8

Junto al depósito de cadáveres de la Orden Tercera de la Penitencia, en la plazuela de la Carioca, muy al principio de la calle de la Asamblea, había un bar cuyo nombre, muy acertadamente, era Bar de la Morgue. A pesar de tal nombre, era uno de los sitios más animados de la ciudad. Con veladores de hierro forjado y superficie de mármol, conversaciones en voz alta y un piano siempre ocupado por algún noctámbulo, más música de violín alguna que otra madrugada y el aire empapado de humo de los mejores puros de La Habana y de Bahía, el ambiente tenía que ser bueno. También conocido como El Boc de los Muertos, el Bar de la Morgue era uno de los puntos de cita favoritos de la bohemia de Río. Acudían allí atraídos por las salchichas del alemán, pero, sobre todo, por las cervezas Dois Machados, Carlsberg, Guinness y Porter, importadas de Europa. Y no porque faltasen excelentes alternativas nacionales, como la Kremer, de Minas Gerais, la Becker, procedente de Petrópolis, o la Gabel, sino porque los bohemios las rechazaban pomposamente. Las botellas de esta última tenían tapones de corcho, y, para impedir que la fermentación los hiciese saltar, se sujetaban a la botella con cordeles que había que cortar al escanciar la bebida; razón por la que los chicos acabaron llamando a esa cerveza «la marca de cordel».

Uno de los más asiduos del Bar de la Morgue era Olavo Bilac. Y esta noche el local estaba lleno. En torno a la misma mesa del fondo se sentaban, junto con Bilac, sus amigos Guimaráes Passos, Coelho Neto, Paula Nei, Agostini, Aluísio Aze- vedo, Salomáo Calif, el marqués de Salles, José do Patrocinio y Albertinho Fazelli, que era el que invitaba. Detalle indispensable éste, pues el alemán dueño del bar, harto de clientes impecunes, había puesto en sitio muy visible, junto a la caja, un letrero que decía: «Hoy no se vía, mañana sí»; la v, que estaba donde hubiera debido ponerse una f, era culpa del origen germánico del propietario, y a nadie se le había ocurrido corregir tan pintoresca errata.

Tan agradable tertulia crecía en agrado con la presencia de Chiquinha Gonzaga, compositora de talento que había tenido mucho éxito un año antes con su opereta A corte na roca. Chiquinha, estupenda pianista, animaba frecuentemente las últimas horas de la noche con sus cancionetas y sus pequeños choros. Todos la querían mucho, y Paula Nei la llamaba «nuestra George Sand», porque Chiquinha, indiferente a lo convencional, iba siempre con hombres y había tenido el valor de separarse de dos maridos, escándalo que chocó por igual a nobles y burgueses. Razón de más para que aquellos bohemios aceptasen a Chiquinha Gonzaga en sus tertulias. Riéndose de sí mismo, este grupo de amigos se autoproclamaba «la canalla».

Paula Nei estaba leyendo, a su manera inimitable, las nuevas ordenanzas municipales sobre calles y fachadas, recién publicadas en el diario O Paiz:

– «Queda prohibido colocar tiestos con flores en las ventanas, porque, de caerse, pueden herir gravemente a los transeúntes. Sólo se permitirán mascaradas en tiempo de carnaval. Los caballos no galoparán por las calles, excepto si son de la caballería y en casos urgentes. Se construirán urinarios públicos para evitar que los ciudadanos hagan sus necesidades en la vía pública. Y, finalmente, se retirarán de las calles todas las escupideras».

Al terminar de leer, Paula hizo como que escupía en el sombrero de Calif, lo que hizo reír a todos.

Luego pasaron a debatir la llegada de Sherlock Holmes a Río, que sería al día siguiente. El marqués de Salles había sido designado por el emperador para ir a recibirle al muelle, y Albertinho, que mentía desvergonzadamente, estuvo a punto de decir que él había conocido al detective en uno de sus viajes a Londres, pero se contuvo a tiempo, recordando que se exponía a que le careasen con el inglés.

– Parece ser que le acompaña un médico, un tal doctor Watson -informó José do Patrocinio, que se había enterado en la redacción de la Gazeta da Tarde.

– ¿Y por qué? ¿Es que está enfermo, o es un hipocondríaco? -preguntó Bilac.

– Ni una cosa ni otra. Lo que pasa es que es su amigo inseparable, y vive con él -respondió Patrocinio.

– Pues no deja de ser curioso, ¿será que es maricón o así? -se arriesgó a preguntar el marqués de Salles, que sólo pensaba en esas cosas.

– Lo que nos faltaba. Un inglés maricón -se quejó Salomáo Calif, el sastre-. Como si no nos bastase con los cagafino que pululan por aquí. ¿Querréis creer que el otro día uno vino a pedirme que le hiciera unos pantalones con la bragueta atrás para facilitarle el vicio? «Pago lo que sea…, dinero hay, señor Calif, dinero hay…»

– Y sabiendo lo que a ti te gustan los cuartos, no me cabe la menor duda de que se la pusiste -gritó Guimaráes Passos desde el otro extremo de la mesa.

Todos rieron la broma. Si había allí alguien que no podía dudar de la generosidad del sastre, ése era Guimaráes. Salomáo le había hecho varios ternos y levitas al poeta sin que éste le pagase un céntimo. Un día, irritado con él, porque ya le debía casi un ajuar entero, Salomáo le dijo a Guimaráes que ya no le haría más ropa hasta que le pagase lo que le debía. A pesar de su larga amistad, Salomáo, muy serio, afirmó que el crédito de Guimaráes estaba agotado. Así y todo, el sastre, que era un caballero, se avino a seguir haciéndole alguna compostura, pequeños arreglos, cuando el poeta los necesitase. Una semana después, Gimaráes Passos entró en la sastrería de su amigo:

– A ver, ¿sigue en pie tu promesa de hacerme algún arreglillo que otro?

– Pues claro que sí -respondió el sastre.

Passos sacó inmediatamente del bolsillo un saquito lleno de botones y se lo tendió a Salomáo:

– Pues, mira, entonces lo que me gustaría es que me pegases a estos botones un terno de cachemira inglesa.

Calif mismo contaba la historia, añadiendo que le había hecho mucha gracia, y que terminó por fiarle un terno más al poeta.

Olavo Bilac volvió al tema de Sherlock Holmes:

– No, en serio, he oído decir que la capacidad de deducción de ese hombre es extraordinaria. Me he enterado de que el comisario Mello Pimenta quiere pedirle ayuda en el caso de las chicas asesinadas.

– Pues menos mal. No me hacía ninguna gracia ver a un cerebro tan brillante como el del señor ése desperdiciar materia gris en la búsqueda de un violín -dijo Paula Nei.

– Bueno, tú, no es un violín cualquiera. Es un Stradivarius, y vale una fortuna -le corrigió Salles.

– No tanto como la vida de esas chicas -replicó Bilac.

Justo entonces entró en el bar el comisario Pimenta, que les conocía bastante a todos, pues siempre caía por allí a tomar un boc después de la guardia. Recordando que el comisario había estado buscándole, Bilac se levantó y trató de esconderse entre los demás.

– Calma, señor Bilac, que no hay nada contra usted. Todo eso son exageraciones de los periódicos. Al fin y al cabo, si nuestra juventud no pudiese escribir manifiestos, ¿qué sería del Brasil? Yo aquí no vengo más que a tomarme una cerveza -se apresuró a decir Pimenta.

– A ésa le invitamos nosotros, comisario -intervino Albertinho Fazelli, haciendo una seña al camarero.

Bilac, ya tranquilizado, se volvió a sentar diciendo:

– Curiosa coincidencia, ¿eh?, que haya entrado usted en este momento, porque ¿sabe que precisamente estábamos hablando de las chicas asesinadas? Complicado, ¿eh, comisario? Se dice hasta que usted ha pensado pedir ayuda al Sherlock Holmes ese que viene aquí invitado por el emperador.

– No digo ni que sí ni que no -respondió Mello Pimenta, molesto de que la noticia hubiese corrido ya de boca en boca.

– Hale, Pimenta, no se ponga así, que todo el mundo sabe ya ese chisme -dijo Chiquinha Gonzaga, siempre irreverente-. Es Paiva, el de Correos, que ha ido por ahí diciendo que usted le había mandado un telegrama.

Tanto indignó esto a Pimenta que se le atragantó la cerveza que estaba tomando:

– ¡Violación de secreto postal! ¿Cómo se atreve ese canalla a revelar mi correspondencia? ¡Eso es un delito!

– Y tanto. Pero lo que pasa es que Paiva, además de funcionario público veterano, es hermano de la institutriz del conde D’Eu, de modo que no hay quien le toque -explicó Coelho Neto.

– Ni siquiera un celoso comisario de la policía, perseguidor de poetas -remató Bilac con una mirada maliciosa.

Todos soltaron la carcajada, hasta Pimenta, que terminó el primer boc; y Albertinho Fazelli llamó inmediatamente al camarero que atendía siempre a la tertulia para que le trajese enseguida otro.

– El joven Bilac tiene razón. Bueno, pues ya veo que mi telegrama al inglés es del dominio público, no lo voy a negar. Es verdad que le pedí ayuda. Pero no sé si podrá dedicarme un poco de tiempo. Después de todo, si está en el Brasil es porque le ha llamado don Pedro.

– Ningún detective que se precie de serlo podrá menos de interesarse por dos crímenes tan curiosos -dijo Aluísio Azevedo, encendiendo un puro-. Lo que me gustaría saber es cuál es la especialidad de ese señor.

– Eso se lo puedo decir yo -respondió Pimenta, con la lengua más suelta gracias al segundo boc de cerveza-, porque también pedí informes a Scotland Yard…

Gracias a la cerveza, la pronunciación del nombre de la policía inglesa le salió casi perfecta. El grupo, interesado, se le acercó más todavía. Fazelli pidió otra ronda. El marqués de Salles se adelantó.

– Apuesto a que es la deducción. Los buenos detectives tienen que tener la capacidad de sacar conclusiones basándose en las pistas, sin usar otra cosa que la lógica y el raciocinio. ¿No es verdad eso, comisario?

Pimenta asintió. Le gustaba ser el centro de la atención de todos.

– Y permítame que añada, marqués, que no es tan fácil como parece a primera vista. Mire, voy a aprovechar la oportunidad de estar hablando con gente tan inteligente como ustedes para hacerles una demostración. Les contaré un caso muy famoso, y a ver quién da con la solución basándose en las mismas pistas.

– ¡Estupenda idea!-se animó Aluísio Azevedo-. Es como un juego de adivinanzas.

– No, señor, Aluísio, nada de adivinanzas: ¡deducción, pura deducción! -pontificó Mello Pimenta, sentándose a la mesa.

Se sentía el amo de la situación. Los bohemios, incluso los que estaban en mesas cercanas, se acercaron, pendientes de sus palabras y de unos cuantos litros de cerveza más. Pimenta tomó otro trago, se secó la espuma blanca del bigote, hizo una pausa, y empezó:

– Como les he dicho, es muy difícil. Es cosa de profesionales, créanme. No se depriman si no les sale la conclusión. Naturalmente, no diré ni los nombres de las personas ni los de los sitios donde ocurrió -y, en un tono de voz más sombrío, pasó a contarles la vieja charada policial, pero poniéndose él de protagonista-. Se encontró a una mujer muerta de un tiro en la cabeza en un jardín a unos doscientos metros de distancia detrás de su casa.

– Pues algo habría hecho -gruñó Alberto Fazelli, que no tenía muy buena opinión del sexo débil.

Coelho Neto le mandó callar, y Mello Pimenta prosiguió:

– En cuanto llegué yo, el marido me dijo que él había sido el primero en encontrarla. Al oír el disparo salió en la dirección de la detonación, y vio a su mujer sangrando profusamente, de modo que fue corriendo a por vendas. Cuando volvió, ya estaba muerta. Entonces volvió a su casa y me mandó llamar.

– Pobre hombre… -comentó Salomáo Calif, que tenía en gran veneración a la familia.

– Bueno, pues, examinando bien el local, le dije al marido que el tiro había partido del otro lado del jardín, porque entre la casa y el lugar del asesinato sólo había vestigios de cuatro huellas humanas, una de las botinas de la mujer al salir, y tres de los zapatos del marido. Fuimos hasta el jardín y allí encontré marcas de pólvora junto a un arbusto.

– ¿Y cómo dio con el asesino? -preguntó, impaciente, José do Patrocinio.

– Ya verán. En cuanto volvimos a la casa, noté que sobre la mesa del comedor había una botella de vino de Oporto sin tapón, y con una mancha oscura en el marbete. El espejo del recibidor estaba roto. Me volví inmediatamente al marido y le detuve. ¿Por qué?

– ¡Porque el vino estaba envenenado! -se apresuró a decir Albertinho Fazelli, que hablaba más que pensaba.

– ¡Pero Albertinho, si la mujer murió de un tiro! -le recordó Bilac.

– ¡Pues entonces era la bala la que estaba envenenada! -insistió Fazelli, que era muy cabezón.

– Si, en vez de deducción, esto fuera un concurso de disparates, tú ganabas el primer premio -concluyó Paula Nei.

– ¿Llegó a beber el oporto el marido? -quiso saber Bilac.

Mello Pimenta, solemne, movió negativamente la cabeza.

– Lo que hizo el marido fue romper el espejo al ver reflejada en él su imagen. Debía de estar muy mal vestido -se adelantó Salomáo Calif.

Hasta Albertinho Fazelli encontró absurda la deformación profesional del sastre.

Nadie sugirió soluciones para el enigma. Pimenta, en vista de esto, encendió el puro que le ofrecía Guimaráes, y, muy satisfecho, exhaló una gran humareda, saboreando al tiempo el tabaco y el éxito.

– Las huellas. La solución está en las huellas -dijo Chiquinha Gonzaga.

– Pero no seas burra, Chiquinha, ¿qué tendrán que ver las huellas? -se burló Aluísio Azevedo.

– Pues doña Chiquinha tiene razón -dijo Pimenta, ligeramente molesto.

Chiquinha Gonzaga prosiguió:

– Los burros sois vosotros. Aquí el comisario ha dicho que no encontró más que cuatro pares de huellas. Tres del marido y uno de la mujer. Ahora bien, si el marido salió de casa como dijo que había hecho, tendría que haber cinco pares de huellas. El primero, de la esposa, y los otros cuatro, del marido. Uno, para ir hasta el jardín, donde estaba la mujer; otro, para volver a por las vendas; otro, para volver al jardín; y, finalmente, el cuarto, cuando volvió para llamar a la policía. Como el comisario no encontró más que cuatro pares de huellas, pues está claro que el marido había esperado a su esposa escondido detrás de los arbustos.

Todos los habituales del Bar de la Morgue se quedaron pasmados ante la capacidad de deducción de la compositora. Paula Nei gritó:

– ¡Viva Chiquinha Gonzaga, nuestra detective con faldas!

– ¡A ver, otra ronda de bocs para los vivos en el Boc de los Muertos! -pidió a gritos Alberto Fazelli.

Entre tanta animación, el único que no parecía muy contento al ver su misterioso caso tan bien resuelto por una mujer era Pimenta. Interrumpiendo el regocijo general, el marqués de Salles preguntó:

– Dígame, comisario, ¿qué tienen que ver la mancha en el marbete y el espejo roto con la historia de la botella de Oporto sin tapón?

– Pues la verdad es que nada. Lo dije para dar más sabor al caso -dijo Mello Pimenta, contrariado, mirando al tiempo a Chiquinha, lo que provocó la risa de sus oyentes.

Hasta el alemán, desde el otro lado de la barra, aplaudió a la compositora:

– La ronda shiquiente corrre de mi güenda -berreó, con su acento cerrado-, el chica éste es mucha mejorra que Beethoven.

Nunca se llegó a dilucidar si el alemán comparaba la inteligencia o las dotes musicales de ambos compositores.

Lo que quedó claro a ojos de Pimenta fue que Chiquinha Gonzaga se había convertido en la estrella de la noche. Para recuperar el terreno perdido, y vengarse, de paso, de la pianista, se lanzó a cambiar el tema de la conversación.

– Los crímenes que investigo ahora son mucho más complejos. Dos lindas muchachitas, niñas casi, brutalmente asesinadas, sin que, aparentemente, haya la menor relación entre ambas. La primera, una prostituta; la segunda, camarera de palacio. Y las dos, víctimas del mismo bárbaro asesino.

– ¿Y cómo sabe usted, comisario, que se trata del mismo asesino? -preguntó Guimaráes Passos.

Pimenta se arrepintió inmediatamente de haber dicho esto. Las pistas dejadas por el asesino no eran todavía del dominio público. De no haber sido por la cerveza, seguro que no habría abierto la boca. Pero ya era demasiado tarde para volverse atrás, de modo que siguió adelante:

– Pues por las orejas.

– ¿Qué orejas? -preguntó, curioso, Olavo Bilac.

– No, lo que pasa es que el asesino cortó las orejas de sus dos víctimas y se las llevó consigo.

Un escalofrío de repulsión estremeció a la concurrencia. A Pimenta le encantó la reacción que causaban sus palabras:

– ¿No le gustaría a usted ver los cadáveres, doña Chiquinha? A lo mejor podría echarme una mano con su brillante capacidad de deducción -añadió, perverso, Pimenta.

– Estupenda idea -dijo el marqués de Salles, excitado ante la perspectiva de ver el depósito de cadáveres.

– La verdad, es que no tengo inconveniente -respondió Chiquinha Gonzaga.

– Ni yo -se animó también Paula Nei.

– A mí me gustaría, pero no puedo. Se me han olvidado las llaves de casa y no quiero despertar al servicio -se disculpó Alberto Fazelli.

– También yo prefiero irme a dormir. Mañana tengo una prueba muy temprano -declaró Salomáo Calif, zafándose de tan fúnebre tarea.

– Bueno, pues si vamos, vamos ya -dijo Olavo Bilac, levantándose.

– Calma, calma, no hay prisa. Nadie se las va a llevar de donde están. Déjenme terminar primero mi puro, que es falta de respeto echar humo a los muertos -protestó Mello Pimenta, exhalando una larga bocanada.

Los únicos del grupo que siguieron a Mello Pimenta hasta el depósito de cadáveres de la Orden Tercera de la Penitencia fueron Guimaráes Passos, Paula Nei, Coelho Neto, Olavo Bilac y, naturalmente, Chiquinha Gonzaga. Recorrieron el pequeño trecho de la calle de la Asamblea y entraron en la de la Carioca. El comisario mostró al vigilante nocturno su documento de identidad y éste abrió el portón de hierro que daba al lugar un aspecto más siniestro aún. Al oír el fuerte rechinar de los batientes, Coelho estuvo a punto de inventar una excusa para irse de allí a toda prisa, pero siguió adelante, por miedo, más que nada, a las burlas de sus amigos. Los siete siguieron en silencio por el tortuoso pasillo que conducía al depósito. Se sentía un fuerte olor a formol que reforzaba el hedor a muerto de aquel lugar. Llegaron a la entrada de la sala mortuoria y Pimenta llamó al ayudante del turno de noche:

– ¡Gervasio!, ¡venga, Gervasio, despierta!

El encargado apareció medio dormido, con los pelos desgreñados. A todos les sorprendió su aspecto. Gervasio era casi un enano. Tenía treinta años, y medía, como mucho, un metro quince de altura. Pertenecía a una familia tradicional de circo, que le presentaba como el enano más pequeño del mundo, pero hubo de abandonar su carrera artística por culpa de una catástrofe que es la pesadilla de todos los enanos: empezó a crecer. Al principio, cuando se dio cuenta de que había crecido, de noventa y ocho centímetros a un metro dos centímetros, trató de disimularlo encogiéndose cada vez que se exhibía en la pista, pero sus padres y hermanos, que eran todos enanos, no tardaron en darse cuenta de la treta de su pequeño Gervasio. La familia, entonces, con la integridad que es característica del mundo circense, se negó a hacerse cómplice de tal farsa, y, entre lágrimas y gemidos, el desdichado enano no tuvo más remedio que romper con la mujer barbuda de la que estaba enamorado desde hacía años y salir a enfrentarse con el mundo hostil y gigante. El único empleo que encontró, después de larga búsqueda, fue como ayudante en el depósito de cadáveres de la Orden Tercera, y fue por la influencia de un sacerdote caritativo que se compadeció de la precaria situación del pequeño artista. Al principio le desasosegaba mucho a Gervasio la convivencia con los muertos, sobre todo porque siempre eran más altos que él, pero al cabo de cinco años de esta existencia, ya se había habituado a circular tranquila, y hasta alegremente, entre tanto despojo humano.

– Hola, comisario, ¡éstas no son horas! ¿Es que no teme despertar a mis clientes? -bromeó el liliputiense ayudante con su voz de falsete.

– Perdona, Gervasio, ya sabes que la justicia no sabe de horarios. Tengo que enseñar a estos amigos, todos ellos grandes detectives, los cuerpos de las dos mozuelas.

– Sí, sí, por supuesto, comisario, siempre tengo mucho gusto en ponerme a su disposición -dijo con toda sinceridad el enano, pues Pimenta era el único que no le gastaba toscas bromas pesadas sobre su estatura-. Las chicas, ya sabe, se encuentran en muy buen estado, a ver si no se nos retrasa el hielo.

Gervasio se refería al hielo que llegaba de Norteamérica en grandes bloques en la sentina de los barcos, muy bien envuelto en gruesas capas de serrín. Una vez descargado se guardaba inmediatamente en depósitos especiales, en profundas bodegas y con todas las precauciones necesarias. Y, por increíble que parezca, lo cierto es que las pérdidas eran pequeñas. No más de un treinta o un cuarenta por ciento al cabo de cinco meses. Pero a veces los vapores llegaban con algún retraso, lo que planteaba serios problemas en los depósitos de cadáveres y en las fábricas de helados. El enano abrió con agilidad y destreza dos grandes cajones donde estaban los cadáveres de las chicas asesinadas. De uno de ellos sacó un paquete de color marrón.

– Vaya, de modo que era aquí donde me había dejado lo que quedaba de mi bocadillo -comentó, como hablando para sus adentros.

El grupo quedó espantado ante tal escena. Exceptuados Bilac y el marqués, que estaban poseídos de una curiosidad morbosa, todos se habían arrepentido ya de haber aceptado la invitación del comisario, y lo que querían era salir de allí lo antes posible. Aunque trataban de dar la impresión de encontrarse a gusto, Pimenta se dio perfecta cuenta de la sensación de malestar y pavor que aquel lugar provocaba en sus invitados, la misma que él sintió muchos años antes, cuando, al comienzo de su carrera, fue a visitar el depósito de cadáveres por primera vez. A pesar de la muerte violenta que habían sufrido, las muchachas, envueltas en sus grandes sábanas blancas, parecían sumidas en un profundo sueño. Más que en un depósito de cadáveres, los asistentes se sentían en un colegio de chicas, acechando a escondidas el dormitorio de las alumnas.

– Qué bellas son… -murmuró Bilac.

– ¿Pero quién habrá sido el monstruo que hizo esta salvajada? -preguntó Guimaràes Passos.

– Eso es lo que me gustaría saber a mí -dijo Mello Pimenta.

Se volvió a Chiquinha Gonzaga, saboreando la venganza de tenerla allí, y le preguntó:

– Bueno, vamos a ver, «colega», ¿le apetece examinar los cadáveres?

– De sobra sabe usted, comisario, que no soy especialista. Además, el único dato curioso ya lo sabemos: les faltan las orejas -respondió Chiquinha, sin conseguir apartar los ojos de las muertas.

– Bueno, hay otro: las cuerdas -añadió el comisario.

– ¿Qué cuerdas? -intervino el marqués de Salles.

– ¡Ah!, ¿pero no se lo dije? Enrolladas, junto… junto al cuerpo de las dos, encontramos sendas cuerdas de un instrumento musical -remató Pimenta, sacando los hilos del bolsillo-. Lo que pasa es que no sé qué clase de instrumento musical será.

Chiquinha Gonzaga le quitó las cuerdas de las manos a Mello Pimenta.

– A ver, comisario. Para eso no hacía falta traernos a un lugar tan cargado de sombras y tristeza como éste. Esas cuerdas son de violín. Y le diré más, son la primera y la última, la de sol y la de mi -se las devolvió, y se volvió hacia la salida-, ¿Y ahora, qué? ¿Nos podemos ir o tenemos que seguir visitando esta versión macabra de Madame Tussaud? -escupió, arisca, refiriéndose al famoso museo londinense de figuras de cera.

– No, nos vamos todos, basta de horrores, para una noche ya está bien -añadió Coelho Neto, tirando del brazo a Olavo Bilac, que seguía con los ojos fijos en los dos cadáveres-. Hale, venga, Olavo, vámonos.

– Qué lindas son… -murmuró de nuevo el poeta.

Gervasio cerró los cajones y los acompañó hasta la puerta.

– Vuelva usted, comisario. Ya sabe lo mucho que me gusta su compañía; estos señores ya se ve que no son de mucho palique.

Pidió al vigilante nocturno que le ayudase a cerrar los pesados portones y se quedó a la entrada, mirando a través de la verja al grupo que se alejaba. En cuanto hubieron desaparecido por la calle de la Asamblea, el enano se sacó del bolsillo el paquete marrón y terminó de comer tranquilamente su bocadillo.

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