Capítulo XXVIII



Poirot actúa como una ardilla

Poirot se dirigió a la cita con tres cuartos de hora de anticipación. Tenía una razón para esto. En lugar de ir directamente a Montecarlo, el coche le llevó a casa de lady Tamplin, en Cap Martin, donde preguntó por miss Grey. Las señoras se estaban vistiendo y le hicieron pasar a un saloncito. Después de una espera de tres o cuatro minutos, entró Lenox Tamplin.

—Katherine todavía no está arreglada —dijo—. ¿Quiere que le dé yo el recado o prefiere usted esperarla?.

El detective la miró pensativo. Tardó un poco en contestar a la pregunta, como si algo muy importante dependiera de su decisión. Aparentemente la respuesta a la sencilla pregunta tenía su importancia.

—No —contestó finalmente—. No creo que sea necesario esperar a mademoiselle Katherine. Quizá será mejor no verla. Ciertas cosas a veces son difíciles.

Lenox aguardó cortésmente con las cejas enarcadas.

—Traigo una noticia —dijo Poirot—. Quizá quiera usted decírselo a su amiga. Esta noche han arrestado a Mr. Kettering como presunto asesino de su esposa.

—¿Y quiere usted que yo le diga eso a Katherine? —pregunto Lenox. Comenzó a respirar agitadamente como si hubiera estado corriendo. Poirot vio como su rostro se ponía pálido y tenso.

—Por favor, mademoiselle.

—¿Por qué?. ¿Cree usted que Katherine se mostrará trastornada?. ¿Cree usted que a ella le importará?.

—No lo sé, mademoiselle. Lo reconozco, pero yo que casi siempre lo sé todo, no sé lo que puede pasar. Quizá esté usted más enterada que yo.

—Sí, lo estoy, pero de todos modos no se lo diré. —Calló durante un momento con el entrecejo fruncido—. ¿Cree usted que el lo hizo? —preguntó bruscamente.

Poirot se encogió de hombros.

—La policía lo cree.

—¡Ah!, esquiva usted la respuesta, ¿verdad? Entonces hay algo que no está claro.

Una vez más calló preocupada. Poirot dijo amablemente:

—Hace muchos años que conoce usted a Derek Kettering, ¿verdad?.

—Desde niña —respondió Lennox con voz ronca.

Poirot asintió varias veces sin decir nada.

Con uno de sus típicos movimientos bruscos, Lenox acercó una silla y se sentó con los codos sobre la mesa y la cara apoyada en las manos. En esta posición, miró directamente al detective.

—¿En qué se fundan para detenerlo? —preguntó con un tono enérgico—. Supongo que el motivo. Probablemente hereda su fortuna.

—Hereda dos millones.

—¿Y si ella no hubiera muerto, se habría arruinado?.

—Sí.

—Pero tiene que haber algo más que eso —insistió Lenox—. Viajaba en el mismo tren que ella, lo sé, pero tampoco es motivo suficiente para acusarlo.

—En el compartimiento de Mrs. Kettering se encontró una pitillera con la inicial «K» que no era de ella, y dos personas le vieron entrar y salir del compartimiento poco antes de llegar a Lyon.

—¿Quiénes son esas dos personas?.

—Una de ellas es su amiga, miss Grey. La otra es mademoiselle Mirelle, la bailarina.

—Y Derek, ¿qué ha dicho al respecto? —preguntó Lennox tajante.

—Niega haber entrado en el compartimiento de su esposa.

—¡Qué tonto! —afirmó Lenox que frunció el entrecejo—. ¿Antes de llegar a Lyon dice usted?. ¿Sabe alguien a qué hora se cometió el crimen?.

—El dictamen de los forenses no es, lógicamente, muy preciso, pero creen que la muerte ocurrió poco antes de llegar a Lyon. Y también sabemos que Mrs.Kettering estaba muerta al salir el tren de Lyon.

—¿Cómo lo sabe usted?.

Poirot esbozó una extraña sonrisa.

—Porque otra persona entró en el compartimiento y la encontró muerta.

—¿Y no dio la señal de alarma?.

—No.

—¿Por qué?.

—Sin duda, tuvo sus razones para hacerlo.

La muchacha le dirigió una mirada penetrante.

—¿Conoce usted esas razones?.

—Creo que sí.

Lenox continuó dándole vueltas a las cosas en su cabeza. Poirot la observaba en silencio. Finalmente, la muchacha alzó la mirada. Una nota de color había aparecido en sus mejillas y le brillaban los ojos.

—Usted cree que la mató alguna persona que viajaba en el tren y, sin embargo, quizá no haya sido así. ¿Qué le impediría a cualquiera subirse al tren cuando se detuvo en Lyon?. Ese alguien pudo perfectamente entrar en el compartimiento de Mrs. Kettering, estrangularla, apoderarse de los rubíes y apearse del tren sin que nadie se diera cuenta. Tal vez la asesinaron mientras el tren estaba en la estación de Lyon. Entonces hubiera estado viva cuando Derek entró y muerta cuando la otra persona la encontró.

Poirot se recostó en la silla. Inspiró con fuerza. Miró a la muchacha y entonces asintió tres veces. Entonces exhaló un suspiro.

—Mademoiselle, lo que acaba de decir es muy exacto, muy cierto.. Yo estaba a oscuras y usted me ha hecho ver la luz. Había una cosa que me intrigaba y usted acaba de aclarármela.

Se puso de pie.

—¿Y Derek? —preguntó Lenox.

—¡Quién sabe! —dijo Poirot, encogiéndose de hombros—. Pero le diré una cosa, mademoiselle: no estoy satisfecho. ¡No! Yo, Hercule Poirot, no estoy satisfecho. Tal vez esta misma noche me entere de algo más. Es decir, por lo menos, lo in-tentaré.

—¿Tiene usted alguna cita?.

—Sí.

—¿Con alguien que sabe algo?.

—Con alguien que quizá sepa algo. En estos casos, no se puede dejar de remover ni una sola piedra. Au revoir, mademoiselle.

Lenox le acompañó hasta la puerta.

—¿Le he... ayudado?.

El rostro de Poirot se dulcificó al mirar a la muchacha, que estaba unos escalones más arriba.

—Sí, mademoiselle, me ha ayudado usted mucho. Recuérdelo siempre así si las cosas se ponen muy negras.

Cuando el coche se puso en marcha, Poirot se sumergió en sus pensamientos, pero en sus ojos brillaba una luz verde, que era la precursora del triunfo.

Llegó a la cita con unos minutos de retraso y se encontró con que Mr. Papopolous y su hija habían llegado ya. Se deshizo en excusas y se superó a sí mismo en cortesías y pequeñas atenciones. Esta noche, el aspecto del griego era más benigno y noble que nunca. Parecía un pesaroso patriarca de vida irreprochable. Zia estaba hermosísima y de excelente humor.

La cena fue deliciosa. Poirot se mostró como el anfitrión ideal. Relató anécdotas, contó chistes y colmó de piropos a Zia Papopolous, y les reveló numerosos episodios interesantes de su carrera. El menú fue selecto y los vinos excelentes.

Al final de la cena, Mr. Papopolous preguntó cortésmente:

—¿Y el informe que le di?. ¿Ha hecho una pequeña apuesta por el caballo?.

—Estoy en comunicación con mi corredor de apuestas —replicó Poirot.

Las miradas de ambos hombres se cruzaron.

—Un caballo muy conocido, ¿verdad?.

—No, es lo que los ingleses llaman un caballo sorpresa.

—¡Ah! —exclamó pensativo Papopolous.

—Ahora podemos ir a tentar un poco la suerte en la ruleta —sugirió Poirot alegremente.

Una vez en el Casino, el grupo se separó. Papopolous se fue a dar una vuelta por las salas y Poirot se dedicó por entero a Zia.

El detective no estuvo afortunado, pero Zia tuvo una buena racha y en unos pocos minutos ganó algunos miles de francos.

—Creo que lo mejor será que me retire ahora —le comentó a Poirot con un tono seco.

Los ojos de Poirot brillaron.

—¡Magnífico! —exclamó—. Es usted digna hija de su padre, mademoiselle Zia. Sabe usted retirarse a tiempo. ¡Ah! Ése es un verdadero arte.

Echó una ojeada a su alrededor.

—No veo a su padre por ningún sitio —dijo despreocupado—. Iré a buscar su abrigo y pasearemos por los jardines.

Sin embargo, no fue directamente al guardarropa. Estaba ansioso por saber qué había sido del taimado griego. De pronto lo vio en el enorme vestíbulo. Estaba junto a una de las columnas y hablaba con una dama que acababa de llegar. Era Mirelle.

Poirot rodeó el vestíbulo con mucha discreción. Llegó al otro lado de la columna sin que los otros dos lo advirtieran. El griego y la bailarina hablaban animadamente. Mejor dicho, la que hablaba era Mirelle y el griego contribuía con algún que otro monosílabo y numerosos gestos expresivos.

—Necesito tiempo —decía ella—. Si me da usted tiempo, reuniré el dinero.

—Esperar —el griego se encogió de hombros— es desagradable.

—¡Será muy poco tiempo! —rogó Mirelle—. Usted puede esperar. Una semana, diez días, es lo único que pido. Puede estar tranquilo. Recibirá el dinero.

Papopolous, se movió un poco, volvió la cabeza inquieto y se encontró con Poirot que le miraba con una expresión inocente.

—¡Ah!. Vous voilá, monsieur Papopolous. Le he estado buscando. ¿Permite usted que lleve a mademoiselle Zia a dar una vuelta por los jardines?. Buenas noches, mademoiselle —Saludó a Mirelle con una profunda reverencia—. Perdone que no la haya saludado antes, pero no la había visto.

La bailarina aceptó el saludo y la disculpa con impaciencia. Saltaba a la vista que le había contrariado la interrupción de su tête-à-tête. Poirot advirtió la indirecta. Papopolous había dado ya su consentimiento y Poirot los dejó solos, recogió el abrigo de Zia y salieron a los jardines.

—Aquí es donde se suicidan —comentó ella.

Poirot se encogió de hombros.

—Así dicen. Los hombres son tontos, ¿verdad,mademoiselle?. Comer, beber, respirar el aire puro, son cosas agradabilísimas, mademoiselle. Por lo tanto, es una locura dejar todo esto simplemente por no tener dinero... o porque el corazón sufre. L'amour causa muchas fatalidades, ¿no es así?.

Zia se echó a reír.

—No se ría usted del amor, mademoiselle —prosiguió Poirot, que levantó el índice y lo movió con energía—. ¡Es usted aún muy joven y muy bonita!.

—Bonita, tal vez, pero no olvide que tengo ya treinta y tres años, monsieur Poirot. Soy franca con usted porque no puedo hacer otra cosa. Como usted le dijo a mi padre, hace exactamente diecisiete años que nos prestó ayuda usted en París.

—Sin embargo, al mirarla me parece mucho menos tiempo —le dijo Poirot galante—. Entonces era casi como es ahora, mademoiselle, un poco más delgada un poco más pálida y un poco más seria. Tenía dieciséis años y acababa de salir del pensionado. No era ya la petite pensionnaire, ni tampoco toda una mujer. Usted era deliciosa, muy encantadora, mademoiselle Zia, y sin duda otros también lo pensaban.

—A los dieciséis años una es crédula y un poco tonta.

—Puede ser -convino Poirot—. Sí, puede ser. A los dieciséis años, uno es muy crédulo y confiado. Uno se cree lo que le dicen..

Si notó la fugaz mirada de reojo que le dirigió la joven, no lo demostró. Añadió en un tono soñador.

—Aquel fue un asunto muy curioso. Su padre nunca comprendió la verdad.

—¿No?.

—Cuando me pidió detalles, explicaciones, le dije lo siguiente: «Sin ningún escándalo, le he devuelto aquello que se había perdido. No debe hacer preguntas.» ¿Sabe usted, mademoiselle, por qué le dije eso?.

—No tengo la menor idea —contestó ella con frialdad.

—Fue porque en mi corazón un rincón de ternura por una pequeña pensionnaire tan pálida, tan delgada y tan seria.

—No comprendo lo que dice —gritó Zia enojada.

—¿De veras, mademoiselle?. Ha olvidado a Antonio Pirezzio?.

Oyó el gemido ahogado de la joven.

—Vino a trabajar como ayudante a la tienda de su padre, pero así no se podía conseguir lo que quería. Un ayudante puede poner los ojos en la hija de su patrón, ¿verdad?. Si se es joven, guapo y locuaz, y como no podían hacer el amor todo el tiempo, había momentos en que charlaban de cosas que les interesaban a los dos, como aquella cosa que estaba temporalmente en posesión de Mr. Papopolous. Y porque, como ha dicho usted antes, los jóvenes son crédulos y tontos, fue fácil creerle y dejarle ver aquella cosa, mostrarle el lugar donde se ocultaba. Y después, cuando aquello desapareció, cuando sobrevino la increíble catástrofe... ¡Ay, la pobre y pequeña pensionnaire!. ¿En que espantosa situación se encontró? La pobrecilla estaba aterrorizada. ¿Contaría la verdad o no?. Y entonces fue cuando entró en escena aquella excelente persona, Hercule Poirot. Fue un verdadero milagro ver como las cosas se arreglaban solas. El valiosísimo objeto fue recuperado y no se hizo ninguna pregunta inconveniente.

Zia se volvió hacia el detective furiosa.

—¿Lo supo usted desde un principio?. ¿Quién se lo dijo?. ¿Fue... fue Antonio?.

Poirot meneó la cabeza.

—Nadie me lo dijo —contestó en voz baja—. Lo adiviné yo. Soy muy bueno adivinando, mademoiselle. Si uno no es bueno en el juego de las adivinanzas, lo mejor es no hacerse detective.

Durante un rato, la joven caminó en silencio. Al fin, dijo con voz dura:

—Bien, ¿qué piensa hacer al respecto?. ¿Se lo dirá a mi padre?.

—No —respondió Poirot tajante—. De ninguna manera.

Ella le miró intrigada.

—¿Quiere algo de mí?.

—Quiero su ayuda, mademoiselle.

—¿Por qué cree que yo puedo ayudarle?.

—No es que lo crea, sólo lo deseo.

—Y sino le ayudo, ¿entonces se lo contará a mi padre?.

—¡No, eso sí que no!. Deseche semejante idea, mademoiselle; yo no soy un chantajista. No le he recordado su secreto para amenazarla con él.

—¿Y si rehuso ayudarle? —empezó a decir lentamente la joven.

—Pues rehuse y asunto concluido.

—Entonces ¿por qué...? —se interrumpió.

—Escuche y le diré el porqué. Las mujeres, mademoiselle, son generosas. Si pueden hacer un favor a quien le ha hecho otro, lo hacen. Yo fui generoso con usted en una ocasión, mademoiselle. Cuando podía hablar, contuve la lengua.

Hubo un corto silencio. La joven dijo después:

—El otro día mi padre le dio una pista.

—Sí, fue muy amable por su parte.

—No creo —dijo Zia con voz muy pausada— que yo pueda añadir algo más.

Si Poirot se sintió decepcionado, no lo demostró. Su rostro permaneció impasible.

Eh bien! —dijo risueño—, entonces hablemos de otras cosas.

Y empezó a charlar alegremente. Sin embargo, la joven estaba distraída, sus respuestas eran automáticas y no siempre de acuerdo con las preguntas. Cuando se acercaban otra vez al Casino, ella pareció tomar una decisión.

—Monsieur Poirot...

—¿Sí, mademoiselle?.

—Me gustaría ayudarle si pudiese.

—Es usted muy amable, mademoiselle, muy amable.

Hubo una pausa. Poirot no la apremió. Estaba satisfecho con esperar y que ella se tomara su tiempo.

—Al fin y al cabo —dijo Zia—, ¿por qué no se lo he de decir a usted?. Mi padre es cauto, siempre es cauto en todo lo que dice. Pero sé que con usted no es necesario. Usted nos ha dicho que sólo le interesa el asesinato y que las joyas no le importan. Yo le creo. Estaba usted en lo cierto al suponer que vinimos a Niza por los rubíes. Tenían que entregarlos aquí de acuerdo con el plan. Ahora están en poder de mi padre. El otro día le dio a usted una pista sobre quien era nuestro misterioso cliente.

—¿El Marqués? —murmuró Poirot gravemente.

—Sí, el Marqués.

—¿Lo ha visto usted alguna vez, mademoiselle?.

—Una, pero no muy bien —contestó la muchacha—. Lo vi a través del ojo de la cerradura.

—Eso siempre presenta dificultades —reconoció Poirot comprensivo—, pero, de todas maneras, usted lo vio. ¿Lo reconocería ahora?.

Ella meneó la cabeza.

—Llevaba antifaz.

—¿Era joven o viejo?.

—Tenía el cabello blanco, pero bien podía ser una peluca, o quizá no porque le quedaba muy bien. Yo no creo que sea viejo, porque andaba como un joven y su voz también lo era.

—¿Su voz? —dijo Poirot pensativo—. ¡Ah, su voz!. ¿La reconocería usted si la oyese de nuevo, mademoiselle Zia?.

—Quizá —contestó la joven.

—Le interesaba ese hombre, ¿verdad?. ¿Fue por eso que lo espió?.

—Sí, sí. Sentía curiosidad. ¡Había oído hablar tanto de él!. No es un ladrón vulgar, sino más bien una figura de leyenda o romántica.

—Y puede que así sea —dijo Poirot pensativo.

—Pero no es eso lo que quería decirle —afirmó Zia—, sino de otro pequeño detalle que creo de gran interés para usted.

—¿Sí? —la animó Poirot.

—Ya le he dicho que los rubíes se los entregaron a mi padre aquí en Niza. Yo no vi a la persona que los trajo, pero...

-¿Si?.

—Sé una cosa. Era una mujer.

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