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A pesar de lo temprano de la hora, una turba alegre y ruidosa había ido a decir adiós a Sarah Bernhardt. Si fueron tres mil los que acudieron a recibirla, ahora eran por lo menos el doble los que se apretujaban en el muelle de Pharoux.

Phedre, la obra representada la víspera como despedida, había superado todas las expectativas. Al final, el actor Vasques declamó unos versos suyos, escritos especialmente para la ocasión, cuyo estribillo repetía en cada cuarteto: «…tu nombre, Sarah Bernhardt!».

Los espectadores del patio de butacas no pudieron contenerse y se liaron a tirar al escenario sombreros, paraguas y hasta abrigos. La delegación francesa invadió la escena con una enorme corbeille de flores que formaban los colores de la bandera de su país.

A pesar del mal tiempo, un sinnúmero de entusiastas acompañó el coche de la Divina hasta el Gran Hotel después del espectáculo, entre estruendosas ovaciones y gritos de «¡Viva Sarah Bernhardt!», pasajes de La Marsellesa resonaron por todas las calles hasta la madrugada.

Exhausta y emocionada, tratando de huir de tanta manifestación de afecto en el momento de embarcarse, Sarah llegó con mucha anticipación al Britannia, el vapor de la Pacific Steam Navigation Company que iba a llevarla a Buenos

Aires. Pero todos sus esfuerzos fueron vanos, porque sus admiradores no cesaron de gritar cariñosamente su nombre hasta que consiguieron obligarla a aparecer en el combés. La multitud, enternecida, la saludaba con pañuelos azules, blancos y rojos.

Entre los que se apretujaban para rendir este último homenaje a la gran actriz estaban Sherlock Holmes y Artur Azevedo, Miguel Solera de Lara, Guimaráes Passos, el marqués de Salles y, naturalmente, Paula Nei, que había sido el primero en darle la bienvenida, cosa de mes y medio antes, a bordo del Cotopaxi.

El doctor Watson se quedó en el hotel, tratando de eliminar los últimos vestigios de sangre coagulada de gallina que se obstinaban en no soltar su cuero cabelludo. El doctor seguía negándose a creer la insólita experiencia por la que había pasado en el ilé de Obá Shité, y atribuía el incidente a una broma de mal gusto. Se empecinaba en afirmar que alguien le había echado sangre en el interior de su sombrero.

La compañía Heller se presentó en pleno. Anna Candelária confesó a Holmes:

– Estoy triste.

– ¿Por qué?

– Esta partida me recuerda que también tú nos dejarás uno de estos días…

A Holmes se le encogió el corazón. Ya sentía un afecto muy especial por aquel país tan lleno de contradicciones. Se tocó la cinta de Xangó que le había dado Obá, y se dijo que, además, iba a sentir profundamente separarse de Anna. Tuvo una idea súbita.

– ¿Y por qué no te vienes conmigo a Londres?

Anna Candelária le miró largamente, como sopesando esa posibilidad:

– No sé…, difícil me parece…, después de todo, mi tierra, mi vida, todo lo mío está aquí.

Antes de que el detective pudiese insistir, se oyó su nombre, gritado por alguien en medio del tumulto:

– ¡Señor Holmes!

Era el comisario Mello Pimenta, que se acercaba, abriéndose camino. Venía agitado, con un sobre en la mano.

– Buenos días, comisario, ¿de modo que también usted viene a despedirse de madame Bernhardt?

– Bueno, la verdad es que venía buscándole a usted. Hay novedades -le dijo, blandiendo una hoja de papel.

– ¿Y de qué se trata?

– Pues, nada menos, que he recibido en la comisaría una carta del asesino -reveló el comisario en voz baja al oído de Sherlock.

Holmes quiso quitarle la carta de las manos.

– No, señor Holmes, aquí hay mucha gente. Además, vamos a tener más ayuda. Me figuro que usted no sabrá quién es Nina Milet.

– Pues, no, la verdad, no lo sé.

– ¿Quién es Nina Milet? -preguntó Guimaráes Passos, metiéndose de pronto en la conversación.

– Un joven criminalista y patólogo de Bahía que está aquí haciendo su doctorado. Nos ha ayudado mucho en algunas investigaciones, y nuestro caso le interesa. Quiere ayudarnos a reconstruir el perfil del asesino.

El marqués de Salles, que se acercó al grupo, intervino también en la conversación:

– Estupenda idea. Podríamos reunimos en el Lacombe. Voy a convocar a la canalla. Pienso que todos podremos echar una mano.

Mello Pimenta iba a decir que no estaba de acuerdo con tal idea, que aquello, después de todo, era asunto exclusivo de la policía, pero a Sherlock le pareció bien la proposición del marqués. Ante el callejón sin salida en que se encontraban, cualquier colaboración, incluso si los que la ofrecían eran aficionados, sería bienvenida.

– Bueno, qué, entonces nos vemos todos en el Lacombe, ¿no? Yo me encargo de llevar al señor Holmes -se ofreció Guimaráes Passos.

El detective se volvió hacia Anna Candelária para proseguir la conversación interrumpida, pero la muchacha se había apartado en silencio, juntándose a la troupe de Heller, que ya empezaba a irse del muelle. Holmes trató de llamarla, pero el alegre estruendo de la multitud sofocó su voz.

Se oyó el silbido plañidero del Britannia, dando la impresión de que hasta al transatlántico le dolía la hora de la partida. En torno al vapor, que ya empezaba a moverse, había aún varias lanchas menores, y los que iban en ellas lanzaron tres vítores al mito viviente que los abandonaba. Luego tiraron al mar pañuelos azules, blancos y rojos, formando así una inmensa alfombra de colores en la estela de la nave. Y mientras ésta se alejaba, Sarah Bernhardt ondeaba, emocionada, una bandera brasileña que tenía en la mano.

El restaurante Lacombe estaba en un segundo piso de la calle de San José. Su menú ofrecía los platos más variados: sopa de cajús, pajaritos fritos con plátanos, empanadillas de ostras, brotes de calabaza, tallos de taioba, huevos de tortuga, araras, papagayos y periquitos asados, pechuga de ternera con mariscos, rabo de vaca con pulpa de lentejas, corazón de vaca asado, ganso ensopado de samambaia, chuletas de venado, ranas rehogadas con lagartos, y guisado de tortuga. Pero la gran especialidad del Lacombe era la cobra. El cocinero, Afránio, se enorgullecía de su receta, que daba con todo detalle: «La cobra», decía, «tiene una carne de lo más delicioso, que no le cede en gusto a la de ningún pescado, al cual, por cierto, se parece. Los que han comido carne de cobra la prefieren a todas las demás. Pero lo más notable de esta carne es su eficacia para la cura de molestias cardíacas, de sífilis persistente y, sobre todo, de la lepra, la cual, cuando está empezando, desaparece del todo con la carne de cobra. Como es natural, hay que perder ese horror instintivo que nos inspira la cobra, y, sobre todo, el prejuicio de que su carne tiene que ser venenosa, porque se sabe perfectamente que la cobra sólo tiene veneno en unas bolsitas que lleva debajo de los colmillos. Aparte de que ese veneno no hace ningún daño si se bebe, porque únicamente es mortal al entrar en contacto con la sangre. Ahora bien, antes de preparar carne de cobra es importante cortarle la cabeza al reptil, luego arrancarle la piel, y, finalmente, abrirlo y limpiarlo bien. Después hay que cortar la cobra en pedazos, rehogarla con dos cucharadas de grasa y una cebolla picada, espolvorearla con una cucharada de harina de trigo y una tacita de agua, sal, salsa, pimienta y un poco de nuez moscada rallada. Se deja hervir hasta que cueza, añadiendo al caldo yemas de huevo disueltas en un vaso de vino. La carne de las cobras vivíparas es preferible a la de las ovíparas, y la de la de cascabel es la más delicada y sabrosa».

Pero, con excepción de Albertinho Fazelli, que comía lo que le echasen, ninguno de la canalla se atrevió nunca a probar tan apetitoso manjar.

La verdad era que la canalla no iba al Lacombe por la comida, si no por el ambiente relajado que allí reinaba. A los demás clientes no les molestaba el alboroto que sus miembros solían armar. Juntaron dos mesas grandes para acomodarles a todos. A la cabeza estaba el invitado de honor, doctor Edmundo Nina Milet, muchacho serio, de veinticuatro años, con ojos negros y profundos, descomunales bigotes y cabeza grande. Nina Milet les recordó a algunos de ellos a Rui Barbosa, otros pensaron que la semejanza se debía únicamente a que ambos eran de Bahía. Milet era patólogo y criminalista, además de sociólogo y etnógrafo. Estudiaba sobre todo la raza africana y sus descendientes brasileños. El comisario Mello Pimenta comenzó la sesión leyendo la carta que había recibido del asesino:


Estimado jefe:

En el momento en que leas estas letras yo estaré ya preparándome para trazar renglones de pendolista en el cuerpo de otra vil meretriz. ¿Qué es lo que tengo que hacer para que me descubráis de una vez? ¿Firmar mi nombre y apellido en las carcasas de esas putas? La verdad, pensé que el inglés era más experto que tú en el arte de leer mis pistas, pero está visto que es tan burro que merecería tener orejas más grandes que todas las que he cortado juntas. Espero que os divirtáis tanto como yo. Pero haced algo de una vez, porque estoy con hambre, mucha hambre, y todavía me queda una cuerda en el violín. Y, a propósito de cuerdas, cordiales saludos, en ambos sentidos de la palabra.


– Y lleva por firma-concluyó Pimenta- «Oluparun».

– ¿Oluparun? ¿Y qué quiere decir eso? -preguntó Chiquinha Gonzaga.

Nina Milet tradujo la palabra que Sherlock Holmes había oído en el ilé del rey Obá:

– En yoruba nagó quiere decir «el Destructor», «el Exterminador».

– Pues entonces el asesino tiene que ser un negro -declaró Alberto Fazelli, tan precipitado como siempre.

José do Patrocinio entraba en el restaurante en aquel preciso momento.

– Veo que llegué muy oportunamente -dijo-, porque están hablando ustedes de una persona de mi raza y dan por supuesto que tiene que ser un criminal. Por lo visto, además de luchar por la abolición de la esclavitud, vamos a tener que luchar también por nuestra inocencia.

Guimaráes Passos le contó lo que se decía, presentó a Patrocinio a Nina Milet, y concluyó:

– Tienes que perdonar a nuestro Albertinho, de sobra sabes lo precipitado que es.

El comisario Mello Pimenta prosiguió, mientras la carta pasaba de mano en mano:

– Bueno, la verdad es que esta carta no nos dice mucho. Que el criminal desea que le descubran, y poco más.

– Evidentemente se trata de un hombre culto, pero he notado que puso cuidado en deformar su letra para que no se le reconozca por la caligrafía -confirmó Holmes, examinando la carta-, ¿Y cómo llegó?, ¿por correo?

– No, un negrito recadero la trajo a la comisaría, pero desapareció en cuanto se la entregó a un guardia.

– Probablemente se trata de un mestizo -dijo Nina Milet.

José do Patrocinio se irritó:

– ¿Cómo puede usted hacer esa afirmación tan a la ligera?

– Lo que dije no tiene nada de ligero. Lea usted el Essai sur l’inégalité des races humaines, de Gobineau, que es amigo íntimo de nuestro emperador. Como los negros pertenecen a una raza inferior, el mestizaje tiene por consecuencia la cría de seres degenerados, y muchos de ellos nacen con propensión a desarreglos mentales y a estigmas de tipo criminal.

– Estos desatinos son lo que retrasa la abolición. Debiera avergonzarse usted de lo que dice -rebatió, indignado, José do Patrocinio, que estaba al tanto de esas especulaciones del darwinismo social.

Nina Milet no se inmutó:

– Mi querido amigo, hablo con conocimiento de causa. Los estudios de frenología y craniometría no mienten. Lea usted a Lombroso, por ejemplo: si nos atuviésemos a sus teorías, podríamos coger a los criminales antes incluso de que cometiesen crímenes.

– ¿Cómo? -preguntó, intrigada, Chiquinha Gonzaga.

– Pues clasificando a la población por medio de la frenología. Sabemos que los individuos con tendencias criminales sufren de asimetría facial y craneana, con la región occipital predominante sobre la facial, fuertes arcos supraciliares y mandíbulas que van más allá del simple prognatismo -hizo una pausa-, Y que, como la mayor parte de los mestizos, tienen labios gruesos y las ventanillas de la nariz grandes.

Holmes se acordó de Anna Candelária y resolvió poner coto a aquella insensatez:

– Conozco bien esas teorías, doctor Nina, pero me da la impresión de que resulta un poco precipitado asociar delincuencia con negros y mestizos. Si fuese como usted dice, Londres y París serían las ciudades más tranquilas y seguras de Europa.

Nina Milet prosiguió, pedante casi de puro sabio:

– Señor Holmes, el mestizaje no es ya exclusivo del Nuevo Mundo. Además, yo aquí me limito a citar el libro titulado L’uomo delinquente. Lombroso también asegura que los individuos que tienen esos impulsos son propensos a la epilepsia y a otras alteraciones psicológicas, como tacto insensibilizado, olfato y paladar obtusos, visión y audición débiles unas veces, fuertes otras. Y no hablemos de elementos sociológicos, como tatuajes en el cuerpo, y fisiológicos, como el ser ambidextros.

Holmes se volvió a Mello Pimenta:

– Pues entonces lo mejor será que me detenga usted aquí mismo, comisario, porque desde niño lo hago todo igual de bien con las dos manos.

A todos les hizo gracia la ocurrencia, lo que alivió ligeramente la tensión provocada por las inoportunas palabras del criminalista.

El comisario trató de ser más objetivo:

– Miren ustedes, todo esto no conduce a nada. Vamos por partes, ¿no les parece? Primero, ¿qué sentido tiene el corte de las orejas?

– Es una forma malsana de fetichismo, propia de los que sienten una honda sed de afecto… -respondió el marqués de Salles, parafraseando a José de Alencar.

– ¿Y las cuerdas?

– Eso puede ser una simple broma de mal gusto -bromeó Alberto Fazelli, que no tenía mucha imaginación.

Sherlock Holmes intervino:

– Imposible. El criminal mismo insiste en que se trata de pistas dejadas deliberadamente.

– ¿Por qué mata solamente mujeres? -preguntó Chiquinha Gonzaga.

– Será porque son más débiles -aventuró Alberto Fazelli.

– No siempre -aseguró Chiquinha.

– Porque las odia -sugirió Paula Nei.

– Eso tiene más sentido. Pero es que odia a todas las mujeres -preguntó Guimaráes Passos.

– Puede ser que a sus ojos la mujer sea el símbolo de la perversión de costumbres que domina en nuestros días -dictaminó Solera de Lara.

– A lo mejor es que les tiene miedo -añadió Chiquinha Gonzaga.

– Es posible. Quizá tenga miedo de algo que las mujeres despiertan en él -propuso Holmes.

– O que no consiguen despertar en él -dijo Agostini, que hasta entonces había guardado silencio, garabateando en su bloc de dibujo.

Les mostró la hoja, donde había dibujado un violinista vestido de negro. En vez del arco, llevaba en la mano un enorme compás para medir cráneos. Le colgaba del cuello un collar de orejas y bailaba pisoteando un montón de mujeres muertas, desnudas, de cuyas vaginas, casi lampiñas, saltaban cuerdas de violín retorcidas como muelles de reloj. Su miembro, flácido y pequeño, le salía, colgante, de los pantalones. Tan pavorosa era la figura que todos quedaron como hipnotizados por ella. Poco a poco fueron dándose cuenta de que el monstruo tenía las facciones del ilustre Nina Milet. Era una protesta silenciosa del artista contra las absurdas teorías que propugnaba el doctor.

Casi lo único positivo de la comida fue el postre especial con que la remató Afránio: Delicia de los Afligidos, un dulce a base de chocolate y ámbar. A todos les gustó mucho, y la consumieron ávidamente, pues, según el cocinero, era excelente para restaurar las energías perdidas en los excesos sexuales.

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