Capítulo XII



En Villa Marguerite

Entonces estuviste metida de lleno en el asunto! —comentó con envidia lady Tamplin—. ¡Oh, qué emocionante! —Abrió desmesuradamente sus ojos azul porcelana y exhaló un ligero suspiro.

—Un verdadero asesinato —dijo Mr. Evans.

—Desde luego, Chubby no tenía la menor idea de qué se trataba —explicó lady Tamplin—. No se podía imaginar porque quería entretenerte tanto la policía. ¡Querida, qué oportunidad!. Creo, sí, estoy segura, que se podría sacar algún beneficio de este suceso.

Una expresión calculadora emborronó de pronto la ingenuidad de los ojos azules.

Katherine, que se sentía un tanto violenta, estaba acabando de comer y miró por turnos a las tres personas sentadas alrededor de la mesa: lady Tamplin, sólo interesada en sacar beneficios; Chubby, con una expresión de ingenua satisfac-ción y Lenox, con una extraña sonrisa retorcida en su rostro moreno.

—¡Qué suerte! —murmuró Chubby—. Con lo que a mí me hubiese gustado acompañarla y ver todo lo que vio usted. Su tono de voz era nostálgico e infantil.

Katherine no dijo nada. La policía no le había exigido que guardase silencio y era imposible ocultar los hechos a su anfitriona, pero hubiera preferido no decir nada.

—Sí —dijo lady Tamplin, que salió de pronto de su abstracción—, creo que se podría hacer algo. Un pequeño relato, escrito con inteligencia. Una testigo ocular, el toque femenino: «Mientras hablaba con aquella mujer estaba yo muy lejos de imaginarme...», ese tipo de cosas, ya sabes.

—¡Tonterías! —exclamó Lenox.

—Tú no tienes idea —señaló con voz suave lady Tamplin— de lo que pagan los periódicos por un artículo. Escrito, claro está, por alguien de una irreprochable posición social. No tendrías que hacerlo tú, Katherine. Bastará con que me cuen-tes los hechos y yo me encargaré de todo el asunto por ti. Mr. de Haviland es un gran amigo mío. Tenemos un pequeño arreglo juntos. Es un hombre encantador, nada que ver con los reporteros. ¿Qué te parece la idea, Katherine?.

—Yo preferiría no hacer nada de eso —contestó ella tajante.

Lady Tamplin quedó desconcertada ante esta rotunda negativa. Suspiró y trató de conocer nuevos detalles.

—¿Dices que era una mujer muy vistosa?. Me pregunto quién podía ser. ¿No oíste su nombre?.

—Lo dijeron —admitió Katherine—, pero no lo recuerdo. Estaba tan confusa...

—Lo creo —dijo Mr. Evans—; debe de haber sido un golpe terrible para usted.

Seguramente, aunque Katherine se hubiese acordado del nombre, no lo hubiera dicho. El implacable interrogatorio de lady Tamplin le atacaba los nervios.

Lenox, que a su manera no se perdía detalle, se dio cuenta y se ofreció para acompañarla a la habitación en la planta alta. Antes de dejarla allí le comentó en un tono amable:

—No hagas caso de mamá. Si pudiese, sacaría dinero hasta de su abuela agonizante.

Lenox bajó al salón, donde su madre y su padrastro hablaban de la recién llegada.

—Es una mujer muy presentable —dijo lady Tamplin—, viste muy bien. El vestido gris es el mismo modelo que llevaba Gladys Cooper en Palmeras de Egipto.

—¿Te has fijado en sus ojos? —interrumpió Evans.

—Olvídate de sus ojos, Chubby —le reprochó lady Tamplin, con un tono agrio—. Estamos hablando de cosas realmente importantes.

—¡Oh!, venga ya —contestó Chubby, y se encerró en su caparazón.

—No me parece muy... maleable —insinuó lady Tamplin dudando antes de emplear esta palabra.

—Tiene todos los rasgos de una dama, como dicen en los libros —dijo Lenox con una sonrisa.

—Algo mojigata —murmuró lady Tamplin—. Algo inevitable, dadas las circunstancias.

—Sin duda, harás todo lo posible por modernizarla —opinó Lenox sonriente—. Pero no creo que lo consigas. Ya lo has visto. Se ha enfadado como una mula.

—De todas maneras —apuntó su madre esperanzada—, no la creo muy interesada. Hay gente que cuando tienen dinero le conceden una excesiva importancia.

—Respecto a eso me parece que no te será difícil sacarle lo que quieras —aseguró Lenox—. Y después de todo, para ti es lo más importante, ¿verdad?. Para eso la has hecho venir.

—Es mi prima —contestó lady Tamplin con dignidad.

—¡Ah!. Es tu prima —intervino Chubby otra vez—. Entonces, tendré que tutearla.

—No tiene importancia como la llames, Chubby —contestó su esposa.

—Bien —dijo Mr. Evans—, entonces la tutearé. ¿Sabes si juega a tenis? —añadió interesado.

—Claro que no. Ya te he dicho que ha sido señorita de compañía. Las damas de compañía no acostumbran a jugar al tenis ni al golf. Acaso juegue al croquet, pero siempre he oído decir que se pasan el tiempo haciendo ganchillo y lavando perros.

—¡Dios mío! —exclamó Mr. Evans—¿Es posible que hiciera eso?.

Lenox volvió a subir a la habitación de Katherine.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó por decir algo.

Katherine dijo que no y le agradeció la oferta, y entonces Lenox se sentó en el borde de la cama y miró pensativamente a su invitada.

—¿Por qué has venido?. Me refiero a estar con nosotros. No somos de tu tipo.

—Deseo alternar en sociedad.

—No te hagas la tonta —replicó Lenox en el acto al ver la sonrisa de la otra—. Sabes muy bien lo que quiero decir. No eres como yo me figuraba. Tienes unos vestidos muy bonitos. —Suspiró—. Los vestidos a mí no me sientan bien. Nací torpe y desgarbada. Es un lástima, porque me encantan.

—A mí también —contestó Katherine—, aunque hasta ahora no había podido más que desearlos. ¿Crees que éste es bonito?.

Las dos mujeres discutieron varios modelos con fervor artístico.

—Me gustas —dijo de repente Lenox—. Había subido para ponerte en guardia contra mamá, pero veo que no es necesario. Eres sincera, honesta, todas esas cosas raras, lista y un sinfín de cosas más, pero no eres una tonta. ¿Qué diablos querrán ahora? —protestó la joven.

Desde el vestíbulo llegaba la plañidera voz de lady Tamplin.

—¡Lenox!. Derek acaba de telefonear. Quiere venir a cenar esta noche. ¿Puedo decirle que venga?. No habrá nada desagradable como codornices o algo así, ¿verdad?.

Lenox tranquilizó a su madre y volvió a la habitación de Katherine mucho más alegre y animada.

—Me alegro de que venga Derek, estoy segura de que te gustará, Katherine.

—¿Quién es?.

—El hijo de lord Leconbury. Está casado con una rica norteamericana. Las mujeres se vuelven locas por él.

—¿Por qué?.

—Por lo de siempre: es un hombre guapo y, además, bastante canalla; todas pierden la cabeza por él.

—¿Y tú?.

—A veces, sí —dijo Lenox—, aunque otras veces pienso que me gustaría casarme con un vicario, para vivir en el campo y cultivar flores. —Se detuvo un instante y luego prosiguió—: creo que lo mejor sería un vicario irlandés, así podría ir a cazar.

Guardó silencio durante un par de minutos y después volvió al tema inicial.

—Hay algo extraño en Derek. Toda su familia está un poco chalada: son jugadores empedernidos. Hace mucho tiempo se jugaban sus esposas y sus tierras, y hacían las cosas más descabelladas sólo por divertirse. Derek hubiera sido un magnífico salteador de caminos, gallardo y jovial. —Se dirigió hacia la puerta—. Bueno, baja cuando te apetezca.

Katherine se entregó de lleno a sus meditaciones. Se encontraba incómoda y molesta en aquel ambiente. El choque del descubrimiento en el tren y la manera cómo habían acogido la noticia sus nuevos amigos habían herido su suscepti-bilidad. Pensó largamente en la mujer asesinada. Había sentido pena por Ruth, aunque en realidad no podía decir que le hubiese sido simpática. Había adivinado con toda certeza su despiadado egoísmo que era la clave de su personalidad, y le repelía.

Le había divertido y también disgustado un poco la fría despedida de Ruth, una vez se hubo desahogado con ella. Estaba segura de que, después de las confidencias, había tomado alguna decisión, pero se preguntaba cuál había sido. De todos modos, fuere la que fuese, se había interpuesto la muerte, convirtiendo en inútil todas sus decisiones. Era verdaderamente extraño que sucediese así y que un crimen brutal hubiera sido el final de aquel viaje. Pero de repente, Katherine recordó un pequeño hecho que quizás hubiese tenido que contar a la policía, un hecho que de momento había escapado a su memoria. ¿Tendría importancia?. A ella le había parecido ver entrar a un hombre en aquel compartimiento, pero se daba cuenta de que podía estar en un error. Quizá ha-bía sido en el compartimiento contiguo y, ciertamente, aquel hombre no podía ser un ladrón de trenes. Lo recordaba muy bien porque lo había visto en dos ocasiones anteriores. Una en el Savoy y la otra en la agencia Cook. Sí, sin duda se había equivocado. Aquel hombre no entró en el compartimiento de la mujer asesinada y había hecho bien en no decir nada a la policía. Quizás habría cometido un daño incalculable.

Bajó a reunirse con los demás en la terraza. A través de las ramas de mimosa se distinguía la pincelada azul del Mediterráneo y, mientras escuchaba distraída a lady Tamplin, interiormente se alegraba de haber venido. Esto era mucho mejor que St. Mary Mead.

Por la noche, se puso el vestido malva que llevaba el nombre de soupir d'automme y, después de mirarse sonriente ante el espejo, bajó al salón, sintiendo cierta timidez por primera vez en su vida.

La mayor parte de los invitados de lady Tamplin habían llegado ya, y como el ruido era esencial en las fiestas de lady Tamplin, el estrépito era tremendo. Chubby se acercó corriendo a Katherine y le ofreció un cóctel al mismo tiempo que la tomaba bajo su protección.

—¡Ah, ya estás aquí, Derek! —gritó lady Tamplin cuando se abrió la puerta para admitir al último invitado—. Por fin podremos cenar, Estoy muerta de hambre.

Katherine miró a través del salón. Se sobresaltó. Así que aquel era Derek y se dio cuenta de que no estaba sorprendida. Siempre había sabido que algún día volvería a ver al hombre que había encontrado ya tres veces por una curiosa sucesión de coincidencias. Estaba segura de que él también la había reconocido, pues Derek se interrumpió bruscamente mientras hablaba con lady Tamplin y luego siguió hablando aunque con visible esfuerzo. Se dirigieron a la mesa y Katherine se encontró conque lo tenía a su lado. Él se volvió hacia ella en el acto con una encantadora sonrisa.

—Estaba seguro de que volvería a verla muy pronto —comentó—, pero la verdad, nunca soñé que fuese aquí. Era inevitable. Una vez en el Savoy, otra en la agencia Cook. No hay dos sin tres. No diga que no se fijó. De todos modos, insistiría en que sí lo hizo.

—Sí, que lo vi —respondió Katherine—, pero ésta no es la tercera, sino la cuarta. También le vi en el Tren Azul. —¿En el Tren Azul?.

Una expresión que ella no supo definir apareció en el rostro de Derek. Parecía como si hubiese recibido un mazazo en la frente. Por fin, él dijo con un tono desenfadado:

—¿Qué fue todo aquel barullo de esta mañana?. Un muerto ¿verdad?. —Sí —dijo Katherine lentamente—, alguien ha muerto.

—No hay derecho a morirse en el tren —comentó Derek con descaro—. Crea un sinfín de complicaciones legales e internacionales y, además, es un pretexto para que el tren llegue con más retraso del habitual.

—¡Mr. Kettering! —. Una corpulenta norteamericana, que estaba al otro lado de la mesa, se inclinó hacia él hablándole con el característico acento de los de su país—. Mr. Kettering, veo que se ha olvidado de mí, ¡y yo que le creía un hombre tan galante!.

Derek se inclinó hacia la mujer para responderle y Katherine se quedó asombrada.

¡Kettering!. ¡Ése era el nombre!. Ahora lo recordaba. ¡Qué situación más irónica y extraña!. Aquí estaba el hombre al que había visto entrar la noche anterior en el compartimiento de su esposa, que la había dejado sana y salva, y que ahora estaba sentado allí cenando ignorando completamente lo que había ocurrido. Porque, no cabía la menor duda: no lo sabía.

Un criado se acercó a Derek y le entregó una nota al tiempo que le decía algo al oído. Tras pedirle permiso a lady Tamplin, desdobló el papel y una expresión de asombro apareció en su rostro cuando lo leyó. Luego miró a su anfitriona:

—Esto es extraordinario, Rosalie. Lo siento mucho, pero tengo que marcharme. El prefecto de policía desea verme enseguida. No sé porqué.

—Querrá que pagues por tus pecados -dijo Lenox.

—Quizá sea para cumplir alguna estúpida formalidad, pero de todas maneras, será mejor que vaya enseguida a la jefatura de policía. ¿Cómo se atreve el muy tunante a sacarme de la mesa?. Debe ser un asunto bastante serio para que justifique esto.

Y riendo, apartó la silla y se levantó para salir del salón.

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