Capítulo XV



El conde de la Roche

Van Aldin leyó la carta en silencio. Su rostro enrojeció de cólera. Los hombres que le observaban vieron como se le hinchaban las venas de la frente y se crispaban sus fuertes manos en un gesto inconsciente. Sin un comentario, devolvió la carta. El juez miraba atentamente su mesa, monsieur Caux al techo y Poirot eliminaba cuidadosamente de su traje una invisible mota de polvo. Con gran delicadeza, ninguno de ellos miró a Van Aldin.

Fue monsieur Carrége quien, consciente de su cargo y sus obligaciones, el que abordo el vidrioso asunto.

—Quizá monsieur —murmuró— sepa quién ha escrito esta carta.

—Lo sé —respondió Van Aldin con tono agresivo.

—¡Oh! —exclamó el magistrado con una mirada interrogadora.

—La ha escrito un bribón que se hace llamar conde de la Roche.

Hubo una pausa; entonces Poirot se inclinó sobre la mesa del juez, enderezó una regla y se dirigió directamente al millonario:

—Mr. Van Aldin, todos somos conscientes, muy conscientes del dolor que le causa hablar de esas cosas; pero créame, monsieur, que en estos momentos no se debe ocultar nada: si se trata de hacer justicia, es necesario que lo sepamos todo.

Si lo piensa usted un minuto, comprenderá que tenemos razón al hablar así.

Van Aldin permaneció en silencio durante unos momentos, y luego, casi a regañadientes, asintió.

—Tiene usted razón, monsieur Poirot. Por doloroso que sea, mi deber es no ocultar nada a la justicia.

El comisario exhaló un suspiro de alivio y el juez de instrucción, se recostó en su butaca, mientras se acomodaba las gafas sobre su larga y afilada nariz.

—Le ruego, Mr. Van Aldin, que nos cuente con sus propias palabras todo lo que sabe sobre ese caballero.

—La cosa empezó en París, hará unos once o doce años. Mi hija era entonces una jovencita que tenía la cabeza, como todas las muchachas, llena de tontas y románticas historias. Sin saberlo yo, conoció a ese conde de la Roche. ¿Han oído hablar de él?.

El comisario y Poirot asintieron.

—Se hace llamar conde de la Roche —continuó Van Aldin—, pero dudo que tenga ningún derecho a usar ese título.

—No es fácil que se encuentre ese nombre en el Almanac de Gotha.

—Ya lo sé —prosiguió Van Aldin—. Ese sujeto es un guapo truhán que ejerce una fatal fascinación sobre las mujeres. Ruth se encaprichó de él, pero enseguida puse fin al asunto. Aquel hombre no era más que un estafador.

—Tiene usted razón —afirmó el comisario—. El conde de la Roche nos es muy conocido. Si hubiese sido posible, hace ya tiempo que estaría entre rejas; pero, ma foi!, no es fácil: el bribón es listo y realiza siempre sus fechorías con mujeres de la alta sociedad. Les saca el dinero con falsas historias o por medio de chantajes. ¡Eh bien!, naturalmente, ellas no dicen ni media palabra por miedo a aparecer ante el mundo como unas tontas, y ese individuo tiene un extraordinario poder sobre las mujeres.

—Me consta —afirmó el millonario, y continuó—: Bueno, como les decía, acabé con aquel asunto. Le conté a Ruth lo que él era, y ella, por fuerza, tuvo que creerme. Un año despues conoció a Derek Kettering y se casó con él. Para mí aquello fue el final del asunto, pero sólo hace una semana descubrí, con profundo asombro, que mi hija había reanudado sus relaciones con el conde de la Roche. Se veían a menudo en Londres y en París. Yo le reproché la impruden-cia que cometía, porque debo decirles, señores, que a instancias mías iba a entablar una demanda de divorcio contra su marido.

—Eso es interesante —murmuró Poirot lentamente, con la mirada puesta en el techo.

Van Aldin le miró fijamente y añadió:

—Le señalé la locura de continuar viendo al conde en aquellas circunstancias. Creí que la había convencido...

El juez de instrucción carraspeó con delicadeza.

—Pero por lo que dice esa carta... —empezó a decir y se detuvo.

Van Aldin avanzó la barbilla con gesto decidido.

—Ya lo sé, es inútil darle más vueltas. Por muy desagradable que sea, tenemos que enfrentarnos a los hechos. Parece claro que Ruth había arreglado lo de ir a París para reunirse con el conde de la Roche. Por lo visto, después de lo que dije, le escribió citándole en otro lugar.

—Las lies d'Or —comentó el comisario pensativo—, están situadas delante de las Hyéres. Es un lugar remoto e idílico.

Van Aldin asintió.

—¡Dios mío!. ¿Cómo pudo Ruth ser tan tonta? —exclamó en tono amargo—. Todas esas paparruchas sobre escribir un libro de joyas. Seguro que iba detrás de los rubíes desde el principio.

—Son unos rubíes muy famosos —explicó Poirot—. Formaban parte de las joyas de la corona rusa. Son únicos en su clase y su valor es casi fabuloso. Hace poco, corrió el rumor de que habían pasado a manos de un rico norteamericano. Por lo visto, fue usted quien las adquirió.

—Sí, las adquirí en París, hace unos diez días.

—Dígame, ¿duraron mucho tiempo las negociaciones para su adquisición?.

—Poco más de dos meses. ¿Por qué?.

—Esas cosas se saben —manifestó Poirot—. Siempre hay un pequeño grupo de ladrones que van detrás de alhajas así.

Un espasmo desfiguró el rostro de Van Aldin.

—Recuerdo —dijo con voz entrecortada— que, al entregarle el collar a Ruth, le comenté bromeando que no se lo llevase a la Riviera, porque no quería exponerla al peligro de que la robaran y asesinaran por culpa de los rubíes. ¡Dios mío, las cosas que se dicen sin saber o soñar que se convertirán en realidad!.

Los demás guardaron un respetuoso silencio y entonces Poirot habló con un tono distante:

—Arreglemos nuestros hechos con orden y precisión. De acuerdo con nuestra presente teoría, se sucedieron de la siguiente manera: el conde de la Roche sabe que usted compró los rubíes. Con una simple estratagema, induce a Mrs. Kettering a que traiga las piedras con ella. Él es, pues, el sujeto que Ada Masón vio en el tren, en París.

Los tres hombres asintieron. Poirot continuó:

—Madame se sorprende al verle, pero el resuelve la situación rápidamente. Quita a Ada Masón de en medio. Se compra una cesta de provisiones. El conductor hizo la cama del primer compartimiento, pero no entró en el segundo, y en éste podía estar perfectamente escondido un hombre. Hasta entonces, el conde ha estado oculto de maravilla. Nadie conoce su presencia en el tren, excepto madame. Él ha tenido buen cuidado de que la doncella no le viera el rostro. Todo cuanto ella puede decir es que era alto y moreno, lo cual es sumamente vago. Están solos. El tren corre a través de la noche. No hay gritos ni lucha, porque que ella cree que aquel hombre la ama.

Al llegar aquí, Poirot se volvió hacia Van Aldin gentilmente.

—La muerte, señor, fue casi instantánea, no insistiremos sobre este punto. El conde se apodera del joyero, que está a su alcance, y poco después el tren entra en Lyon.

Monsieur Carrége asintió.

—Precisamente. El conductor se baja. Será facilísimo para nuestro hombre saltar del tren sin ser visto, y también muy fácil coger otro tren de regreso a París o a cualquier parte que prefiera, y el crimen se atribuirá a un ladrón de trenes vulgar. De no ser por la carta encontrada en el bolso de madame, nadie hubiera mencionado al conde.

—Fue una verdadera torpeza por su parte no registrar el bolso —dijo el comisario.

—Sin duda, creyó que ella había destruido la carta. Fue, y perdóneme, monsieur, una indiscreción enorme conservarla.

—Y, sin embargo, una indiscreción que el conde debía haber previsto —murmuró Poirot.

—¿Qué quiere usted decir?.

—Que todos estamos de acuerdo en que el conde conoce a fondo a las mujeres. Pues bien, conociéndolas tanto, ¿cómo no previo que Mrs. Kettering conservaría la carta?.

—Sí, sí —dijo el juez dubitativo—, hay algo de verdad en lo que usted dice. Pero en semejantes momentos el hombre no es dueño de sí mismo y no puede razonar serenamente. Mon Dieu! —añadió con sentimiento—, si nuestros criminales no perdiesen nunca la cabeza y obrasen con inteligencia ¿cómo lograríamos capturarlos?.

Poirot sonrió para sus adentros.

—El caso me parece muy claro —prosiguió el juez—, pero muy difícil de probar. El conde es muy astuto y a menos que la doncella logre identificarlo...

—Lo que es muy improbable —afirmó Poirot.

—Cierto, cierto. —El juez se rascó la barbilla—. Será muy difícil.

—Si él, en realidad, no cometió el crimen... —empezó Poirot.

El comisario le interrumpió:

—¿Si?. ¿Ha dicho «si él no cometió el crimen»?.

—Sí, comisario, he dicho «si».

El otro le miró fijamente.

—Tiene usted razón —reconoció al fin—, vamos demasiado de prisa. Es muy posible que el conde tenga una coartada, en cuyo caso quedaríamos en ridículo.

Ah, ga, par exemple —replicó Poirot—, eso no tiene ninguna importancia. Es lógico que si ha cometido el crimen tenga una coartada. Un hombre de la experiencia del conde no deja de tomar precauciones. No, yo dije si por una razón muy clara..

—¿Qué razón es ésa?.

Poirot levantó un dedo en un gesto enfático.

—La psicología.

—¿Qué? —exclamó el comisario.

—Se echa de menos la psicología. El conde es un canalla, sí, el conde es un estafador, sí, el conde se aprovecha de las mujeres, sí. Se proponía robar las joyas de madame, sí. ¿Un hombre así es capaz de cometer un asesinato?. ¡No!. Alguien como el conde es un cobarde que no corre riesgos. Le gusta apostar sobre seguro. ¡Pero asesinar!. ¡No y mil veces no...! —Poirot meneó la cabeza disgustado.

Sin embargo, el juez no parecía dispuesto a dejarse convencer.

—Llega un día en que tales individuos pierden la cabeza y van demasiado lejos —observó sabiamente—. Sin duda, éste es uno de esos casos, aunque no es mi intención contradecirle, monsieur Poirot.

—Sólo he expuesto una opinión —se apresuró a explicar Poirot—. Desde luego, el caso está en sus manos y usted hará lo que crea conveniente.

—Estoy convencido de que debemos detener al conde de la Roche —opinó monsieur Carrége—. ¿Está usted de acuerdo, comisario?.

—Desde luego.

—¿Y usted, Mr. Van Aldin?.

—Sí —asintió el millonario—. Ese hombre es un verdadero canalla, no cabe duda.

—Me temo que será difícil echarle el guante —señaló el magistrado—, pero haremos cuanto podamos. Telegrafiaremos las órdenes pertinentes.

—Permítanme ayudarle —rogó Poirot—. No habrá ninguna dificultad para detenerlo.

-¿Qué?.

Los tres hombres le miraban extrañados. El hombrecillo les dedicó una sonrisa beatífica.

—Mi trabajo es saber cosas —explicó—. El conde es un hombre inteligente. En la actualidad se halla en la villa que ha alquilado, Villa Marina en Antibes.

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