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Su gato siamés, que acostumbra a perderse por los tejados, duerme hoy apaciblemente en el cestito de mimbre que está junto a la puerta. Pero él no se fija en el gato. El, echado en su estrecha cama, pierde la noción del tiempo. Lleva así más de dos horas, en decúbito dorsal, mirando fijamente al techo. Es un ejercicio espiritual al que se entrega cuando el odio que lleva en el alma comienza a atenuarse. Se echa, completamente desnudo, y, con los ojos cerrados, se imagina el odio cobrando fuerza de nuevo en su organismo. Sensación que no tarda en invadirle, a partir de los dedos de los pies, subiéndole piernas arriba. Y su mente va fijando ese odio en cada arruga, en cada cavidad, en cada poro de su cuerpo. El odio le penetra en los músculos, y sigue subiendo, hasta llegarle al sexo. El no acaba de entender por qué ese odio le endurece los órganos genitales. Y, junto con el odio, le invade el calor. Odio y calor, creciendo al tiempo. El capta la división que se va concretando en su cuerpo: cuando el odio le llega al plexo solar, siente que la mitad de su cuerpo comienza a arderle mientras la parte superior sigue gélida como carne muerta. Son dos hemisferios distintos de un mismo nido. Y en ese momento él sabe que lo que tiene que hacer es concentrarse más todavía, repitiendo mentalmente, como un mantra sagrado: odio, odio, odio. Y enseguida siente que el odio sigue adelante, prosigue su camino hacia su destino, envolviéndole la cabeza hasta la mismísima punta de los pelos. Se horripila entero, se sume en escalofríos. Las sábanas de la cama se empapan en sudor. Y así termina su ejercicio, que, en esencia, consiste en abastecerle de nuevo del más puro de los odios, aunque no es frecuente que se vea forzado a recurrir a él. Sólo una cosa le frena el odio, y es el miedo: la noche anterior sintió miedo, miedo de que el inglés le alcanzase, le descubriese. Vio en la lejanía aquel gorro ridículo, la capa cuadriculada, y tuvo miedo: miedo a morir, miedo a vivir. Él no quiere que le peguen; sobre todo no quiere que le peguen. Y, sin embargo, hay algo que le fuerza a dejar pistas que conducen, sin duda, al desastre. Las cuales, por otra parte, son de lo más obvio. El policía gordo y obtuso no es de temer, pero el inglés sí: ése leerá con facilidad los mensajes, no dejará de entender el rastro estridente que él va dejando a su paso. Se levanta y se pone a secarse con una toalla de hilo, pero tanto suda que tiene que recurrir a una segunda toalla. Coge su vieja daga de la caja que tiene escondida en el armario y se pasa la hoja fría por la cabeza, aliviándose así la sensación febril que aún le aturde. La mujer y el detective no podrían reconocerle, porque la capa y la oscuridad le protegían, pero, así y todo, se siente frustrado. Tuvo suerte la chica. Sí, mucha suerte. Gradas a eso no pudo él atravesarle el seno suave con la hoja afilada del cuchillo y arrancarle los pulmones. Una mestiza con siete vidas, como los gatos. ¿O nueve, quizás? ¿Cuántas vidas tienen los gatos?, ¿siete o nueve? No se acuerda. Se acerca a su siamés, que duerme en su cesta de mimbre. Le coge por la cabeza con una mano y le abre el vientre de un golpe con el puñal que tiene asido con la otra. Tan rápido es el golpe que el gato muere sin abrir siquiera los ojos. Una vida. Al fin y al cabo, los gatos, como las putas, no tienen más que una vida.

Como había sido homenajeada por varios artistas brasileños, Sarah Bernhardt decidió dar a su vez una sorpresa: asistir, junto con su compañía, a algún espectáculo teatral de Río de Janeiro.

Eligió una revista de actualidad titulada A mulher-homem, o sea, la misma en la que trabajaba, en el papel de graciosa, la mulata Anna Candelária, de quien tanto se había prendado Sherlock Holmes. Se representaba en el teatro Santana, en el barrio del Rossio, en la misma plaza de la Constitución en cuyo teatro de San Pedro de Alcántara estaba actuando Sarah Bernhardt. El momento mejor de la revista se basaba en un caso que había ocurrido en la ciudad un año antes: un hombre se presentaba para trabajar en casas de familia en calidad de doncella y vestido de mujer. Cuando se descubrió su disfraz se produjo un escándalo que cundió por todo Río de Janeiro. El episodio reaparecía ahora en el espectáculo que pasaba revista al año entero. Los números musicales principales eran de Chiquinha Gonzaga, y el texto de Valentim Magalháes y Filinto de Almeida. El patio de butacas reventaba en carcajadas en cuanto el excelente actor cómico Vasques, contoneándose en ropa de mujer, interpretaba un monólogo cantado y terminaba diciendo:


Yo me explico en un momento

y así entenderme podrá

y es que, en forma y pensamiento,

yo soy un ser asexual…


En cuanto terminó su actuación, y sin cambiarse siquiera de ropa, Sarah corrió al teatro Santana, llegando justo antes de que terminase el espectáculo, cuando la compañía entera participa en el número titulado «Maxixe en la Ciudad Nueva»; de esta manera todos notaron al tiempo la presencia inesperada de la ilustre visitante. Heller, el empresario de A mulher-homem, apareció en escena, interrumpió a sus actores y dio orden al director de la orquesta de que ejecutase La Marsellesa. Se produjo un verdadero delirio. Sarah subió a escena y entregó a Cinira Polónio, una de las actrices principales de la compañía, un ramo de flores sujetas con cintas verdes y amarillas. El patio de butacas, frenético de entusiasmo, aplaudió de pie el gesto de Sarah. Vasques no pudo contenerse, se acercó a ésta y la abrazó y la besó a la francesa. Luego, corriendo por el escenario, se puso a gritar:

– ¡He besado a Sarah Bernhardt! ¡He besado a Sarah Bernhardt!

La fiesta terminó con franceses y brasileños confraternizando en una comida bien regada con vinos y amenizada con música de viola que ofreció Heller en el Restaurant de la Terrasse. Heller, que era hombre de mundo, mandó servir Roederer Cristal, auténtica cuvée de prestige, el único champán de botella transparente, pensada por el zar Alejandro II para que sus invitados pudiesen apreciar el líquido que contenía.

A la tarde siguiente, Sarah acudió al teatro para el ensayo resintiéndose todavía de los efectos de la noche anterior. ¡Qué impetuosos eran los brasileños!, ¡y qué pasión mostraban por ella! Le habían contado que, la semana anterior, un terrateniente había cabalgado tres días con sus noches únicamente para asistir a su espectáculo, y, cuando llegó a la taquilla, naturalmente, todas las entradas estaban vendidas. El terrateniente se puso a dar gritos y a decir que él no se iba de allí sin ver «a la famosa artista llegada de Francia». En fin, para apaciguarle, el encargado del teatro le ofreció un lugar en el fondo del patio de butacas desde donde podía ver el espectáculo de pie. Ya más tranquilo, el terrateniente se dirigió a la entrada del teatro, y, antes de cruzar el umbral, se volvió al encargado y le preguntó: «Ah, a propósito, dígame, ¿qué hace esa señora?, ¿baila o canta o qué?». La actriz se rió mucho cuando se lo contaron.

Sarah Bernhardt se entendía con el personal técnico del teatro por intermedio del intérprete Sarmiento, que había vivido dos años en París y estaba contratado por la dirección del San Pedro de Alcántara. Sarmiento, hombre abotijado y sin cuello, procedía del interior de Ceará. Muy joven todavía, y movido por un espíritu aventurero, se contrató en calidad de marinero en un barco de la New-Zealand Shipping Company, resuelto a dar la vuelta al mundo. Durante quince años ejerció los oficios más dispares en diversos países: fue mozo de rickshaw en Hong Kong, banderillero en Barcelona, aguador en Bombay, cochero de la Wells Fargo en Missouri, chamán en el Perú, croupier en Londres, gondolero en Venecia, destilador de whisky en Glasgow, cantante en el Tirol, sepulturero en Estambul, molinero en Coimbra y, finalmente, gigoló en París; y en todo ese tiempo aprendió a hablar chino mandarín, español, hindi, inglés, italiano, alemán, turco y francés, lenguas que Sarmiento dominaba con perfecto acento cearense.

Sarah llamó a todo el mundo a escena para retocar los últimos detalles de Le maitre de forges, de Georges Ohnet, obra en la que ella hacía el papel de Claire de Beaulieu. Era uno de sus mayores éxitos, y, siendo una excelente profesional, quería que todo saliese a la perfección.

Notó que en el escenario faltaba una silla y, con ayuda de Sarmiento, preguntó al director de escena, Pipoca, dónde estaba.

– A la noche la tiene -fue la lacónica respuesta del preguntado.

– ¿Y la alfombra del proscenio?

– A la noche la tiene.

– Es que también faltan los almohadones.

– A la noche los tiene.

Sin alterarse, Sarah se volvió a Sarmiento:

– Hágame el favor de decirle al señor Pipoca que ponga inmediatamente en escena todos los objetos que faltan. Ahora mismo. Porque, si no, a quien no va a tener aquí a la noche es a mí.

Y, sin más, se puso a repasar el texto de la obra con sus actores. Antes de comenzar el ensayo les interrumpió Pimenta, que entraba en el patio de butacas.

– ¿A qué debemos el honor de esta visita, comisario? ¿Es que hay alguna otra queja contra mí? -preguntó Sarah, desde el escenario, siempre por intermedio de Sarmiento.

– No, claro que no, madame. Vengo a buscar a un señor que trabaja aquí. Le ruego que me disculpe por la interrupción -dijo Pimenta, llevándose la mano al sombrero y dirigiéndose al pasillo que conducía a la sala de ensayos musicales.

Buscaba a un violinista llamado Haroldo Borges. Borges había sido detenido cuatro veces por pegar violentamente a su mujer. Su denunciante era siempre el mismo: un vecino suyo, militar, que había acudido varias veces en defensa de la mujer del músico, y las palizas en cuestión le habían costado a Haroldo dos meses de cárcel. El comisario entró en la sala que usaba la orquesta para sus ensayos, y vio a varios músicos conversando mientras afinaban sus instrumentos. Hablaban, como siempre, de lo bajos que eran sus sueldos. Todos se quedaron en silencio al ver entrar a Pimenta.

– Busco a un violinista que se llama Haroldo Borges -dijo el comisario.

Un hombre delgado, de rostro sombrío, respondió desde el fondo de la sala:

– ¡A ver!

– Soy el comisario Mello Pimenta, y me gustaría tener una conversación privada con usted.

Sin decir una palabra, Haroldo Borges metió su violín en el estuche y fue despacio al encuentro del policía. Los dos se dirigieron a la salida de artistas. Cuando estaban llegando a la portezuela, Borges lanzó el estuche, con instrumento y todo, contra Pimenta y trató de salir corriendo calle abajo. Pero el gordo comisario lo sujetó contra la jamba.

– ¿Adónde quería ir con tanta prisa? -le preguntó Mello Pimenta, teniéndole bien cogido por el brazo.

– A cualquier sitio donde no haya injusticia policiaca.

– ¿Injusticia?

– Es otra vez el Gouveia ese, ¿no?

Mello Pimenta no entendía nada de aquello. El no conocía a ningún Gouveia, ni le gustaban las injusticias.

– No tengo la menor idea de lo que me está diciendo. ¿Quién es Gouveia?, vamos a ver.

– Es el sargento del cuerpo militar de la policía de la corte, y vive en mi calle. Siempre es él.

Mello Pimenta empezó a comprender. Gouveia era el militar que estaba quejándose constantemente de que Borges pegaba a su esposa.

– Bueno, lo que aquí me trae no tiene nada que ver con sus desavenencias domésticas. Estoy investigando dos asesinatos y quiero saber dónde estuvo y qué hizo usted en los días en que tuvieron lugar esos crímenes.

Diciendo esto, Pimenta sacó su cuaderno de notas. Desgraciadamente para él, pero afortunadamente para el violinista, éste había pasado las dos fechas clave en Juiz de Fora, muy lejos de Río de Janeiro, haciendo una pequeña gira con un cuarteto de cuerda para incrementar en su tiempo libre sus escasos ingresos mensuales. En su lugar había dejado a un tal Lima, hombre ducho en siete instrumentos, que solía suplir a sus colegas cuando éstos salían por ahí en busca de calderilla extra.

Mello Pimenta se volvió a guardar su cuaderno de notas en el bolsillo, diciendo secamente al otro:

– Bueno, puede irse. Y, a propósito, no tenga la desfachatez de volver a pegar a una mujer indefensa y encima acusar de injusticia a la policía.

Haroldo Borges miró tristemente a Pimenta:

– Señor comisario, ¿conoce usted a mi mujer, a Marieta?

– Qué la voy a conocer.

– Pues le diré que pesa más de cien kilos y tiene un metro ochenta de altura. ¿Le parece que con este cuerpo canijo que me ha dado Dios estoy en condiciones de pegarle?

– Pues entonces ¿qué historia es ésa de las palizas?

– Se lo diré, señor comisario. Marieta me engaña con el sargento Gouveia, que vive en la misma calle que yo. Cada vez que protesto, va ella y me rompe el alma, y encima el sargento corre a la comisaría a quejarse justo de lo contrario. Ayer mismo cobré de nuevo -dijo el violinista, desabrochándose la camisa y mostrando a Pimenta el cuerpo cubierto de hematomas-. Por eso, cuando le vi a usted, me entró el pánico, pensé que Gouveia ya se había quejado a la policía y usted venía a detenerme. Y no estoy dispuesto a volver injustamente a la cárcel, ¡no señor, no lo estoy!

– ¿Y por qué no le creen a usted en la comisaría cuando les cuenta esta historia? -preguntó el comisario, incrédulo.

– De sobra lo sabe usted, señor comisario. Gouveia es sargento, militar del cuerpo de policía de la corte, tiene muchos amigos en esos ambientes, y yo no soy más que un pobre violinista.

– Déjelo de mi cuenta, que voy a tomar medidas para que no se le siga molestando -garantizó Pimenta, compadecido del músico-, Pero permítame que le dé un consejo, amigo mío: deje a esa mujer y búsquese otra compañera.

– Es que no puedo, comisario. Y no crea que no me gustaría, pero es que no puedo. Mi Marieta es muy celosa, y me ha dicho que, si se me ocurre dejarla, me mata -explicó Borges en voz baja, volviendo a abrocharse la camisa.

Mello Pimenta se despidió de Borges, pensando llevar a Esperidiana, su esposa amantísima, verdadero don de los dioses, un poco de dulce de cacahuetes y azúcar molido, que le gustaba mucho. Se alejó del teatro, deprimido por la triste historia del musical cornúpeta.

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