Capítulo V



Un hombre útil

Rufus Van Aldin había terminado su frugal desayuno, compuesto de café y tostadas, que era lo que tomaba siempre, cuando Knighton entró en la habitación.

—Mr. Goby está abajo, señor. Desea verle.

El millonario miró el reloj. Eran las nueve y media.

—Bien; que suba.

Poco después entraba Mr. Goby en el salón. Era un hombre menudo, mayor, mal vestido, cuya mirada iba de un lado a otro sin detenerse nunca en su interlocutor.

—Buenos días, Goby —saludó el millonario—. Siéntese.

—Gracias, Mr. Van Aldin.

Goby se sentó con las manos sobre las rodillas y clavó su mirada en el radiador de la calefacción.

—Tengo un trabajo para usted.

—Muy bien, Mr. Van Aldin.

—Como usted sabe seguramente, mi hija está casada con el honorable Derek Kettering.

Mr. Goby transfirió su mirada del radiador al cajón izquierdo de la mesa escritorio, a la vez que se permitía una humilde sonrisa. Goby estaba enterado de infinidad de cosas, pero le disgustaba confesarlo.

—Por consejo mío, mi hija va a presentar una demanda de divorcio. Eso, desde luego, es asunto de un abogado; pero, por motivos particulares, quiero la más amplia y completa información posible...

Mr. Goby contempló el techo y murmuró:

—¿De la vida de Mr. Kettering?.

—Eso es.

—Muy bien, Mr. Van Aldin.

Goby se puso de pie.

—¿Cuándo la tendrá usted lista? —preguntó el millonario.

—¿Le corre a usted prisa, señor?. Por supuesto que sí.

Goby sonrió comprensivo a la chimenea.

—¿Le parece a usted bien esta tarde a las dos?.

—Perfectamente. Buenos días, Goby.

—Buenos días, señor.

—Ése es un hombre muy útil —le comentó Van Aldin a su secretario, que había entrado al salir Goby—. En su especialidad es un as.

—¿Y qué especialidad es la suya?.

—La información. Dele veinticuatro horas y le pondrá al corriente de la vida privada del arzobispo de Canterbury.

—Un sujeto útilísimo —corroboró Knighton con una sonrisa.

—Su ayuda me ha sido valiosísima en un par de ocasiones —explicó Van Aldin—. Ahora, Knighton, a trabajar.

En las horas que siguieron, despachó rápidamente una gran cantidad de asuntos. Eran las doce y media cuando sonó el teléfono. Knighton se puso al aparato e informó a su jefe de que Mr. Kettering estaba abajo. El secretario miró a Van Aldin, que asintió.

—Dígale a Mr. Kettering que tenga la bondad de subir.

El secretario recogió los papeles y salió. Al llegar a la puerta, se cruzó con el visitante y Derek Kettering le cedió el paso, después entró y cerró la puerta.

—Buenos días, señor. Me han dicho que tenía usted muchas ganas de verme.

La voz suave, con un leve tono irónico, despertó los recuerdos de Van Aldin. Era una voz que tenía encanto, siempre lo había tenido. Miró fijamente a su yerno. Derek Kettering tenía treinta y cuatro años y un cuerpo atlético. Su rostro moreno y afilado conservaba incluso ahora un aire juvenil.

—Siéntese —dijo Van Aldin.

Kettering se dejó caer en un sillón y miró a su suegro con una expresión de divertida tolerancia.

—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, señor —contestó amablemente—. Casi dos años. ¿Ha visto usted a Ruth?.

—Sí, la vi ayer noche.

—Está muy guapa, ¿verdad? —preguntó el otro tranquilamente.

—No creo que tenga usted muchas oportunidades de comprobarlo —replicó el millonario con sequedad.

Derek Kettering enarcó las cejas.

—Algunas veces nos encontramos en el mismo cabaret —dijo indolente.

—No pienso andarme por las ramas —manifestó Van Aldin—. Le he aconsejado a Ruth que presente una demanda de divorcio.

Derek Kettering no pareció conmoverse.

—¡Qué drástico! —murmuró—. ¿Me permite usted fumar?.

Encendió un cigarrillo y lanzó una bocanada de humo.

—¿Y Ruth qué dice? —preguntó despreocupado.

—Ruth está dispuesta a seguir mi consejo.

—¿De veras?.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir? —pregunta Van Aldin con viveza.

Kettering sacudió en la chimenea la ceniza de su cigarrillo.

—Creo que comete una gran equivocación —explicó en el mismo tono.

—Eso será desde su punto de vista —afirmó Van Aldin con severidad.

—No personalicemos. No pienso en mí ahora, sino en Ruth. Como usted debe de saber ya, mi pobre viejo no puede durar mucho, según afirman todos los médicos. Que Ruth tenga un poquito de paciencia y, dentro de un par de años, yo seré lord Leconbury y ella la señora de Leconbury, que, al fin y al cabo, fue por lo que se casó conmigo.

—No toleraré sus malditas insolencias —dijo Van Aldin.

Derek Kettering le sonrió impertérrito.

—Estoy de acuerdo con usted en que eso de los títulos es una cosa pasada de moda. Sin embargo, Leconbury es una magnífica finca y, después de todo, somos una de las familias más antiguas de Inglaterra. Si Ruth se divorcia, sería muy desagradable para ella enterarse de que otra mujer reina en Leconbury en su lugar.

—Le estoy hablando a usted en serio, joven —dijo Van Aldin.

—Yo también —respondió Kettering—. Reconozco que estoy casi en la ruina, y que si Ruth se divorcia de mí me pondrá en un verdadero aprieto. Si ha podido esperar durante diez años, ¿por qué no esperar un poco más?. Le doy a usted mi palabra de honor de que el viejo no puede durar más de dieciocho meses y, como le dije antes, es una verdadera lástima que Ruth no consiga lo que deseaba al casarse conmigo.

—¿Insinúa, acaso, que mi hija se casó con usted por su título y posición?.

Derek Kettering se rió con una risa que no tenía nada de divertida.

—Supongo que no creerá usted que fue un casamiento por amor, ¿verdad?.

—Lo que sé es que en París, hace diez años, hablaba usted de una manera muy distinta.

—¿De veras?. Es posible. Ruth era entonces muy hermosa, algo así como un ángel o una santa que hubiese descendido del altar de una iglesia. Entonces yo tenía muy buenos propósitos; pensaba emprender una nueva vida, vivir en mi hogar de acuerdo con las tradiciones inglesas, con una hermosa esposa que me amase —se rió de nuevo, esta vez más amargamente—. Supongo que usted no me creerá.

—No tengo la menor duda de que usted se casó con Ruth por su dinero —señaló fríamente Van Aldin.

—¿Y ella, en cambio, se casó conmigo por amor? —preguntó el otro con ironía.

—Desde luego —afirmó el millonario.

Derek Kettering le miró unos momentos y, al fin, asintió pensativo:

—Veo que está usted convencido de eso. Pero le aseguro, querido suegro, que me desengañé muy rápidamente.

—No sé adonde quiere usted ir a parar, ni me interesa —dijo Van Aldin—. Lo que sí sé es que ha tratado usted a Ruth de una manera ignominiosa.

—Sí, es verdad —admitió Kettering con despreocupación—; pero ella es dura. Es hija suya. Bajo su dulce aspecto, es dura como el granito. A usted siempre lo han tenido por un hombre duro. Pero ella lo es más todavía. Después de todo, usted quiere a alguien más que a usted mismo. Ruth nunca ha querido ni querrá a nadie.

—Ya es suficiente —manifestó Van Aldin—. Si le he llamado, ha sido para explicarle claramente lo que pienso hacer. Mi hija tiene derecho a ser feliz. Y recuerde esto: yo estoy detrás de ella.

Derek Kettering se puso de pie, tiró su cigarrillo y preguntó con voz muy tranquila:

—¿Me quiere usted explicar el significado de sus palabras?.

—Que será mucho mejor para usted que no intente defender su causa.

—¡Oh! —dijo Kettering—. ¿Es una amenaza?.

—Puede usted tomarlo como quiera.

Derek Kettering acercó una de las sillas a la mesa y se sentó frente al millonario.

—¿Y si a mí, por llevarles la contraria —comentó en voz baja—, se me ocurriera defenderme?.

Van Aldin se encogió de hombros.

—No sea tonto, no puede usted hacerlo. Consulte a su abogado y verá cómo le repite lo que yo le he dicho. Su conducta ha despertado las habladurías de todo Londres.

—Supongo que Ruth habrá montado un escándalo con la historia de Mirelle. Ha sido una verdadera tontería por su parte. Yo no me meto con sus amigos.

—¿Qué es lo que insinúa? —preguntó Van Aldin tajante.

Derek Kettering se echó a reír.

—Veo que no lo sabe usted todo, señor, y que está predispuesto contra mí.

Cogió el sombrero y el bastón y se dirigió hacia la puerta.

—No tengo por costumbre dar consejos —dijo antes de salir—, pero en este caso aconsejaría la más absoluta franqueza entre padre e hija.

Salió rápidamente de la habitación, cerrando la puerta en el momento en que el millonario se levantaba.

—¿Qué diablos habrá querido decir? —murmuró Van Aldin, mientras se dejaba caer otra vez en su sillón.

Su malestar volvía a ser más fuerte que nunca. En el fondo de todo aquello había algo que no había conseguido averiguar. El teléfono estaba a su lado; descolgó el receptor y pidió el número de la casa de su hija.

—¡Hola!. ¡Hola!. ¿Es Mayfair 81907?.

—¿Está Mrs. Kettering?.

—¿Ha salido a comer?. ¿Y a qué hora volverá?.

—¿No lo sabe?.

—No, no le diga nada.

Colgó el aparato con un ademán furioso.

A las dos de la tarde se paseaba nervioso por la habitación, esperando a Goby, que se presentó a las dos y diez.

—¿Qué hay? —preguntó el millonario.

Pero el pequeño Mr. Goby no parecía tener la menor prisa. Se sentó frente a la mesa, sacó una vieja libreta y empezó a leer con voz monótona. El millonario escuchaba con creciente interés. Goby terminó su lectura y se puso a mirar fija-mente la papelera.

—¡Aja! —dijo Van Aldin—. ¡Esto parece muy claro!. El asunto irá como una seda. La prueba del hotel es segura, ¿verdad?.

—A prueba de balas, señor —afirmó Goby, y miró malévolamente a un sillón dorado.

—Y su situación financiera malísima, ¿verdad?. Según dice usted, trata de conseguir un préstamo porque ha consumido ya todo el crédito a cuenta de la herencia paterna. En cuanto se divulgue la noticia de su divorcio no le va a ser posible conseguir un penique. Además, podemos adquirir sus letras y pagarés para apremiarlo. ¡Ya es nuestro, Goby, ya no se nos escapa!.

Pegó un fuerte puñetazo en la mesa. Su rostro estaba radiante.

—La información —dijo Mr. Goby con una voz fina— parece satisfactoria.

—Ahora tengo que ir a Curzon Street. Le estoy muy agradecido, Goby. Es usted un as.

Una pálida sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del hombrecillo.

—Gracias, Mr. Van Aldin, procuro hacerlo lo mejor que sé.

Van Aldin no fue directamente a Curzon Street. Se dirigió primero a la City, donde mantuvo dos entrevistas con resultado satisfactorio. Desde allí cogió el metro hasta Down Street. Mientras caminaba por Curzon Street, un hombre salió de la casa número 160, y echó a andar en su dirección. Por un instante, el millonario creyó que se trataba de Derek Kettering; la estatura y la corpulencia eran parecidas. Cuando por fin se encontraron frente a frente, comprobó que aquel hombre le era totalmente desconocido. No, no del todo desconocido. Aquel rostro le recordaba algo asociado con un episodio muy desagradable. Trató de precisar el recuerdo, pero no pudo conseguirlo. Entró en la casa moviendo furiosamente la cabeza. Le irritaba no poder acordarse de quién era aquel hombre.

Ruth Kettering le estaba esperando. Al verle, salió a su encuentro para besarle.

—Hola, papá, ¿cómo van las cosas?.

—Muy bien —dijo Van Aldin—; pero tengo que decirte unas palabras.

El millonario notó el ligero e imperceptible cambio: la alegría de antes fue reemplazada por una actitud astuta y alerta. La joven se sentó en un amplio sillón.

—Bueno, papá, ¿de qué se trata?.

—Esta mañana he visto a tu marido.

—¿Has visto a Derek?.

—Sí. Me soltó un sinfín de insolencias, pero al marcharse ha dicho algo que no entendí. Que entre padre e hija debe existir la más completa franqueza. ¿Puedes explicarme qué quiso decir con eso?.

Mrs. Kettering se movió inquieta en su sillón.

—No lo sé, papá. ¿Cómo voy a saberlo?.

—Sí que lo sabes —replicó Van Aldin—. Tu marido me ha dado también a entender que si es verdad que él tiene sus amistades, nunca se ha metido para nada con las tuyas. ¿Qué quiso decir con eso?.

—No lo sé —repitió Ruth Kettering.

—Vamos a ver, Ruth; yo no quiero meterme en este asunto con los ojos cerrados y no estoy seguro de que tu marido no ponga trabas al divorcio. Ahora estoy casi convencido de que puede hacerlo. Tengo medios para hacerle callar, pero quiero saber si es necesario emplearlos. ¿Qué ha querido insinuar con eso de que tú tienes también tus amigos?.

Mrs. Kettering se encogió de hombros.

—Yo tengo infinidad de amigos —dijo titubeando—. No sé lo que habrá querido decir, te lo aseguro.

—¿De veras?.

Van Aldin hablaba ahora como lo haría con un adversario comercial.

—Te lo diré más claro. ¿Quién es el hombre?.

—¿Qué hombre?.

—Ese hombre al que se ha referido Derek. Alguien en particular que es amigo tuyo. No te enfades, Ruth, sé que no se trata de nada importante, pero debemos prevenirlo todo antes de presentarnos en el juzgado, pues pueden aprovecharse de cualquier cosa para enredar el asunto. Deseo saber quién es ese hombre y qué clase de amistad tienes con él.

Ruth no contestó; apretaba nerviosamente las manos mientras pensaba.

—Vamos, Ruth —insistió Van Aldin con dulzura—, no le tengas miedo a tu papaíto. Nunca ha sido severo contigo, ni siquiera aquella vez en París. —Se interrumpió atónito y exclamó—: ¡Ya lo tengo!. Sí, eso es —murmuró para sí mismo—: ¡Ya sé por qué me parecía recordar su rostro!.

—¿Qué estás diciendo, papá?. No te entiendo.

El millonario se acercó a ella y la cogió por la muñeca.

—Vamos a ver, Ruth. ¿Es que has vuelto a ver a aquel tipo?.

—¿Qué tipo?.

—Ese por quien tuvimos aquel disgusto hace diez años. Sabes muy bien a quién me refiero.

—¿Te refieres... —se detuvo un momento—... al conde de la Roche?.

—¡El conde de la Roche! —exclamó Van Aldin con ironía—. Te advertí que aquel hombre no era más que un estafador, pero ya habías caído en sus manos. ¡Bastante trabajo me costó arrancarte de sus garras!.

—Sí, lo hiciste —dijo Ruth agriamente—, y por eso me casé con Derek Kettering.

—Tú lo quisiste —afirmó Van Aldin vivamente.

Ella se encogió de hombros.

—Y tú —añadió lentamente el millonario— has continuado viéndole, ¡después de lo que te conté de él!. ¡Hoy mismo le he visto salir de esta casa!. Al venir me he tropezado con él, aunque de momento no pude reconocerlo.

Ruth Kettering había recobrado la serenidad.

—Te diré una cosa, papá. Estás muy equivocado respecto a Armand. Es decir, respecto al conde de la Roche. Ya sé que cometió en su juventud algunas locuras lamentables, él mismo me las ha contado, pero siempre me ha querido y, cuando tú nos separaste en París, destrozaste su corazón, y ahora...

Fue interrumpida por la indignada exclamación de su padre.

—¡Y tú te lo creíste!. ¡Tú, mi hija!. ¡Dios mío! —Levantó las manos al cielo—. ¡Parece mentira que las mujeres puedan ser tan tontas!.

Загрузка...