Capítulo XIII
Van Aldin recibe un telegrama
En la tarde del quince de febrero, una espesa y amarillenta niebla se había extendido sobre Londres. Rufus Van Aldin estaba en su suite del Savoy y aprovechaba al máximo el mal tiempo trabajando el doble que de ordinario. Knighton estaba encantado. Desde hacía algún tiempo, le costaba que su patrón se concentrara en los asuntos pendientes y, cuando se había aventurado a insistir, el millonario le había parado inmediatamente los pies. Pero ahora Van Aldin parecía haberse entregado al trabajo con redoblada energía y el secretario aprovechó la oportunidad a fondo. Y lo hizo con tanta discreción que Van Aldin ni siquiera se dio cuenta.
Pero, a pesar de su abstracción en el trabajo, había un pequeño hecho que le rondaba por el fondo de su mente. Un comentario casual del secretario había plantado la semilla que ahora crecía hasta asomar cada vez más a la conciencia de Van Aldin, y llegó el momento en que, a pesar de si mismo, tuvo que ceder a su insistencia.
Escuchaba con gran atención lo que Knighton le estaba diciendo, pero en realidad no oía nada. Sin embargo, asintió maquinalmente y el secretario buscó entre sus papeles. Mientras lo hacía, su jefe le dijo:
—¿Le importaría repetirlo, Knighton?.
El secretario pareció desconcertado.
—¿Se refiere a esto? —preguntó, mientras le mostraba un informe de una sociedad.
—No, no —contestó Van Aldin—, lo que me dijo acerca de que anoche vio a la doncella de Ruth en París. Me parece incomprensible. Debe usted de haberse equivocado.
—No puedo equivocarme, señor. Hablé con ella.
—Bueno, cuéntemelo otra vez.
Knighton obedeció.
—Acababa de entrevistarme con Bartheimer —explicó—, y había vuelto al Ritz para recoger mi equipaje y cenar antes de coger el tren de las nueve en la Gare du Nord. En la recepción del hotel vi a una mujer que me pareció la doncella de Mrs. Kettering. Me acerqué a ella y le pregunté si estaba allí su señora.
—Sí, sí —dijo Van Aldin—, ¿y ella le contestó que Ruth había seguido viaje a la Riviera y que a ella la había enviado al Ritz para que esperase órdenes?.
—Exactamente, señor.
—Es muy raro —comentó Van Aldin—, muy raro, a no ser que la doncella se hubiese mostrado impertinente.
—Pero en ese caso —objetó el secretario—, Mrs. Kettering le hubiese pagado el finiquito y la habría hecho volver a Inglaterra. No es lógico que la enviase al Ritz.
—No —murmuró el millonario—, tiene usted razón.
Estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. Sentía un profundo aprecio por Knighton y le inspiraba una gran confianza, pero no podía discutir los asuntos privados de su hija con su secretario. Estaba resentido por la falta de franqueza de Ruth con él y esta información casual había acentuado su malestar.
¿Por qué Ruth se había librado de su doncella en París?. ¿Qué motivos podía haber tenido para hacerlo?.
Durante unos minutos reflexionó sobre las curiosas combinaciones del azar. ¿Cómo iba a ocurrírsele a Ruth que por una de esas increíbles coincidencias la primera persona a quien encontraría la doncella en París sería el secretario de su padre?. Ah, pero así ocurrían las cosas, así era como se descubrían. Esta última idea le hizo torcer el gesto. Había surgido en su mente de forma totalmente natural ¿Había algo por descubrir?. Lamentó hacerse aquella pregunta, porque conocía la respuesta, que era, estaba seguro de ello, Armand de la Roche.
Resultaba muy amargo para Van Aldin que su hija se dejara engañar por aquel hombre, aunque debía admitir que no había sido la única. Otras mujeres inteligentes y distinguidas habían sucumbido con idéntica facilidad a la fascinación del conde. Los hombres veían perfectamente su juego; pero las mujeres, no.
Buscó una frase para disipar cualquier sospecha de su secretario.
—Ruth siempre está cambiando de idea —comentó y añadió en tono despreocupado—: ¿La doncella le dio alguna razón para el cambio de planes?.
Knighton replicó con la mayor naturalidad que pudo simular:
—Me dijo que Mrs. Kettering se había encontrado inesperadamente con una persona conocida.
—¿Por eso...?.
Knighton percibió la nota de inquietud en la voz del millonario.
—Esa persona, ¿era hombre o mujer?.
—Creo que me dijo que era hombre, señor.
Van Aldin asintió. Sus peores temores se confirmaban. Se levantó y se puso a pasear por la habitación, un hábito suyo cuando se encontraba muy agitado. Al fin, incapaz de contener sus sentimientos, exclamó:
—¡Hay una cosa que ningún hombre puede conseguir y es que una mujer atienda a razones!. Se diría que carecen de sentido común. ¡Para que después hablen del instinto femenino!. Todo el mundo sabe que las mujeres son presa fácil para un canalla. No hay ninguna que sepa distinguir cuando se encuentra ante un sinvergüenza y se emboban con cualquier charlatán que sea bien parecido. Si fuese por mí...
Le interrumpió la llegada de un botones con un telegrama en la mano. Van Aldin lo abrió y su rostro se quedó sin sangre. Se apoyó en el respaldo de una silla para no caer y despidió con un gesto al botones.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Knighton, que se había levantado.
—¡Ruth! —exclamó Van Aldin con voz ronca.
—¿Mrs. Kettering?.
—¡Muerta!.
—¿Un accidente ferroviario?.
Van Aldin meneó la cabeza.
—No, parece que también le han robado. No lo dicen, Knighton, pero mi pobre hija ha sido asesinada.
—¡Dios mío!.
Van Aldin apoyó un dedo en el telegrama.
—Es de la policía de Niza. Tengo que ir para allá en el primer tren.
Knighton, eficaz como siempre, miró el reloj.
—A las cinco sale uno de la estación Victoria.
—Vendrá usted conmigo, Knighton. Telefonee a mi criado, Archer, y arregle usted sus cosas. Lo dejo a su cargo. Me voy a Curzon Street.
Sonó el teléfono y el secretario cogió el aparato.
—Dígame —Escuchó la respuesta y se volvió haca Van Aldin.
—Mr. Goby, señor.
—¿Goby?. No puedo recibirle ahora. No, espere, todavía tenemos tiempo. Dígale que suba.
Van Aldin era un hombre de gran entereza. Había recobrado su serenidad habitual. Pocas personas hubiesen notado algo extraño cuando recibió a Goby.
—Tengo mucha prisa, Goby. ¿Tiene usted algo importante que decirme?.
Mr. Goby carraspeó.
—Los movimientos de Mr. Kettering, señor. Usted me encargó que le tuviese al corriente de cuanto él hiciera.
—Sí, ¿y bien?.
—Mr. Kettering salió ayer por la mañana de Londres en dirección a la Riviera.
-¿Qué?.
Algo en su voz debió sorprender a Mr. Goby, porque este digno caballero alteró su costumbre de no mirar nunca a la persona con quien hablaba y dirigió una rápida mirada al millonario.
—¿En qué tren salió? —preguntó Van Aldin.
—En el Tren Azul, señor.
Mr. Goby volvió a carraspear y le habló al reloj de la chimenea:
—Miss Mirelle, la bailarina del Parthenon, salió en el mismo tren.