Capítulo XXIII



Una nueva hipótesis

Eran las once en punto cuando Poirot llegó al hotel donde se hospedaba Van Aldin. El millonario estaba solo. —Es usted puntual, monsieur Poirot —dijo con una sonrisa, mientras se levantaba para saludar al detective.

—Siempre soy puntual —afirmó Poirot—. La exactitud es una virtud que observo estrictamente. Sin orden y sin método... —Se interrumpió—. Pero seguramente, ya se lo habré dicho antes. Vamos, pues, al objeto de mi visita.

—¿Su pequeña idea?.

—Sí, mi pequeña idea. —Poirot sonrió—. Ante todo, quisiera interrogar otra vez a la doncella, Ada Masón. ¿Está aquí?.

—Sí, está aquí.

—¡Ah!.

Van Aldin le miró con curiosidad, tocó el timbre y apareció un botones, a quien envió a buscar a Ada Masón.

Al verla entrar, Poirot la saludó con su proverbial cortesía, que siempre surtía efecto en las mujeres de su clase.

—Buenos días, mademoiselle —dijo alegremente—. ¿Quiere usted hacer el favor de sentarse?. Si el señor lo permite.

—Sí, sí, siéntese, hija mía —dijo Van Aldin.

—Gracias, señor —respondió Masón, que se sentó en el borde de la silla. Parecía más delgada y seca que nunca.

—He venido para hacerle más preguntas —dijo Poirot—. Tenemos que llegar al fondo del asunto. Voy a insistir una vez más en el hombre del tren. A usted le han mostrado al conde de la Roche. Usted dice que es posible que fuera él, pero no está segura.

—Como ya le dije, señor, nunca vi el rostro del caballero. Por eso me resulta difícil.

Poirot asintió con una sonrisa.

—Comprendo perfectamente la dificultad, mademoiselle. Usted dice que ha estado al servicio de Mrs. Kettering dos meses. Durante ese tiempo, ¿cuántas veces vio usted a su amo?.

Masón reflexionó unos instantes y al fin dijo:

—Dos veces nada más, señor.

—¿Y lo vio usted de cerca o de lejos?.

—Una de las veces vino a Cruzon Street. Yo estaba en el piso de arriba y, al mirar por encima de la barandilla, lo vi en el vestíbulo. Sentía cierta curiosidad porque sabía que las cosas...

Masón acabó la frase con una discreta tosecilla.

—¿Y la otra?.

—Estaba yo en el parque con Annie, una de las criadas, cuando me señaló al señor, que iba paseando con una señora extranjera.

Poirot asintió de nuevo.

—Ahora, escúcheme, Masón. ¿Cómo sabe usted que el hombre que vio en el compartimiento hablando con su señora en la Gare de Lyon, no era su marido?.

—¿El amo, señor?. ¡Oh, no creo que fuera él!.

—Pero no está usted segura —insistió Poirot.

—La verdad, señor, es que nunca lo pensé.

Masón parecía trastornada por la sugerencia.

—Ya ha oído usted que su señor iba también en el tren. Nada más natural que fuera él quien entrara en el compartimiento de su esposa.

—Pero el caballero que hablaba con mi señora no debía de viajar en el tren, porque iba con traje de calle, abrigo y sombrero.

—De acuerdo, mademoiselle, pero reflexione un segundo. El tren acababa de llegar a la Gare de Lyon. Muchos de los viajeros se paseaban por el andén. Su señora también estaba a punto de hacerlo, y sin duda se había puesto el abrigo de pieles, ¿verdad?.

—Sí, señor.

—Mr. Kettering hace lo mismo. En el tren hace calor, pero fuera, en el andén, hace frío. Se pone el abrigo y el sombrero, pasea por el andén y, al mirar hacia las iluminadas ventanillas, descubre de repente a su esposa. Hasta entonces no había tenido la menor idea de que ella estuviese en el tren. Naturalmente, sube al vagón y se dirige a su compartimiento. La señora lanza un grito de sorpresa al verlo y, rápidamente, cierra la puerta entre los dos compartimientos, porque es posible que la conversación sea de índole muy privada.

Se recostó en su butaca y vio que la sugerencia hacía su efecto lentamente. Nadie mejor que él sabía que a las personas de la clase social de Masón no se las podía apremiar. Debía darle tiempo para que se desprendiese de las ideas pre-concebidas. Al cabo de tres minutos la doncella habló:

—Quizá fuese como usted dice, aunque nunca lo pensé de esa manera. El señor también es delgado y moreno y, más o menos, de la misma estatura. Pero el abrigo y el sombrero me despistan. Sí, es posible que fuera el señor, pero de todas maneras no puedo asegurarlo.

—Muchas gracias, mademoiselle, no la entretengo más. ¡Ah!, una cosa más. —Sacó del bolsillo la pitillera que antes le había enseñado a Katherine—. ¿Esta pitillera era de su señora? —preguntó.

—No, señor, no. A menos que... —Se detuvo sorprendida. Una idea trataba de abrirse paso en su cerebro.

—Siga —la animó Poirot.

—Creo, aunque no estoy segura, que es una pitillera que mi señora compró para su marido.

—¡Ah! —exclamó Poirot con un tono neutral.

—Pero si llegó o no a dársela, es algo que no puedo decir.

—Bien, bien. Puede usted retirarse, mademoiselle, eso es todo. Buenas tardes.

Ada Masón se retiró discretamente y cerró la puerta al salir sin hacer ruido.

Poirot miró a Van Aldin con una leve sonrisa. El millonario parecía abatido.

—¿Cree usted... que fue Derek? —preguntó—. Pero si todo parece señalar en dirección opuesta. ¡Si al conde lo pillaron con las manos en la masa!. ¡Tenía los rubíes!.

—No.

—Pero si usted mismo me lo dijo...

—¿Qué le dije yo?.

—Aquella historia sobre los rubíes. Me los enseñó usted.

—No.

Van Aldin lo miró boquiabierto.

—¿Me está diciendo que no me los enseñó usted ayer en el tenis?.

—Sí.

—¿Está usted loco, monsieur Poirot, o lo estoy yo?.

—Ni usted ni yo lo estamos —dijo el detective—. Usted me hizo una pregunta y yo le contesto. Usted afirma que yo le enseñé los rubíes y yo le contesto que no. Lo que yo le enseñé fue una magnífica imitación imposible de descubrir por cualquiera que no sea un experto.

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