Capítulo XXV


Chére mademoiselle Desconfianza

Cuando Derek Kettering pasó junto al coche, Mirelle se asomó. —Derek, quiero hablar contigo un momento.

Pero él, saludándola con el sombrero, pasó por su lado sin detenerse.

Al entrar en su hotel, el conserje le salió al encuentro.

—Un caballero le está esperando, monsieur.

—¿Quién es?.

—No dijo su nombre, monsieur, pero dijo que se trataba de un asunto muy importante y que esperaría.

—¿Dónde está?.

—No quiso esperar en el vestíbulo y está en el saloncito por ser un lugar más reservado.

—Bien —dijo Derek, y se fue en busca del visitante.

En el saloncito no había nadie más que el hombre que le estaba esperando, quien se puso de pie y se inclinó cortesmente al entrar Kettering. Derek sólo había visto una vez al conde de la Roche, pero no tuvo la menor dificultad en reconocer al aristocrático personaje y frunció el entrecejo furioso. ¡Aquello era el colmo de la insolencia!.

—El conde de la Roche, ¿verdad? —dijo—. Creo que pierde usted el tiempo viniendo a verme.

—Yo creo que no —contestó el conde sonriente.

Los encantadores modales del aristócrata no producían el menor efecto en los hombres, porque a todos, sin excepción, les producía una gran repugnancia. Derek Kettering sentía unos deseos locos de echarle a puntapiés del hotel. Sólo el temor al escándalo lo contenía. Se maravilló una vez más de que Ruth hubiese llegado, como había hecho, a enamorarse de aquel tipo. Era lo que vulgarmente llamaban un jeta. Miró con asco las manos cuidadosamente manicuradas del conde.

—He venido a verle —dijo el conde—, por un asuntillo. Creo que le sería conveniente escucharme.

Derek sintió de nuevo la tentación de echar de allí a aquel hombre a empujones, pero una vez más se contuvo. No se le escapó el tono de amenaza, aunque lo interpretó a su manera. Por varias razones, lo mejor sería oír lo que el conde tenía que decirle.

Se sentó y tabaleó impaciente con los dedos sobre la mesa.

—Bien —dijo bruscamente—. ¿De qué se trata?.

No era costumbre del conde ir derecho al asunto.

—Permítame, ante todo, darle el pésame por la terrible tragedia.

—Si continúa usted con sus impertinencias, lo tiro por la ventana —amenazó Derek.

Miró hacia la ventana que estaba junto al conde y éste se movió inquieto.

—Le enviaré a usted mis padrinos, si ése es su deseo —dijo altivamente.

Derek se echó a reír.

—Asique un duelo, ¿eh? Mi querido conde, yo no le tomo a usted tan en serio, pero en cambio tendría un gran placer dándole de puntapiés por toda la Promenade des Anglais.

El conde no tenía ningún interés en ofenderse. Enarcó las cejas y dijo simplemente:

—Los ingleses son unos salvajes.

—Bien —repitió Derek—. ¿Qué tiene usted que decirme?.

—Le explicaré enseguida el objeto de mi visita con la mayor franqueza. Será lo mejor para los dos.

Una vez más sonrió con exquisita amabilidad.

—Continúe —dijo Derek.

El conde miró al techo, unió las yemas de los dedos y murmuró lentamente:

—Usted acaba de heredar una importante suma, monsieur.

—¿Y a usted qué diablos le importa?.

El otro se irguió.

—¡Monsieur, mi nombre está manchado!. Se sospecha, se me acusa de un crimen.

—Nada tengo que ver con eso —dijo Derek fríamente—. Como parte interesada, no he manifestado ninguna opinión.

—Soy inocente. Juro ante Dios —dijo el conde, a la vez que levantaba las manos—, que soy inocente.

—Creo que monsieur Carrége es el juez de instrucción encargado de ese suceso —murmuró Derek cortésmente.

El conde hizo caso omiso de estas palabras.

—No sólo se me acusa de un crimen que no he cometido, sino que además me encuentro sin un céntimo.

Tosió significativamente.

Derek se puso de pie de un salto.

—Ya me lo esperaba —dijo en voz baja—. ¡Maldito chantajista!. No le daré ni un solo penique. Mi esposa ha muerto y, por lo tanto, el escándalo no puede hacerle ya ningún daño. Seguramente tiene usted cartas comprometedoras. Si yo ahora me decidiese a comprárselas por una bonita cantidad, estoy seguro de que usted se quedaría con alguna para utilizarla en otra ocasión. Voy a decirle a usted una cosa, señor conde de la Roche: el chantaje es una palabra tan fea en Inglaterra como en Francia. Ésa es mi respuesta. Buenas tardes.

—Un momento, Mr. Kettering. —El conde tendió la mano cuando Derek se disponía a abandonar la habitación—. Se equivoca usted, señor. Le aseguro, Mr. Kettering, que está usted completamente equivocado. Yo me tengo por un caballero. —Derek se echo a reír—. Toda carta escrita por una mujer es para mí sagrada. —Echó la cabeza hacia atrás con un hermoso aire de nobleza—. Lo que yo le iba a proponerle es algo muy distinto. Como le he dicho antes, estoy en una mala situación económica y, aunque mi conciencia me impulse a ir a la policía con cierta información...

Derek se dirigió lentamente hacia él.

—¿Qué quiere usted decir?.

La bonita sonrisa del conde asomó otra vez en su rostro.

—Seguramente no será necesario entrar en detalles —murmuró—. Cuando se ha cometido un crimen, lo primero que se pregunta la policía es a quién beneficia el crimen, ¿verdad? Y, como acabo de decir, usted ha heredado una importante suma.

Derek se echó a reír.

—Si eso es todo... —dijo despectivo.

Pero el conde meneó la cabeza.

—No, señor mío, no es eso todo. Yo no hubiera venido a verle a usted si no hubiese tenido una información más precisa y detallada. Creo que no es nada agradable que le detengan a uno acusado de asesinato.

Derek se acercó con una expresión tan terrible en su rostro, que involuntariamente el conde retrocedió unos pasos.

—¿Me está usted amenazando? —gritó Derek furioso.

—Le aseguro que no volverá a oír a hablar de esto —afirmó el conde.

—¡De todas las desfachateces que he oído en mi vida...!.

El conde levantó una mano blanca.

—Se equivoca usted, no es ninguna desfachatez. Para convencerle, sólo le diré esto: la información me la dio una dama. Ella tiene la prueba irrefutable de que usted es el asesino.

—¿Ella?. ¿Quién?.

—Mademoiselle Mirelle.

Derek se tambaleó como si hubiese recibido un mazazo en la cabeza.

—¡Mirelle! —murmuró.

El conde quiso aprovecharse rápidamente de lo que él suponía una ventaja.

—Una bagatela de cien mil francos y no diré ni una palabra.

—¿Qué? —preguntó Derek distraídamente.

—Decía, señor, que una bagatela de cien mil francos callaría mi conciencia.

Derek se rehízo. Miró al conde con una expresión grave.

—¿Desea usted conocer mi respuesta ahora?.

—Si usted quiere...

—Bien, se la daré. Es ésta: ¡Vayase al diablo!.

Y Kettering dio media vuelta y abandonó la habitación, dejando al conde demasiado asombrado para decir una palabra.

Al salir cogió un taxi y se dirigió al hotel de Mirelle. Preguntó por ella y le dijeron que la bailarina acababa de llegar. Derek le entregó su tarjeta al conserje.

—Llévele esto a mademoiselle y pregúntele si puede recibirme.

Poco después, un botones le invitó a seguirle.

Una oleada de perfume exótico envolvió a Kettering cuando entró en las habitaciones de la bailarina. El salón estaba adornado con claveles, orquídeas y mimosas. Mirelle, cubierta con un peignoir de espumosos encajes, estaba junto a la ventana. En cuanto lo vio se dirigió hacia él con los brazos abiertos.

—Derek, has vuelto a mí. ¡Sabía que volverías!.

Él apartó las manos de la mujer y la miró con expresión severa.

—¿Por qué me has enviado al conde de la Roche?.

Ella le miró con un asombro que Derek aceptó como auténtico.

—¿Que yo he mandado al conde a visitarte?. ¿Para qué?.

—Al parecer para chantajearme —replicó Derek.

Ella volvió a mirarle boquiabierta. De pronto, asintió sonriente.

—Claro, debí suponerlo. No podía hacer otra cosa ce type lá. Era de esperar. Pero te aseguro, Derek, que yo no le envié.

Él la miró con atención como si quisiera descubrir lo que pensaba.

—Te lo contaré —añadió Mirelle—. Me da vergüenza, pero te lo contaré. El otro día yo estaba furiosa, loca. Comprenderás que tenía razón —hizo un gesto elocuente—. No tengo un temperamento paciente. Quería vengarme de ti. Por eso fui a ver al conde de la Roche y le dije que fuera a la policía a decirles esto y lo otro. Pero no tengas miedo, Derek, porque no perdí del todo la cabeza. La prueba definitiva la tengo yo. La policía no puede hacer nada sin mi declaración, ¿comprendes? Y ahora...

Mirelle le abrazó, mientras lo miraba con ojos tiernos.

Derek la apartó de un modo brutal.

Ella permaneció allí con la respiración entrecortada y entrecerrando los ojos como un gato.

—Ten cuidado, Derek, ten cuidado. Has vuelto a mí, ¿verdad?.

—Jamás volveré a ti —afirmó Derek.

—¡Ah!

El aspecto de la bailarina era más felino que nunca. Sus ojos centellearon.

—Asique hay otra mujer, ¿eh? Aquella con quien comiste el otro día. No me equivoco, ¿verdad?

—Pienso pedirle que se case conmigo. Más vale que lo sepas.

—¿Esa inglesa tan cursi?. ¿Crees que voy a permitir una cosa así?. ¡Ah, no!. De ninguna manera. —su hermoso cuerpo se estremeció—. Escúchame, Derek, ¿recuerdas la conversación que sostuvimos en Londres?. Dijiste que lo único que te podía salvar era la muerte de tu mujer. Te lamentaste de que tuviera tan buena salud, y entonces se te ocurrió la idea del accidente y también de algo más.

—Supongo —dijo Derek desdeñoso— que fue ésa la conversación que le repetiste al conde de la Roche.

Mirelle se echó a reír

—¿Crees que soy tonta?. ¿Podría hacer algo la policía con una declaración tan vaga?. Te voy a dar otra oportunidad para salvarte. Abandonarás a esa inglesa, volverás a ser mío y, entonces, chéri, nunca jamás diré una palabra de...

—¿De qué?.

Ella se echó a reír.

—¿Crees que nadie te vio...?.

—¿Qué quieres decir?.

—Sí, tú crees que nadie te vio, pero te vi yo. Derek, mon ami: yo te vi salir del compartimiento de tu mujer poco antes de que el tren entrase aquella noche en la estación de Lyon. Y sé más aún. Sé que cuando saliste del compartimiento estaba muerta.

Derek la miró. Después, como un sonámbulo, dio media vuelta y salió de la habitación con paso vacilante.

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