Capítulo III



Corazón de fuego

Rufus Van Aldin entró por la puerta giratoria del Savoy y se dirigió hacia la recepción. El empleado le saludó respetuosamente.

—Buenas tardes, Mr. Van Aldin; me alegro mucho de volverlo a ver por aquí.

El millonario norteamericano asintió en un saludo informal.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Sí, señor. El comandante Knighton le espera en su suite.

Van Aldin volvió a asentir.

—¿Tengo correspondencia?.

—Sí, señor; la acaban de subir. ¡Ah!, espere un momento.

Buscó en el casillero y sacó una carta.

—La han traído ahora mismo.

Rufus Van Aldin la cogió y, al fijarse en la escritura, trazada por mano de mujer, su rostro se transformó en el acto. Se suavizó su expresión a la vez que se relajaba la dura línea de su boca. Parecía otro hombre. Se dirigió al ascensor con la carta en la mano y la sonrisa en los labios.

En el salón de la suite, un joven sentado ante una mesa abría la correspondencia con la habilidad propia de una larga práctica. Al entrar Van Aldin, se puso de pie.

—¡Hola, Knighton!.

—¿Cómo está usted, señor?. ¿Ha tenido buen viaje?.

—Así, así —respondió el millonario indiferente—. París se ha convertido en un antro. Sin embargo, conseguí lo que buscaba.

Sonrió con severidad, casi para sí mismo.

—Cosa muy lógica en usted —dijo el secretario riendo.

—Así es —asintió Van Aldin.

Lo dijo con un tono práctico, como si se tratase de algo que no tuviese vuelta de hoja. Se despojó de su pesado abrigo y avanzó hacia la mesa.

—¿Hay algo urgente?.

—No lo creo, señor, hasta ahora nada importante. Todavía no he terminado de clasificarla.

Van Aldin asintió brevemente. Era un hombre que poquísimas veces censuraba o alababa. El método que seguía con sus empleados era sencillo. Primero los ponía a prueba e inmediatamente despedía a los que resultaban ineptos. La selección que hacía de la gente no tenía nada de convencional. Por ejemplo, dos meses antes había encontrado a Knighton en una estación invernal suiza. El joven le causó buena impresión y, al revisar su hoja de servicios, encontró la explicación de su leve cojera. Knighton no ocultó que estaba buscando un empleo y hasta le preguntó tímidamente al millonario si sabía de alguno. Van Aldin recordó con una sonrisa severa el asombro del joven cuando le ofreció la plaza de secretario privado.

«Pero... yo no tengo ninguna experiencia comercial», había tartamudeado el joven.

«Eso me importa un comino —había replicado Van Aldin—. Tengo tres secretarios que se ocupan de esas cosas, pero pienso permanecer en Inglaterra durante tres meses y quiero un inglés que sepa moverse y se ocupe de los compromisos sociales.»

Hasta ahora se había confirmado su juicio. Knighton demostraba ser un hombre inteligente, rápido y de recursos, además de tener una innata distinción personal.

El secretario señaló tres o cuatro cartas colocadas en un ángulo del escritorio.

—Sería conveniente que echase un vistazo a estas cartas.

La de encima se refiere al contrato de Colton...

Rufus Aldin levantó una mano en señal de protesta.

—Esta noche no leeré nada —declaró—. Todas pueden esperar hasta mañana, menos ésta. Miró la que tenía en la mano, y de nuevo la extraña sonrisa apareció en su rostro.

Richard Knighton sonrió comprensivo.

—¿Mrs. Kettering? —murmuró—. Telefoneó ayer y hoy; parece muy ansiosa de verle cuanto antes, señor.

—¿De veras?.

La sonrisa desapareció del rostro del millonario. Abrió el sobre que tenía en la mano y sacó la carta. A medida que iba leyendo su rostro se ensombrecía, su boca adquirió la dura línea que tan bien conocían en Wall Street y frunció el entrecejo en un gesto de amenaza. Knighton volvió discretamente la cabeza, y continuó con el trabajo de abrir las cartas y clasificarlas. El millonario lanzó un juramento y descargó un violento puñetazo contra la mesa.

—No toleraré esto —dijo como hablando consigo mismo—. ¡Pobre chiquilla!. Es una suerte que tengas a tu padre para que te respalde.

Comenzó a pasearse arriba y abajo por la habitación, con una expresión agria. Knighton, inclinado sobre la mesa, parecía absorto en su trabajo. De pronto, Van Aldin se detuvo y cogió el abrigo de la silla donde lo había dejado.

—¿Vuelve a salir? —preguntó Knighton.

—Sí, voy a ver a mi hija. '

—¿Y si llama la gente de Colton...?.

—Mándelos usted al diablo.

—Muy bien —contestó el secretario, impertérrito.

Van Aldin, con el abrigo ya puesto, se caló el sombrero hasta las orejas y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo para decir:

—Es usted un buen muchacho, Knighton. Por lo menos, no me incordia cuando me ve preocupado.

Knighton sonrió, pero no contestó.

—Ruth es mi única hija —explicó Van Aldin—. Nadie en el mundo sabe lo que ella significa para mí.

Una débil sonrisa iluminó su rostro mientras metía la mano en el bolsillo.

—¿Quiere usted ver algo, Knighton?.

Sacó del bolsillo un paquete mal envuelto en papel de estraza. Quitó el papel y apareció un gran estuche de terciopelo rojo raído. En el centro de la tapa había unas iniciales entrelazadas y una corona. Al abrirlo, el secretario no pudo contener un grito de asombro. Sobre el blanco amarillento del forro de satén, las piedras parecían gotas de sangre.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Son... verdaderas?.

Van Aldin soltó una carcajada que sonó como un cacareo.

—No me extraña su pregunta. Entre estos rubíes están los tres más grandes del mundo. Los llevó Catalina de Rusia, Knighton. Éste del centro, ¿ve usted?, es conocido por el nombre de «Corazón de fuego». Es perfecto, no tiene ni una sola mancha.

—Pero deben de costar una fortuna —murmuró el secretario.

—Cuatrocientos o quinientos mil dólares, sin contar el valor histórico —respondió Van Aldin tranquilamente.

—¿Y los lleva usted así como si nada, en el bolsillo?.

Van Aldin rió divertido.

—Pues claro, son mi regalito para Ruth.

El secretario sonrió discretamente.

—Comprendo ahora la ansiedad de Mrs. Kettering en el teléfono —murmuró.

Pero Van Aldin meneó la cabeza. Su rostro recobró su duro aspecto.

—Respecto a eso, está usted equivocado —dijo—, porque ella no sabe ni una palabra del regalo. Quiero sorprenderla.

Cerró el estuche y lo envolvió lentamente.

—Es una lástima que se pueda hacer tan poco por los que uno quiere. Yo podría comprarle una buena parte del mundo a Ruth si eso pudiese serle de alguna utilidad, pero de nada me serviría. Al colgar esas joyas alrededor de su cuello le proporcionaré unos minutos de placer, pero —meneó la cabeza tristemente— cuando una mujer no es feliz en su hogar...

No terminó la frase. El secretario asintió con discreción. Él conocía mejor que nadie la reputación de la honorable Mrs. Kettering.

Van Aldin suspiró, guardó el paquete en el bolsillo de su abrigo, saludó a Knighton y salió de la habitación.

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