Capítulo IX



Una oferta rechazada

Derek Kettering casi nunca se dejaba dominar por los arrebatos. La despreocupación era su principal característica y le había servido para sacarle de más de un apuro. En cuanto salió del piso de Mirelle, recuperó la tranquilidad. Necesitaba de toda su serenidad, porque la situación en la que se encontraba era la peor de cuantas había atravesado y por el momento no sabía cómo hacerle frente.

Echó a andar enfrascado en sus pensamientos, tenía el entrecejo fruncido y de su paso había desaparecido aquel aire resuelto que tanto le favorecía. Por su mente desfilaban varias posibilidades. Si algo se podía decir en su favor, era que Derek Kettering no era tan tonto como parecía. Podía elegir entre varios caminos, uno en particular. Sino lo seguía, era sólo por el momento. A grandes males, grandes remedios. Había juzgado a su suegro correctamente. La guerra entre Derek Kettering y Ruth Van Aldin, sólo podía acabar de una manera. Derek Kettering maldijo el dinero y el poder que éste proporcionaba.

Caminaba por St James Street, a través de Piccadilly, y siguió en dirección a Piccadilly Circus. Al pasar por delante de las oficinas de Thomas Cook & Sons, aminoró el paso. Continuó su camino sin dejar de pensar. Al fin, asintió y se volvió tan bruscamente que tropezó con un par de transeúntes que iban tras él, y volvió por donde había venido, pero esta vez ya no pasó de largo ante las oficinas de Cook, sino que entró. Había pocos clientes y le atendieron de inmediato.

—Quisiera ir a Niza la próxima semana.

—¿Qué día desea usted salir, señor?.

—El catorce. ¿Qué tren es el mejor?.

—El mejor es el llamado Tren Azul. Se evitará usted las molestias de la aduana de Calais.

Derek asintió, conocía aquello perfectamente.

—El catorce —murmuró el empleado— es un poco justo. Casi nunca hay billetes para el Tren Azul.

—Entérese usted de si queda alguna litera —dijo Derek—, sino... —dejó la frase sin terminar y en su rostro apareció una extraña sonrisa.

El empleado se retiró para regresar unos minutos después.

—Resuelto, señor, todavía quedan tres literas. Le reservaré una. ¿A nombre de quién?.

—Pavett —contestó Derek, y dio la dirección de su piso en Jermyn Street.

El empleado asintió, acabó de escribir el nombre y la dirección, saludó cortésmente a Derek y enseguida dirigió su atención a otro cliente.

—Deseo ir a Niza el día catorce. ¿No hay un tren llamado Tren Azul?.

Derek se volvió bruscamente. ¡Qué extraña coincidencia!. Recordó las palabras casi nostálgicas que había pronunciado en casa de Mirelle «Retrato de una dama de ojos grises a la que supongo no volveré a ver más». Pero la había vuelto a ver, y además viajaría a la Riviera el mismo día que él.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo por un instante. En algunos aspectos era algo supersticioso. Había dicho, medio riendo, que aquella mujer le traería mala suerte. ¿Y si fuese verdad?. Desde la puerta la observó mientras ella hablaba con el empleado. Por una vez no le había fallado la memoria. Era una señora, una señora en toda la extensión de la palabra. Ni muy joven, ni muy hermosa, pero con algo, unos ojos grises que reían más de la cuenta. Al salir a la calle se dio cuenta de que aquella mujer, sin saber porqué, le asustaba. Presentía algo fatal.

En cuanto llegó a su casa, llamó a su criado.

—Toma este cheque, Pavett, y ve a Cook, en Piccadilly. Tienes allí unos billetes de ferrocarril a tu nombre. Págalos y tráelos.

—Muy bien, señor.

Pavett se retiró.

Derek se acercó a una mesita y cogió un puñado de cartas. Eran de una clase que conocía muy bien. Facturas pequeñas y grandes, todas y cada una reclamando el pago inmediato. El tono de las exigencias era todavía cortés, pero Derek sabía que pronto habría un cambio de tono si cierta noticia se hacía pública. Se dejo caer pesadamente sobre un sillón. Estaba metido en un aprieto. ¡En un maldito agujero!. Y las maneras de salir del molesto agujero no parecían nada prometedoras.

Pavett entró de nuevo y anunció su presencia con una tos discreta.

—Señor, un caballero desea verlo. Es el comandante Knighton.

—¿Knighton?.

Derek se irguió en el sillón y frunció el entrecejo, súbitamente alerta. Murmuró con un tono suave, casi para si mismo.

—Knighton. ¿Qué le traerá por aquí?.

—¿Le hago pasar, señor?.

Derek asintió y, cuando Knighton entró en la habitación, se encontró con un Derek amable y sonriente.

—¡Cuánto le agradezco su visita, comandante Knighton!.

Knighton estaba nervioso.

La aguda mirada de Derek lo descubrió enseguida. Era obvio que a Knighton le desagradaba el motivo de la visita. Contestó casi maquinalmente a la charla de Derek, rechazó una copa y su turbación fue en aumento. Por fin, Derek se compadeció de su visitante.

—Bueno, ¿qué es lo que quiere mi querido suegro de mi?. Supongo que viene usted por encargo suyo, ¿verdad?.

El rostro de Knighton permaneció serio.

—Sí —dijo lentamente—, vengo de parte suya, aunque hubiese preferido más que Mr. Van Aldin hubiese escogido a otro para este encargo.

Derek enarcó la cejas en un gesto de desconsuelo burlón.

—¿Tan terrible es lo que tiene usted que decirme?. Le aseguro que tengo la piel muy dura.

—No, pero... —Knighton se detuvo.

Kettering le miró con atención.

—Vamos, suéltelo —dijo amablemente—. Ya me figuro que los encargos de mi suegro no siempre son agradables.

El comandante carraspeó y empezó a hablar en un tono muy formal, como si quisiera disimular su vergüenza.

—Me manda Mr. Van Aldin para hacerle a usted una oferta definitiva.

—¿Una oferta?.

Derek no pudo ocultar su asombro. Las palabras de Knighton no eran precisamente las que él esperaba. Le ofreció un cigarrillo a su visitante, encendió otro para él y se recostó en su sillón mientras murmuraba con una ligera ironía:

—¿Una oferta?. Eso parece interesante.

—¿Puedo continuar?.

—¡Por favor!. Perdone mi sorpresa, pero me parece que mi suegro se ha apeado del burro desde nuestra charla de esta mañana, y este cambio de parecer no es lo que uno espera de los grandes hombres de finanzas, etcétera. Demuestra, creo que demuestra, que encuentra su posición más débil de lo que creía.

Knighton escuchó cortésmente, pero no mostró ningún cambio en su expresión impertérrita. Cuando Derek terminó, dijo en voz baja:

—Le expondré la oferta con las menos palabras posibles.

—Adelante.

El comandante no le miró. Contestó en tono práctico:

—El asunto es muy simple. Mrs. Kettering, como usted sabe, está a punto de presentar una demanda de divorcio. Si usted no se opone, recibirá cien mil el día en que se dicte la sentencia definitiva.

Derek, que se disponía a encender un cigarrillo, se quedó de piedra.

—¡Cien mil! —exclamó—. ¿Dólares?.

—Libras.

Durante un par de minutos reinó un profundo silencio. Kettering reflexionó con el entrecejo fruncido. Cien mil libras. Significaban recuperar a Mirelle y continuar su cómoda y alegre vida. Significaba que Van Aldin sabía algo, porque no era hombre que gastara estúpidamente su dinero. Se puso de pie y se acercó a la chimenea.

—¿Y si yo rechazara su espléndida y tentadora oferta? —preguntó con un tono frío e irónico.

Knighton hizo un gesto de excusa.

—Le aseguro a usted, Mr. Kettering —dijo ansioso—, que he venido con este mensaje muy a pesar mío.

—Lo creo —asintió Kettering—. No sufra, porque no es culpa suya. ¿Quiere usted ahora hacerme el favor de contestar a mi pregunta?.

El comandante también se puso de pie. Respondió con más repugnancia que antes.

—En el caso de que usted rechazara la oferta, Mr. Van Aldin me ha dicho con toda claridad que está dispuesto a aplastarle. Así de sencillo.

Derek enarcó las cejas, pero mantuvo su aire de despreocupación.

—¡Bien, bien!. Seguramente podría hacerlo, sé que es imposible luchar contra un multimillonario norteamericano. ¡Cien mil libras!. Cuando se quiere comprar a un hombre, no hay que mirar el precio. Supongamos que yo le dijera a usted que por doscientas mil libras estoy dispuesto a hacer lo que él me pide, ¿cuál sería la respuesta?.

—Yo le llevaría su mensaje a Mr. Van Aldin —contestó fríamente Knighton—. ¿Es ésa su respuesta?.

—No —replicó Derek—, por curioso que parezca, no es ésa. Dígale usted a mi suegro que él y sus millones pueden irse al infierno. ¿Está claro?.

—Perfectamente —dijo Knighton. Dudó un momento y al fin añadió arrebolado—: Si me lo permite, Mr. Kettering, le diré que me alegra que esa sea su respuesta.

Derek no contestó. Después de salir Knighton, permaneció pensativo durante un par de minutos. En sus labios asomó una extraña sonrisa.

—La suerte está echada —dijo lentamente.

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