Capítulo XXVI



Un aviso

Así pues —dijo Poirot—, somos buenos amigos que no tenemos secretos entre nosotros. Katherine volvió la cabeza para mirarlo porque había algo en la voz del detective, un trasfondo de seriedad que no había escuchado hasta entonces. Estaban sentados en los jardines de Montecarlo. Katherine había venido con sus amigos y, casi de inmediato, se había encontrado con Knighton y Poirot. Lady Tamplin cogió en seguida por su cuenta a Knighton y le abrumó con infinidad de recuerdos, la mayoría de los cuales, según sospechó Katherine, eran inventados. Ambos se habían adelantado cogidos del brazo. Knighton había mirado un par de veces por encima del hombro, y los ojos de Poirot se iluminaron al ver el com-portamiento del joven.

—Claro que somos amigos —confirmó Katherine.

—Simpatizamos desde el primer momento —murmuró Poirot.

—Sí, desde que usted me dijo aquello de que las novelas policíacas también suceden en la vida real.

—Y tenía razón, ¿no es cierto? —la desafió con el dedo índice levantado para dar mayor énfasis a sus palabras—. Ahora mismo estamos metidos en una. Para mí es una cosa natural, es mi métier, pero para usted es distinto. Sí —añadió en un tono reflexivo—, para usted es muy distinto.

Katherine le miró con atención. Parecía como si el detective quisiera hacerle una advertencia, señalarle una amenaza que ella no había visto.

—¿Por qué dice usted que estoy metida en ella?. Es cierto que estuve hablando con Mrs. Kettering poco antes de su muerte, pero todo eso ha pasado. Yo no estoy vinculada al caso.

—¡Ah, mademoiselle!. ¿Podemos decir alguna vez: «He terminado con esto o con aquello»?

Katherine le miró desafiante.

—¿Qué pasa?. Intenta decirme algo, mejor dicho, lo sugiere. Pero yo no entiendo las indirectas y preferiría que me lo dijera directamente.

Ah, mais c'est anglais, gal —murmuró con una mirada de tristeza—. Todo es blanco o negro. Las cosas claras y precisas. Pero la vida no es así, mademoiselle. Hay cosas que todavía no han ocurrido, pero antes proyectan ya sobre nosotros su sombra. —Se enjugó la frente con un gran pañuelo de seda—. Vaya, hasta me estoy volviendo poeta. Pero, como usted dice, hablemos sólo de los hechos. Y hablando de hechos, dígame lo que piensa del comandante Knighton.

—Me gusta mucho —dijo Katherine con calor—. Es encantador.

El detective suspiró.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Katherine.

—Ha contestado usted con tanto entusiasmo... Si hubiese dicho con voz indiferente «Sí, es simpático», eh bien, me hubiese gustado más.

Katherine guardó silencio. Estaba un poco violenta.

Poirot prosiguió con un tono soñador:

—En fin, ¡quién sabe!. Las mujeres tienen tantas maneras de ocultar lo que sienten. Tal vez el entusiasmo sea una manera tan buena como otra cualquiera.

Volvió a suspirar.

—No comprendo —comenzó Katherine.

Poirot la interrumpió.

—¿No comprende usted, mademoiselle, por qué soy tan impertinente?. Yo soy ya viejo, mademoiselle, y de vez en cuando, no muy a menudo, encuentro alguien cuyo bienestar me interesa. Somos amigos, mademoiselle, usted misma lo ha dicho, y por eso me gustaría verla feliz.

Katherine miró fijamente al vacío. Tenía en la mano una sombrilla de cretona, y con la puntal trazó algunos signos en la gravilla.

—Le he hecho una pregunta respecto al comandante Knighton y ahora voy a hacerle otra. ¿Le gusta Mr. Derek Kettering?.

—Apenas le conozco.

—Ésa no es una respuesta.

—Yo creo que sí lo es.

El detective la miró, intrigado por algo en su tono. Entonces asintió grave y lentamente.

—Tal vez tenga usted razón, mademoiselle. Verá, el que le habla ha visto mucho mundo y sé que hay dos cosas que son verdad. La vida de un hombre bueno puede quedar destrozada por amar a una mala mujer, pero la inversa también vale. La vida de un hombre malo puede quedar deshecha por amar a una mujer buena.

Katherine le dirigió una aguda mirada.

—¿Cuando usted dice arruinada...?.

—Quiero decir desde el punto de vista del hombre. Uno debe ser tan aplicado en el crimen como en cualquier otra cosa.

—Intenta advertirme. ¿Contra quién?.

—No puedo leer en su corazón, mademoiselle, ni creo que usted me lo permitiese aunque fuese posible. Sólo le diré esto: hay hombres que ejercen una extraña fascinación en las mujeres.

—El conde de la Roche —señaló Katherine con una sonrisa.

—Hay otros más peligrosos que el conde de la Roche porque poseen cualidades que atraen: la temeridad, el valor, la audacia. Usted está fascinada, mademoiselle. Lo veo, pero creo que no hay nada más. Así lo espero. El hombre a quien me refiero está sinceramente interesado por usted, pero, de todos modos...

-¿Sí?.

Poirot se levantó y la miró fijamente. Entonces dijo en voz baja, pero muy clara:

—Usted puede, quizás, amar a un ladrón, mademoiselle, pero no a un asesino.

Dicho esto, se volvió bruscamente y la dejó sentada allí.

Oyó el ligero suspiro de la joven, pero no hizo caso. Le había dicho lo que quería y ahora la dejaba sola para que reflexionara sobre la última e inequívoca frase.

Derek Kettering, que salía del Casino, al verla sentada allí sola, se dirigió hacia ella.

—Vengo de jugar —dijo sonriente—, pero no he tenido suerte. Lo he perdido todo, quiero decir todo lo que llevaba encima.

Katherine le miró preocupada. Notó en algo nuevo en su actitud, una excitación oculta que le traicionaba en una multitud de pequeñísimos detalles..

—Creo que usted ha sido siempre un jugador. El espíritu del juego le atrae.

—¿soy un jugador nato?. Supongo que tiene razón. ¿No encuentra usted que es una cosa apasionante?. ¡Arriesgarlo todo a una carta! No hay emoción igual.

A pesar de su calma y del dominio de sí misma, Katherine no pudo reprimir un leve estremecimiento de entusiasmo.

—Quería hablar con usted —siguió Derek—, y quién sabe cuándo volveré a tener otra oportunidad. Dicen por ahí que yo maté a mi esposa. No, por favor, no me interrumpa. Desde luego es una cosa absurda —hizo una pausa y luego pro-siguió con voz más firme—: Ante la policía y las autoridades locales he tenido que disimular una cierta decencia, pero con usted seré sincero. Deseaba casarme con una mujer rica. Deseaba dinero cuando conocí a Ruth Van Aldin. Ella tenía el aspecto de una madona y me hice un montón de buenos propósitos, pero acabé sufriendo una amarga decepción. Mi esposa amaba a otro cuando se casó conmigo. Nunca sintió el menor amor por mí. No es que me queje, aquello fue un honrado contrato entre los dos. Ella deseaba Leconbury y yo el dinero. Las problemas surgieron sencillamente por la actitud típica norteamericana de Ruth. Aunque yo le importaba un pimiento, quería que yo le bailara el agua. Era como si me hubiera comprado y le perteneciera. El resultado fue que acabé portándome con ella de una manera abominable. Si no, que se lo diga mi suegro, y tiene toda la razón. Cuando murió Ruth, yo me enfrentaba al desastre. —De pronto se echó a reír—. Uno está abocado al desastre cuando se enfrenta a un hombre como Rufus Van Aldin.

—¿Y luego? —preguntó Katherine en voz baja.

—Luego —Derek se encogió de hombros—, asesinaron a Ruth... providencialmente.

Se echó a reír y el sonido de su risa hirió a Katherine, que torció el gesto.

—Sí —dijo Derek—, todo esto no es agradable, pero es la pura verdad. Y ahora voy a decirle algo más. Desde la primera vez que la vi a usted, comprendí que para mí era la única mujer en el mundo. Le tenía miedo. Creí que me traería mala suerte.

—¿Mala suerte? —exclamó Katherine.

—¿Por qué lo repite usted de esa manera?. ¿Qué está usted pensando?.

—Pensaba en las cosas que me ha dicho la gente.

Derek gimió.

—Le dirán muchas cosas y la mayoría serán verdad. Pero las hay todavía peores, que yo nunca le diré. Toda la vida he sido un jugador y he hecho algunas apuestas muy arriesgadas. Pero no me confesaré a usted ahora ni nunca. Eso pertenece al pasado. Ahora, lo único que me interesa es que crea usted una cosa: le juro solemnemente que yo no maté a mi esposa.

Dijo aquellas palabras con mucha emoción y, sin embargo, sonaron un tanto teatrales. Él se enfrentó a su mirada de preocupación.

—Cuando dije el otro día que no había entrado en el compartimiento de mi esposa, mentí.

—¡Ah! —exclamó Katherine.

—Es difícil explicar por qué entré, pero lo intentaré. Lo hice impulsivamente. Verá, yo más o menos espiaba a mi esposa, en el tren me mantuve fuera de la vista. Mirelle me había dicho que mi esposa se reuniría con el conde de la Roche en París, pero hasta donde yo sé no fue así. Avergonzado, se me ocurrió de pronto enfrentarme a ella de una vez por todas, asique abrí la puerta y entré.

Hizo una pequeña pausa.

—¿Qué más? —preguntó Katherine en voz baja.

—Ruth dormía en su litera, de cara a la pared. No vi más que su nuca. Podía haberla despertado, pero de repente reaccioné. Después de todo, ¿qué íbamos a decirnos que no nos hubiésemos repetido ya cien veces?. Tenía un aspecto tan sereno que salí del compartimiento lo más sigilosamente que pude.

—¿Por qué le mintió a la policía?.

—Porque no estoy loco del todo y comprendí desde el principio, desde el punto de vista del motivo, que yo era el asesino ideal. Sí admitía que había estado en el compartimiento de mi esposar antes del crimen, me condenaba por completo.

—Lo comprendo.

¿Lo comprendía?. Ella misma no hubiese podido decirlo. Sentía la atracción magnética de la personalidad Derek, pero había algo en ella que se resistía...

—Katherine...

—Yo...

—Usted sabe que estoy enamorado de usted. ¿Lo está usted de mí?.

—No lo sé.

Esto era una señal de debilidad. Lo sabía o no lo sabía. Si... si sólo...

Ella miró a su alrededor desesperada como si buscase algo que la ayudase. El rubor coloreó sus mejillas mientras un joven alto y rubio que cojeaba un poco se dirigía hacia ellos. Era el comandante Knighton.

Había alivio en su voz y una calidez inesperada cuando lo saludó.

Derek se puso de pie, con el entrecejo fruncido y una expresión de cólera en su rostro.

—¿Lady Tamplin ha tenido un soponcio? —dijo con naturalidad—. Voy a verla para darle el beneficio de mi sistema.

Dio media vuelta y los dejo solos. Katherine se volvió a sentar. Su corazón latía violentamente, pero mientras hablaba de cosas triviales con el hombre sosegado y un poco tímido que estaba a su lado, recuperó el control. De pronto descubrió con asombro que Knighton también le estaba descubriendo su corazón, como había hecho Derek, aunque de una manera muy distinta.

Era muy tímido, tartamudeaba. Las palabras le salían a trompicones, sin la menor elocuencia.

—Desde el primer momento que la vi a usted... No tendría que hablarle tan pronto, pero Mr. Van Aldin puede marcharse de aquí en cualquier momento y tal vez no vuelva a tener otra ocasión. Sé que usted no puede quererme tan pronto, es imposible. Por mi parte, sería una estúpida presunción esperarlo. Dispongo de una pequeña renta, no es mucho... No, por favor, no me conteste ahora. Sé lo que me diría, pero, por si tengo que marcharme de repente, sólo quiero que sepa que la amo.

Katherine estaba conmovida. Sus modales eran tan gentiles y atractivos.

—Una cosa más. Quisiera decirle que... si alguna vez tiene algún problema, cualquier cosa que yo pueda hacer...

Él le cogió la mano, se la apretó con fuerza "unos instantes y luego la soltó y se fue rápidamente hacia el Casino, sin mirar atrás.

Katherine, inmóvil, le vio alejarse. Derek Kettering. Richard Knighton. Dos hombres distintos, tan distintos. En Knighton había algo bondadoso y humilde, y en Derek...

De pronto Katherine tuvo una sensación muy curiosa. Sintió que ya no estaba sola en aquel banco de los jardines del Casino, que alguien se hallaba de pie detrás de ella y que este alguien era Ruth Kettering, la mujer muerta, tuvo la impresión de que Ruth deseaba con desesperación decirle algo. La impresión era tan curiosa, tan real, que no podía apartarla de su mente. Tenía la seguridad de que el espíritu de Ruth Kettering intentaba decirle algo de una importancia vital para ella. La impresión se desvaneció. Katherine se puso de pie, temblorosa. ¿Qué había querido comunicarle Ruth Kettering con tanta desesperación?.

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