Capítulo XVII
Un aristócrata
¿Ha estado antes en la Riviera, Georges? —le preguntó Poirot a su criado la mañana siguiente. George era un inglés de pura cepa, de rostro impasible.
—Sí, señor. Estuve aquí hace dos años, cuando estaba al servicio de lord Edward Frampton.
—Y hoy está al servicio de Hercule Poirot. ¡Buena manera de ascender en la vida!.
El criado no replicó a la observación. Tras una pausa adecuada, preguntó:
—¿El traje marrón, señor?. El viento es algo fresco.
—El chaleco tiene una mancha de grasa —protestó Poirot—. Un morceaux de filet de solé a la Janette aterrizó sobre él cuando comía el martes pasado en el Ritz.
—Ya no existe esa mancha, señor —aseguró George con un tono de reproche—. La he limpiado.
—¡Tres bien!. Estoy muy satisfecho con usted, Georges.
—Gracias, señor.
Hubo una pausa y entonces Poirot murmuró pensativo:
—Supongamos, mi buen Georges, que hubiese nacido en la misma esfera social que su último señor, lord Edward Frampton, y que, arruinado, se ha casado con una mujer enormemente rica, pero que su esposa se propusiese, con toda razón, divorciarse de usted. En tal caso, ¿que haría?.
—Procuraría hacerle cambiar de opinión.
—¿Por qué medios?. ¿Pacíficos o violentos?.
George lo miró extrañado.
—Perdone usted, señor —dijo—, pero un aristócrata no puede comportarse como un tendero. No recurriría a ninguna acción baja.
—¿No?. Yo no estoy tan seguro, pero quizá tenga razón.
Llamaron a la puerta. El criado la abrió discretamente unas pulgadas. Se oyó un murmullo de voces y George volvió junto a Poirot.
—Han traído una nota, señor.
Poirot la cogió. Era de monsieur Caux, el comisario de policía. Decía lo siguiente:
«Vamos a interrogar al conde de la Roche. El juez de instrucción le agradecería que estuviera usted presente.»
—¡Enseguida, Georges, mi traje!. Tengo que darme prisa.
Un cuarto de hora después, elegantemente vestido con su traje marrón, Poirot entraba en el despacho del juez de instrucción. Monsieur Caux ya estaba allí y los dos le saludaron amablemente.
—El asunto es desconcertante —opinó monsieur Caux.
—Al parecer el conde llegó a Niza el día antes del crimen.
—Si eso es cierto, habrá quedado resuelto el asunto —contestó Poirot.
Monsieur Carrége carraspeó.
—No debemos aceptar esta coartada sino tras una minuciosa investigación —sentenció. Tocó el timbre que había sobre la mesa.
Unos instantes después, un hombre alto, moreno, elegantemente vestido y un aire altivo, entró en la habitación. Tan aristocrático era el porte del conde, que hubiera parecido una herejía siquiera insinuar que su padre había sido un oscuro vendedor de granos en Nantes, lo cual, todo sea dicho, era la pura verdad). Al verle, cualquiera hubiera jurado que innumerables antepasados suyos habían perecido en la guillotina durante la Revolución Francesa.
—Aquí estoy, caballeros —dijo el conde con altivez— ¿Puedo preguntar qué desean de mí?.
—Por favor, siéntese, señor conde —le rogó cortésmente el juez—. Estamos investigando la muerte de Mrs. Kettering.
—¿La muerte de Mrs. Kettering?. No lo entiendo.
—Usted... ejem... conocía a la señora, ¿verdad?.
—Claro que la conocía. Pero, ¿qué tiene que ver eso con el asunto?.
Se ajustó el monóculo y miró fríamente a su alrededor, posando su vista unos instantes sobre Poirot, quien lo miraba con una expresión de sencilla e inocente admiración que halagaba la vanidad del conde.
Monsieur Carrége se recostó en su sillón y carraspeó.
—Tal vez no sepa usted, señor conde —hizo una pausa—, que Mrs. Kettering murió asesinada.
—¿Asesinada?. ¡Mon Dieu, qué horror!.
La sorpresa y la pena los fingió con tanto arte, tan bien que parecían naturales.
—Mrs. Kettering fue estrangulada entre París y Lyon —añadió el juez—, y sus joyas, robadas.
—¡Qué canallada! —gritó el conde agitado—. La policía tendría que hacer algo contra esos ladrones de trenes. Hoy día nadie está seguro.
—En el bolso de madame —siguió el juez—, encontramos una carta suya, señor. Según parece, debía reunirse con usted.
El conde se encogió de hombros y separó las manos.
—¿Para qué mentir? —dijo francamente—. Al fin y al cabo, todos somos hombres de mundo. No tengo inconveniente en decir aquí, entre nosotros, que es cierto.
—Se reunió usted con ella en París y viajaron juntos, ¿verdad? —preguntó monsieur Carrége.
—Ése era el plan original, pero madame cambió de opinión. Yo tenía que encontrarla en Hyéres.
—¿No se reunió usted con ella en la estación de Lyon, la tarde del día catorce?.
—Todo lo contrario. Llegué a Niza la mañana de aquel día. Por lo tanto, lo que sugiere es imposible.
—Bien, bien —dijo monsieur Carrége—. Sólo como un simple formulismo, ¿quiere hacer el favor de contarnos lo que hizo usted durante la tarde y la noche del día catorce?.
El conde reflexionó unos instantes.
—Cené en Montecarlo, en el Café de París. Luego fui a Le Sporting. Gané unos miles de francos —se encogió de hombros— y volví a casa alrededor de la una.
—Perdone, pero, ¿cómo volvió usted a su casa?.
—En mi coche de dos plazas.
—¿Le acompañaba alguien?.
—No.
—¿Tiene usted algún testigo que confirme su declaración?.
—Claro que sí. Varios amigos míos me vieron aquella noche. Cené sólo.
—Al llegar usted a su villa, ¿le abrió la puerta el criado?.
—La abrí yo mismo con mi llave.
—¡Ah! —murmuró el magistrado.
Tocó de nuevo el timbre. Se abrió la puerta y entró un ordenanza.
—Haga usted pasar a la doncella, miss Masón —mandó monsieur Carrége.
—Bien, señor juez.
Ada Masón entró.
—¿Tiene usted la bondad, mademoiselle, de fijarse bien en este caballero?. ¿Recuerda si fue él quien entró en el compartimiento de su señora en París?.
La mujer miró atentamente al conde durante unos instantes. Poirot se fijó en que el conde parecía muy inquieto.
—No puedo asegurarlo —declaró al fin la doncella—. Puede ser y puede que no. Como sólo le vi de espaldas, no puedo asegurar nada, aunque me parece que era este caballero.
—Pero no está usted segura.
—No —respondió de mala gana la doncella—, no estoy segura.
—¿Había ya visto usted antes a este caballero en casa de su señora?.
La mujer meneó la cabeza.
—Yo no veía a ninguna de las visitas —explicó—, a no ser que se alojasen en la casa.
—Está bien, mademoiselle, puede usted retirarse —dijo el magistrado con un tono seco.
Era obvio que estaba decepcionado.
—Un momento —dijo el detective—. Si ustedes me lo permiten, quisiera hacerle una pregunta a mademoiselle.
—Desde luego, monsieur Poirot, no faltaba más.
Poirot se dirigió a la doncella.
—¿Qué pasó con los billetes?.
—¿Qué billetes, señor?.
—Los billetes de Londres a Niza. ¿Quién los llevaba, usted o su señora?.
—La señora llevaba el suyo y yo llevaba los demás.
—¿Qué pasó con ellos?.
—Se los entregué al conductor del vagón francés, señor, me dijo que se hacía así. Espero no haber cometido una equivocación, ¿verdad?.
—No, no. Era un detalle que quería saber. Nada más.
Monsieur Caux y el juez de instrucción le miraron con curiosidad. Ada Masón permaneció allí, sin saber qué hacer, durante unos instantes. Al fin, el juez le indicó que podía retirarse y se marchó.
Poirot escribió algo en un pedazo de papel y se lo tendió a monsieur Carrége, quien, después de leerlo, pareció tranquilizarse.
—Bueno, señores —preguntó el conde con altivez—. ¿Van ustedes a entretenerme mucho tiempo todavía?.
—¡No, no!. ¡Claro que no! —se apresuró a decir amablemente monsieur Carrége—. Todo se ha aclarado respecto a su posición en este asunto. Pero, naturalmente, teníamos que interrogarlo debido a la carta que se encontró en el bolso de madame.
El conde se puso de pie, cogió su elegante bastón y, con una breve reverencia, salió del despacho.
—Tiene usted razón, monsieur Poirot —dijo el juez—. Es mucho mejor hacerle creer que no se sospecha de él. Dos de mis hombres le seguirán día y noche, y al mismo tiempo investigaremos su coartada. No me parece muy firme.
—Es muy probable —convino Poirot pensativo.
—Le pedí a Mr. Kettering que viniese aquí esta mañana —añadió el juez—, aunque, en realidad, no creo que podamos preguntarle muchas cosas. Sin embargo, hay un par de circunstancias sospechosas... —Se detuvo y empezó a rascarse la nariz.
—¿Cuáles son? —preguntó Poirot.
—Bueno... —el magistrado tosió—. Está esa dama con la que se dice que viajó, mademoiselle Mirelle. Ella se hospeda en un hotel y él en otro. Eso me parece un tanto extraño.
—Parece —observó Monsieur Caux— que obran con precaución.
—Eso es —dijo monsieur Carrége triunfalmente—. ¿Y por qué han de ser tan cautos?.
—Un exceso de precaución es siempre sospechoso, ¿verdad? —afirmó Poirot.
—Précisément.
—Creo que quizá podríamos hacerle algunas preguntas a Mr. Kettering —murmuró Poirot.
El magistrado dio las instrucciones. Momentos después, Derek Kettering, despreocupado como siempre, entraba en la habitación.
—Buenos días —dijo cortésmente el juez.
—Buenos días —contestó Derek—. ¿Hay algo nuevo?.
—Por favor, monsieur, siéntese.
Derek se sentó, al tiempo que dejaba el bastón y el sombrero sobre la mesa.
—¿Y bien? —preguntó impaciente.
—Hasta ahora no hemos descubierto nada nuevo —le notificó monsieur Carrége con cautela.
—Muy interesante —dijo secamente Derek—. ¿Y me han hecho venir para decirme esto?
—Creímos que a usted le gustaría estar informado de los progresos del caso —explicó el juez con aire severo.
—¿Incluso aunque no exista ningún progreso?.
—Además, deseábamos hacerle algunas preguntas.
—Ustedes dirán.
—¿Está usted seguro de que no vio a su esposa ni habló con ella en el tren?.
—Ya les dije a ustedes que no.
—Sin duda, tendría usted sus motivos.
Kettering miró al juez con desconfianza.
—Yo-no-sabía-que-ella-estaba-en-el-tren. —Espació las palabras con mucho cuidado, como si hablase con alguien duro de mollera.
—Eso es lo que usted dice —murmuró monsieur Carré-ge.
Derek frunció el entrecejo por un momento.
—Me gustaría saber a dónde quiere ir usted a parar. ¿Sabe lo que pienso?.
—¿Qué piensa usted?.
—Pues, sencillamente, que la policía francesa tiene demasiada fama. Sin duda, tendrá usted informes sobre esas bandas de ladrones de trenes y es vergonzoso que un caso así pueda ocurrir en un tren de lujo y que la policía francesa sea incapaz de dar con los culpables.
—No tema, monsieur, ya nos estamos ocupando de ese asunto.
—He oído decir que su esposa no ha hecho testamento —afirmó Poirot de pronto. Tenía juntas las yemas de los dedos y miraba al techo con atención.
—Creo que no —convino Derek—. ¿Por qué?.
—Es una bonita fortuna la que usted hereda —dijo Poirot—. ¡Una fortuna muy bonita!.
A pesar de tener la vista clavada en el techo, advirtió que el rostro de Kettering tomaba un color rojo oscuro.
—¿Qué quiere usted decir?. ¿Y quién es usted?.
El detective apartó la vista del techo y miró fijamente al joven.
—Me llamo Hercule Poirot —contestó en voz baja—. Y soy, sin duda, el mejor detective del mundo. ¿Está usted seguro de que no vio ni habló con su esposa en el tren?.
—¿Dónde quiere ir a parar?. Usted... está insinuando que yo... la maté —se echó a reír—. No debo enojarme. Es una cosa tan absurda. De haberla matado yo, ¿creen ustedes que hubiera necesitado robarle las joyas?.
—Eso es verdad —murmuró Poirot un poco cariacontecido—, no había pensado en eso.
—Si existe un caso evidente de robo y asesinato, es éste —afirmó Kettering—. Pobre Ruth, aquellos malditos rubíes le costaron la vida. Sin duda corrió la noticia de que ella los tenía. Creo que ya antes habían sido la causa de varios asesinatos.
Poirot se irguió en su silla. Una luz verde pasó por sus ojos. Se parecía muchísimo a un gato bien alimentado.
—Una pregunta más, Mr. Kettering —dijo—. ¿Quiere usted hacer el favor de decirme cuándo vio usted a su esposa por última vez?.
—Un momento —Mr. Derek trató de recordar—. Fue... Sí, Creo que fue hace unas tres semanas, aunque no puedo precisar la fecha exacta.
—No importa —contestó Poirot con un tono seco—. Eso es cuanto deseaba saber.
—Bien —dijo Derek impaciente—. ¿Hay algo más?.
Miró a Carrége y el juez miró a Poirot, quien le contestó con un ademán negativo casi imperceptible.
—No, Mr. Kettering —dijo cortésmente—, no necesitamos molestarle más. Buenos días.
—Muy buenos —contestó Kettering y salió dando un portazo.
Poirot se inclinó hacia delante y preguntó con un tono brusco en cuanto el joven hubo salido:
—¿Cuándo le habló usted a Mr. Kettering de esos rubíes?.
—No le he hablado de ellos —replicó monsieur Carrége—.
Ayer nos enteramos de su existencia, cuando nos lo dijo Mr. Van Aldin.
—Sin embargo, en la carta del conde se mencionan.
Monsieur Carrége pareció ofendido.
—Pero el caso es que yo no le hablé de esa carta a Mr. Kettering —dijo escandalizado—. Hubiese sido una verdadera indiscreción, dado el estado actual de las cosas.
Poirot tabaleó con los dedos sobre la mesa. —Entonces, ¿cómo conocía él la existencia de los rubíes? —preguntó con voz grave—. Su esposa no se lo pudo decir porque no la había visto desde hacía tres semanas. Por otra parte, no es probable que Van Aldin o su secretario aludiesen a ellos. Sus entrevistas fueron de muy distinta índole y en los diarios no se habló para nada de los rubíes.
Se puso de pie y recogió el bastón y el sombrero.
—Sin embargo —murmuró para sí mismo—, nuestro hombre conocía la existencia de las joyas. Me gustaría saber cómo se ha enterado. Sí, me gustaría mucho saberlo.