Capítulo XI



El crimen

Cuando Katherine se despertó, hacía una mañana preciosa. Fue a desayunar temprano, pero no encontró a ninguno de sus compañeros de la víspera. Cuando volvió a su compartimiento, ya todo había sido puesto en orden por el conductor, un hombre moreno con el bigote caído y rostro melancólico.

—La señora está de suerte. Hace un día espléndido —comentó—. Es muy triste para los viajeros llegar en un día gris.

—Realmente, me hubiese sabido muy mal.

Al salir, el hombre añadió:

—Vamos con un poco de retraso, señora. La avisaré antes de que entremos en Niza.

Katherine asintió. Se sentó junto a la ventanilla, encantada con el paisaje bañado de sol. Las palmeras, la inmensidad azul del mar, las mimosas amarillas. Todo era una encantadora novedad para una mujer que, como ella, durante catorce años sólo había conocido el gris de los inviernos ingleses.

Cuando llegaron a Cannes, Katherine salió a pasear por el andén. Sentía cierta curiosidad por la mujer del abrigo de pieles y miró hacia las ventanillas de su compartimiento. Las cortinas permanecían echadas; eran las únicas que estaban echadas en todo el tren. Le extrañó y, al subir otra vez al tren, pasó por el pasillo y vio que los dos compartimientos estaban completamente cerrados. La mujer del abrigo de visón no era muy madrugadora.

Fiel a su palabra, el conductor se acercó a ella y le anunció que dentro de unos minutos llegarían a Niza. Katherine le dio una propina; el hombre le dio las gracias, pero no se retiró. Parecía inquieto. Ella, que al principio, había creído que tal vez la propina le habría parecido pequeña, se dio cuenta de que se trataba de algo mucho más serio. El conductor estaba pálido como un muerto y temblaba violentamente. Él la miraba de un modo extraño, pero al fin le preguntó con un tono brusco:

—Perdone, señora, pero, ¿la esperan en Niza?.

—Quizá —respondió Katherine—. ¿Por qué?.

Pero el hombre solo meneó la cabeza y murmuró algo que Katherine no pudo entender mientras se alejaba. No reapareció hasta que el tren se detuvo en la estación y comenzó a bajar el equipaje de ella por la ventanilla..

Katherine permaneció unos momentos en el andén como perdida, pero enseguida un joven de rostro ingenuo se acercó a ella y le preguntó indeciso:

—¿Miss Grey, no es así?.

Katherine contestó afirmativamente. El joven se inclinó risueño y murmuró:

—Soy Chubby, ¿sabe usted?, el marido de lady Tamplin. Espero que me mencionara en su carta pero quizá se olvidó de hacerlo. ¿Tiene usted su billet de bagages?. Perdí el mío cuando llegué y no sabe usted el lío que montaron. ¡Se me echó encima toda la burocracia francesa!.

Katherine sacó el billete y estaba a punto de marcharse con su acompañante, cuando una voz muy suave e insidiosa le murmuró en el oído:

—Un momento, madame, por favor.

Se volvió y se encontró ante un individuo cuya insignificante estatura era compensada por un uniforme cubierto de entorchados.

—Hay ciertas formalidades, madame —explicó el individuo—. Si madame fuese tan amable de acompañarme... Las reglamentaciones de la policía —levantó los brazos al cielo—: ¡Es absurdo, pero qué le vamos a hacer!.

Mr. Chubby Evans escuchó la conversación sin entender casi nada, porque su conocimiento del francés era muy limitado.

—¡Estos franceses...! —murmuró. Era uno de esos ingleses que, habiendo comprado una porción de un país extranjero, sé quejaban con amargura de las costumbres del país—. Siempre están molestando a la gente. De todas maneras, es la primera vez que les veo molestar en la estación. Es algo completamente nuevo, pero supongo que debe usted obedecer.

Katherine se marchó con su guía. Vio con gran sorpresa que la llevaban hacia una vía lateral donde se encontraba uno de los vagones del tren. Él le rogó que subiese al vagón y, precediéndola a lo largo del pasillo, abrió la puerta de uno de los compartimientos, dentro del cual se encontraba un personaje de aspecto pomposo y otro hombre que debía ser su subalterno.

El personaje se levantó y saludó cortésmente a Katherine:

—Perdóneme, madame, pero se trata de cumplir con ciertas formalidades. Supongo que madame hablará francés, ¿verdad?.

Creo que lo suficiente —replicó Katherine en aquel idioma.

—Muy bien, haga el favor de sentarse, madame. Soy Monsieur Caux, comisario de policía. —Abombó el pecho y Katherine trató de parecer impresionada.

—¿Desea usted ver mi pasaporte?. Aquí está.

El comisario la miró atentamente y soltó un pequeño gruñido:

—Gracias, madame —cogió el pasaporte y carraspeó—. Pero lo que yo deseo en realidad es una pequeña información.

—¿Información?.

El comisario asintió lentamente.

—Sobre una señora que fue su compañera de viaje. Usted comió ayer con ella.

—Temo no poder decirle nada. Conversamos durante la comida, pero me es completamente desconocida. No la había visto nunca.

—Sin embargo —replicó el comisario con viveza—, después de comer la acompaño usted a su compartimiento y estuvieron hablando durante largo rato.

—Sí, es verdad.

El comisario parecía que esperara algo más de ella. La animó con la mirada.

—¿Sí, madame?.

—¿Y bien, monsieur?.

—Quizá pueda usted decirme algo de la conversación.

—Claro que podría —replicó Katherine—, pero, de momento, no veo la razón de hacerlo.

Su carácter inglés se enojaba ante la impertinencia de aquel funcionario extranjero

—¿No ve la razón? —exclamó el comisario—. Oh, sí, madame, le aseguro que hay una razón.

—Entonces quizá tenga la bondad de decírmela...

El comisario se acarició la barbilla pensativo sin decir nada durante unos instantes.

—Madame —dijo al fin—, la razón es muy sencilla: la dama en cuestión ha sido encontrada muerta esta mañana en su compartimiento.

—¡Muerta!. ¿Cómo es posible?. ¿Un ataque al corazón?.

—No —continuó el comisario lentamente y en un tono pensativo—. No. Ha sido asesinada.

—¡Asesinada! —gritó Katherine.

—Por eso, madame, deseamos obtener cualquier información que podamos conseguir.

—Pero seguramente su doncella...

—La doncella ha desaparecido.

—¡Oh! —Katherine se detuvo para ordenar sus pensamientos.

—Como el conductor la vio a usted hablar con ella en su compartimiento, naturalmente, refirió el hecho a la policía, y por eso la hemos llamado con la esperanza de obtener de usted alguna información.

—Lo siento —contestó Katherine—, pero ni siquiera sé su nombre.

—Su nombre era Kettering; lo sabemos por el pasaporte y por las etiquetas de su equipaje. Si...

Sonaron unos golpecitos en la puerta. Monsieur Caux se levantó y la abrió unos centímetros.

—¿Qué pasa? —preguntó autoritariamente—. He dicho que no me molesten.

La ovalada cabeza del compañero de cena de Katherine asomó por la abertura. En su rostro brillaba una seráfica sonrisa.

—Me llamo Hercule Poirot —dijo.

—No me diga —tartamudeó el comisario—, ¿el mismo Hercule Poirot? —interrogó el comisario.

—El mismo —respondió Poirot—. Recuerdo que nos presentaron, monsieur Caux, en la Süreté de París. Sin duda, se ha olvidado usted de mí.

—De ninguna manera, monsieur, de ninguna manera —protestó el comisario con calor—. Pero entre, hágame el favor. ¿Sabe usted ya de qué se trata?.

—Sí, lo sé. Y vengo para ver si les puedo ser útil en algo.

—Es un honor —se apresuró a contestar el comisario—. Permítame que le presente a... —consultó el pasaporte que todavía tenía en la mano—... madame ... perdón, a mademoiselle Grey, monsieur Poirot.

Poirot sonrió a Katherine.

—Es curioso, ¿verdad? —murmuró—, que mis palabras se convirtieran en realidad tan pronto.

—Mademoiselle, desgraciadamente, no nos ha podido decir mucho —añadió el comisario.

—Estaba diciéndole que esa pobre señora me era del todo desconocida —explicó Katherine.

Poirot asintió.

—Pero habló con usted, ¿verdad? —dijo con tono amable—. Y usted se formaría alguna opinión de ella, ¿no es cierto?.

—Sí —respondió Katherine pensativa—. Creo que sí.

—¿Y qué impresión sacó usted?.

—Por favor, mademoiselle —el comisario se inclinó hacia la joven—, díganos usted la impresión que le produjo.

Katherine se tomó su tiempo para reflexionar. Le repugnaba traicionar una confidencia, pero con la horrible palabra «asesinato» resonando en sus oídos no se atrevió a ocultar nada. Muchas cosas podían depender de ello. Asique repitió lo mejor que pudo la conversación que mantuvo con la mujer muerta.

—Muy interesante —comentó el comisario mirando al detective—. ¿Verdad, monsieur Poirot, que es muy interesante?. Tenga o no algo que ver con el crimen... —Dejó la frase sin terminar.

—No creo que se trate de un suicidio —insinuó Katherine con un tono de duda.

—No, no se trata de un suicidio. La estrangularon con un cordón de seda negro.

—¡Qué horror! —exclamó Katherine.

Monsieur Caux abrió los brazos en un gesto de disculpa.

—No es algo agradable. Creo que nuestros ladrones de trenes son mucho más brutales que los de su país.

—¡Es horrible!.

—Sí, sí. —El comisario se mostraba conciliador—. Pero es usted una mujer valerosa, mademoiselle. Al verla me dije: «Mademoiselle es muy valiente.» Por eso voy a pedirle que haga algo más, algo desagradable pero que es muy necesario.

Katherine le miró con recelo.

Él extendió las manos a modo de disculpa.

—Le voy a pedir a usted, mademoiselle, que tenga la bondad de acompañarme al compartimiento contiguo.

—¿Tengo que hacerlo? —preguntó en voz baja Katherine.

—Es necesario identificarla —explicó el comisario—, y como su doncella ha desaparecido... —tosió significativamente—. Usted es la persona que la vio más tiempo desde que ella subió al tren.

—Bien —murmuró Katherine—, si es necesario...

Se puso de pie. Poirot hizo un gesto de aprobación.

—Mademoiselle es muy comprensiva. ¿Puedo acompañarles a ustedes, monsieur Caux?.

—Desde luego, monsieur Poirot.

Salieron al pasillo y el comisario abrió la puerta del compartimiento ocupado por la mujer asesinada. Las cortinas de las ventanillas estaban medio levantadas, para dejar entrar algo de luz. El cadáver estaba en la litera que quedaba a la iz-quierda, en una postura tan natural que parecía estar durmiendo. La ropa de cama la cubría y la cabeza estaba vuelta hacia la pared, de forma que sólo se veían unos rizos color caoba. Con mucha delicadeza, monsieur Caux apoyó una mano en el hombro de la mujer y movió el cuerpo hasta que el rostro quedó a la vista.

Katherine se tambaleó ligeramente y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Un fuerte golpe había desfigurado de tal modo las facciones de la muerta que hacía imposible la identificación. Poirot soltó una fuerte exclamación.

—¿Cuándo le hicieron eso? —preguntó—. ¿Antes o después de su muerte?.

—El forense dice que después —contestó monsieur Caux.

—¡Qué cosa más rara! —murmuró Poirot que frunció el entrecejo. Se volvió hacia Katherine y añadió—: Sea usted valiente, mademoiselle; mírela detenidamente. ¿Está segura de que ésta es la mujer con la que habló ayer en el tren?.

Katherine poseía unos nervios excelentes. Observó durante un buen rato y con mucha atención la figura acostada. Luego, se adelantó y cogió una mano de la muerta.

—Estoy completamente segura —afirmó al fin—. El rostro está demasiado desfigurado para reconocerlo; pero la forma, el porte y los cabellos son los mismos; además, me fijé en esto —indicó una pequeña verruga en la muñeca de la muerta— mientras hablaba con ella.

Bon —dijo Poirot—. Es usted una excelente testigo, mademoiselle. No cabe la menor duda acerca de su identidad, pero de todas maneras es extraño.

Se inclinó, perplejo, sobre la mujer.

Monsieur Caux se encogió de hombros:

—Sin duda, el asesino lo hizo en un acceso de rabia —opinó.

—Si la hubiese matado a golpes, sería comprensible —musitó Poirot—; pero el hombre que la estranguló lo hizo por detrás y la cogió desprevenida. Un ligero grito, un gorgoteo, es todo lo más que se pudo oír y, sin embargo, después la golpeó brutalmente en el rostro. ¿Por qué?. ¿Acaso creía que así sería imposible identificarla?. ¿O bien la odiaba tanto que no pudo resistir la tentación de desfigurarle la cara después de muerta?.

Katherine se estremeció y el detective se volvió hacia ella con amabilidad.

—No debe usted afligirse, mademoiselle. Para usted todo esto es muy nuevo y terrible. Para mí es una vieja historia. Les pido a los dos que me disculpen un momento.

Ambos permanecieron junto a la puerta, y le miraron mientras él hacía una rápida inspección del compartimiento. Se fijó en los vestidos de la mujer muerta, cuidadosamente doblados a los pies de la litera, en el abrigo de piel colgado de una percha y en el sombrerito de laca roja en la red de equipajes. Luego entró en el compartimiento contiguo, donde Katherine viera sentada a la doncella. Aquí no habían hecho la cama. Había tres o cuatro mantas amontonadas sobre el asiento, una caja de sombreros y un par de maletas. De pronto, Poirot se volvió hacia Katherine.

—Usted estuvo ayer aquí. ¿Encuentra algo cambiado?. ¿Falta alguna cosa?.

Katherine miró con atención los dos compartimientos.

—Sí, falta un neceser de tafilete rojo que llevaba las iniciales R.V.K. Parecía un maletín pequeño o un joyero grande. Cuando lo vi, la doncella lo tenía sobre las rodillas.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

—Seguramente... —añadió Katherine—... claro está que yo no sé nada de estas cosas, pero parece muy claro que, si la doncella y las joyas han desaparecido...

—¿Quiere usted decir que la ladrona es la doncella? —preguntó el comisario—. No, mademoiselle, hay una muy buena razón en contra.

—¿Cuál es?.

—La doncella se quedó en París.

El comisario se volvió hacia Poirot.

—Estoy seguro de que le gustará escuchar la declaración del conductor —murmuró en un tono confidencial—. Es un relato muy interesante.

—Seguramente, a mademoiselle también le gustará oírlo —señaló Poirot—. Si usted no tiene inconveniente, monsieur le commisaire...

—No —accedió el comisario, aunque se veía claramente que le contrariaba muchísimo—, si usted lo desea, monsieur Poirot. ¿Ha terminado aquí?.

—Sí, pero espere un instante.

Había estado registrando las mantas y ahora se llevó una junto a la ventanilla y la examinó. Con gran cuidado, cogió algo con los dedos.

—¿Qué es? —preguntó monsieur Caux con viveza.

—Cuatro cabellos rojizos. —Se acercó al cadáver—. Sí, son de la cabeza de madame.

—¿Y qué?. ¿Cree usted que son importantes?.

Poirot dejó la manta sobre el asiento.

—¿Qué es importante y qué no lo es?. No se puede saber a estas alturas. Pero hemos de fijarnos en los menores detalles.

Volvieron al primer compartimiento y, a los pocos instantes, llegó el conductor para ser interrogado.

—Se llama usted Pierre Michel, ¿verdad? —preguntó el comisario.

—Sí, señor comisario.

—Le ruego que repita usted a este caballero lo que me ha contado respecto a lo ocurrido en la estación de París.

—Muy bien, señor comisario. Al poco rato de salir de la Gare de Lyon, entré a preparar las camas pensando que la señora estaría en el vagón restaurante, pero ella tenía una cesta con viandas en el compartimiento. Me dijo que se había visto obligada a dejar a su doncella en París y que, por lo tanto, sólo tenía que hacer una cama. Cogió la cesta y entró en el otro compartimiento y esperó allí mientras yo preparaba la cama. Después me dijo que no la despertase temprano porque le gustaba dormir hasta muy tarde.

—¿Entró usted en el compartimiento contiguo?.

—No, señor.

—¿Entonces no tuvo ocasión de ver si entre el equipaje había un neceser de tafilete rojo?.

—No, señor.

—¿Hubiera sido posible que un hombre estuviera escondido en el otro compartimiento?.

El conductor reflexionó.

—La puerta estaba entreabierta. Si un hombre hubiese estado escondido detrás de ella, yo no hubiese podido verlo, pero, desde luego, lo hubiese visto la señora cuando entrara allí.

—Bien —asintió Poirot—, ¿puede usted decirnos algo más?.

—Creo que eso es todo, monsieur. No recuerdo nada más.

—¿Y esta mañana? —preguntó Poirot.

—Como había ordenado la señora, no la molesté. No fue hasta un poco antes de Cannes que me decidí a llamar a la puerta. Al no recibir respuesta, la abrí. La señora parecía estar durmiendo. La toqué en el hombro para despertarla y en-tonces...

—Sí, entonces descubrió usted lo que había ocurrido —le interrumpió Poirot—. Tres bien. Creo que ya sé todo lo que me interesaba.

—Espero, señor comisario —rogó el conductor—, que no considere que yo haya cometido alguna negligencia. Es horrible que haya ocurrido una cosa así en el Tren Azul.

—Tranquilícese —dijo el comisario—, se hará todo lo posible para que el suceso no trascienda, aunque sólo sea en interés de la justicia. No, no creo que haya usted cometido ninguna negligencia.

—¿Tendrá usted la bondad, señor comisario, de decírselo a la Compañía?.

—Desde luego, desde luego —accedió impacientemente monsieur Caux..

El conductor se retiró.

—Según el informe del forense —explicó el comisario—, la mujer fue asesinada antes de que el tren llegara a Lyon. ¿Quién fue el asesino?. Por el relato de mademoiselle se desprende que pensaba reunirse durante el viaje con el hombre que mencionó. El hecho de dejar a su doncella en París parece confirmarlo. ¿Subió ese hombre al tren en París y ella lo escondió en el compartimiento contiguo?. Si fue así, quizá se pelearan y él la matara en un acceso de cólera. Ésta es una posibilidad. La otra, a mi juicio la más lógica, es que el asesino fue un ladrón de trenes vulgar que, sin ser visto por el conductor, entró en el compartimiento, la mató y se fue con el neceser rojo, que seguramente contenía joyas de gran valor. Lo más probable es que abandonara el tren en Lyon. Ya hemos telegrafiado allí, por si alguien le vio apearse.

—Tal vez vino hasta Niza —sugirió Poirot.

—Es posible —dijo el comisario—, pero eso sería algo muy arriesgado.

El detective guardó silencio durante unos momentos y al fin dijo:

—Entonces, si eso es así, ¿usted cree que el hombre es un vulgar ladrón de trenes?.

El comisario se encogió de hombros.

—Depende. Primero hemos de encontrar a la doncella. Es posible que ella tenga en su poder el neceser rojo. De ser así, el hombre que la difunta le mencionó a mademoiselle estaría mezclado en el asunto y lo transformaría en un crimen pa-sional. De todas maneras, yo creo que la solución del ladrón de trenes es la más plausible. Esos bandidos son cada vez más audaces.

Poirot miró a Katherine.

—Y usted, mademoiselle, ¿vio u oyó algo durante la noche?.

—No —contestó ella.

Poirot se volvió hacia el comisario.

—Creo que no hay necesidad de entretener más a mademoiselle.

El comisario asintió.

—¿Tiene usted la bondad de dejarnos su dirección?.

Katherine le dio el nombre de la villa de lady Tamplin.

Poirot le hizo una ligera reverencia.

—¿Me permitirá usted verla de nuevo, mademoiselle? —preguntó—. ¿O tiene usted tantos amigos que no la dejarán ni un momento libre?.

—Al contrario —contestó Katherine—, dispondré de mucho tiempo y tendré mucho gusto en volver a verle.

—Excelente —exclamó Poirot que asintió complacido—. Será un román policier á nous. Investigaremos juntos el caso.

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