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Para el viajero que llegaba por mar, la ciudad de Sao Sebastiáo de Río de Janeiro era un espectáculo deslumbrante.

Todo el litoral, con su vegetación exuberante, se cubría de cocoteros, sapucaias, muriás y otros árboles jamás soñados por la mente europea. En cuanto el navio cruzaba la barra y entraba en la bahía de Guanabara, entre la isla del Gobernador y el Pan de Azúcar, el navegante comenzaba a divisar los barrios de Botafogo, Catete y Gloria, que ya mostraban construcciones llenas de empaque. El mar se iba llenando de pequeñas embarcaciones que salían al encuentro de los vapores, con sus marineros gritando bienvenidas. Entre los oteros del Castillo y San Benito, ya se percibían, al fondo, los tejados del centro de la ciudad, pero lo que más llamaba la atención del recién llegado era la blancura de la arena de las playas.

Todo esto lo veían desde la baranda del combés del Aquitania el detective Sherlock Holmes y el doctor John Hamish Watson. Este vestía terno de lana marrón con chaleco y sombrero de fieltro del mismo color; el detective, por su parte, iba de oscuro, con capa a cuadros color claro y gorro de visera de la misma tela, de esos que en inglés se llaman deer-stalkers, es decir, «cazagamos»; era su atuendo de siempre. Acababan de dar las siete de la mañana, hora que, a tales alturas del invierno, brindaba una temperatura bastante agradable en torno a los veintitrés grados centígrados. Como el barco no atracaba, los pasajeros aguardaban en los botes que iban a llevarlos al muelle. Absorto en el paisaje, e imaginando cómo sería la vida en aquella ciudad, Sherlock no se dio cuenta de que alguien gritaba su nombre desde uno de los botes. Watson tuvo que interrumpir sus meditaciones:

– Holmes, te llaman.

– ¿Quién?

– ¿Y yo qué sé?, alguien.

– ¿Dónde?

– Me parece que es allí, desde ese bote -dijo Watson, señalando a una de las embarcaciones.

Abajo, en el botecillo, Julio Augusto Pereira, marqués de Salles, hacía señas al detective.

El marqués casi no había dormido, y aún se le notaban en el rostro huellas del cansancio de la lúgubre noche anterior. Además, odiaba los barcos, y sólo un encargo del emperador podía sacarle de la cama y lanzarle a tan agotadora navegación. Salles se mantenía en precario equilibrio, pues el bote se mecía al ritmo de las olas. Llevándose ambas manos a la boca a modo de altavoz, volvió a gritar:

– Mister Sherlock Holmes!, I am looking for mister Sherlock Homes!

– Here I am! -respondió el detective agitando los brazos.

El marqués mandó al botero que se acercase más al Aquitania.

– Vengo a recibirle por orden del emperador. Espero que haya tenido usted buen viaje.

– Excelente, muchas gracias.

– Bueno, hable por usted -rezongó Watson, para quien cada minuto del viaje había sido un tormento.

Y, además, como solía decir en tono jocoso, su estómago no tenía pies de marinero. Ni siquiera la receta de medicina casera de tomar por la mañana yemas de huevo batidas con un va- sito de jerez le había salvado de devolver todas sus pantagruélicas comilonas durante la travesía.

– Watson, cuida de que bajen nuestro equipaje. Yo, entre tanto, voy a despedirme del capitán.

Se fue sin esperar a las protestas de Watson, a quien no hacía ninguna gracia que Sherlock Holmes le usase como lacayo, y desapareció por una de las puertas del combés.

El paso del Aquitania hasta el muelle de Pharoux transcurrió sin mayores incidentes. Los equipajes pasaron a un coche, mientras Salles y los dos viajeros se subían al lando del marqués. Pasando por el centro de la ciudad, Watson no pudo menos de admirarse:

– Es curioso, no se ven indios por las calles.

Al marqués de Salles le divirtió la sorpresa del doctor:

– Ni los verá, doctor Watson. Aquí ya estamos casi civilizados -ironizó-. Y, además, los indios son tan libres como la naturaleza, y no sirven para los trabajos domésticos. Para eso tenemos esclavos. En la mayor parte de los casos, los negros funcionan como Dios manda, aunque algunos son muy… muy… -quería decir perezosos, pero no acababa de dar con la palabra inglesa- perezosos… How would I say?, eso, perezosos… How would I say perezosos in English?

– Lazy -sugirió Holmes con la mayor tranquilidad.

La sorpresa de Watson sólo cedió ante la del marqués de Salles:

– ¿Cómo? ¿O sea, que habla usted portugués, señor Sherlock?

– Pues parece ser que sí -respondió Holmes, metiéndose de lleno en la lengua de Camóes.

Watson, que, a pesar de llevar siete años viviendo con el detective, no acababa de acostumbrarse a este tipo de revelaciones, le preguntó, intrigado:

– ¿Y dónde diablos aprendiste a hablar esa lengua?

– Pues en Macao, en China, un año antes de conocerte, Watson. Pasé allí casi seis meses estudiando los misteriosos venenos orientales, y el mejor especialista en esa materia era un hombre de ciencia portugués, Nicolau Travessa.

– No sé quién pueda ser -dijo Watson, no sin cierta irritación.

– No me extraña, Watson. ¿Que tendrá que ver un cirujano de las fuerzas armadas de Su Majestad Británica con la ciencia de los venenos exóticos?

– ¿Y entendía verdaderamente de venenos orientales el tal Nicolau Travessa? -preguntó Salles, llevado de la fascinación que le infundían los asuntos misteriosos y exóticos.

– Travessa era un genio incomprendido. Nació en Lisboa, de familia acomodada, pero su espíritu aventurero no tardó en llevarle a Goa, en la India,.de donde le expulsaron.

– ¿Y por qué? -preguntó el marqués.

– Por experimentar en su propio cuerpo con veneno de la cobra naja. Eso le costó la vista de un ojo, y que se le paralizase la pierna izquierda -explicó, admirativo, Holmes.

– ¿Pero probaba él mismo los venenos? -inquirió Watson, horrorizado.

– Como todos los grandes hombres de ciencia, Travessa convirtió su propio organismo en un laboratorio experimental. De Goa fue a China, donde, durante dos años, probó arsénico, cianuro, carbonato de plomo, estricnina, curare y hasta el conum maculatum, que es un veneno raro que se extrae de un pez japonés. Durante todo el tiempo que estuve en Macao, que fue bastante, aprendí mucho de ese hombre sencillo y aplicado. Es una lástima que la ciencia no le haga justicia.

– ¿Y por dónde anda ahora esa lumbrera de los venenos? -preguntó, perplejo, el marqués de Salles.

– Desgraciadamente murió por haber experimentado en su propio cuerpo con un concentrado de veneno de escorpiones africanos -explicó Sherlock Holmes, emocionado.

A pesar de ser hombre duro, Sherlock Holmes se enternecía siempre que recordaba al sabio lisboeta.

Durante el resto del trayecto Holmes tuvo oportunidad de mostrar al encantado marqués su dominio del idioma. Como lo había aprendido en una colonia portuguesa, lo hablaba con fuerte acento lusitano. El lando se detuvo ante el Hotel Albión, y el cochero, un joven que aún no tendría veinte años, se bajó para ayudar a los señores. Holmes fue el último en bajarse, apoyándose en los brazos del muchacho:

– Muy agradecido, joven. Ya veo que su hermano era tísico, y que murió de tuberculosis galopante hace poco tiempo, créame que lo siento -dedujo Holmes, y, ante el asombro del cochero y de los otros, prosiguió-: Me doy cuenta de lo perplejo que le ha dejado mi deducción, pero le aseguro que es elemental. He visto en su chaqueta una mancha roja de sangre, procedente, sin duda, de una hemoptisis; y también se ve que la ropa que lleva le está muy grande, lo que indica que originariamente fue de otra persona. En las familias poco acomodadas es costumbre que los hermanos menores hereden la ropa de los mayores, de donde resulta evidente que esta chaqueta manchada por un vómito de sangre perteneció a su pobre hermano, víctima reciente de tan terrible enfermedad.

Pasmadísimo, el marqués de Salles se volvió al cochero:

– ¿Son ciertas las afirmaciones del señor Holmes?

– No, señor. Soy hijo único. El chaquetón era de mi tío, que es boticario. Por eso tiene manchas de mercurocromo.

Holmes, que ya estaba en el vestíbulo del hotel, hizo caso omiso de las explicaciones que balbuceaba el joven cochero.

El Hotel Albión no tenía nada que envidiar a su congéneres del viejo mundo. Situado en la calle Fresca, llamada así porque siempre recibía la brisa marina, daba al mar, lo que hacía que sus habitaciones estuviesen bien aireadas el año entero. El suelo de la entrada era de mármol travertino, y en el gran vestíbulo, donde estaba el mostrador de recepción, se veían muebles de estilo, traídos de Francia y tapizados de terciopelo o seda. Espejos florentinos enmarcaban el ambiente, aumentando más aún las dimensiones de la sala. Sobre las mesas, cubiertas con mantelillos de blanquísimo encaje, enormes jarrones de porcelana henchidos de flores tropicales daban al que llegaba al hotel la impresión de estar cruzando el portal del paraíso. A la izquierda de la entrada había una inmensa sala de billares, frecuentada por los señores de la buena sociedad, que se congregaban allí después de su trabajo. A la derecha, el salón del té, donde se servía, además de los más exquisitos tés ingleses, la mejor repostería francesa, y siempre en vajilla de plata y finos servicios de porcelana. En el Hotel Albión todo era de importación, desde la ropa de cama hasta los palillos.

El marqués de Salles se acercó a la recepción acompañado de Holmes, mientras Watson vigilaba el equipaje, que llevaban tres negritos uniformados.

– La corona ha reservado habitaciones para los señores Sherlock Holmes y John Watson -explicó.

Inojozas, el eficiente encargado de la recepción, personaje indispensable en el Hotel Albión, le entregó las llaves. Delgado y muy elegante, de bigote encerado y pelo negro pegado a la cabeza con grandes cantidades de plateada brillantina, no había problema que tan veterano concierge no resolviese. Las propinas que recibía de los clientes agradecidos superaban con mucho el sueldo que cobraba. Se decía que si la propina le merecía la pena, Inojozas era capaz de colocar cinco putitas vírgenes en la cama de cualquier cliente del hotel a pesar de la severa vigilancia del propietario y de la dificultad de encontrar tantas doncellas dedicadas a la prostitución.

– Son las mejores habitaciones del hotel -dijo, haciendo una reverencia, al tiempo que indicaba a otro empleado que acompañase a Holmes y a Watson.

– Lo dudo -objetó Holmes-, las mejores las tendrá algún terrateniente millonario, y el doctor y yo nos tendremos que contentar con lo… how wouldyou say in Portuguese «second best»?

– Yo diría que es intraducibie. Si necesitan ustedes alguna cosa no tienen más que avisarme. Me llamo Inojozas, y estoy a sus órdenes -respondió el recepcionista en impecable inglés.

– Bueno, señores, les dejaré un momento para que puedan descansar. Tenemos un almuerzo en palacio a la una y media, con madame Sarah Bernhardt. Su Majestad suele almorzar a las once, pero, como su barco llegó con retraso, don Pedro tendrá esa deferencia con ustedes. Sé que el emperador está deseoso de contarle el caso del violín de la baronesa de Avaré, señor Holmes. Pasaré al mediodía a buscarles, porque el palacio de Boa Vista está un poco lejos. Bueno, señor Holmes, señor Watson, ha sido un placer -se despidió el marqués de Salles.

Arrancó una flor de uno de los jarrones, se la puso en el ojal y se dirigió a buen paso hacia su lando.

La mesa estaba puesta para el almuerzo en un invernadero situado en una de las alas de Palacio. Por motivos obvios, eran pocos los comensales: Sarah Bernhardt, Sherlock Holmes, Watson, el emperador, el vizconde de Ibituaçu y el marqués de Salles. Edward Jarrett, el empresario norteamericano de la actriz, también invitado, no había podido asistir, pues los temores de Sarah se habían confirmado: Jarrett tenía la fiebre amarilla. El vizconde de Ibituaçu era viejo amigo del emperador: riquísimo terrateniente del valle del Paraíba poseía una magnífica casona de estilo romano sita en la calle de los Naranjos, en torno a la que se extendía un maravilloso parque. El vizconde pasaba allí varios meses al año. Viejo solterón, este excéntrico hidalgo era muy aficionado a dar fiestas para bohemios y literatos en su palacete de la ciudad, y de ahí venía su amistad con Salles. En los salones de su residencia se veía a gente como Lins de Albuquerque, Bilac, Dermeval da Fonseca, Guimaráes Passos, y muchos más. Don Pedro apreciaba mucho su amistad, ya que, gracias a él, estaba siempre al tanto de lo que pasaba en los bares y los cafés. En cuanto se vieron, Holmes y Sarah Bernhardt rememoraron viejos encuentros:

– Jamás olvidaré su Lady Macbeth de hace dos años, en el Gaiety de Londres. La escena de sonámbula, además de dejar al público alucinado, dejó muertas de envidia a las actrices inglesas.

– Mon cher Holmes, siempre tan amable… -y, dirigiéndose en inglés a Watson-: Y a usted, querido doctor, ¿qué tal le va? Espero que haya tomado en serio mi sugerencia de escribir libros sobre las fantásticas aventuras de su amigo.

– No lo echo en saco roto, madame. Lo que pasa es que nunca hay tiempo.

Don Pedro II, sobria, casi monacalmente vestido de levita negra y guantes blancos, comenzó por disculparse:

– Pido mil perdones por la ausencia de la emperatriz, pero Teresa Cristina no se siente demasiado bien. Si no fuese por su migraine, yo habría ofrecido un gran banquete a mis ilustres invitados.

Todos los presentes sabían de sobra que se trataba de una simple excusa traída por los pelos, y que la razón misma del almuerzo no le gustaba nada a la emperatriz.

La conversación que siguió a estas palabras habría podido tener lugar en la torre de Babel, pues Watson hablaba en inglés, Sarah Bernhardt y Maurice en francés, y el marqués, el vizconde y el emperador en tres idiomas. Holmes, expresándose correctamente en lusitano, parecía más un comerciante portugués que un detective británico.

– Lo voy a pasar muy bien en su tierra, señor -le dijo al monarca.

– Lástima que el motivo de su visita sea profesional -le respondió don Pedro, que quería sacar cuanto antes a relucir el tema del violín.

Tradujo cortésmente a los otros lo que acababa de decir a Holmes, y Sarah Bernhardt aprovechó la oportunidad para elogiar al soberano brasileño.

– Me encantan las gentiles maneras de Vuestra Majestad. Muy distintas, cierto, de las de otro soberano de mis conocidos: Francisco José de Austria, persona detestable. Tuve buena ocasión de comprobar lo intratable y antipático que es con su mujer, la emperatriz Elizabeth, su prima, que se casó con él apenas tenía quince años; es muy afectuosa, y siempre detestó la ridícula etiqueta de la corte de Viena. Desde que fui testigo de su grosera manera de conducirse con su esposa, he rehusado visitar el escenario de no importa qué teatro al que pueda asistir igualmente Francisco José.

Se produjo un incómodo silencio entre los brasileños allí presentes, pues, sin saberlo, Sarah Bernhardt acababa de cometer una tremenda inconveniencia. Don Pedro, hijo de la princesa austríaca Leopoldina, era primo de Francisco José. Menos mal que el emperador mismo se encargó de romper el hielo, cambiando de tema:

– He leído en sus memorias, madame, que hace seis años estuvo usted en América del Norte, donde conoció a la viuda del presidente Lincoln.

– Sí, Majestad. Pero en circunstancias poco placientes -Sarah Bernhardt se volvió a los demás comensales, transforma- (los súbitamente en espectadores-. Imagínense, señores, que yo estaba a bordo del Amérique cuando determiné montar al combés en busca de un poco de aire fresco. Era una mañana muy fría. Mientras iba allí me crucé con una señora de negro que tenía aire de resignación. De repente, una ola inesperada golpeó de tal manera a la nave que las dos caímos al suelo. Yo conseguí agarrarme a la pata de un banco, pero la pobre señora salió lanzada en avant. Me levanté y tuve justo el tiempo de cogerla por la falda, y gracias a eso se salvó la pobre de caer escalera abajo. Le dije: «¡A punto estuvo de morir, madame!», y ella me respondió: «¡Sí, la verdad, lástima que Dios no lo permitiera!», y añadió: «Soy la viuda de Lincoln». Vean qué ironía del destino: su esposo, el presidente, había sido asesinado por Booth, un actor, y yo, una actriz, venía de impedirle reunirse con su amado marido. Me quedé sin coraje para volver a dirigirle la palabra durante el resto de la travesía.

Sarah había narrado el incidente con tal dramatismo que al final sus oyentes casi la aplaudieron. De nuevo tocó al anfitrión la tarea de aliviar la tensión; don Pedro, con tono jovial, observó:

– Espero que a madame Bernhardt y al señor Holmes les guste la comida. Mandé que preparasen un almuerzo con algunos de nuestros platos típicos. Tendremos feijoada y vatapá, así nuestros invitados podrán escoger el que prefieran.

– Merveilleux! ¿Y qué es eso?

A una señal del monarca, varios camareros de librea se acercaron con bandejas. Fue don Pedro quien hizo los honores, señaló primero la feijoada y explicó a continuación, traduciendo sobre la marcha:

– Bueno, aquí están las alubias negras, black beans, haricots noirs, cocidas con varias clases de carne: oreja y pata y lomo de cerdo, carne salada y secada al sol, costilleta, salchichón, lengua de cerdo curada, y otras variedades. La carne y las alubias se sirven con berza, rodajas de naranja, harina de mandioca y arroz blanco. Vamos, una obra de arte.

– ¿Y el otro plato? -preguntó Maurice Bernhardt, con la curiosidad habitual de los franceses por todo lo exótico.

– El otro se llama vatapá, y es una especialidad de Bahía. Manjar delicioso para los que prefieren los frutos del mar, pues se hace con rodajas de pescado, camarón, harina de maíz, cacahuete y leche de coco, y se sazona con cilantro, nuez moscada, jengibre, cebolleta, cebolla, tomate y mucha pimienta de la que aquí llamamos malagueta. Se guisa con aceite de dendé.

– ¿Dendé? -preguntó Holmes, curioso.

– Sí, un pequeño coco indígena que da un aceite bastante excéntrico -explicó, eufemísticamente, el emperador-. El vatapá se sirve con piráo, que aquí también se llama acaçà, o crema blanca, y que se hace con harina de arroz y leche espesa de coco. Un verdadero manjar de dioses. Madame et messieurs, a elegir se ha dicho.

Sarah Bernhardt, más viajada, evitó el vatapá por excesivamente picante y se sirvió un poco de caldo de alubias con arroz. Y Maurice imitó a su madre. Los brasileños picaron de ambos platos, excepto el emperador, que, invocando la autoridad de su médico, se hizo servir una ensalada verde. Sherlock, que, a pesar de su delgadez, era muy comilón, mezcló feijoada y vatapá, regando ambos platos con unas cuantas cucharadas de pimienta malagueta y bastante aceite de dende. El viejo vizconde de Ibituaçu había contraído en Alemania una cierta dolencia, probablemente de origen venéreo, pues recorría todos los consultorios médicos deshaciéndose en improperios contra las mujeres. Esto le forzaba a someterse a un régimen riguroso a base de caldos y gallina. Como era bromista inveterado, decidió divertirse con la voracidad del detective, orientando su apetito:

– Querido Sherlock, pruebe usted una costilleta más con pimienta malagueta, se come sola.

– Muchas gracias -masticó Holmes.

– Y una rodaja de pescado. Mire, ésta misma, pero con más dendé. El dendé es excelente para el corazón.

– Muchas gracias -deglutió Holmes.

– Y no olvide el cacahuete del vatapá, es buenísimo para la circulación.

– Muchas gracias -devoró Holmes.

– Repita de lengua de cerdo y de harina de maíz, es lo mejor que hay para la buena digestión.

– Muchas gracias -engulló Holmes.

– Voy a ver si le invito a mi casa para que pruebe el sarapatel, un plato regional de Pernambuco, mi cocinera es del nordeste, y lo hace de maravilla.

– Muchas gracias -eructó discretamente Holmes.

Y siguió comiendo, y siguiendo al pie de la letra los consejos del vizconde. Sólo el doctor Watson, pensativo, no comía. Sus ojos seguían fijos en los suculentos manjares que cubrían la mesa imperial.

– ¿Pero qué es eso, Watson? ¿Es que no vas a comer nada? Pues te advierto que está delicioso -afirmó Holmes entre dos tremendos bocados.

Watson, lleno de dudas, contemplaba las enormes bandejas. Sus recuerdos culinarios del tiempo que había pasado con las fuerzas armadas británicas en la India le habían hecho receloso. Desde entonces evitaba los adobos extraños, y la carne, de cualquier clase que fuese. Respondió, sin apartar los ojos de los platos:

– Es que todavía no sé si prefiero la cosa amarilla o la cosa negra.

– Si me permite usted que le aconseje, doctor, le sugiero las alubias, el arroz y la berza, pero sin las carnes -le dijo el marqués, con la experiencia del que ha sobrevivido a más de mil banquetes.

Y luego, aprovechando un momento en que todos estaban comiendo, le preguntó al detective sobre el caso de las muchachas asesinadas:

– He oído que un comisario de policía nuestro le ha pedido ayuda para un caso difícil que está investigando.

– Sí, por cierto -confirmó Holmes, engullendo un camarón-, Encontré curioso su telegrama, y, como detective que soy, me dejó intrigado lo que me decía sobre el caso en cuestión. Estoy impaciente por dar con él. Naturalmente, sin dejar por ello el motivo principal de mi visita al Brasil -remató, sonriendo al emperador.

Don Pedro respondió a esto:

– Sí, ya sé, ya sé… Por otra parte, si usted pudiese echar una mano a nuestra policía en ese asunto, también le quedaría muy agradecido. A fin de cuentas, una de las víctimas era sobrina de un amigo mío, Vítor Meireles, uno de nuestros mejores pintores.

La comida prosiguió sin más comentarios dignos de atención. De postre hubo fruta, y Holmes asombró a todo el mundo comiendo un abacaxi y dos mangos. Después del café, el coñac y dos puros, el emperador acompañó a sus invitados hasta la puerta.

– Si me lo permiten ustedes, yo pediría al señor Holmes y al doctor Watson que se quedasen un poco más. Me gustaría hablar más detalladamente de nuestro asunto. Luego haré que los lleven al hotel.

Sarah se volvió hacia el detective:

– Pues a rever, señor Holmes. No falte de venir a verme al teatro. Casi me da pena de tener que irme a la Argentina, porque sé que me va a faltar mucho el cálido público brasileño.

– Iré sin falta, madame. Bueno, si tengo tiempo. Estoy seguro de que será, como siempre, una experiencia inolvidable.

Don Pedro se despidió de todos, besó elegantemente la mano a Sarah Bernhardt y se retiró con los dos ingleses.

Los tres se sentaron en un pequeño gabinete de lectura, uno de los rincones favoritos del emperador en el inmenso palacio. Era una salita discretamente amueblada, donde don Pedro guardaba objetos queridos y recuerdos de familia. Delicadas estatuillas antiguas decoraban el ambiente, y cubrían las paredes cuadros de Vítor Meireles, Almeida Júnior y Araújo Porto Alegre. En una de las mesas se veían soldaditos de plomo formados como en la famosa batalla de Tuiuti, de la guerra del Paraguay, en la que había muerto heroicamente el célebre general Sampaio. Holmes encendió su pipa, mientras Watson observaba, intrigado, una amarillenta fotografía en la que don Pedro, rodeado de indios desnudos, llevaba sobre el uniforme de gala un manto bordado, con muceta de papos de tucán.

– ¡Fantástico! -exclamó el doctor.

– ¿Le gusta? Lástima que el daguerrotipo esté ya un poco deslucido.

Holmes se acercó y miró atentamente la fotografía, que estaba enmarcada:

– Menos mal que el daguerrotipo ya es cosa pasada. Gracias al procedimiento coloidal, con una solución de nitrato de celulosa, que fue inventado por mi compatriota Frederick Scott, la fotografía ha entrado, por fin, en los tiempos modernos en los que vivimos -explicó el detective, derramando erudición-. Las fotos nos ayudan mucho a identificar a los delincuentes.

– ¿Me permite Su Majestad que le pregunte el motivo de este daguerrotipo? -preguntó Watson, intrigado.

– Es muy antiguo. Lo llevé a la Exposición de Filadelfia, en 1876, para embellecer el pabellón del Brasil. Parece ser que no quedamos nada mal allí -afirmó, con vanidad, el emperador-, Y fue allí, por cierto, donde conocí…

– A Graham Bell, el inventor del teléfono -le interrumpió Sherlock Holmes.

– ¡Ah!, ¿de modo que conoce esa historia? -preguntó don Pedro, sorprendido.

– Sí, claro, fue el mismo Bell quien me contó lo del teléfono: To be or not to be…

Don Pedro, algo violento, explicó:

– Esta es una injusticia que seguramente me hará la historia. Pero no fui yo, sino Bell, quien dijo la frase de Shakespeare por el teléfono. Y me quedé tan desconcertado al oír con toda claridad la voz de Bell en el auricular, que me puse a repetir, como un insensato: That is the question! To be or not to be, that is the question!, al darme cuenta de que era cierto que el chisme aquél hablaba.

– Su Majestad debe perdonar el que la anécdota se cuente mal -dijo Holmes, volviendo a encender su pipa-. Como decía uno de nuestros grandes políticos, Benjamin Disraeli: «Si la versión del hecho es más pintoresca que el hecho mismo, lo que se cuenta es la versión».

El emperador se sentó en su poltrona favorita e hizo seña a sus invitados de sentarse en un pequeño sofá.

– Sé que estarán ustedes cansados del viaje, de modo que no quiero detenerles más tiempo que el absolutamente necesario. Quiero contarles brevemente el caso del violín. Lo que pasa es que no sé por dónde empezar.

– Pues pruebe a empezar por el principio, Majestad -le forzó Holmes, cruzando sus largas piernas con nonchalance y tirando, al hacerlo, una mesita sobre la que había una pequeña colección de porcelanas de Sévres.

– No se preocupe, no tiene importancia -dijo don Pedro, poniéndose lívido, pero sin pestañear, a pesar de que aquellas piezas eran un regalo de Napoleón a Maria Luisa de Habsburgo y estaban en su familia desde hacía mucho tiempo.

El emperador apartó la vista de aquellos cascos, que habían dejado impávido al inglés, y comenzó su relación:

– Desde los años setenta frecuenta nuestra corte un maravilloso violinista cubano llamado José White. White estudió en París, con maestros como Alard, Reber y Taite. Ganó el primer premio de violín del Conservatorio. A mí me encantó su talento y le tomé bajo mi protección. White fundó aquí, con el pianista Artur Napoleáo, la Sociedad de Conciertos Clásicos, que nos ha proporcionado momentos inolvidables.

– Espero asistir a algunos de ellos -interrumpió Holmes, cuyo violon d’Ingres era precisamente el violín.

Don Pedro prosiguió, pasando por alto la inconveniente interrupción del inglés:

– Pues, bueno, Antonio Stradivarius hizo su último violín a los noventa y tres años de edad, o sea, poco antes de morir, y ese violín recibe, con razón, el nombre de Canto del Cisne.

– Interesante, yo siempre pensé que su último violín era el Muntz, el que hizo a los noventa y dos años -dijo Holmes, que, a pesar de ser amateur, entendía bastante del asunto.

– Eso es lo que se pensó durante mucho tiempo, hasta 1822, cuando se descubrió el Canto del Cisne, que data de 1737. Es admirable que Stradivarius consiguiese crear a esa edad tan perfecto equilibrio formal entre todas las partes del instru- mento. La fuerte y amplia sonoridad de ese violín es verdaderamente increíble. Lo único que se nota, y es conmovedor, pues se debió al temblor de sus viejos dedos, son las cinceladuras, algo vacilantes, de las dos aberturas en forma de ff que forman el sistema acústico de la parte superior de la caja. Esta última obra del gran maestro fue a parar a manos de un tal profesor Bertuzzi, de Milán, y en 1840 el Canto del Cisne se vendió en París y lo adquirió el comerciante Jean-Baptiste Vuillaume. Cuarenta años más tarde el famoso violín estaba en manos de un violinista, el francés Claude Miremont. En fin, resumiendo, después de pasar por otras manos, el Canto del Cisne se subastó en el Hotel Drouot, de París, donde quedó en poder de la Maison Gand -aquí don Pedro hizo una pausa y se escanció vino de madeira en un precioso vaso-. Bueno, espero no estar aburriéndoles -añadió, notando un conato de bostezo disimulado a tiempo por el detective.

– No, no, todo lo contrario, como músico me interesan muchísimo sus datos -dijo Holmes, descruzando cuidadosamente las piernas.

El emperador prosiguió:

– Hacía ya tiempo que mi amiga Maria Luisa Catarina de Al- buquerque, baronesa de Avaré, me había dicho que le gustaría tener un Stradivarius, y usted sabe muy bien lo que son los caprichos femeninos. A las mujeres, cuando se les mete algo en la cabeza, no hay quien se lo saque.

– Y tanto que lo sé, por eso sigo soltero -asintió Holmes.

Don Pedro tomó otro sorbo de madeira y reanudó su relato:

– Pues bien, preparé un plan con mi protege, José White. Le adelanté los veinte mil francos que costaba el violín y le mandé a París a comprarlo como si fuese para él; a su regreso aquí, mi querido violinista me entregó el Stradivarius sin que nadie se enterase, quedándose él con una imitación perfecta, fabricada en secreto por una familia de luthiers de Santa Catarina que son descendientes de alemanes y hacen unos instrumentos extraordinarios. Así fue como pude regalar, reservadamente, por supuesto, ese Stradivarius a la baronesa. Como una seda. El capricho de Maria Luisa quedó satisfecho. Tout est bien qui finit bien.

– Bueno, lo malo es que alguien fue y robó inesperadamente el famoso Canto del Cisne.

– Justo -remató don Pedro II, con la frente empapada en sudor.

Sherlock se levantó y se puso a dar vueltas a largos pasos por la salita, aprensivamente vigilado por el emperador, que temía por el resto de sus porcelanas.

– Ante todo -declaró el detective- querría expresar a Vuestra Majestad cuánto admiro esta actitud suya de protector de las artes. Yo ya conocía el talento musical de los brasileños, pues he tenido la oportunidad de asistir al estreno de El guaraní en la Scala de Milán. No tenía entonces más de dieciséis años, pero, así y todo, recuerdo esa velada como si fuese hoy. Era sábado y lloviznaba.

El emperador casi derramó su botella de vino de Madeira:

– ¡No me diga, señor Holmes! ¡Pero qué extraordinaria coincidencia! ¿Entones conoció usted allí a Carlos Gomes?

– Bueno, sí, a distancia, desde mi butaca. Yo estaba allí con mis padres, que eran muy amigos del maestro Terziani. Al final del espectáculo fuimos a felicitar al maestro entre bastidores. Yo estaba absolutamente fascinado. Era mi primer viaje a Italia, y mi primera ópera. Le contaré un secreto, emperador: fue El guaraní lo que despertó en mí la pasión por la música.

– ¡Fantástico! -exclamó, boquiabierto, don Pedro.

– En fin, volviendo al violín. Pienso que es hora de que hablemos un poco con la baronesa Maria Luisa. Quiero saber cómo desapareció exactamente ese violín.

– Nada más fácil. Le diré a mi cochero particular que los lleve a su residencia. Además, ella los espera -dijo el emperador-, Pero le advierto que no cuente con que la baronesa le ayude mucho, porque le diré, entre nosotros, que Maria Luisa es una enfant gáté. Su marido, el viejo barón de Avaré, no hacía más que su santa voluntad. Y el violín ese sólo era un juguete para ella. Lamentó su pérdida, claro, pero su linda cabecita lo ha sustituido ya por otras diversiones. Ahora, si me lo permiten, tengo ciertos compromisos que no pueden esperar -cerró el soberano, levantándose para acompañar a Holmes a la puerta.

– Vámonos, Watson -dijo el detective.

El doctor, que dormitaba tranquilamente, se despertó, sobresaltado.

– ¡Sí, hum, claro…!, muy interesante la historia del daguerrotipo -tartamudeó, revelando, sin querer, el momento de la conversación en el que le había dominado el sueño.

Holmes se despidió del monarca:

– Espero que mis investigaciones se vean coronadas por el éxito. Entretanto sólo me queda agradecer a Vuestra Majestad el maravilloso almuerzo. Son verdaderamente mágicos los platos con los que nos ha obsequiado. Me siento liviano como una pluma.

Saludó al emperador haciendo una elegante reverencia con el cazagamos, y su capa, al revolotear, tiró al suelo un precioso jarrón de la Compañía de las Indias Occidentales que adornaba la sala. Con una agilidad increíble en un hombre de sesenta y un años, don Pedro ejecutó un vuelo en picado de lo más felino, cogiendo en el aire aquella joya antes de que pudiera hacerse añicos contra el suelo de mármol.

Holmes, cruzando el umbral del palacio en dirección a su coche, no pudo ver al emperador del Brasil caído cuan largo era sobre el suelo del zaguán.

El esclavo de librea entró en la sala de música donde Maria Luisa Catarina de Albuquerque, baronesa de Avaré, pasaba distraídamente los dedos por el teclado del clavicordio que había sido de la familia de su difunto marido.

– Hay dos hombres ahí afuera, quieren hablar con la señora.

– ¿Y qué es lo que quieren?

– Pues no lo sé, señora. Lo único que sé es que uno habla un idioma muy raro y el otro es portugués. El portugués no hace más que decirme: «Soy homem», «soy homem»; bueno, que es homem no hay más que verlo.

La baronesa se dio cuenta inmediatamente de que el homem era «Holmes», de modo que hizo seña al criado de que les hiciese pasar.

A pesar de la grandiosidad de la casona, con sus jardines y sus cascadas, lo que más llamó la atención del detective y el doctor fue la belleza de Maria Luisa. No esperaba Holmes encontrar en el Brasil ojos tan azules y cabellera tan rubia. Además, la baronesa llevaba un vestido beige escotado que acentuaba la generosa curva de sus senos. Holmes se acercó a ella, le besó la punta de los dedos y presentó al doctor Watson. Mientras éste admiraba la vista que se descubría desde el pequeño balcón, Sherlock y la baronesa se sentaron en un confidente.

– ¿Les apetece un café? Está recién molido. Y, mire, estos dulces de batata son de Castelóes, una de nuestras mejores confiterías -explicó la baronesa, señalando una mesa cubierta de golosinas.

Watson rehusó desde el balcón, pero Sherlock, que nunca rehusaba nada de comer, se sirvió dulces y café.

– Sin duda sabe usted, baronesa, el motivo de nuestra visita -dijo Holmes, tomando un sorbito de café.

– Sí, el emperador me ha informado de su llegada. Lo que pasa es que no sé cómo voy a poder ayudarle en su investigación.

– Sí que puede, baronesa. Le sorprendería la de pequeños detalles que suelen pasar inadvertidos a ojos de los legos, y, sin embargo, pueden tener importancia para el que les aplica la lupa de la deducción. Por ejemplo: puedo afirmar que usted, baronesa, es viuda, que su marido tenía una apreciable fortuna, que murió como consecuencia de un accidente de caza, que estaba cazando a orillas de un río, que era bastante mayor que usted, y que, al morir, le dejó todos sus bienes.

Maria Luisa, atónita, casi dejó caer su taza de café.

– ¡Pero es increíble! ¿Y cómo ha deducido usted todo eso?

– Pues leyéndolo en el Almanaque Nobiliario Brasileño que vi en el hotel.

Repuesta del susto, la baronesa cogió de un plato una almendra confitada y preguntó:

– Bueno, ¿y de qué manera puedo serle útil en sus investigaciones, señor Holmes?

– Quiero saber exactamente de dónde desapareció el violín -dijo Holmes, comiéndose otro dulce de batata.

– No fue en esta casa. Me di cuenta de que una de las clavijas del instrumento estaba floja, lo que hacía difícil afinarlo. Le dije entonces a uno de mis criados que lo llevase a la tienda llamada A Viola d’Ouro, de un maestro italiano que lleva años en Río de Janeiro.

– ¿Y cómo se llama ese señor?

– Giacomo Peruggio. Es una persona de la máxima confianza. Y de violines lo sabe todo. Además de ser un artesano estupendo, Peruggio es un excelente violinista. A veces toca en el Club Mozart, un lugar frecuentado por nuestro emperador.

– ¿Puedo hablar con el criado que llevó ese instrumento a la tienda?

La baronesa tocó una campanilla y mandó avisar al criado en cuestión. A los pocos minutos apareció en la sala un negro con botas grandes y casaca roja. Tenía en la mano un sombrero de copa y dijo, con voz de bajo profundo:

– ¿Llamó la señora?

A Holmes y a Watson les espantó la enorme figura que llenaba el quicio de la puerta. El negro, de unos cuarenta años, tendría casi dos metros de altura, y la casaca holgada no conseguía ocultar los potentes músculos de aquel hombre. Tenía la cabeza rapada y una cicatriz que le cruzaba desde el ojo izquierdo hasta la comisura de los labios, dándole un aspecto de lo más aterrador. La baronesa hizo las presentaciones.

– Este es Mukumbe. Mi ángel de la guarda. Fue esclavo de mi padre, pero ahora es hombre libre, pues lo manumití en cuanto murió mi padre. Mukumbe es mi factótum. Cochero, mayordomo, recadero y guardaespaldas. No sé bien por qué, pero, la verdad, me siento muy segura en su compañía -dijo, riendo, la baronesa.

El negro abrió la boca, mostrando una sonrisa llena de dientes blancos, su rostro se volvió dulce como el de un niño pequeño.

– Mukumbe, éste es el señor Holmes, y ése de allí es su amigo, el doctor Watson. Quieren hacerte algunas preguntas sobre el violín.

– Muy bien, señora.

Holmes se acercó al gigante:

– Sólo quería saber si notó usted que le seguía alguien cuando fue a la tienda a arreglarlo.

– No, señor. Nadie, ni hombre ni fantasma me sigue a mí cuando voy por la calle.

– Sí, desde luego, le creo -murmuró Holmes-. ¿Tiene usted la seguridad de que el violín estaba en la caja?

– Sí, señor, la tengo. Vi a la señora guardarlo en ella antes de entregármelo. Fue después de que tocaran un valsito aquí mismo, en esta sala.

– Se me olvidaba decirle que Mukumbe es también un estupendo pianista. Toca el clavicordio y el órgano cuando hay misa en la capilla de esta casa.

A Holmes casi se le atascó el quinto dulce de batata. Wat- son, que seguía la conversación desde el balcón, sin entenderla, preguntó:

– ¿Qué te pasa Holmes?

– El nubio toca el piano -tradujo el detective, estupefacto.

– Y también hablo inglés -remató el negro Mukumbe, con notable acento londinense.

– Es cierto -confirmó la baronesa-. Cuando mi difunto padre me mandó a estudiar a Inglaterra, insistió en que Mukumbe me acompañase como chapetón.

– Y, además, no soy nubio. Mi familia vino aquí del Congo. Mi padre era un rey de la nación yoruba, cayó prisionero de los zingala, que le vendieron a los portugueses.

– ¿Y qué tipo de música toca usted? -preguntó Holmes, volviendo al tema que le interesaba.

– Depende. En la capilla, naturalmente, música sacra. Pero cuando toco con mi señora, valses y polcas. Pero lo que a mí me gusta son maxixes y sambas.

– ¿Maxixes?, ¿sambas?

– Son bailes de corro procedentes de Angola. Si la señora me lo permite puedo mostrárselo al señor -Mukumbe miró a la baronesa como pidiendo su asentimiento.

– Claro que sí, Mukumbe. Aunque el clavicordio no es lo más apropiado. No entretengas mucho al señor Holmes, que está muy ocupado.

El gigante, sin dar tiempo a Maria Luisa de terminar lo que estaba diciendo, se sentó al instrumento y se puso a improvisar. El ritmo era cautivador. Las manos enormes de Mukumbe corrían como arañas por el teclado. Holmes, sin darse cuenta de lo que hacía, se puso a seguir el ritmo con su pipa sobre una consola Luis XV que estaba junto al clavicordio. Mukumbe terminó ejecutando un pequeño choro de Ernesto Nazareth.

– Lástima que me dejase el violín en el hotel. Me habría encantado aprender esos ritmos nuevos -dijo el detective, cuyo acompañamiento ya había dejado marca indeleble en la consola.

– Estoy segura de que no le faltarán oportunidades -le aseguró la baronesa, levantándose-. Y ahora, si no tienen más preguntas que hacerme, les ruego que me permitan retirarme. Tengo clase de equitación dentro de unos instantes. Mukumbe los acompañará hasta la puerta y, si lo desean, puede llevarles a A Viola d’Ouro en uno de mis coches.

– Le quedo muy agradecido, baronesa. Mañana sin falta iré a ver al italiano. Adiós.

– Muchas gracias -dijo el doctor Watson, pronunciando con fuerte acento las únicas palabras que sabía en portugués.

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