Capítulo VIII
Lady Tamplin escribe una carta
Bien —dijo lady Tamplin—. ¡Bien!. Dejó caer el Daily Mail y miró hacia las azules aguas del Mediterráneo. Una rama de dorada mimosa se inclinaba sobre su cabeza, creando el marco para un cuadro encantador. Lady Tamplin era una mujer rubia oro y ojos azules, con un salto de cama muy favorecedor. Que el oro de su cabellera y lo rosado de su cutis tenían una parte artificial se advertía enseguida, pero el azul de los ojos era un regalo de la naturaleza, y Lady Tamplin, a los cuarenta y cuatro años, todavía era una verdadera belleza.
A pesar de estar tan encantadora, lady Tamplin por una vez no pensaba en ella misma, lo que equivale a decir que no pensaba en su apariencia. Pensaba en asuntos muy serios.
Lady Tamplin era conocidísima en la Riviera y las fiestas que daba en Villa Marguerite tenían fama en toda la Costa Azul. Era una mujer de gran experiencia que se había casado cuatro veces. El primer matrimonio había sido una mera indiscreción, por lo que la hermosa dama casi nunca lo mencionaba. El marido tuvo la buena ocurrencia de morirse muy pronto, y la viuda se casó con un rico fabricante de botones. Éste también se marchó al otro mundo a los tres años de matrimonio, después de una noche de juerga con varios amigos. La siguió el vizconde Tamplin, que llevó a Rosalie a las altas esferas sociales en que ella deseaba reinar. Al casarse por cuarta vez, conservó el título. La cuarta boda fue por puro capricho. Charlie Evans era un joven guapísimo de veintisiete años, con unos modales encantadores, gran amante del deporte, que sabía apreciar debidamente cuanto hay de grato en la vida, pero que no poseía ni un céntimo. Lady Tamplin se sentía muy satisfecha y complacida con la vida en general, aunque a veces le preocupaba el dinero. El fabricante de botones había dejado a su viuda una considerable fortuna, pero, como decía lady Tamplin, «entre unas cosas y otras»... (Una de las cosas era la bajada de las acciones debido a la guerra y la otra las extravagancias de lord Tamplin). Disponía de dinero más que de sobra para vivir confortablemente, pero esto era poco satisfactorio para una mujer del temperamento de Rosalie Tamplin.
Por eso, en esta mañana de enero, abrió desmesuradamente los ojos al leer cierta noticia del periódico y lanzó aquella exclamación. En la terraza, la acompañaba únicamente su hija, la honorable Lenox Tamplin. Una hija como Lenox era una dolorosa espina clavada en el corazón de lady Tamplin. Una muchacha que no poseía el menor tacto social, que parecía más vieja que su madre y cuyo sarcástico humor era, como decía ésta, desesperante.
—Querida —dijo lady Tamplin—, fíjate en esto.
—¿De qué se trata?.
Lady Tamplin recogió el periódico, se lo tendió a su hija y le indicó con un dedo tembloroso el interesante artículo.
Lenox lo leyó sin ninguna de las muestras de emoción que revelaba su madre. Al terminar la lectura, se lo devolvió diciendo:
—¿Y qué? —preguntó ella—. Es una de esas cosas que ocurren frecuentemente. Viejas avaras que mueren en algún villorrio y dejan fortunas de millones a sus humildes servidores.
—Sí, querida, ya lo sé —dijo la madre—, y estoy también segura de que la fortuna no es tan importante como dicen; los periódicos siempre exageran. De todos modos, aunque solo fuese la mitad...
—La cuestión es que nosotras no somos los herederos —señaló Lenox.
—Así es, pero da la casualidad de que esa muchacha, esa Katherine Grey, es prima mía, una de los Grey de Worcesterhire, de la rama de los Edgeworth. Mi propia prima. ¡Imagínate!.
—¡Aja! —exclamó Lenox.
—Y me pregunto... —comenzó la madre.
—Lo que podemos conseguir nosotras —terminó Lenox, con aquella media sonrisa de lado que su madre nunca comprendía.
—¡Querida! —dijo lady Tamplin con un leve tono de reproche.
Era muy débil, porque Rosalie Tamplin estaba acostumbrada ya a las salidas de su hija, y a lo que ella llamaba su desagradable manera de decir las cosas.
—Me preguntaba... —prosiguió lady Tamplin arqueando sus cejas, artísticamente dibujadas— si... —Se detuvo al ver venir hacia ella a un joven—. ¡Oh! Buenos días, Chubby... ¡Qué elegante!. ¿Vas a jugar a tenis?. ¡Qué bien!.
Chubby le sonrió amablemente y respondió por compromiso:
—¡Qué bonita estás con ese salto de cama color melocotón!. —Y pasó junta a ella para desaparecer por la escalera.
—¡Es un encanto! —comentó lady Tamplin viendo pasar a su marido—. ¿De qué estaba hablando?. ¡Ah! —Su mente volvió a los negocios—. Sí. Me preguntaba...
—¡Por Dios!. Suelta ya lo que te preguntas, porque es la tercera vez que repites la frase.
—Pues verás, estaba pensando en escribir a mi querida Katherine y sugerirle que venga a visitarnos. Seguramente querrá alternar con la alta sociedad y sería muy agradable para ella que la presentara a su propia familia. Una ventaja para ella y a la vez para nosotros.
—¿Cuánto crees que podrás sacarle? —preguntó Lenox.
Su madre la miró disgustada.
—Podríamos llegar a un acuerdo financiero. Porque lo cierto es que, entre unas cosas y otras, la guerra, tu pobre padre...
—Y ahora Chubby —dijo Lenox—. ¡Es un lujo que te cuesta muy caro!.
—Creo recordar que Katherine era una muchacha muy simpática —murmuro lady Tamplin, firme en su idea—. Discreta, poco ambiciosa. Tampoco es ninguna belleza ni una cazadora de hombres.
—Así no te quitará a Chubby, ¿verdad?.
Lady Tamplin la miró con disgusto.
—Chubby nunca... —empezó.
—Claro que no —afirmo Lenox—. Sabe demasiado bien quién le da de comer.
—Querida —dijo su madre—, tienes una manera muy grosera de decir las cosas.
—Perdóname —exclamó Lenox.
Lady Tamplin recogió el Daily Mail, su bolsa de labor y varias cartas.
—Voy a escribir enseguida a mi querida Katherine recordándole los hermosos días pasados en Edgeworth.
Entró en la casa con el aire decidido de quien va a cumplir una misión importante.
Al contrario de Mrs. Harfield, las palabras brotaban fluidamente de la pluma de lady Tamplin. Llenó cuatro hojas de papel sin el menor esfuerzo y, cuando las releyó, no tuvo que añadir ni quitar ni una coma.
Katherine recibió esta carta la misma mañana en que llegó a Londres. Si supo o no leer entre líneas es otra cuestión. La metió en el bolso y salió para cumplir su cita con los abogados de Mrs. Harfield.
El bufete, uno de los más antiguos de Londres, estaba en Lincoln's Inn Fields. Tras unos minutos de espera, Katherine fue recibida por el socio principal, un anciano y bondadoso caballero de astutos ojos azules y un trato paternal. Durante un rato se ocuparon del testamento de Mrs. Harfield. Luego Katherine le dio al abogado la carta que había recibido de Mrs. Samuel
—Creo que debo enseñarle esta carta —dijo—, aunque a mí me parece un tanto ridícula.
El abogado la leyó con una sonrisa burlona.
—Esto es una burda maniobra, miss Grey. Creo que no será necesario que le diga a usted que esa gente no tiene el menor derecho a la herencia y que, si intentasen como insinúan anular el testamento, ningún tribunal les haría caso.
—Ya me lo figuraba.
—Hay personas que carecen en absoluto de inteligencia. Yo, en el caso de Mrs. Samuel Harfield, hubiese procurado ante todo apelar a su generosidad.
—Precisamente ésta es una de las cosas de las cuales quiero hablar con usted. Quisiera dar algo a esa gente.
—No tiene usted ninguna obligación.
—Ya lo sé.
—Además, no se lo tomarían como generosidad. Más bien creerán que trata usted de comprar su silencio, aunque no es fácil que lo rechacen.
—Ya lo sé, pero no se puede evitar.
—Yo le aconsejaría que desechase usted esa idea.
Katherine meneó la cabeza.
—Sé que tiene razón, pero de todos modos me gustaría hacerlo.
—Cogerán el dinero y después hablarán todavía peor de usted.
—Bueno —replicó Katherine—, que hablen si quieren.
—Cada uno es como Dios le ha hecho. Después de todo, son los únicos parientes de Mrs. Harfield. Aunque nunca se preocuparon de ella en vida, me sabe mal de veras que no reciban nada de lo que ella poseía.
Por fin logró convencer al abogado y, poco después, caminaba por las calles de Londres con la tranquilizadora seguridad de que podía gastar cuanto le viniese en gana y forjar los más fantásticos planes para el futuro. Lo primero que hizo fue visitar el establecimiento de una famosa modista.
La recibió una esbelta y madura francesa que se parecía a una gran duquesa de leyenda. Katherine le dijo con cierta ingenuidad:
—Vengo a ponerme en sus manos. Toda mi vida he sido muy pobre, y no sé nada de vestidos, pero he heredado bastante dinero y quisiera ir muy bien vestida.
La francesa estaba encantada. Tenía un temperamento artístico que aquella mañana había sufrido lo indecible con una voluminosa señora argentina, esposa de un millonario ganadero, que había insistido en llevarse los modelos menos favorecedores a su silueta
Miró atentamente a Katherine con ojos sagaces:
—Será un placer. Mademoiselle, tiene usted muy buena figura; las líneas sencillas serán las más adecuadas. Además, es tres anglaise. Hay gente que se ofendería si se le dijera esto, pero mademoiselle no. No hay tipo más elegante que el de una belle anglaise.
De pronto se esfumaron sus modales de duquesa de leyenda. Comenzó a gritar órdenes a las modelos.
—¡Clothilde, Virginie, de prisa, queridas!. El tailleur gris clair y la robe de soire «soupir d'automme». ¡Marcelle, querida, el vestido de crespón de China color mimosa!.
Fue una mañana deliciosa. Marcelle, Clothilde y Virginie, hartas y despectivas, desfilaron lentamente ante la cliente con el porte habitual de las modelos. La duquesa permaneció junto a Katherine, anotando los encargos en su libreta.
—Es una elección acertadísima, mademoiselle. La señorita tiene buen goüt. Sí, desde luego. La señorita no podría escoger mejor, si es que, como supongo irá este invierno a la Riviera.
—¿Quiere usted enseñarme otra vez aquel vestido de noche? —dijo Katherine—. El de color malva.
Virginie reapareció y giró ante ella lentamente.
—Es el que más me gusta —afirmó Katherine, mientras contemplaba las exquisitas telas de color malva, gris y azul—. ¿Cómo dijo que se llama?.
—Soupir d'automme. Sí, sí, ese es el verdadero vestido para mademoiselle..
¿Qué había en aquellas palabras que produjeron una leve sensación de tristeza a Katherine?. Las recordó después de salir de la tienda de modas. «Soupir d'automme; ése es el verdadero vestido para mademoiselle.»
Otoño. Sí, para ella había llegado el otoño. Ella, que nunca había conocido la primavera ni el verano, y que ya nunca los conocería Era algo perdido imposible de recuperar. Los años de servidumbre en St. Mary Mead, se habían llevado lo mejor de su vida.
«Soy una estúpida —se dijo Katherine—. ¿Qué es lo que deseo?. ¿Cómo es posible que hace un mes estuviera más contenta que ahora?».
Sacó del bolso la carta de lady Tamplin que había recibido aquella mañana. Katherine no era tonta y comprendía perfectamente los matices de la carta y el verdadero motivo del repentino cariño que se había despertado en lady Tamplin por aquella prima largo tiempo olvidada. Era en beneficio propio y no por placer que lady Tamplin ansiaba la compañía de su prima. Bueno, ¿y qué?. Se beneficiarían una a la otra.
—Sí, iré —dijo Katherine resuelta.
En aquel momento caminaba por Piccadilly y entró en las oficinas de la agencia Cook para resolver el tema. Tuvo que esperar un rato. El hombre que estaba hablando con el empleado también se dirigía a la Riviera. Por lo visto, todo el mundo iba allí. Bien, por primera vez en su vida, ella haría lo mismo que «todos».
El caballero que la precedía se volvió bruscamente y ella ocupó inmediatamente su lugar. Expuso sus deseos al empleado, pero al mismo tiempo su mente estaba en otra parte. El rostro de aquel hombre le resultaba vagamente familiar. ¿Dónde lo había visto antes?. De pronto lo recordó. Había tropezado con él en el pasillo del Savoy, cuando salía de la habitación. ¡Qué extraña coincidencia encontrarlo dos veces el mismo día!. Miró por encima del hombro inquieta sin saber porqué. El hombre estaba en la puerta, mirándola. Katherine sintió un escalofrío. Presintió una desgracia, algo trágico. Su sentido común apartó de su mente tan desagradable presagio y dedicó toda su atención a lo que le decía el empleado.