Capítulo XXXV



Explicaciones

¿Explicaciones?. Poirot sonrió. Compartía la mesa con Van Aldin, en el reservado del millonario en el Negresco. Tenía delante a un hombre aliviado, pero intrigadísimo. Poirot se recostó en la silla, encendió uno de sus minúsculos cigarrillos y miró el techo pensativo.

—Sí, le daré una explicación. Empezaré por lo que más me intrigó. ¿Sabe qué fue?. El rostro desfigurado. Es algo que aparece con cierta frecuencia cuando se investiga un crimen y provoca inmediatamente dudas sobre la identidad de la víctima. Esto, naturalmente, fue lo primero que se me ocurrió a mí. ¿La mujer muerta era en realidad Mrs. Kettering?. La declaración de miss Grey despejó toda duda. La muerta era Ruth Kettering.

—¿Cuándo empezó usted a sospechar de la doncella?.

—Tardé algún tiempo, pero un pequeño detalle me hizo sospechar de ella: la pitillera encontrada en el compartimiento y que nos dijo que Mrs. Kettering se la había regalado a su marido. Aquello era muy improbable a la vista de la situación de su matrimonio. Esto despertó mis dudas sobre la veracidad de las declaraciones de Ada Masón. También había que considerar el hecho sospechoso de que ella sólo llevaba dos meses al servicio de su señora. Desde luego no parecía que tuviese nada que ver con el crimen, porque la habían dejado en París y a Mrs. Kettering la habían visto con vida varias personas después, pero...

Poirot se inclinó hacia delante. Levantó el dedo índice y lo movió con énfasis ante el rostro de Van Aldin.

—Pero soy un buen detective. Sospecho siempre. No hay nada ni nadie de quien no sospeche. No creo nada de lo que se me dice, me pregunté: ¿Cómo sabemos que Ada Masón se quedó en París?. En un principio, la respuesta a esa pregunta parecía satisfactoria. Teníamos la declaración de su secretario, el comandante Knighton, una persona ajena, cuyo testimonio se suponía por completo imparcial, y las palabras que le dijo Mrs. Kettering al conductor. Pero de momento prescindí de este último punto una idea muy curiosa, una idea quizá fantástica e imposible comenzó a crecer en mi cabeza. Si por casualidad resultaba cierta, aquel testi-monio era inútil.

«Entonces me encontré con el principal obstáculo de mi teoría: la declaración del comandante Knighton, que había visto a Ada Masón en el Ritz poco después de haber salido de París el Tren Azul. Esta declaración parecía concluyente. Sin embargo, al examinar los hechos más a fondo, descubrí dos cosas. Primera: que por una extraña coincidencia él también llevaba exactamente dos meses a su servicio. Segunda, que su inicial era la misma: la «K». Entonces se me ocurrió hacer una suposición, solo una suposición: que la pitillera encontrada en el vagón fuera suya. Entonces si Ada Masón y Knighton estaban de acuerdo, resultaba lógico que, al reconocer ella la pitillera, contestara como lo hizo. Al cogerla desprevenida, tuvo que inventar una historia que acusaba a Derek. Bien entendu que aquella no era la idea original. Al conde de la Roche se le escogió como cabeza de turco. Por eso Ada Masón no quiso reconocerlo, por si tenía alguna coartada.

»Ahora recuerde usted lo que sucedió el día de mi último interrogatorio a la doncella y se dará cuenta de un hecho muy significativo. Le sugerí que el hombre que ella había visto no era el conde de la Roche, sino Derek Kettering. De momento, persistió en sus dudas, pero en cuanto llegué a mi hotel me telefoneó usted para comunicarme que la doncella, después de hacer memoria, estaba convencida de que el hombre en cuestión era Derek Kettering. Yo ya esperaba algo por el estilo. Esta repentina seguridad no tenía más que una explicación. Ada Masón había consultado con alguien y recibió instrucciones, de acuerdo con las cuales procedió. ¿Quién le dio tales instrucciones?. El comandante Knighton. Y había otro pequeño detalle que podía o no significar mucho. En una conversación casual, Knighton había mencionado un robo de joyas ocurrido en Yorkshire en la que él se encontraba de visita. Quizás una mera coincidencia o un pequeño eslabón de la cadena.

—Pero hay algo que no entiendo, monsieur Poirot —dijo Van Aldin—. Debe ser porque soy torpe, porque sino me hubiera dado cuenta antes. ¿Quién fue el hombre que habló con mi hija en París?. ¿Derek Kettering o el conde de la Roche?.

—Eso es lo más sencillo de todo el asunto. No había ningún hombre. Ah, mille tonnerres!. Es muy astuto. ¿Quién nos habla de ese hombre?. Únicamente Ada Masón. Y creemos a Ada Masón porque Knighton nos confirma que la vio en París.

—Pero Ruth le dijo al conductor que había dejado a su doncella en París —protestó Van Aldin.

—¡Ah! Ahora llego a eso. Tenemos la declaración de Mrs. Kettering, pero por otro lado no tenemos nada, porque una muerta no puede hablar. No se trata de lo que dijo ella, sino de lo que dijo el conductor, lo cual es muy distinto.

—Entonces, ¿cree usted que el conductor mintió?.

—¡No, no!. El hombre contó lo que para él era verdad. Pero la mujer que le dijo que había dejado a su doncella en París, no era Mrs. Kettering.

Van Aldin le miró asombrado.

—Monsieur Mr. Van Aldin, Ruth Kettering estaba muerta antes de que el tren entrara en la Gare de Lyon. Fue Ada Masón quien, vestida con las inconfundibles ropas de su señora, la que compró la cesta de víveres e hizo aquella necesaria declaración al conductor.

—¡Imposible!.

—No, monsieur Van Aldin, no es imposible. Les femmes jóvenes de hoy en día se parecen tanto que uno las identifica más por sus vestidos que por sus rostros. Envuelta en el magnífico abrigo de pieles, con el sombrerito rojo echado sobre los ojos y unos mechones de pelo castaño asomando sobre cada oreja, no es de extrañar que el conductor se confundiera. Además, recuerde que hablaba por primera vez con Mrs. Kettering. También había visto a la doncella cuando ella le dio los billetes, pero la impresión que tuvo fue sólo de una mujer alta y delgada. Si hubiera sido un hombre muy inteligente se habría fijado en que la criada y la señora tenían una figura semejante, pero eso no era de esperar.

»Además, recuerde que Ada Masón o Kitty Kidd es una actriz capaz de transformar su apariencia y el timbre de su voz en un momento. No, no era fácil que el conductor reconociera a la doncella vestida con las ropas de su señora, pero existía el peligro de que, cuando él descubriera el cadáver, se diera cuenta de que aquella no era la mujer con la que había hablado la noche anterior. Y ahora vemos la razón por la que le desfiguraron el rostro. El mayor peligro que corría Ada Masón era el de que Katherine Grey la fuese a ver a su com-partimiento después de que el tren saliese de París. Aquel peligro lo evitó comprando la cesta de provisiones y encerrándose en el compartimiento.

—¿Pero quién mató a Ruth y cuándo la mató?.

—Ante todo, recuerde que el crimen lo planearon y lo cometieron los dos: Knighton y Ada Masón. Knighton había ido a París aquel día por asuntos de usted. Subió al Tren Azul en alguna de las paradas de la ceinture de París. Mrs. Kettering se debió sorprender, pero no es fácil que sospechara sus intenciones. Seguramente, él atrajo su atención hacia la ventanilla y, cuando ella se volvió, Knighton le echó el cordón al cuello y todo terminó en unos segundos. La puerta del compartimiento estaba cerrada, y él y Ada Masón se pusieron a trabajar. Despojaron a la muerta de sus ropas, envolvieron el cuerpo en una manta y lo dejaron sobre el asiento del compartimiento contiguo, entre las maletas y las cajas. Knighton se bajó del tren con el joyero que contenía los rubíes. Como se supondría que el crimen se había cometido casi doce horas más tarde, él estaba completamente a salvo. Su declaración y las supuestas palabras de Mrs. Kettering al conductor asegurarían la coartada de su cómplice.

»En la Gare de Lyon, Ada Masón compró una cesta de víveres y en el aseo se vistió con las ropas de su señora, se puso unos bucles de cabellos castaños y procuró parecerse lo más posible a la muerta. Cuando el conductor entró para hacer la cama le contó la historia de que había dejado a la doncella en París y, mientras él hacía la cama, ella permaneció mirando por la ventanilla, de espaldas al pasillo y a las personas que pasaban por allí. Fue una sabia precaución, porque, como sabemos, miss Grey fue una de las personas que pasaron y ella, entre otras, fue de las que declararon que a aquella hora Mrs. Kettering vivía aún.

—Continúe —dijo Van aldin.

—Antes de llegar a Lyon, Ada Masón colocó el cuerpo de su señora en la litera, colocó cuidadosamente las ropas de la difunta a los pies de la cama y, después de vestirse de hombre, se preparó para abandonar el tren. Cuando Derek Kettering entró en el compartimiento de su esposa, creyó verla dormida, pero la escena ya estaba preparada y Ada Masón, oculta en el otro compartimiento, esperaba el momento de apearse sin despertar sospechas. En cuanto el conductor bajó del andén, ella le siguió y se puso a pasear como si estuviese tomando el fresco.

«Después, aprovechando un momento en que nadie la miraba, pasó al otro andén y tomó el primer tren de regreso a París. Se instaló en el hotel Ritz, donde había alquilado una habitación a su nombre unas de las cómplices de Knighton. Ya no tenía más que esperar tranquilamente la llegada de ustedes. Las joyas no estaban ni habían estado nunca en su poder. Tampoco nadie sospechaba de Knighton y, como su secretario, lleva impunemente los rubíes a Niza. Ya estaba convenida su entrega a Mr. Papopolous y en el último momento se las confía a Ada Masón para que se las lleve al griego. Hay que reconocer que es un golpe magistralmente planeado. No se podía esperar menos de un maestro como El Marqués.

—¿Está usted realmente convencido de que Richard Knighton es un famoso criminal que lleva años cometiendo robos?. Poirot asintió.

—Una de las características de ese caballero llamado El Marqués es su irresistible encanto. Usted mismo fue víctima de su encanto cuando lo tomó como secretario suyo sin conocerlo.

—Le juro que él ni siquiera lo insinuó —protestó el millonario.

—Lo hizo con mucha astucia, tanta que logró engañar a un hombre como usted, cuyo conocimiento de los hombres es inmenso.

—Miré sus antecedentes y eran irreprochables. —Sí, sí, eso formaba parte del juego. Con el nombre de Richard Knighton su vida estaba libre de toda sospecha. Era hijo de una honorable familia, bien relacionado, y se había portado heroicamente en la guerra. Pero cuando empecé a seguir la pista del misterioso Marqués encontré varios puntos de coincidencia entre los dos. Knighton hablaba el francés como un verdadero francés, y había estado en Francia, Inglaterra y Estados Unidos casi al mismo tiempo que El Marqués operaba en aquellas naciones. Las últimas hazañas de El Marqués habían sido unos robos de joyas en Suiza y fue allí donde usted conoció al comandante Knighton, precisamente cuando corrieron los primeros rumores de que usted estaba en tratos para adquirir los famosos rubíes.

—Pero, ¿por qué la asesinó? —preguntó Van Aldin desconsolado—. Seguramente un ladrón de su talento podría haber cometido el robo sin jugarse el cuello. Poirot meneó la cabeza.

—No es el primer asesinato que El Marqués tiene en su haber. Es un criminal nato. Cree que lo mejor es no dejar ninguna prueba. Los muertos no hablan. El Marqués sentía una verdadera pasión por las joyas históricas. Ya tenía preparado el plan cuando entró como secretario suyo y colocó a su cómplice como doncella de su hija, porque suponía que los rubíes serían para ella. Pero, aunque el plan madurado era éste, no vaciló en buscar un atajo cuando envió a un par de mato-nes para que le asaltaran la noche que usted compró las joyas. La intentona falló y no creo que a él le sorprendiese. Su plan eliminaba casi todos los riesgos. Ninguna sospecha podría recaer sobre Richard Knighton. Pero, como todos los grandes hombres, y El Marqués lo era, tenía su debilidad. Estaba sinceramente enamorado de miss Grey y, sospechando que ella quería a Derek, no pudo resistir la tentación de cargarle a éste el crimen cuando surgió la ocasión.»

Y ahora, Mr. Van Aldin, voy a decirle algo muy curioso. Miss Grey no es ninguna mujer imaginativa. Sin embargo, está firmemente convencida de que sintió la presencia de su hija a su lado en los jardines de Montecarlo, precisamente después de sostener una larga charla con Knighton. Tuvo la convicción de que la muerta trataba de decirle algo, y de pronto se le ocurrió que quería decirle que Knighton era su asesino. Aquella idea le pareció a miss Grey tan fantástica que prefirió no comentársela a nadie. Sin embargo, estaba tan convencida de que era verdad y obró en consecuencia. Alentó los avances de Knighton y simuló estar convencida de la culpabilidad de Derek.

—¡Extraordinario! —dijo Van Aldin.

—Sí, es muy extraño. Uno no puede explicarse estas cosas. Por cierto, hubo un pequeño detalle que me desconcertó bastante. Su secretario tenía una visible cojera; el resultado de una herida de guerra. En cambio, El Marqués caminaba sin la menor dificultad. Esto era un escollo. Pero miss Lenox me dijo un día que la cojera de Knighton había sido una verdadera sorpresa para el cirujano que le había atendido en el hospital de su madre. Aquello me hizo creer en una simulación. Por eso, en cuanto llegué a Londres, fui a ver a ese cirujano y obtuve varios detalles técnicos que confirmaron en mi creencia. Recordará usted que anteayer nombré a ese cirujano delante de Knighton. Lo más lógico hubiera sido que dijese que ese doctor le había atendido durante la guerra. Pero se calló, y este último detalle me convenció de que mi idea respecto al verdadero culpable no era equivocada. Miss Grey también me ayudó al enseñarme un recorte en el que se mencionaba un robo de joyas en el hospital de lady Tamplin, durante la estancia de Knighton. Miss Grey comprendió que yo seguía la misma pista cuando le escribí desde el Ritz de París. Allí tropecé con algunas dificultades en mis investigaciones, pero al fin conseguí lo que deseaba: Las pruebas de que Ada Masón había llegado al hotel la madrugada siguiente del crimen y no la noche anterior.

Hubo un largo silencio; luego, el millonario tendió su mano a Poirot por encima de la mesa.

—Supongo que usted sabe lo que esto significa para mí, monsieur Poirot —dijo con voz ronca—. Esta misma mañana le enviaré un cheque, pero ningún cheque del mundo podría expresarle el agradecimiento que siento hacia usted por lo que ha hecho. Es usted el hombre más grande que he conocido. Siempre será usted único.

Poirot se puso de pie y abombó el pecho.

—Yo no soy más que Hercule Poirot —dijo modestamente—. Como usted dice, sí, en mi clase soy un gran hombre, como usted también lo es en la suya. Estoy muy satisfecho de haberle podido servir. Y ahora, con su permiso, voy a repo-nerme de la fatiga del viaje. Es una pena que mi excelente Georges no esté conmigo.

En el vestíbulo del hotel se encontró a un amigo, al venerable Papopolous, a quien acompañaba su hija.

—Le creía a usted fuera de Niza, monsieur Poirot —murmuró el griego, mientras estrechaba calurosamente la mano que le tendía el detective.

—Las obligaciones me han hecho volver, mi querido Papopolous.

—¿Las obligaciones?.

—Sí, las obligaciones. A propósito, espero mi querido amigo, que ya esté mejor de salud.

—Sí, me encuentro mucho mejor. Mañana mismo volveremos a París.

—No sabe usted cuánto me alegro de tan buena noticia. Confio en que no habrá usted arruinado del todo al ex primer ministro griego.

-¿Yo?.

—Tengo entendido que le ha vendido usted un rubí maravilloso, que, aquí entre nous, luce mademoiselle Mirelle, la bailarina. ¿Es cierto?.

—Sí —murmuró Mr. Papopolous—, ésa es la pura verdad.

—Un rubí muy parecido al famoso «Corazón de fuego».

—Sí, tiene cierto parecido —dijo el griego despreocupadamente.

—Tiene usted unas manos maravillosas para las joyas, Mr. Papopolous, le felicito. Mademoiselle Zia, su partida me llena de desconsuelo. Esperaba poder verla un poco más ahora que he terminado mi trabajo.

—¿Sería una indiscreción preguntarle cuál era ese trabajo? —preguntó el griego.

—¡En absoluto, no faltaba más!. Acabo de echarle el guante a El Marqués.

Una expresión distante apareció en el noble rostro de monsieur Papopolous.

—¿El Marqués?. Me suena ese nombre... En fin, no puedo recordarlo.

—No se moleste usted, estoy seguro que no lo conoce. Se trata de un célebre criminal y ladrón de joyas. Acaba de ser detenido por el asesinato de la dama inglesa, madame Kettering.

—¿De veras?. ¡Qué interesantes son esas cosas!.

Se despidieron cortésmente y, cuando Poirot se hubo alejado, Papopolous se volvió hacia su hija.

—Zia, ese hombre es el mismo diablo —afirmó convencido.

—A mí me gusta.

—A mí también, pero de todos modos, es el diablo en persona.

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