Capítulo XXXI
La comida de Mr. Aarons
¡Ah! —exclamó Mr. Joseph Aarons satisfecho. Bebió un trago de su jarra, la dejó sobre la mesa con un suspiro, se limpió la espuma de los labios con la servilleta y miró sonriente a su anfitrión, Hercule Poirot.
—A mí que me den un buen trozo de asado de carne y una jarra de cualquier cerveza digna de ese nombre y les regalo todos esos platos de la cocina francesa. Sírvame otro pedazo de esa magnífica carne.
Poirot, que acababa de cumplir con la solicitud, sonrió complacido.
—Tampoco desprecio el pastel de carne y riñones —añadió Mr. Aarons—. ¿Tarta de manzana?. Sí, tomaré la tarta de manzana, señorita, gracias. Y una jarra de crema.
Continuaron comiendo en silencio. Al fin, con un largo suspiro, Mr. Aarón dejó la cuchara y el tenedor, y acabó con un buen pedazo de queso, antes de pasar a ocuparse de otros asuntos.
—Creo que usted mencionó un pequeño asunto, monsieur Poirot. Estoy dispuesto a hacer lo que pueda por ayudarle.
—Es usted muy amable —contestó Poirot—. Me dije: «Si quieres enterarte de cualquier cosa sobre el teatro, hay una persona que sabe todo lo que hay que saber y ese es mi viejo amigo Joseph Aarons.».
—Y no se equivoca usted —afirmó el otro complacido—.
Cualquier cosa que quiera usted saber, ya sea presente, pasada o futura, Joseph Aarons se la dirá.
—Précisément!. Ahora quiero preguntarle, monsieur Aarons, ¿Qué sabe de una joven llamada Kidd?.
—¿Kidd?. ¿Kitty Kidd?.
—Sí, la misma.
—Una chica muy inteligente, especializada en personajes masculinos. Cantaba, bailaba... ¿Es ésa?.
—Sí.
—Era muy lista. Ganaba su buen dinero. Siempre tenía trabajo, la mayoría haciendo de hombre, pero era una actriz de reparto de primera categoría.
—Es lo que me habían dicho —comentó Poirot—, pero hace tiempo que no actúa, ¿verdad?.
—Sí, dejó la escena por completo. Se fue a Francia y se echó un novio que era noble o algo así. No creo que vuelva al teatro.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?.
—Déjeme ver. Hace tres años, y créame que fue una verdadera pérdida para la escena.
—¿Tan inteligente era?.
—Una verdadera maravilla.
—¿No sabe usted cómo se llamaba el hombre que conoció en París?.
—Sé que era un gran personaje. Un conde... ¿o era un marqués?. Ahora que lo pienso estoy seguro de que era un marqués.
—¿Y no ha vuelto a saber nada más de ella desde entonces?.
—Ni una palabra. Ni siquiera me he cruzado con ella por casualidad. Seguramente estará viajando en algunos de esos lugares de postín extranjeros, portándose como una verdadera marquesa. Y estoy seguro de que hará su papel de maravilla.
—Ya veo —dijo pensativamente Poirot.
—Siento mucho no poderle decir nada más, monsieur Poirot —dijo Aarón—. Si necesita cualquier cosa más, por favor, dígamelo. Nunca olvidaré el favor que me hizo.
—No se preocupe, estamos en paz. Usted también me ha hecho un favor importantísimo.
—Favor con favor se paga —exclamó Mr. Aarón.
—Tiene usted una profesión muy interesante —siguió Poirot.
—Sí, así es —replicó Mr. Aaron con un tono indiferente—. En general no me puedo quejar, pero hay que estar siempre alerta, porque nunca se sabe con seguridad lo que le gustará al público.
—La danza parece que ha estado en alza durante los últimos años —murmuró Poirot.
—A mí, la verdad, el ballet ruso no me dice nada, pero a la gente le gusta. Para mí es demasiado culto.
—Conocí en la Riviera a una bailarina, mademoiselle Mirelle.
—¿Mirelle?. Sí, es muy famosa. Siempre hay algún primo que carga con sus gastos. Pero aparte de eso, la chica sabe bailar. La he visto y sé lo que me digo. Nunca he tenido mucho trato con Mirelle, pero he oído decir que es terrorífico trabajar con ella. Pataletas y berrinches continuos.
—Sí —dijo Poirot pensativo—, ya me lo imagino.
—¡Temperamento! —exclamó Mr. Aarons—. ¡Temperamento!. Así es como le llaman ellas. Mi esposa fue bailarina antes de casarse conmigo y doy gracias de que nunca tuvo temperamento. Uno no quiere temperamento en su casa, monsieur Poirot.
—Estoy de acuerdo, amigo mío; allí está fuera de lugar.
—Las mujeres han de ser apacibles, bondadosas y buenas cocineras.
—Hace poco que actúa Mirelle, ¿verdad? —preguntó Poirot.
—Unos dos años y medio, nada más. Fue un duque francés quien la lanzó. Dicen por ahí que ahora está liada con el primer ministro de Grecia. Esos tipos son los que se enriquecen a la chita callando.
—Eso es nuevo para mí —dijo Poirot.
—Mirelle no es de las que esperan sentadas. Dicen que el joven Kettering asesinó a su esposa por ella. No me extrañaría nada. Ahora, él está en la cárcel y ella tuvo que apañárselas, y reconozco que se ha espabilado muy bien. También dicen que lleva un rubí como un huevo de paloma. Nunca he visto un huevo de paloma, pero asi es como los llaman en las novelas.
—¡Un rubí como un huevo de paloma! —exclamó Poirot y sus ojos verdes centellearon—. ¡Qué interesante!.
—Me enteré por una amiga —dijo Aarons—. Pero bien podría ser un trozo de vidrio de colores. Estas mujeres son todas iguales. Siempre inventando historias fantásticas sobre sus joyas. Mirelle va por ahí diciendo que la piedra tiene una maldición. Creo que la llama «Corazón de fuego».
—Si mal no recuerdo, el rubí que llaman «Corazón de fuego» es la piedra mayor de un célebre collar.
—¿Lo ve usted?. Lo que le decía. A las mujeres les encanta mentir sobre sus joyas. Ésta es una sola piedra que lleva colgada al cuello con una cadena de platino. Pero me apuesto doble contra sencillo a que es falsa.
—No —replicó Poirot en voz baja—. No sé por qué me parece que no se trata de una piedra falsa.