Capítulo XXX
Los consejos de Miss Viner
Katherine miró a través de la ventana del dormitorio de miss Viner. Llovía, no violenta pero sí persistentemente. Desde la ventana se veía una parta del jardín cruzado por un sendero que conducía a la verja de la calle, y bonitos parterres donde crecerían las rosas tardías y los jacintos rosas y azules.
Miss Viner reposaba en un amplio lecho Victoriano. Había apartado la bandeja con los restos del desayuno y ahora estaba muy ocupada abriendo su co-rrespondencia, sin dejar de hacer comentarios a cual más cáustico.
Katherine tenía en la mano una carta abierta y la leía por segunda vez. estaba fechada en París y llevaba el membrete del hotel Ritz.
Decía así:
Chére mademoiselle Katherine:
Espero que esté usted en perfecto estado de salud y que su vuelta al invierno inglés no la haya resultado muy deprimente. Yo continúo mis investigaciones con la mayor diligencia. No crea usted que estoy en París de vacaciones. Dentro de muy poco estaré en Inglaterra y espero tener el placer de verla otra vez- Ya le escribiré desde Londres. ¿Recuerda usted que somos colegas en este asunto?. Yo creo que no lo habrá olvidado.
Le reitero mis más respetuosos y devotos sentimientos.
Hercule Poirot
Katherine frunció el ceño. Había algo en aquella carta que le intrigaba.
—Sí, sí, un picnic de los niños del coro, ya se pueden apañar —dijo miss Viner—, pero si no excluyen a Tommy Saunders y a Albert Dykes, no daré ni un penique. No sé para qué van esos muchachos los domingos a la iglesia. Tommy cantó las primeras estrofas del salmo y no volvió a abrir la boca. Y si Albert no estaba chupando una pastilla de menta, es que no tengo nariz.
—Son unos chicos muy traviesos —asintió Katherine.
Abrió la otra carta y un súbito rubor enrojeció sus mejillas. La voz de miss Viner parecía perderse en la distancia. Cuando por fin salió de su ensimismamiento, la buena mujer ponía el broche triunfal a su larga perorata:
—... Y entonces le dije: «De ninguna manera. Lo que pasa es que miss Grey es prima de lady Tamplin». ¿Qué le parece?.
—Ha sido encantador de su parte salir en mi defensa.
—Puede decirlo como quiera. Para mí un título no significa nada. Por muy mujer del vicario que sea, es una verdadera víbora. Insinuaba que usted había tenido que pagar para que la introdujesen en la alta sociedad.
—Tal vez no estaba del todo equivocada.
—Mírese —siguió miss Viner—, podía usted haber vuelto hecha una gran dama, ¿verdad?. Y en lugar de eso aquí está, tan sencilla como siempre, con unas buenas medias de lana y con unos zapatos como todo el mundo. Ayer mismo, sin ir más lejos, se lo dije a Ellen: «¿Te has fijado en miss Grey?. Después de haber alternado con algunas de las personas más importantes del mundo, ¿y acaso la has visto como tú con la falda por encima de las rodillas, medias de seda y los zapatos más ridículos que he visto en mi vida?».
Katherine sonrió para sí. Al parecer había valido la pena amoldarse a los prejuicios de miss Viner. La anciana siguió con más entusiasmo que nunca:
—Para mí ha sido un gran alivio ver que no se le han subido los humos. El otro día, precisamente, estuve buscando mis recortes. Tengo varios que hablan de lady Tamplin y su hospital, pero no pude encontrarlos. Quisiera que los buscara, querida, su vista es mejor que la mía. Están todos en una caja, en un cajón de la cómoda.
Katherine miró la carta que tenía en la mano y estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. Se acercó a la cómoda, encontró la caja de recortes y comenzó a mirarlos. Desde su regreso a St. Mary Mead sentía gran admiración por el valor y el estoicismo de la anciana. Era consciente de que podía hacer muy poco por su vieja amiga, pero sabía por experiencia la importancia que concedían los ancianos a las cosas más insignificantes.
—Aquí hay uno —dijo Katherine—. «La vizcondesa de Tamplin, que ha convertido su villa de Niza en un hospital para oficiales, acaba de ser víctima de un robo sensacional. Todas sus joyas han desaparecido. Entre ellas se encontraban unas magníficas esmeraldas, patrimonio de la familia Tamplin.»
—Seguramente serían de pasta —comentó miss Viner—. La mayoría de las alhajas de esas grandes señoras casi siempre son falsas.
—Aquí hay otro. Una fotografía de ella: «Hermoso estudio fotográfico de la vizcondesa de Tamplin con su hija Lenox.»
—Déjeme verla —dijo miss Viner. Y añadió—: Casi no se ve el rostro de la niña, ¿verdad?. Pero diría que es mejor así. Las cosas son siempre al revés en este mundo y las madres hermosas tienen hijas feísimas. Estoy segura de que el fotógrafo se dio cuenta de que lo mejor para la niña era retratarle la nuca.
Katherine se echó a reír y siguió leyendo recortes.
—«Una de las de las grandes anfitrionas de esta temporada en la Riviera es la vizcondesa de Tamplin, que posee una villa en Cap Martin. Su prima, miss Grey, quien heredó recientemente una cuantiosa fortuna de la manera más romántica, pasa unos días allí.»
—Ese es el que yo buscaba —dijo miss Viner—. Esperaba encontrar alguna foto de usted en alguna revista. Ya sabe usted como son: «La señora Fulana o Zutana jugando al golf», y se ve a una mujer con una pierna levantada y un palo de golf en la mano. Debe ser un suplicio para algunas de ellas ver la pinta que tienen, así.
Katherine no contestó. Alisaba el recorte con el dedo y en su rostro había una expresión preocupada. Por fin sacó la segunda carta del sobre y la leyó otra vez. Luego se volvió hacia su amiga.
—Miss Viner, hay un amigo mío, alguien que conocí en la Riviera que tiene mucho interés en venir a verme.
—¿Un hombre?.
—Sí.
—¿Quién es?.
—Es el secretario de Mr. Van Aldin, el millonario norteamericano.
—¿Cómo se llama?.
—Knighton, comandante retirado.
—Hum, secretario de un millonario. Y quiere venir aquí. Mire, Katherine, le voy a decir algo por su bien. Usted es una muchacha muy buena y sensata. Y aunque tiene buena cabeza, no hay mujer que en su vida no cometa alguna tontería. Apuesto diez contra uno a que ese hombre va detrás de su dinero.
Con un ademán, contuvo la réplica de Katherine.
—Ya me esperaba yo algo así. ¿Qué es el secretario de un millonario?. Una de cada diez veces, un joven a quien le gusta vivir bien, de modales agradables, que adora el lujo y que no tiene sesos ni empuje. Si existe algo más cómodo que ser secretario de un ricachón, es casarse con una mujer rica por su dinero. No quiero decir que usted sea incapaz de inspirarle amor a un nombre. Pero ya no es joven y, aunque tiene muy buena complexión, tampoco es una belleza. Yo le aconsejo que no cometa ninguna locura, pero si está decidida a cometerla, procure usted que su dinero esté a buen recaudo. Bien, ya está, he acabado. ¿Qué tiene que decir?.
—Nada —contestó Katherine—, pero ¿le importaría que él viniese a verme?.
—Yo me lavo las manos. He cumplido con mi deber y, si pasa algo, allá usted. ¿Quiere que venga a comer o a cenar?. Me parece que Ellen podría apañárselas con la cena, siempre que no se ponga nerviosa.
—Lo mejor será que venga a comer. Es usted muy bondadosa, miss Viner. En la carta me pide que le llame, de modo que voy a hacerlo y le diré que estamos encantadas de que venga a comer con nosotras. Vendrá en coche desde Londres.
—Ellen prepara un filete con tomates asados pasable —comentó miss Viner—.No es ninguna maravilla, pero es lo único que prepara más o menos bien. Hay que descartar las tartas porque no tiene mano para la repostería, pero el pudding no le sale del todo mal. También podría usted comprar un trozo de queso de Stilton. Tengo entendido que a los caballeros les gusta mucho el Stilton y todavía queda gran parte de la bodega de mi padre. Tal vez lo más indicado sea una botella de Mosela.
—¡Oh, no, miss Viner, no es necesario todo eso!.
—Tonterías, hija mía. Ningún caballero es feliz si no bebe algo con la comida. También hay un whisky de antes de la guerra, si cree que lo preferirá. Vamos, haga lo que le digo y no discuta. La llave de la bodega está en el tercer cajón de la cómoda, a la izquierda, metida en el segundo par de medias.
Katherine se dirigió obediente a buscar la llave en el lugar señalado.
—En el segundo par, he dicho. En el primero están mis pendientes de brillantes y mi broche de filigrana.
—¡Oh! —dijo Katherine un tanto sorprendida—. ¿Quiere usted que los guarde en el joyero?.
Miss Viner soltó un largo y terrorífico bufido
—¡De ninguna manera!. Sé muy bien lo que me hago. Señor, señor, todavía recuerdo cuando mi padre hizo instalar una caja fuerte en el sótano. Estaba orgullosísimo de ella y le dijo a mi madre: «Ahora, Mary, me traerás cada noche las joyas del joyero y yo las guardaré en la caja fuerte.» Mi madre era una mujer de mucho tacto y sabía que a los hombres les gusta que se haga lo que ellos dicen, y le traía el joyero para que lo guardara como había dicho.»
Una noche entraron ladrones en casa y, naturalmente, lo primero que hicieron fue buscar la caja fuerte como era de esperar. Mi padre había hablado tanto en el pueblo de su caja fuerte y la había alabado tanto, que cualquiera hubiese creí-do que guardaba en ella los diamantes del rey Salomón. Los ladrones se lo llevaron todo: las copas de plata, la bandeja de oro que le habían regalado a mi padre y el joyero.
Miss Viner suspiró nostálgica.
—Mi padre estaba desesperado por las joyas de mi madre. Entre ellas había un magnífico collar veneciano, algunos preciosos camafeos, unos corales rosas y dos sortijas con diamantes de buen tamaño. Al fin, claro está, siendo una mujer sensible, tuvo que decirle que había guardado todas las joyas entre dos corsés y que seguían allí bien seguras.
—¿Y el joyero estaba vacío?.
—¡Oh, no!. Hubiera pesado muy poco Mi madre era una mujer muy inteligente y se ocupó de eso. El joyero estaba lleno de botones y era muy práctico. En el primer cajetín estaban los botones grandes; en el segundo, los pequeños; y en el fondo, una mezcla de varias clases. Lo curioso fue que mi padre se enfadó con ella. Dijo que no le gustaban los engaños. Pero la estoy entreteniendo. Vaya y llame a su amigo y acuérdese de encargar un buen trozo de filete. Dígale a Ellen que no salga con las medias rotas a servir la mesa.
—¿Se llama Ellen o Helen, miss Viner?. Creía que...
Miss Viner cerró los ojos.
—Puedo pronunciar las haches, querida, tan bien como cualquiera, pero Helen no es un nombre adecuado para una criada. No sé en que se están convirtiendo las madres de las clases bajas.
Cuando Knighton llegó a la casa, la lluvia había cesado. Un pálido rayo de sol caía sobre la cabeza de Katherine, que había salido a la puerta para darle la bienvenida. Él se acercó de prisa con entusiasmo juvenil.
—Espero no molestarla, pero estaba ansioso por volver a verla, miss Grey. Confío en que a su amiga no le disgustará mi visita.
—Entre y hágase amigo suyo —dijo Katherine—. Impresiona un poco, pero tiene un corazón de oro.
Miss Viner estaba sentada majestuosamente en el salón, con un juego completo de los bellos camafeos milagrosamente salvados del robo por su madre. Saludó a Knighton con dignidad y una cortesía tan austera que hubiese encogido el ánimo a muchos hombres. Pero Knighton poseía un encanto difícil de rechazar y, después de unos diez minutos, miss Viner se había amansado visiblemente.
La comida fue muy alegre y Ellen o Helen, con unas medias de seda nuevas sin carreras, hizo prodigios en el servicio. Después, Katherine y Knighton salieron a dar un paseo y regresaron a tomar el té tête-à-tête miss Viner se había ido a descansar.
En cuanto se marchó el coche, Katherine subió lentamente la escalera. Miss Viner la llamó y la joven entró en su dormitorio.
—¿Se ha marchado su amigo?.
—Sí, muchas gracias por haberme permitido que le recibiese aquí.
—No hay de qué. ¿Cree usted acaso que soy una vieja cicatera que no quieren hacer nada por nadie?.
—Lo que creo es que es usted buenísima —dijo Katherine afectuosamente.
—¡Hum! —murmuró conmovida miss Viner.
En el momento en que Katherine iba a salir del cuarto, ella la llamó:
—¿Katherine?.
-¿Sí?.
—Confieso que estaba equivocada respecto a este amigo suyo. Cuando un hombre quiere conseguir algo puede mostrarse cordial, galante o hacerse el simpático a fuerza de pequeñas atenciones. Pero cuando un hombre está realmente enamorado, no puede evitar parecerse a un cordero. Cada vez que ese joven la miraba a usted, parecía un cordero degollado. Por lo tanto, me retracto de todo lo que he dicho esta mañana. Es un hombre sincero.