15

Aún lloviznaba un poco sobre la ciudad cuando el tílburi que llevaba a Sherlock Holmes y al doctor Watson pasó por la calle Nueva de los Arcos. Holmes se admiró de la magnitud de los edificios. En realidad, la doble arcada formada por los cuarenta y dos arcos que sustentaban el puente del acueducto ofrecía un majestuoso aspecto, recordando al transeúnte las antiguas construcciones del imperio romano. El acueducto había sido edificado por el gobernador Gomes Freire de Andrade en 1750, o sea aún en tiempos coloniales. Deslumbrado, Sherlock preguntó al cochero qué era aquella mole, y el cochero, acostumbrado a mostrar Río de Janeiro a los extranjeros, se lo explicó:

– Pues es un acueducto que lleva agua desde el otero del Destierro hasta el de San Antonio. Ahora bien, a pesar de todas las modernizaciones, la verdad es que el abastecimiento sigue siendo pésimo. El acueducto, ahí donde lo ve, ya no está a la altura de la demanda.

– ¿Es que escasea el agua en Río? -se sobresaltó el detective.

– Constantemente, señor. Menos mal que tenemos las fuentes públicas. La culpa es de los gobernantes esos, que son tocios unos ladronazos. Fíjese usted que hace tiempo hasta llegaron a imponer un tributo especial y todo que dijeron que era para resolver de una vez ese problema.

– ¿Y se resolvió? -preguntó Holmes.

– ¡Qué se va a resolver! Le diré: para evitar que los fondos se malgastasen, pues guardaron el dinero que se destinaba a la traída de aguas en un enorme arcón con tres cerraduras.

– Estupenda idea -comentó Sherlock.

– Sí, sí. Pues sabrá usted, caballero, que una de las llaves quedó en poder de la Cámara, otra en manos del gobernador, y la tercera en las del superior de los jesuítas, y, así y todo, como lo oye, el dinero desapareció y éste es el día en que no se sabe dónde fue a parar. Es lo que le digo, que todos ellos son un atajo de caraduras -rezongó el cochero, indignado.

Poco después el cochero tiraba de las riendas y los dejaba a los dos junto a la escena del crimen. Los transeúntes habían cubierto los restos mortales de Carolina de Lourdes con hojas de periódico. Alguien había encendido velas en torno al cadáver, pero la llovizna se encargó de apagarlas todas, menos una, que aún lucía, trémula y timorata, junto a la cabeza de la muchacha. Los «murciélagos», como se llamaba también a los agentes de la policía, formaban un cordón aislante que impedía a los curiosos acercarse para saciar su morbo. De repente se oyó a lo lejos ruido de cascabeles y trote de caballos. Todos miraron y vieron un coche fúnebre de pobres de solemnidad salir de la calle de la Relación y entrar en la de los Inválidos. Iba completamente cerrado y paró junto a la joven asesinada. Del asiento del cochero se bajaron de un salto dos «armadillos», como llamaba la gente a los encargados de recoger los cadáveres de los indigentes; los «armadillos», con la práctica y la frialdad que dan los años, abrieron la parte posterior de su vehículo, sacaron del interior una lona gruesa y envolvieron en ella a Carolina. Luego, cogiendo el bulto por los pies y la cabeza, lo metieron en el coche, y uno de ellos se volvió y, con un certero escupitajo, apagó la luz de la última vela, que persistía en lucir al borde de la acera. En menos de cinco minutos se alejaron de allí, calle del Resende abajo.

Mello Pimenta y Saraiva, que ya habían examinado a la víctima, se acercaron a los dos ingleses, y Pimenta se encargó de hacer las presentaciones:

– Buenos días, señor Holmes, doctor Watson, éste es nuestro forense, el profesor Saraiva.

Holmes hizo de intérprete:

– Este señor es colega tuyo, Watson, es forense, una variante de tu especie, por cierto, interesantísima. Los forenses son los únicos médicos que lo saben todo, aunque, por desgracia, cuando ya es demasiado tarde.

Mello explicó rápidamente lo que había ocurrido la noche anterior, y Sherlock preguntó:

– ¿Se sabe ya quién es la chica?

– Sí, se llama Carolina de Lourdes Calixto, y era del Torno.

– O sea, otra prostituta -declaró Sherlock Holmes, pensando que «torno» sería una palabra de argot para decir «barrio chino».

– No, no, señor Holmes, el Torno es una institución benéfica que recoge a los expósitos. Esta chica era hija de un empresario de pompas fúnebres llamado Josué Calixto, y trabajaba allí como ama, pero por pura caridad.

– ¿Quién descubrió el cadáver?

– Pues precisamente una de las hermanas de la Caridad de la Casa de Beneficencia. El Torno de los Expósitos queda muy cerca de allí, en la calle de Evaristo da Veiga. Ya estuve allí, haciendo pesquisas.

– ¿Y averiguó si la chica tenía enemigos?

– Justo lo contrario, era muy querida de todos. Todos están llenos de indignación y tristeza por lo ocurrido.

– ¿Y vio alguien si la siguieron al salir?

– No, nadie. Llovía mucho, pero ella, así y todo, insistió en volver a casa sola.

– Qué fastidio, pues estamos en las mismas -se quejó Holmes, pasándose los dedos por la cabeza, que le empezaba a doler.

Mello Pimenta se excusó:

– No sabe lo que siento molestarle tan de mañana, pero, como se trataba de nuestro «sirialquíler», pues pensé que le interesaría seguir la investigación personalmente.

– No, comisario, hizo usted muy bien. Me imagino que miraría por aquí en busca de pistas nuevas.

– Sí, claro, por supuesto, pero las pistas son las de siempre. Orejas cortadas y otra cuerda enrollada -concluyó Mello Pimenta, mostrando a Sherlock la cuerda de violín.

– Por lo menos ya está fuera de toda duda que el serial killer y el ladrón del violín son la misma persona. Lo que más me preocupa es que todavía queda una cuerda en el instrumento. ¿Vio usted huellas o marcas por el suelo?

– Si las había, se las llevó la lluvia.

– ¿Le molestaría que hiciese yo un pequeño examen del lugar?

– No, en absoluto, señor Holmes, al contrario, lo consideraría un favor.

El detective se sacó la lupa del bolsillo y se acercó a la acera, ennegrecida por las manchas de sangre. Cuando se inclinó para ver mejor el suelo, sintió que le daba vueltas la cabeza y la lupa se le escapó casi de las manos. Tuvo que apoyarse en el muro para no caer. Mello Pimenta, Saraiva y Watson se apresuraron a sujetarle.

– ¿Qué te pasa, querido? -le preguntó Watson preocupado.

– No, nada, un pequeño mareo -respondió Holmes, reponiéndose rápidamente.

Luego tradujo a Pimenta y a Saraiva:

– Ha sido un mareo. Debe de ser que ayer abusé de unas hierbas que me dio una amiga. No sé si conocen ustedes los cigarrillos indios. Estupendos, por cierto, lo que pasa es que fumé más de la cuenta.

– Por lo que veo, ha probado usted nuestro pango.

– ¿Pango?-preguntó Sherlock.

– Sí, es el nombre que dan los negros al cannabis. Hasta se cultivaba en un campito que había en la huerta del palacio de Su Majestad en San Cristóbal.

Mello Pimenta, preocupado por el súbito malestar del detective, cogió a éste por el brazo para apartarle de allí:

– Señor Holmes, le puedo asegurar que aquí no hay nada que nos pueda interesar. Sería mejor que volviese al hotel con el doctor Watson, yo voy con Saraiva al Instituto Forense para presenciar la autopsia.

– No, en modo alguno. El doctor Watson y yo insistimos en presenciar también la autopsia. A fin de cuentas, ocho ojos ven mejor que cuatro.

– Ocho no, siete.

– ¿Y eso?

– Es que Saraiva es tuerto -explico Mello Pimenta, revelando así un detalle desconocido de la anatomía del profesor.

– Un recuerdo de las batallas de Paraguay -explicó a su vez el doctor Saraiva, algo violento.

– Pues no le sabía yo a usted héroe de guerra -dijo Holmes, emocionado-. ¿Fue en alguna lucha cuerpo a cuerpo?

– No, una infección. Me froté el ojo con la mano sucia -respondió, sin el menor reparo, el forense.

– Bueno, lo dicho, que me gustaría ir con ustedes. Este mareo mío es cosa pasajera -aseguró el detective.

Saraiva, que sabía más que nadie de resacas, le dio la receta:

– Si me permite, señor Holmes, el mejor remedio para esa sensación matutina es una buena cachaça.

– ¿Cachaça, dice usted?, ¿y qué diablos es eso?

– Un aguardiente que se hace con melaza. Una bebida, créame, muy suave, verdaderamente deliciosa. Y basta con una dosis para dejarle a uno como nuevo. Además, si quiere, le acompaño, también yo me siento un poco pachucho esta mañana.

– Saraiva, a mí no me parece buena idea eso de recomendar aguardiente al señor Holmes a estas horas -aventuró Mello Pimenta, prudente.

– Tonterías, querido Mello Pimenta. Tengo la absoluta seguridad de que este sano remedio dejará a nuestro amigo inglés como una seda -afirmó el médico.

Los cuatro se dirigieron a un cafetín que había en la esquina de la calle del Riachuelo, y Saraiva, con envidiable pericia etílica, pidió dos dosis del mejor aguardiente de la casa y se bebió la copa de un solo trago. Cuando el doctor Watson vio el líquido transparente, que exhalaba un fortísimo olor a alcohol, preguntó qué clase de bebida era aquélla.

– Nada de particular, Watson, un aguardentito de melaza de azúcar. El profesor Saraiva me asegura que sus resultados curativos son excelentes -tradujo Sherlock a su amigo.

– No sé, no sé, Holmes, a juzgar por el olor, yo diría que debe de ser fortísimo, a lo mejor te convendría más no beberlo puro -aconsejó Watson.

– ¿Qué hago? ¿Echarle un poco de agua?

– Para mí que te sentaría mejor algún zumo de fruta. Naranja o limón. Son un estupendo remedio. Se conocen muy bien sus efectos, incluso contra el escorbuto.

Sherlock se volvió al dueño del cafetín:

– Mi amigo me dice que eche un poco de zumo de naranja o de limón en esta bebida. ¿Tendría usted alguna de esas frutas por casualidad?

– Tengo limones -respondió, algo sorprendido, el propietario, sin apartar los ojos del sombrero y de las sandalias de rústico que llevaba todavía el doctor.

Watson añadió:

– Y quizás convenga añadirle también un poco de hielo y azúcar, Holmes, para compensar el ardor del alcohol.

Sherlock Holmes pasó las exigencias del doctor al dueño del cafetín, que fue al otro extremo de la barra a pedir a su empleado azúcar y limones. Watson cortó un limón en cuatro pedazos y echó dos de ellos en el vaso junto con el azúcar; luego se puso a exprimirlos con una cuchara:

– Por si las moscas -añadió-, lo mejor es meter en el vaso los gajos enteros y exprimirlos dentro.

Terminada esta operación, Watson echó también unos pedacitos de hielo y entregó la extraña bebida al detective:

– Hale, Holmes, ahora es cuando pienso que podrás beber- te esto sin peligro.

En el otro extremo de la barra, el empleado y el dueño del cafetín miraban la escena con verdadera fascinación. El joven preguntó:

– ¿Oiga, patrón, qué idioma es el que están hablando?

– Pues, mira, para mí que es latín o cosa del demonio.

– ¿Y ese potingue que están haciendo, qué es?

– No sé, algún invento del caipira ese, supongo -dijo el propietario, señalando el sombrero vaquero que llevaba Watson.

– ¿Cuál dice usted, el grandote? -insistió el muchacho, señalando a Sherlock Holmes que iba de blanco de pies a cabeza.

– No, el caipira grande no hace más que beberlo. Quien lo preparó fue el pequeñín, el caipirinha -precisó el propietario, bautizando así para siempre el exótico mejunje.

El depósito oficial de cadáveres de la plazuela de Moura era un lugar más lúgubre incluso que el de la Orden Tercera. El piso era de cemento oscuro, y los azulejos blancos, agrietados y desgastados por el tiempo, que revestían las paredes no contribuían nada a animar su aspecto.

Resultaba irónico que allí, además de a desinfectante, diese también a vida; esto se debía a que las dependencias del edificio colindaban con la monumental cocina del Hospital de la Santa Casa, y los aromas culinarios que salían por la chimenea de ciento sesenta palmos, construida con treinta y seis mil ladrillos ingleses resistentes al fuego, sobrevolaban permanentemente el depósito de cadáveres. Muchos visitantes se sentían abrumados por tan almizcleña mescolanza.

Saraiva llevaba casi una hora examinando el cuerpo abierto de Carolina de Lourdes. Mello Pimenta y el doctor Watson presenciaban la autopsia de lejos, pero Sherlock Holmes, inclinado sobre la mesa de piedra, seguía atentamente cada movimiento del forense. Sus observaciones sorprendían a veces a Saraiva:

– ¿Me permite que le pregunte, señor Holmes, dónde adquirió usted tal conocimiento de mi especialidad?

– Como detective que soy, pienso que este asunto es fundamental, y por eso estudié anatomía y paleontología con sir Richard Owen, del Museo Británico. También me he interesado siempre mucho por los trabajos de Leonardo da Vinci. A Leonardo le fascinaba la figura istrumentale dell’uomo, como usted sabe muy bien.

– Sí, claro -asintió Saraiva, que no tenía la menor idea.

Holmes miró atentamente las entrañas abiertas de la muchacha:

– Profesor, aquí hay algo que me llena de extrañeza…

– ¿Qué es, señor Holmes?

– No sé, me da la impresión de que los órganos internos han sido vueltos a meter en la cavidad. Como si el asesino los hubiese arrancado desde fuera para volverlos a poner luego en su sitio.

El patólogo se inclinó sobre el cadáver:

– ¡Canastos!, ¡pero tiene usted razón! -se espantó Saraiva.

Diciendo esto, metió la mano en la cavidad abierta de par en par, apartó el estómago y sacó el hígado. Holmes le aplicó su lupa y se puso a examinarlo detalladamente. Llamó a Mello Pimenta:

– Mire, comisario, hay indicios claros de uñas y líneas microscópicas, invisibles al ojo humano, en la carne, como si el asesino hubiese pasado este hígado contra una superficie áspera. Por las impresiones profundas de los dedos y por los finos surcos, es posible que el asesino… -Sherlock vaciló-. ¡No, sería demasiado horrible!

– ¡Diga, diga, señor Holmes, por favor!

– Sé que es espantoso lo que voy a decir, pero tengo casi la certidumbre de que ese monstruo se frotó el hígado contra la cara.

Todos, menos Watson, que no entendía lo que se estaba diciendo, se sobresaltaron. El detective prosiguió:

– De noche, la barba comienza a crecer, y estas pequeñas estrías deben de haber sido causadas por frotamiento contra los pelos faciales. El demente, llevado de un frenesí, se rozó la cara con las vísceras de la pobre chica -concluyó Holmes, sombrío.

Mello Pimenta asintió, horrorizado:

– Ya no cabe la menor duda de que se trata de un loco de atar. El director del manicomio nos ha dado hora para la semana que viene. Voy a mandarle recado de que iremos a verle mañana mismo.

Holmes seguía examinando las huellas dejadas en la carne por los dedos:

– Lástima que los estudios de Juan Vucetich no sean definitivos todavía.

– Perdone usted lo inmenso de mi ignorancia, señor Holmes, pero ¿podría decirme a qué se refiere? -preguntó Mello Pimenta.

– Se trata de un policía argentino, de Buenos Aires, que está ultimando un sistema de identificación por medio de los dedos. El lo llama «dactiloscopia comparada». Según Vucetich y algunos antropólogos europeos, no hay dos seres humanos que tengan las mismas líneas de piel en las extremidades. Si examina usted esto con lupa, verá los restos de esas líneas que digo. Lástima que, por el momento, nada de esto pueda sernos útil -replicó Holmes, devolviendo el hígado de la muchacha al profesor Saraiva.

En aquel instante interrumpió su conversación un rugido de dolor que llegaba de la entrada:

– ¡Anatema!, ¡anatema!

En el vano de la puerta apareció la figura angustiada de Josué Calixto, el empresario de pompas fúnebres que era padre de la pobre muchacha. Alto, vestido de negro y con sombrero de copa, Calixto parecía una auténtica caricatura de su profesión. Profundas ojeras le surcaban el rostro, y sus ojos se habían convertido en sendos pozos de sangre por causa del llanto incontenible. Avanzando hacia los presentes, preguntó, desesperado:

– ¡Mi hija!, ¿dónde está mi hija?

Saraiva, que tenía aún en la mano el hígado de la muchacha, se lo pasó con disimulo a Holmes al tiempo que señalaba al recién llegado la mesa de autopsias. Como se encontraba entre Calixto y la mesa, el detective se llevó el hígado a la espalda y se apartó. El empresario de pompas fúnebres se abalanzó, alucinado, sobre el cadáver de su hija:

– ¡Fui yo, yo, quien la mató! ¡La culpa es enteramente mía! ¡Oh, Dios mío, qué cruel castigo! ¡Hijita querida, ya no volveré a verte viva! -gritaba Josué Calixto, cuyo dolor le inducía a declarar a voz en cuello lo que saltaba a la vista.

Cuidando de que el empresario de pompas fúnebres no le viese, Holmes tiró con buena puntería el hígado a Mello Pimenta, aproximándose acto seguido al desconsolado padre:

– ¿Me permite, señor, que le pregunte por qué razón se declara usted responsable de tan repugnante crimen?

Josué le contó el largo viacrucis de su hija, y cómo, por causa de su intransigencia, la pobre chica hubo de acabar en el Torno de los Expósitos.

– ¡Si hubiese sido yo más comprensivo, nada de esto habría ocurrido! ¡Ay, Dios mío!, ¿por qué no me llevaste a mí a tu seno en lugar de a mi Carolina? -se lamentaba el pobre hombre, consumido por el dolor.

Pimenta se acercó a Calixto, dejando el hígado, de paso, en manos de Saraiva.

– Señor Calixto, yo soy el comisario Mello Pimenta. De sobra sé que no es éste el momento más oportuno, pero, así y todo, debo hacerle algunas preguntas.

– Por favor, comisario, adelante. Todo cuanto esté en mi mano para esclarecer este terrible asesinato… -respondió entre sollozos el empresario de pompas fúnebres.

– ¿Sabía usted si su hija tenía amigos nuevos?

– No, no, la pobrecita estaba enteramente dedicada a los huérfanos.

– ¿Observó usted últimamente si rondaba alguien su casa?

– No, tampoco. Vivimos en un barrio muy tranquilo. Cualquier anomalía me habría llamado la atención enseguida.

– Si recuerda usted en algún momento algo que crea que puede interesarme, ya sabe, estoy en la comisaría número tres -le informó Pimenta.

Mientras el comisario hacía estas preguntas, Holmes examinaba por su cuenta la ropa rasgada de Carolina de Lourdes, que estaba hecha un rebuño en un rincón. Notó, perdida entre los pliegues de la falda, una larga crin de caballo que había pasado inadvertida en los primeros exámenes. Sin que nadie le viese, Holmes la enrolló entre los dedos y se la guardó en el bolsillo.

Josué Calixto, entre tanto, se secaba las lágrimas, diciendo:

– Y ahora, si me lo permiten ustedes, me gustaría quedarme* aquí a solas con mi hija unos momentos. ¿Quién es el encargado?

Saraiva, con una maniobra típica de malabarista, pasó el sufrido hígado al doctor Watson y dio un paso en dirección a Calixto:

– Soy yo, Saraiva, a sus órdenes.

– De nombre le conozco mucho, profesor. Bueno, pues, como somos casi del mismo ramo, quería pedirle un favor.

– Usted dirá, señor Calixto.

– Verá, veo que el monstruo ha desgarrado salvajemente a mi pobre hija. Si usted ha terminado ya de examinarla, me gustaría utilizar toda mi habilidad para dar a la desdichada niña el aspecto que tenía en vida. No quiero que la vean así a la pobre, ni me gustaría un velatorio con el ataúd cerrado -concluyó, solemne, el empresario de pompas fúnebres.

– Por supuesto, señor Calixto, es lo menos que podríamos hacer -respondió Saraiva, apretándole la mano-, le acompaño muy de veras en el sentimiento.

Holmes, Pimenta y el forense se fueron despidiendo en silencio del pobre hombre. Cuando le llegó el turno a Watson, se sacó el hígado del bolsillo, donde lo llevaba escondido, lo limpió con el pañuelo y se lo entregó solemnemente a Josué Calixto, declarando, con aire compungido y en el inglés más shakespeariano del que era capaz:

– Me parece que esto le pertenece.

Se guardó el pañuelo en el bolsillo y salió de la sala de autopsias con la seriedad que el momento exigía.

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