Capítulo XVI



Poirot discute el caso

Todos miraron a Poirot con respeto. Sin duda les había impresionado El comisario se echó a reír con una risa que sonó a hueca.

—Nos está usted dando lecciones —exclamó—. Monsieur Poirot sabe más que la policía.

Poirot, complacido, miró al techo, adoptando un aire de burlona modestia.

—¡Qué quieren ustedes, mi pequeño pasatiempo es saber cosas! —murmuró—. Claro que me sobra tiempo para disfrutarlo. No estoy abrumado por otras obligaciones.

—¡Ah! —El comisario meneó la cabeza de un modo portentoso—. ¡Ah! En cambio yo...

Hizo un gesto exagerado para representar las preocupaciones que cargaba sobre sus hombros.

Poirot se volvió de pronto hacia Van Aldin y le preguntó:

—¿Comparte usted este punto de vista?. ¿Está seguro de que el conde de la Roche es el asesino?.

—Es lo que parece, sí, ciertamente.

Algo en el tono de la respuesta hizo que el juez mirara al norteamericano con extrañeza.

Van Aldin pareció darse cuenta del escrutinio e hizo un violento esfuerzo como si quisiera librarse de alguna preocupación.

—¿Y qué hay de mi yerno? —preguntó—. ¿Le han comunicado ustedes ya la noticia?. Creo que está en Niza, ¿verdad?.

—Sí, señor —contestó el comisario que, después de una ligera vacilación, añadió discretamente—: Supongo que está usted enterado de que Mr. Kettering viajaba también en el Tren Azul.

El millonario asintió.

—Me enteré momentos antes de salir de Londres —contestó lacónico.

—Nos dijo —afirmó el comisario—, que no tenía la menor idea de que su esposa estuviese en el tren

—Lo creo —afirmó Van Aldin con un tono sereno—. Se hubiera llevado una desagradable sorpresa si se cruzara con ella.

Los tres hombres le interrogaron con la mirada.

—No voy a andarme con rodeos —añadió Van Aldin con fiereza—. Nadie sabe lo que mi pobre hija tuvo que aguantar. Derek Kettering no iba solo: le acompañaba una mujer.

—¿Eh?.

—Mirelle, la bailarina.

Monsieur Carrége y el comisario se miraron y asintieron como si aquello confirmase alguna conversación anterior. El juez se arrellanó en su sillón, juntó las manos y clavó la vista en el techo.

—¡Ah! —murmuró otra vez—. Uno se pregunta... —Carraspeó—... se oyen rumores...

—La dama es muy conocida —comentó monsieur Caux.

—Y además —añadió Poirot lentamente—, carísima.

Van Aldin estaba rojo como un tomate. Se inclinó sobre la mesa del juez y descargó un tremendo puñetazo sobre ella.

—¡Mi yerno es un maldito canalla! —gritó.

Miró por turno a todos los presentes.

—¡Oh!. Ya sé que no lo parece —añadió—. Muy apuesto y con unos modales encantadores. A mí también me engañó. Supongo que, cuando usted le dio la noticia, fingiría un gran desconsuelo, a no ser que ya estuviese enterado.

—Fue una verdadera sorpresa para él. Estaba anonadado.

—¡Maldito hipócrita! —exclamó Van Aldin—. Seguramente simularía un profundo dolor.

—No, no —dijo el comisario con cautela—. Yo no diría eso ¿verdad monsieur Carrége?.

El magistrado juntó las yemas de sus dedos y entornó los párpados.

—Expresó horror, asombro, esas cosas, sí —declaró—. ¿Un gran sentimiento?. Yo diría que no.

Hercule Poirot habló de nuevo.

—Permítame una pregunta, Mr. Van Aldin. ¿Le reporta algún beneficio a su yerno la muerte de su esposa?.

—Hereda dos millones.

—¿De dólares?.

—No, de libras. Le regalé esa cantidad a mi hija el día de su boda y, como no ha hecho testamento ni deja hijos, el dinero lo hereda su marido.

—De quien estaba precisamente a punto de divorciarse —murmuró Poirot—. Ah, sí, précisement.

El comisario se volvió hacia él para mirarle con atención.

—¿Qué quiere usted decir...? —empezó.

—No, no quiero decir nada —le atajó Poirot—. Me limito a poner en orden los hechos, eso es todo.

Van Aldin le miró con creciente interés.

El belga se puso de pie.

—No creo que, de momento, pueda serle útil a usted, señor juez —le dijo cortésmente al tiempo que se inclinaba ante monsieur Carrége—. ¿Me tendrá al tanto del curso de los acontecimientos?.

Se lo agradecería muchísimo.

—Desde luego, desde luego.

Van Aldin se puso de pie también.

—¿Me necesitan para algo más?.

—No, monsieur. Por ahora ya tenemos toda la información que necesitamos.

—Entonces pasearé un rato con monsieur Poirot, sino tiene inconveniente.

—Por mi parte, encantado, señor —manifestó Poirot con una reverencia.

Van Aldin encendió un puro enorme, no sin antes ofrecer otro a Poirot, quien se excusó y encendió uno de sus minúsculos cigarrillos.

Hombre de gran entereza moral, Van Aldin parecía el mismo de siempre. Después de pasar unos instantes en silencio, dijo:

—Tengo entendido, monsieur Poirot, que usted ya no ejerce su profesión.

—Así es. Ahora me dedico a gozar de la vida.

—Sin embargo, ayuda usted a la policía en este asunto.

—Si un médico retirado pasa por una calle en el preciso momento en que ocurre un accidente, ¿dirá acaso: «Me he retirado de mi profesión, no debo meterme en nada», y seguirá su marcha cuando alguien se esté desangrando a sus pies?. ¡Ah! Si yo ya hubiera estado en Niza y la policía me hubiese llamado para que les ayudase, desde luego, me habría negado. Pero este suceso lo ha puesto Dios en mi propio camino.

—Usted se hallaba en la escena del crimen —comentó Van Aldin pensativo—. ¿Revisó usted el compartimiento?.

El detective asintió.

—¿Y, sin duda, encontraría algo que le resultaría sugestivo?.

—Tal vez.

—Creo que usted sabe ya a dónde quiero ir a parar —insistió Van Aldin—. A mí me parece que el caso contra el conde de la Roche es muy claro, pero no soy tonto. Durante la última hora le he estado observando y me he dado cuenta de que, por el motivo que sea, usted no está de acuerdo con esa teoría.

Poirot se encogió de hombros.

—Yo puedo equivocarme.

—Quiero pedirle a usted un favor, monsieur Poirot. ¿Quiere usted trabajar para mí?.

—¿Para usted personalmente?.

—Eso es.

Poirot reflexionó durante unos momentos. Al fin dijo:

—¿Se da usted cuenta de lo que me pide?.

—Sí.

—Muy bien. Acepto, pero en ese caso necesito que conteste usted francamente a mis preguntas.

—Desde luego. No hace falta decirlo.

El comportamiento de Poirot varió. De pronto se volvió brusco y práctico.

—El asunto del divorcio, ¿fue usted quien le aconsejó a su hija presentar la demanda?.

—Sí.

—¿Cuándo?.

—Hace unos diez días. Ella me escribió quejándose del comportamiento de su marido y yo le expliqué con toda claridad que el divorcio era la única solución.

—¿Cuál era la queja concreta?.

—Habían visto a su marido en compañía de una dama muy notoria, de esa Mirelle de quien hemos hablado antes.

—¿La bailarina?. ¡Aja!. ¿Y Mrs. Kettering se disgustó?. ¿Quería mucho a su marido?.

—Yo no diría eso —respondió Van Aldin vacilante.

—Entonces no era su corazón el que sufría, sino su orgullo. ¿Es eso lo que usted quiere decir?.

—Sí, supongo que se puede decir así.

—Supongo que ese matrimonio nunca fue un matrimonio feliz.

—Derek Kettering está podrido hasta la médula. Es incapaz de hacer feliz a ninguna mujer.

—Es una mala cabeza, ¿verdad?.

Van Aldin asintió.

¡Tres bien!. Usted aconsejó a madame que pidiera el divorcio y ella accedió; usted consultaría a sus abogados. ¿Cuándo se enteró Mr. Kettering de esa noticia?.

—Le llamé y le expuse las acciones que iba a realizar.

—¿Y él qué dijo? —murmuró Poirot sonriente.

El rostro de Van Aldin se ensombreció con aquel recuerdo.

—Hizo gala de su insolencia habitual.

—Perdóneme usted la pregunta, pero ¿se refirió al conde de la Roche?.

—No lo nombró —dijo el millonario renuente—, pero dio a entender que estaba enterado de todo.

—¿Cuál era la situación económica de Mr. Kettering en aquellos momentos?.

—¿Por qué supone usted que puedo estar enterado de eso? —dijo Van Aldin tras un instante de vacilación.

—Me parece lógico que usted averiguara este punto.

—Tiene usted razón. Averigüé que Kettering estaba sin un céntimo.

—¡Y ahora ha heredado dos millones de libras!. La vie es una cosa extraña, ¿verdad?.

Van Aldin le dirigió una aguda mirada.

—¿Qué quiere usted decir?.

—Moralizo, reflexiono, hablo de filosofía. Pero volvamos adonde estábamos. Seguramente, ¿Mr. Kettering no accedería al divorcio sin defenderse?.

Van Aldin permaneció callado durante unos segundos.

—No sé exactamente cuáles eran sus intenciones —respondió.

—¿Volvió usted a hablar con él?.

De nuevo Van Aldin hizo una pausa.

—No —dijo al fin.

Poirot se detuvo en seco, se quitó el sombrero y tendió la mano.

—Que pase usted un buen día, monsieur. No puedo hacer nada por usted.

—¿A qué viene eso? —preguntó Van Aldin airado.

—Sino me cuenta usted toda la verdad, no puedo hacer nada.

—No sé lo que quiere usted decir.

—¡Ya lo creo que lo sabe!. Puede estar tranquilo, Mr. Van Aldin, de que sé ser discreto.

—De acuerdo. Admito que no he dicho toda la verdad —reconoció Van Aldin—. Tuve otra comunicación con mi yerno.

-¿Sí?.

—Para ser exacto, envié a mi secretario, el comandante Knighton con instrucciones de ofrecerle la cantidad de cien mil libras esterlinas sino se oponía al divorcio.

—Bonita suma —contestó Poirot—. ¿Y cuál fue la respuesta de su yerno?.

—Le dijo que me fuese al diablo —contestó el millonario brevemente.

—¡Ah! —exclamó Poirot.

No mostró la menor emoción. Por el momento estaba ocupado en ordenar metódicamente los hechos.

—Mr. Kettering ha declarado a la policía que no vio ni habló con su esposa durante todo el viaje. ¿Cree usted esa declaración?.

—Sí. Seguramente hizo todo lo posible para evitar el encuentro.

—¿Por qué?.

—Porque estaba con aquella mujer.

—¿Mirelle?.

—Sí.

—¿Cómo se enteró usted?.

—Por un hombre a quien ordené que le siguiera los pasos. Me informó que ambos habían salido en aquel tren.

—Comprendo. En ese caso, como dijo usted antes, no es probable que intentase ningún tipo de comunicación con madame Kettering.

Poirot guardó silencio durante un rato, y Van Aldin no interrumpió su meditación.

Загрузка...