Capítulo VII



Cartas

Mrs. Harfield saluda a miss Grey y desea explicarle que, en las actuales circunstancias, miss Grey no está al corriente de que...».

Mrs. Harfield, que hasta esa frase había escrito fluidamente, se detuvo ante la dificultad insalvable que sentía, como otras muchas personas, al expresarse en tercera persona.

Tras un instante de duda, Mrs. Harfield rasgó la carta y cogió otra hoja de papel.


«Querida miss Grey:

«Aunque apreciando debidamente lo bien que se portó usted con mi prima Emma, cuyo reciente fallecimiento ha sido un terrible golpe para nosotros, no puedo por menos...»


De nuevo se detuvo y la carta fue a reunirse con las otras en la papelera. Después de otros dos fracasos más, logró por fin escribir una que la satisfizo. La cerró cuidadosamente, le puso el sello y escribió la dirección: «Miss Katherine Grey, Little Crampton, St. Mary Mead, Kent».

A la mañana siguiente, aquella carta reposaba en la bandeja de miss Grey, junto con otra comunicación que parecía mucho más importante encerrada en un gran sobre azul.

Katherine Grey abrió primero la carta de Mrs. Harfield, que decía así:


«Querida miss Grey:

»Mi marido y yo deseamos darle las gracias por los servicios que prestó usted a nuestra pobre prima Emma. Su muerte ha sido para nosotros un golpe terrible, aunque ya sabíamos que, desde hacía tiempo, no gozaba de todas sus facultades mentales. Tengo entendido que su testamento se aparta de lo normal y, por consiguiente, no puede tener validez legal. No me cabe la menor duda de que usted, con su habitual buen juicio, sabrá hacerse cargo de ello y, si podemos arreglar el asunto amistosamente, sería mucho mejor que recurrir a los tribunales, como dice mi esposo. Por nuestra parte, nos complaceremos en recomendarla para que ocupe un empleo similar, y esperamos que se dignará aceptar de nosotros un pequeño obsequio en testimonio de nuestro agradecimiento. Le saluda atentamente.

Mary Anne Harfield»


Katherine Grey leyó la carta, sonrió y la volvió a leer. Cuando la dejó, después de releerla por segunda vez, su expresión era francamente divertida. Luego, abrió la otra carta, le echó una ojeada y la dejó sobre la mesa y miró al vacío. Ya no sonreía. Hubiese sido difícil descubrir qué sensaciones se ocultaban detrás de su apacible y pensativa mirada.

Katherine Grey tenía treinta y tres años. Pertenecía a una distinguida familia, pero su padre perdió toda su fortuna, viéndose obligada desde muy joven a ganarse la vida trabajando. Tenía veintitrés años cuando entró al servicio de la anciana Mrs. Harfield como señorita de compañía. Todo el mundo sabía que la vieja Mrs. Harfield era una persona «difícil». Las señoritas de compañía se sucedían sin interrupción. Llegaban a la casa llenas de esperanza y salían de ellas deshechas en llanto. Pero, desde el momento en que Katherine Grey puso los pies en Little Crampton, reinó allí, durante diez años, la paz más completa. Nadie sabe cómo ocurren estas cosas.

Dicen que los encantadores de serpientes nacen y no se hacen. Katherine Grey había nacido con el don de domesticar viejas gruñonas, perros y chiquillos, cosa que hacía sin la menor dificultad aparente.

A los veintitrés años había sido una muchacha tranquila de hermosos ojos grises. A los treinta y tres seguía siendo una mujer discreta con los mismos ojos grises, que miraban la vida con una feliz e inalterable serenidad. Además, había nacido con un gran sentido del humor, que todavía conservaba.

Mientras permanecía sentada con la mirada perdida, sonó el timbre de la puerta, seguido por unos enérgicos aldabonazos. Al cabo de unos instantes, apareció la criada que anunció sin aliento:

—El doctor Harrison.

El médico, un fornido caballero de mediana edad, entró con la energía y vivacidad anticipadas por los aldabonazos:

—Buenos días, miss Grey.

—Buenos días, doctor.

—Vengo a verla —empezó el médico— por si acaso ha tenido noticias de una de las primas Harfield, esposa de un tal Samuel Harfield, una persona verdaderamente ponzoñosa.

Sin pronunciar una palabra, Katherine le tendió la carta de Mrs. Harfield. Con expresión divertida, observó al médico que la leía con el entrecejo fruncido, al tiempo que gruñía indignado. Al terminar la lectura, tiró el papel sobre la mesa.

—Es algo monstruoso —gritó—. Pero no se preocupe, querida. Esa gente no sabe lo que se hace. Mrs. Harfield era tan cuerda como usted y como yo. Nadie puede demostrar lo contrario. Saben muy bien que no tienen ninguna justificación legal. La amenaza de llevarla a usted a los tribunales es una pura baladronada; por eso tratan de asustarla. Escúcheme bien, muchacha: tampoco se deje vencer por sus halagos. No comience a pensar que su deber es entregar el dinero y no se deje dominar por escrúpulos tontos.

—Ni por un momento ha pasado por mi cabeza tener escrúpulos —dijo Katherine—. Todos ellos son parientes lejanos del marido de Mrs. Harfield que nunca la visitaron ni se preocuparon de ella en vida.

—Es usted una mujer sensata —afirmó el médico—. Sé mejor que nadie la dura vida que ha llevado usted durante los últimos diez años. Por eso tiene usted perfecto derecho a disfrutar de los ahorros de la anciana, sean los que fueren.

Katherine sonrió pensativa.

—Sean los que fueren —repitió—. ¿Tiene usted idea de la cantidad?.

—Supongo que lo suficiente para dar unas quinientas libras de renta al año.

Katherine asintió.

—Eso mismo me figuraba. Ahora, lea usted esta.

Le tendió la que había llegado en el sobre azul. Al leerla, el médico lanzó un grito de asombro:

—¡Imposible!. ¡Imposible!.

—Era una de las principales accionistas de Mortaulds. Desde hace cuarenta años venía cobrando una renta anual de ocho a diez mil libras y estoy segura de que nunca gastó más allá de cuatrocientas al año. Era terriblemente ahorradora, por lo que yo supuse que tenía que contar cada penique que gastaba.

—Y todo este tiempo la renta se habrá acumulado con interés compuesto. ¡Ah, querida, va a ser usted riquísima!.

—Sí, lo soy —confirmó la joven.

Hablaba con un tono distante e impersonal como si estuviese viendo la situación desde fuera.

—Bueno —dijo el médico, a punto de marcharse—. La felicito de todo corazón. —Señaló con un dedo la carta de Mrs. Samuel Harfield—. No se preocupe de esa mujer y su odiosa carta.

—En realidad, no es odiosa —opinó miss Grey tolerante—. En estas circunstancias, me parece una cosa muy natural.

—A veces me preocupa usted mucho —replicó el doctor.

—¿Por qué?.

—Las cosas que encuentra usted perfectamente naturales.

Katherine se echó a reír.

El doctor Harrison refirió las buenas noticias a su esposa durante la comida. Ella se mostró muy contenta.

—Parece increíble que la vieja Mrs. Harfield tuviera todo ese dinero. Me alegro de que se lo haya dejado a Katherine Grey. Esa muchacha es una santa.

El médico hizo un gesto burlón.

—Yo siempre me he imaginado a los santos como personas difíciles. Katherine Grey es demasiado humana para ser una santa.

—Es una santa con sentido del humor —afirmó su esposa, que le guiñó un ojo—. Además, supongo que te habrás fijado en que es muy bonita.

—¿Katherine Grey? —El médico estaba realmente sorprendido—. Sí, tiene unos ojos muy bonitos.

—¡Como sois los hombres!. ¡Ciegos como topos! —afirmó ella—. Katherine lo tiene todo para ser una belleza. Lo único que le hace falta son vestidos.

—¿Vestidos?. ¿Qué tienen de malo sus vestidos?. ¡Siempre va muy elegante!.

Mrs. Harrison lanzó una mirada de exasperación a su marido, que se preparaba para ir a visitar a sus enfermos.

—Podrías ir a verla, Polly —sugirió.

—Eso pensaba hacer —contestó ella en el acto.

A las tres ya estaba en casa de Katherine.

—No sabe usted, querida, lo contenta que estoy —dijo al estrecharle la mano—. Todos los del pueblo se alegrarán también muchísimo.

—Es usted muy amable —afirmó Katherine—. Tenía ganas de verla para preguntarle cómo está Johnnie.

—¡Oh!. Johnnie. Pues verá usted...

Johnnie era el hijo menor de Mrs. Harrison, quien comenzó a referir una larga historia acerca de las amígdalas y las vegetaciones de su Johnnie. Katherine la escuchaba comprensiva. La costumbre no muere con facilidad y escuchar a los demás había sido su ocupación durante diez años.

—¿Le he contado alguna vez lo de aquel baile de la marina en Portsmouth, en el que lord Charlie admiró tanto mi vestido?

Muy compuesta y amable, la joven respondió:

—Es posible, pero ya no me acuerdo, Mrs. Harfield. ¿Quiere usted contármelo?.

La anciana señora empezó su relato, plagado de interrupciones y numerosos incisos. De vez en cuando, cuando la anciana hacía una pausa, Katherine decía maquinalmente las palabras correctas mientras pensaba en otra cosa. Ahora, con la misma curiosa sensación de dualidad a la que estaba acostumbrada, escuchaba a Mrs. Harrison.

Después de media hora de charla, la esposa del médico se detuvo.

—¡Por Dios! —exclamó—. Perdóneme usted, Katherine, no he hecho más que hablar de mí todo el rato, cuando he venido dispuesta a hablar de usted y sus planes.

—Todavía no tengo ninguno.

—¡Supongo que no irá usted a quedarse aquí!.

Katherine sonrió ante el tono de horror de su vieja amiga.

—No, pienso viajar. Conozco muy poco mundo.

—Es verdad. Además, durante estos años habrá usted pasado muy malos ratos.

—No lo crea. He tenido mucha libertad.

Oyó la exclamación de sorpresa de Mrs. Harrison y se sonrojó un poco.

—Le parecerá tonto que diga esto, ¿verdad?. En realidad, yo no he tenido mucha libertad en un sentido estrictamente físico.

—Claro que no —suspiró Mrs. Harrison al recordar que Katherine había tenido muy pocas veces lo que se llama un día de fiesta.

—Pero, por otra parte, estar atada físicamente proporciona una ilimitada independencia mental. Se puede pensar con libertad. He disfrutado siempre de una deliciosa sensación de libertad mental.

Mrs. Harrison meneó la cabeza

—Eso sí que no lo entiendo.

—¡Ah!. Lo comprendería usted si hubiese estado en mi lugar. De todas maneras, sí que deseo un cambio. Quiero... bueno, quiero que ocurran cosas. Oh, no me refiero a mí, no quiero decir eso, pero me gustaría vivir momentos emocionantes, aunque sólo fuese como espectadora. Aquí, en St. Mary Mead, no ocurre nunca nada.

—No, realmente nunca pasa nada —afirmó Mrs. Harrison con vehemencia.

—Primero iré a Londres —dijo Katherine—. Tengo que visitar a los abogados. Luego, me iré al extranjero.

—¡Qué estupendo!.

—Pero, claro, ante todo...

-¿Qué?.

—Habré de comprarme alguna ropa.

—¡Eso es precisamente lo que le decía yo esta mañana a Arthur! —exclamó la esposa del doctor—. Si usted se lo propusiese, Katherine, sería una mujer muy bonita.

Miss Grey se rió de la ocurrencia.

—No creo que nadie sea capaz de convertirme en una belleza —dijo con sinceridad—. Pero, eso sí, me gustaría tener algunos vestidos bonitos. Creo que estoy hablando demasiado de mí misma.

Mrs. Harrison la miró con astucia.

—Eso será para usted una verdadera novedad —dijo en tono seco.

Katherine fue a despedirse de la anciana miss Viner antes de marcharse del pueblo. Miss Viner tenía dos años más que Mrs. Harfield y estaba muy orgullosa de haber sobrevivido a su difunta amiga.

—Nunca hubiese usted pensado que yo sobreviviría a Jane Harfield, ¿verdad? —le comentó a Katherine triunfalmente—. Las dos fuimos juntas al colegio y, ya ve, ella se ha ido y yo todavía estoy en el mundo. ¡Quién iba a decirlo!.

—Pero es que usted siempre ha comido pan integral para cenar —respondió maquinalmente miss Grey.

—Es curioso que recuerde usted ese detalle. Si Jane Harfield hubiese tomado una rebanadita de pan integral cada noche y un pequeño estimulante en las comidas, todavía hoy se encontraría entre nosotros.

La anciana hizo una pausa asintiendo complacida; entonces añadió como si le asaltase un súbito recuerdo:

—De manera que ha heredado un montón de dinero, ¿verdad?. Bien, bien. Vaya usted con mucho cuidado al gastarlo. ¿Y ahora va a Londres a divertirse?. No crea que se casará querida, porque no es así; usted no es el tipo de mujer que entusiasma a los hombres. Además, ya es mayorcita. ¿Cuántos años tiene?.

—Treinta y tres —contestó Katherine.

—Bueno —señaló miss Viner—, tampoco está tan mal. Pero de todos modos, ha perdido ya lozanía.

—Creo que tiene usted razón —afirmó miss Grey divertida.

—De todas maneras, es usted una muchacha muy bonita —añadió miss Viner con amabilidad—. Y estoy segura de que más de un hombre la preferiría a usted en lugar de a una de esas chicas que lo único que saben hacer es enseñar las piernas hasta la rodilla y algo más de lo que Dios les dio para que lo ocultasen. Bueno, adiós, hija mía, deseo que se divierta usted mucho; pero recuerde que en esta vida las cosas no son casi nunca lo que parecen.

Reconfortada con estas profecías, Katherine se marchó.

Medio pueblo fue a la estación a despedirla. Entre la multitud estaba también Alice, la criada que le trajo un ramillete de flores y lloró a moco tendido.

—¡Hay muy pocas personas como ella! —lloriqueó Alice mientras se alejaba el tren—. Cuando Charlie me abandonó por aquella muchacha de la granja, nadie se hubiera portado conmigo tan bondadosamente como lo hizo miss Grey. Aun-que era muy severa con la limpieza, cuando una se había deshecho las manos fregando, sabía apreciarlo. Yo me dejaría hacer pedacitos por ella. Es una verdadera señora, sí, una verdadera señora.

Así se marchó Katherine Grey de St. Mary Mead.

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