidad.

—En cuanto a las joyas —dijo el comisario—, ¿qué supone usted que hizo con ellas?.

—Las cogió para dejar una pista falsa —respondió el juez—. Seguramente, se las habrá visto moradas para deshacerse de ellas.

Poirot sonrió.

—Respecto a las joyas, yo tengo mi teoría. ¿Pueden decirme, señores, qué saben ustedes de un hombre conocido como El Marqués?.

El comisario se inclinó hacia delante excitado.

—¿El Marqués?. ¿Cree usted que El Marqués está metido en este asunto?.

—Pregunto nada más qué saben de él.

El comisario hizo un gesto muy expresivo.

—No tanto como quisiéramos —señaló apenado—. El Marqués siempre actúa entre bastidores. Tiene subordinados que hacen el trabajo sucio para él. Pero se trata de una persona de posición. Estamos seguros de que no procede de los bajos fondos.

—¿Francés?.

—Sí... Eso es lo que creemos, aunque no estamos seguros. Ha operado en Francia, en Inglaterra y en Estados Unidos. El otoño pasado año hubo una serie de robos en Suiza que hay que atribuirle. Por lo que se dice, es un gran seigneur. Habla francés e inglés estupendamente, y su origen es un misterio.

Poirot asintió mientras se levantaba dispuesto a retirarse.

—¿Puede usted decirnos algo más, monsieur Poirot? —le apremió el comisario.

—De momento, no, pero puede que en el hotel me esperen noticias interesantes.

Monsieur Carrége parecía inquieto.

—Si El Marqués está metido en este asunto... —se interrumpió.

—Eso echaría por tierra nuestras hipótesis —se lamentó monsieur Caux.

—La mía, no —dijo Poirot—. Creo, por el contrario, que encajaría perfectamente. Hasta la vista, señores. Si tengo noticias importantes, se las comunicaré enseguida.

Se dirigió hacia su hotel con una expresión grave. Durante su ausencia, había llegado un telegrama. Era un telegrama muy largo y lo leyó dos veces antes de guardarlo en el bolsillo. En su habitación le esperaba George.

—Estoy cansado, Georges, muy cansado. ¿Quieres ordenar que me suban una taza de chocolate?.

Trajeron el chocolate y George lo colocó en una mesita al alcance de su señor. Iba ya a retirarse, cuando Poirot le dijo:

—Creo, Georges, que tiene un amplio conocimiento de la aristocracia inglesa.

El criado sonrió con un aire de disculpa.

—Creo que puedo decir que así es, señor —admitió George.

—Supongo que a su juicio los criminales proceden invariablemente de la clase social más baja.

—No siempre señor. Hubo graves problemas con uno de los hijos menores del duque de Devize. Lo expulsaron de Eton a consecuencia de unos robos y después fue causa de muchas angustias en diversas ocasiones. La policía no quiso aceptar la excusa de que era cleptómano. Un joven muy inteligente, señor, pero vicioso hasta la médula. Su Señoría lo envió a Australia y he oído decir que allí lo condenaron con otro nombre. Muy extraño, señor, pero así fue. No es necesario decir que el joven caballero no tenía ningún problema financiero.

Poirot asintió lentamente.

—El ansia de aventuras, o acaso algún pequeño defecto mental. Ahora me pregunto si...

Sacó el telegrama del bolsillo y lo volvió a leer.

—También está el caso de la hija de lady Mary Fox —prosiguió el criado, abstraído en sus recuerdos—: estafaba a los comerciantes de una manera escandalosa. Es algo preocupante para las mejores familias, y hay muchos más casos extraños que podría citar.

—Tiene usted una gran experiencia, Georges —murmuró Poirot—. A veces me pregunto como habiendo vivido siempre con familias aristocráticas se rebajó a trabajar a mi servicio. Yo lo atribuyo a un deseo de emociones.

—No exactamente, señor —dijo George—. Dio la casualidad que leí en Society Snippets que le habían recibido a usted en el palacio de Buckingham. Fue precisamente cuando buscaba una nueva colocación. Según aquel periódico, Su Majestad se había mostrado muy amable con usted y tenía en gran estima sus habilidades.

—Ah —exclamó Poirot—, uno siempre quiere saber el porqué de las cosas.

Se quedó pensativo algunos instantes y finalmente dijo:

—¿Ha telefoneado a mademoiselle Papopolous?.

—Sí, señor. Ella y su padre estarán encantados de cenar con usted esta noche.

—Bien —dijo Poirot pensativo. Se bebió el chocolate, dejó la taza y el plato en la bandeja, y siguió hablando más para sí que para su criado.

—La ardilla, mi buen Georges, recoge nueces que almacena durante el otoño, lo cual más tarde redunda en beneficio suyo. Si queremos tener éxito en la vida, Georges, debemos aprovecharnos de las lecciones de aquellos que están debajo de nosotros en el reino animal. Yo siempre lo he hecho. He sido el gato que vigila la ratonera. He sido el perro fiel que sigue el rastro sin despegar el hocico del suelo. Y también, mi querido Georges, he sido la ardilla. He almacenado un pe-queño hecho aquí , otro pequeño hecho allí, ahora iré al almacén y sacaré una nuez muy particular, una nuez que guardé hace... a ver... hace unos diecisiete años. ¿Me entiende, Georges?.

—Nunca creí que una nuez pudiese conservarse tanto tiempo —contestó Georges—. Aunque sé que se hacen maravillas con los botes de conserva.

Poirot miró al criado y sonrió.

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