Capítulo XIX



Un visitante inesperado

El conde de la Roche había terminado su dejeuner, consistente en una omelette aux fines herbes, un entrecote beamaise y un savarin au rhutn. Se limpió de-licadamente el fino bigote negro con la servilleta, se levantó de la mesa y atravesó el salón de la villa, observando con aprecio les objects d'art que estaban esparcidos por la habitación. La caja de rapé Luis XV, el zapato de raso de María Antonieta y otras bagatelas históricas que formaban parte de la mise en scéne del conde. A sus bellas visitantes les decía que eran objetos heredados de sus antepasados. Al llegar a la terraza, el conde miró distraídamente hacia el Mediterráneo. No se hallaba de humor para apreciar la belleza del panorama. Un plan cuidadosamente preparado se había ido al traste y ahora tendría que madurar otro. Se acomodó en una tumbona, encendió un cigarrillo y se puso a meditar.

Al cabo de unos minutos, Hipolyte, su criado, le trajo el café y los licores. Su amo escogió un coñac muy añejo.

Cuando el criado iba a retirarse, su señor le detuvo con un gesto. Hipolyte esperó respetuosamente. Su aspecto no era muy agradable, pero su corrección compensaba sobradamente ese hecho. En aquel momento, era la misma estampa del respeto y la atención.

—Es posible —dijo el conde— que dentro de unos días se presenten aquí algunos desconocidos que intentarán entablar conversación contigo y con Mane. Probablemente, os formularán diversas preguntas respecto a mí

—Sí, señor conde.

—¿Quizá ya han venido?.

—No, señor conde.

—¿No has visto ningún tipo extraño por los alrededores?. ¿Estás seguro?.

—No, señor conde, no he visto a nadie.

—Está bien —dijo el conde secamente—. De todos modos, vendrán, estoy seguro. Harán preguntas.

Hipolyte miró comprensivo a su señor. Éste habló despacio sin mirarle.

—Como tú ya sabes, llegué aquí el martes pasado por la mañana. Si la policía o cualquier otra persona te lo preguntase, no lo olvides. Yo llegué el martes, día catorce, no el miércoles día quince. ¿Me entiendes?.

—Perfectamente, señor conde.

—Se trata de un asunto que concierne a una señora y siempre es necesario ser discreto. Estoy seguro, Hipolyte, de que tú sabrás serlo.

—Lo seré, señor.

—¿Y Marie?.

—Marie también. Respondo de ella.

—Entonces me tranquilizo —murmuró el conde.

En cuanto salió Hipolyte, el conde probó el café con aire preocupado. De vez en cuando fruncía el entrecejo, una vez meneó la cabeza y asintió otras dos. En medio de estas reflexiones apareció otra vez Hipolyte.

—Una señora, monsieur.

—¿Una señora?.

El conde estaba sorprendido. No porque la visita de una dama fuera algo poco habitual en Villa Marina, pero en este momento el conde no tenía ni la más remota idea de quién podía ser.

—Creo que el señor no la conoce —apuntó Hipolyte.

El conde estaba cada vez más intrigado.

—Hazla entrar, Hipolyte —ordenó.

Poco después, una maravillosa visión en naranja y negro apareció en la terraza, envuelta en un fuerte perfume de flores exóticas.

—¿El conde de la Roche?.

—Servidor de usted, mademoiselle —dijo el conde con una reverencia.

—Me llamo Mirelle. Tal vez haya usted oído hablar de mí.

—Ah, desde luego, mademoiselle. ¿Quién no se ha deleitado con las exquisitas danzas de mademoiselle Mirelle. ¡Exquisita!.

La bailarina agradeció la galantería con una sonrisa mecánica.

—Lamento la intromisión —comenzó ella.

—Por favor, siéntese, mademoiselle, se lo ruego —le interrumpió el conde al tiempo que le acercaba una silla.

A través de sus galanterías, él la observaba con atención. Había muy pocas cosas que el conde no conociera de las mujeres, si bien era verdad que, hasta entonces, sus experiencias no habían sido con mujeres como Mirelle, verdaderas aves de rapiña. La bailarina y él eran, en cierto sentido, pájaros del mismo plumaje. Sabía que su seducción fracasaría con aquella mujer. Mirelle era una parisiense muy astuta. Sin embargo, había una cosa que el conde era capaz de reconocer en cuanto la veía. Descubrió enseguida que se encontraba ante una mujer encolerizada, y una mujer encolerizada, como bien es sabido, siempre dice más de lo que es prudente y, de vez en cuanto, es una fuente de beneficios para un caballero astuto que no pierde la calma.

—Ha sido usted muy amable honrando mi pobre casa.

—Tenemos amigos comunes en París —dijo Mirelle— a quienes he oído hablar de usted, pero vengo a verle por otra razón. He oído hablar de usted desde que llegué a Niza, aunque de otra manera.

—¡Ah! —murmuró el conde.

—Voy a serle brutalmente franca —añadió la bailarina—. Sin embargo, tenga la seguridad de que me preocupo por su bienestar. En Niza se dice que usted es el asesino de la dama inglesa, madame Kettering.

—¡Yo!, ¿el asesino de madame Kettering?. ¡Bah!. Valiente tontería.

Su tono era más displicente que indignado. Sabía que eso la provocaría más.

—Sí, sí —insistió ella—, se dice eso.

—A la gente le gusta hablar por hablar —murmuró el conde indiferente—. Sería indigno de mi parte tomar en serio tales acusaciones.

—No me ha entendido usted —Mirelle se inclinó hacia él con los ojos negros, muy brillantes—. No se trata de una simple murmuración en la calle, sino de la policía.

El conde se irguió alerta una vez más. Mirelle asintió varias veces con energía.

—Sí, sí. Yo tengo amigos en todas partes. El mismo prefecto... —dejó la frase sin terminar, con un elocuente encogimiento de hombros.

—¿Quién no es indiscreto ante una mujer tan hermosa? —murmuró el conde con galantería.

—La policía está convencida de que fue usted quien mató a Mrs. Kettering, pero se equivoca.

—Claro que se equivoca —afirmó el conde.

—Usted lo dice sin conocer la verdad. Yo sí.

El conde la miró con curiosidad.

—¿Sabe quién asesinó a madame Kettering?.

Mirelle asintió con vehemencia.

—Sí.

—¿Quién es? —preguntó el conde tajante.

—Su marido. —Se acercó al conde y repitió en voz baja, vibrante de ira y de odio—: Su marido la mató.

El conde se recostó en la tumbona. Su rostro era una máscara.

—Permítame una pregunta, mademoiselle. ¿Cómo lo sabe?.

—¿Que cómo lo sé? —La bailarina se levantó de un salto y soltó una carcajada—. Se ufanó de ello de antemano. Estaba arruinado, en la quiebra, deshonrado. Sólo la muerte de su esposa podía salvarle. Él me lo dijo. Viajaba en el mismo tren, pero ella no lo sabía. ¿Por qué se ocultó?. Pues porque pensaba colarse en su compartimiento durante la noche. ¡Ah! —Cerró los ojos—. Estoy viendo la escena.

El conde tosió.

—Quizá, quizá, mademoiselle —murmuró—. Pero si fue él, ¿qué necesidad tenía de robar las joyas?.

—¡Las joyas! —suspiró Mirelle—. ¡Ah, las joyas!. ¡Los rubíes...!.

Sus ojos se nublaron y su mirada se volvió distante. El conde la observó con curiosidad, mientras se maravillaba por enésima vez ante la mágica influencia de las piedras preciosas sobre el sexo femenino. Le hizo volver a la realidad.

—¿Y qué desea de mí, mademoiselle?.

Mirelle volvió a ser práctica.

—Una cosa sencillísima. Que vaya usted a la policía y diga que Mr. Kettering es el asesino.

—¿Y si no me creen?. ¿Y si me exigen pruebas? —Él la miraba con atención.

Mirelle se rió suavemente mientras se acomodaba el chal negro y naranja sobre los hombros.

—Les dice que vengan a verme, señor conde —respondió en voz baja—. Yo les daré cuantas pruebas deseen.

Cumplida su misión, salió como un torbellino.

El conde la miró alejarse con las cejas enarcadas.

—¡Está hecha un basilisco! —murmuró—. ¿Qué le habrá ocurrido para que esté de ese humor?. De todas maneras, enseña demasiado su juego. ¿Creerá de veras que Derek Kettering mató a su esposa?. Le gustaría que me lo creyera y también que la policía lo creyese.

Sonrió. No tenía la menor intención de ir con aquella historia a la policía. A juzgar por la sonrisa, veía otras posibilidades en aquel asunto, a cual más placentera.

Sin embargo, no tardó en fruncir el entrecejo. Según Mirelle, la policía sospechaba de él. Esto podía ser o no verdad. Una mujer furiosa de la clase de la bailarina no se preocuparía mucho de la veracidad de sus afirmaciones. Por otra parte, podía obtener fácilmente informaciones confidenciales. De ser así —apretó los labios—, debía tomar ciertas precauciones. Entró en la casa e interrogó de nuevo a fondo a Hipolyte sobre si había venido algún desconocido. El criado insistió vigorosamente en que no era ese el caso. El conde subió a su dormitorio y se acercó a un secreter antiguo que había junto a la pared. Bajó una tapa y sus dedos buscaron con delicadeza un resorte en el fondo de una de las casillas. Apareció un cajoncito secreto dentro del cual había un pequeño paquete envuelto en papel marrón. El conde lo sacó y lo miró con profunda atención durante un par de minutos. Después se arrancó un cabello con una leve mueca de dolor, lo colocó en el borde del cajón y lo cerró cuidadosamente. Con el paquete en la mano, bajo la escalera y se dirigió al garaje, donde había un automóvil rojo de dos plazas. Diez minutos más tarde, corría en dirección a Montecarlo.

Pasó unas horas en el Casino y luego se paseó por la ciudad, hasta que volvió al coche y se dirigió a Mentón. Antes ya se había fijado en un coche gris que lo seguía a una distancia prudencial. La carretera ascendía cada vez más. El conde pisó el acelerador a fondo. El coche, que había sido construido por expreso encargo del conde, tenía un motor mucho más potente de lo que a primera vista parecía. El automóvil salió disparado.

Al cabo de un rato, miró hacia atrás por el espejo retrovisor y sonrió; el coche gris aún lo seguía. Envuelto en una nube de polvo, el automóvil rojo volaba por la carretera, pero el conde era un habilísimo conductor. Comenzó el descenso por la sinuosa carretera donde había un sinfín de curvas. Al llegar al llano, finalmente se detuvo ante una estafeta de Correos. Se apeó del coche, abrió la caja de las herramientas, sacó el paquete marrón y, sin perder un segundo entró en la estafeta. Dos minutos más tarde conducía otra vez dirección a Mentón. Cuando el automóvil gris llegó allí, el conde estaba tomando el té en la terraza de uno de los hoteles.

Más tarde regresó a Montecarlo, cenó allí y llegó a su casa a las once. Hipolyte salió a su encuentro muy preocupado.

—¡Por fin ha llegado usted, señor conde!. ¿Me ha telefoneado, por casualidad, el señor conde?.

Éste meneó la cabeza.

—Sin embargo, a las tres me llamaron por teléfono de parte de usted para comunicarme que tenía que presentarme en Niza, en el Negresco.

—¿De veras?. ¿Y has ido?.

—Desde luego, señor conde. Pero en el Negresco no sabían nada del señor conde, ni siquiera había estado allí.

—Y seguramente —dijo el señor— a esa hora Marie estaría haciendo la compra.

—Sí, señor conde.

—Bien —comentó él—, ha sido una equivocación sin importancia.

Y sonriendo, subió a su habitación.

Una vez en ella, cerró la puerta con llave y miró a su alrededor con mucha atención. Todo parecía estar como siempre. Abrió los armarios y los cajones. Las cosas aparecían colocadas, poco más o menos, como antes, pero no exactamente igual. No cabía la menor duda de que habían registrado la habitación.

Se acercó al secreter y apretó el resorte oculto. Se abrió el cajón, pero el cabello había desaparecido. Asintió varias veces.

—Nuestra policía es excelente —murmuró para sí—. No se le escapa nada.

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