Capítulo XXXIII
Una nueva teoría
Monsieur Poirot desea verle, señor. —¡Que se vaya al diablo! —exclamó Van Aldin. Knighton esperó en silencio.
El millonario dejó el sillón y empezó a caminar arriba y abajo por la habitación.
—Supongo que habrá usted leído los malditos periódicos esta mañana —dijo.
—Les he echado una ojeada, señor.
—¿No habrá manera de hacerlos callar?.
—Creo que no.
El millonario volvió a sentarse y se llevó las manos a las sienes.
—¡Si llego a figurarme esto —gimió—, no le hubiera encargado nunca a ese belga el esclarecimiento de la verdad.!. Entonces sólo me preocupaba descubrir al asesino de Ruth.
—Pero usted no hubiese querido que su yerno quedara impune.
Van Aldin suspiró.
—Yo hubiera preferido tomarme la justicia por mi mano.
—No creo que hubiera sido un procedimiento muy sabio, señor.
—Al fin, a lo nuestro. —Se detuvo y, después de una breve vacilación, añadió—: ¿Está seguro de que ese tipo desea verme?.
—Sí, señor. Dijo que es muy urgente.
—Entonces tendré que verle. Dígale que puede venir esta misma mañana si quiere.
Poirot se presentó en las habitaciones de Van Aldin con un aspecto descansado y alegre. No pareció molestarse por la frialdad de la acogida y charló plácidamente de cosas sin importancia. Explicó que estaba en Londres para ver a su médico y citó el nombre de un eminente cirujano.
—No, no, pas la guerre, es un recuerdo de mis tiempos de policía. La bala de un enfurecido ladrón.
Se tocó el hombro izquierdo e hizo un gesto expresivo.
—Yo siempre le he considerado un hombre de suerte, Mr. Van Aldin. Usted no responde a la idea que tenemos de los millonarios norteamericanos, víctimas de la dispepsia.
—Sí, estoy fuerte es gracias a la vida sencilla y ordenada que llevo.
Poirot se volvió hacia Knighton.
—Ha visitado usted a miss Grey, ¿verdad? —preguntó Poirot, con un tono inocente.
—Sí, un par de veces —contestó el secretario.
Se sonrojó un poco y Van Aldin exclamó sorprendido: —Es raro que no me haya dicho usted nada, Knighton.
—Creí que no le interesaría a usted, señor.
—Me gusta mucho esa muchacha —afirmó el millonario.
—Es una lástima que haya vuelto a enterrarse en St. Mary Mead —comentó Poirot.
—Es una acción admirable —protestó Knighton calurosamente—. Poquísimas personas en su situación se hubieran prestado a ir a cuidar a una vieja achacosa que no tiene ningún parentesco con ella.
—Soy una tumba —añadió Poirot con una chispa de picardía en los ojos—, pero de todas maneras, es una lástima. Y ahora, señores, vamos a trabajar.
Van Aldin y Knighton le miraron sorprendidos.
—No se alarmen ni se extrañen de lo que voy a decir. Supongamos, monsieur Van Aldin, que después de todo, monsieur Derek Kettering no mató a su esposa.
-¿Qué?.
Los dos hombres se miraron estupefactos.
—Supongamos, repito, que Derek Kettering no mató a su esposa.
—¿Está usted loco, monsieur Poirot? —gritó Van Aldin.
—No, no estoy loco. Quizá sea algo excéntrico, algunas lo dicen, pero respecto a mi profesión, soy la cordura personificada. Ahora le pregunto, monsieur Van Aldin: ¿Se alegraría usted de que su yerno no fuera un asesino?.
Van Aldin le miro con fijeza.
—Naturalmente que me alegraría —dijo al fin—. ¿Se trata de una simple suposición o hay algo de verdad en lo que acaba de decir?.
Poirot miró al techo.
—Hay una probabilidad de que, después de todo, sea el conde de la Roche. Al menos he conseguido desbaratar su coartada.
—¿Cómo lo ha logrado usted?.
El detective se encogió de hombros con modestia.
—Tengo mis métodos. Con un poco de tacto y otro poco de atención, se llega a esclarecer todo.
—Pero los rubíes —indicó Van Aldin—, los rubíes que tenía el conde en su poder eran falsos.
—Y él, claro, sólo hubiese cometido el crimen para apoderarse de los legítimos. Pero olvida usted un detalle, Mr. Van Aldin, y es que, en el asunto de los rubíes, algún otro ladrón pudo adelantarse al conde.
—Entonces esta es una teoría absolutamente nueva —exclamó Knighton.
—¿Y usted cree de verdad todo este enredo, monsieur Poirot? —preguntó el millonario.
—La cosa no está aún probada —respondió en voz baja Poirot—. De momento, es sólo una teoría, pero le diré una cosa: vale la pena investigar estos hechos. Usted, Mr. Van Aldin, debería acompañarme al sur de Francia y ayudarme en las investigaciones.
—¿Cree usted que es realmente necesario que vaya yo?.
—Creía que ese sería su deseo —replicó Poirot.
Había un cierto reproche en el tono del detective que no escapó al millonario.
—Sí, sí, desde luego —se apresuró a decir Van aldin—. ¿Cuándo quiere usted que salgamos?.
—Recuerde que tiene usted ahora muchos asuntos pendientes, señor —murmuró Knighton.
Pero el millonario ya había tomado su decisión y desechó la objeción de su secretario.
—Este asunto me interesa mucho más —respondió—. Bien, monsieur Poirot, mañana. ¿En qué tren?.
—Viajaremos en el Tren Azul —dijo Poirot con una sonrisa.