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Anna Candelária había elegido un lugar bastante original para verse con Sherlock Holmes: el salón egipcio del Museo Nacional e Imperial. Cuando no se sentía segura sobre alguna decisión que tenía que tomar, iba a recogerse en tan exótico recinto. Situado entre la calle de la Constitución y la del conde D’Eu, y enfrente de la plaza de la Aclamación, el museo poseía una importante colección de momias faraónicas auténticas. Las primeras las llevó a Brasil en 1826 un anticuario italiano, Nicolau Fiengo, y los funcionarios de la aduana, perplejos ante el singular y precioso cargamento, no sabían cómo identificarlo.

Primero se indignaron, diciendo que aquel fúnebre botín era una falta de respeto a las autoridades aduaneras brasileñas, pero, después de mucho debatir el caso y de consultar sus compendios y sus libracos, accedieron a permitir la entrada de las momias, calificándolas oficialmente de «pedazos de salazón». En cuanto don Pedro I se enteró de lo ocurrido, se entusiasmó y compró todas las momias para el Museo Real, entonces recién fundado. El museo se enriqueció algo después con otra importante adquisición. En una visita que hizo don Pedro II a Egipto en 1876, el jedive o rey de ese país, Ismail, le regaló la tumba entera, con momia y todo, de Sha-Amun-Em-Su, sacerdotisa del dios Amón. Esa momia tenía la particularidad de haber sido embalsamada con brazos y piernas libres, gracias a una técnica nueva introducida en el tiempo de las últimas dinastías del Egipto antiguo, y sólo había otras tres como ella. Para albergarla con más lucimiento se acababa de hacer una especie de hornacina o relicario contiguo a la sala principal del museo. Según una leyenda, esa momia estaba protegida por una curiosa maldición, y se daba el caso de que señoras sensibles menstruaban al acercarse a la momia de la pequeña Sha-Amun-Em-Su.

Sherlock Holmes vio a Anna Candelária en el centro del salón, junto a la estatuilla de bronce del sumo sacerdote Menkheperre. Su piel morena contrastaba con el blanco inmaculado de su vestido de lino. Se acercó a ella en silencio y le murmuró a la espalda:

– Querida niña, debo decirte que aprecio bastante la colección egipcia del Museo Británico, pero lo que no entiendo es por qué me has citado en un sitio tan impropio como este mausoleo.

Anna, sonriendo, le cogió de la mano:

– Perdón, amor mío, pero es que cuando quiero reflexionar sobre alguna cosa importante vengo a refugiarme aquí. Como puedes ver, aquí reina el silencio de las iglesias, y se está casi a solas. Además, es que pensar en la vida junto a muertos tan antiguos me aclara mucho las ideas.

– ¿Y en qué estabas pensando?

– En tu invitación de ir contigo a Londres -le dijo Anna Candelária, bajando los ojos.

Holmes sintió que se le aceleraba el pulso:

– Espero que estas momias hayan sido buenas consejeras.

– Pienso que nos vas a odiar a mí y a ellas.

Holmes trató de dominar su emoción:

– ¿Quieres decir que no vienes?

– Trata de comprenderme, querido. En Londres yo estaría como el pez fuera del agua. ¿Cuánto tiempo crees que duraría nuestro amor en una tierra tan extraña?

– ¿Y no es ésta una tierra extraña para mí? -argumentó Holmes.

– Es distinto. Tú eres hombre, y hablas nuestro idioma. Ahora mismo, si no fuese por tu acento, y con lo bien que te has adaptado a nuestras maneras, podrías pasar fácilmente por brasileño.

– Anna, en Londres tú serías mi mujer, serías Anna Candelária Scott Holmes -declaró, pomposo, el detective.

– Yo tengo una profesión, y soy demasiado independiente para ser esposa de nadie.

– Es que podrías trabajar. El teatro inglés es uno de los mejores del mundo.

– ¿A quién crees que vas a convencer?, no sé una palabra de inglés.

– Enseguida lo aprenderías. Y hay una cosa que no sabes. Yo he sido actor. Trabajé con la Sasanoff Shakespearian Company, y mi nombre profesional era William Escott -reveló Holmes, algo avergonzado.

– ¿Es verdad eso? -le preguntó Anna, dubitativa.

– Te lo juro por lo más sagrado. Y tengo muchos amigos entre la gente de teatro de allí -afirmó Holmes.

– De nada serviría. Estoy empezando, y mi carrera todavía no es gran cosa, pero ya me han ofrecido un buen papel en Zé Caipora, que su actor, Machado, va a ensayar en el Teatro Príncipe Imperial -explicó la suave mulata, sin darse cuenta de lo absurdo del diálogo, pues estaban comparando los escenarios del West End de Londres con los bastidores del barrio del Rossio.

Sherlock Holmes se dio cuenta de que había perdido a Anna para siempre. Pensó en abandonarlo todo y quedarse a su lado, pero era evidente que, tarde o temprano, su destino acabaría devolviéndole a Inglaterra. Se sintió desolado. La pasión, implacable, le agarrotaba el alma. Quería a aquella joven como nunca había ansiado nada hasta entonces. Había soñado con vivir a su lado, oírla, tocarla, sorberle la boca, respirar su aliento. Pero iba a tener que resignarse ante la inquebrantable determinación de Anna Candelária. Los dos fueron por el museo con los brazos entrelazados y entraron en la cámara mortuoria de Sha-Amun-Em-Su.

– Mañana me voy. ¿Vienes a despedirme al muelle? -preguntó Holmes, con voz casi inaudible de emoción.

– No, mi amor, prefiero decirte adiós ahora. No sé si tendría fuerza para verte en el muelle.

– ¿Entonces, adiós?

Anna se abrazó a él y le dijo muy bajo, lánguida:

– No quiero que te vayas sin sentirte por lo menos una vez dentro de mí…

– ¿Aquí? -exclamó Sherlock, perplejo.

– ¿Y por qué no? Estamos solos. Los guardianes son viejos, antiguos combatientes mutilados de la guerra del Paraguay. Se sientan a la entrada y nunca se mueven de sus puestos -añadió ella, trémula de emoción.

Echándose de espaldas sobre el sarcófago de la sacerdotisa, Anna se cogió a él. Le besó ávidamente, embriagándose del calor de sus labios. Holmes correspondía al beso con más fuerza aún. Una agradable sensación, caliente y húmeda, le envolvió el sexo. Se apartó un poco para desabrocharse la ropa que le separaba de ella. Fue entonces cuando vio la causa de tan húmedo calor. Un gran círculo de sangre manchaba la blancura del vestido de Anna Candelária. Se cumplía de nuevo la maldición de Sha-Amun-Em-Su.

Sherlock Holmes dio un paso atrás, violentísimo. Por mucho que el deseo salvaje se hubiese apoderado de su cuerpo, hacer el amor en tales condiciones era algo impensable para un leal súbdito de la reina Victoria.

Acarició con la punta de los dedos el rostro de su amada y se alejó de allí convencido de que su sino era volver a Londres con su inexpugnable castidad intacta.

Sólo el comisario Mello Pimenta y Júlio Augusto Pereira, marqués de Salles, fueron al muelle a despedirse de Holmes y Watson, que regresaban a Inglaterra. Al contrario que en la alegre despedida de Sarah Bernhardt, el ambiente de ésta era triste. Estaban a bordo del Kaikoura, que salía dentro de unos instantes, proa a Liverpool. Sherlock Holmes vestía de nuevo su pesada ropa inglesa. Se había calado el sombrero típico y la larga capa a cuadros le cubría la levita. A su lado, apoyado contra la amurada, estaba el estuche del violín. Holmes agradeció a sus amigos brasileños el afecto que le mostraban.

– No olviden que siempre que vayan a Londres habrá sitio para ustedes en el número 221b de Baker Street.

– Muchas gracias, señor Holmes -balbuceó Mello Pimenta, emocionado. Sabía que iba a echar de menos a aquel inglés afable e impetuoso.

– Y cuando vuelvan al Brasil insisto en que se alojen ustedes en mi casa -ofreció el marqués.

– Mucho se lo agradezco, marqués, pero me temo que eso es poco probable.

Mientras hablaban vieron a un hombre vestido de negro que subía a toda prisa la escala del barco. Cuatro esclavos embarcaban al tiempo su voluminoso equipaje. Mello Pimenta le reconoció inmediatamente:

– ¡Miren, miren! ¿No es ése Solera de Lara?

El marqués le llamó por su nombre de pila:

– ¡Miguel!, ¡aquí!

El librero se les acercó.

– Buenos días, señores. Señor Holmes, doctor Watson, ¿de modo que viajamos juntos?, ¡qué feliz coincidencia!

– No sabía yo que se iba usted a Inglaterra, ¿a qué va?, ¿de vacaciones? -le preguntó Sherlock.

– No, me quedo allí. Quiero vivir en Londres.

El marqués de Salles bromeó:

– De modo que te despides a la francesa hasta cuando te vas a Inglaterra, ¿no es eso?

– De sobra conocías esta vieja idea mía, y hasta te burlabas de ella -le contestó Miguel Solera, con forzada sonrisa.

– ¿Siempre quiso usted irse a vivir a Inglaterra, doctor Miguel? -preguntó a su vez, curioso, Mello Pimenta.

– Siempre, comisario. De no ser por las enfermedades de mi pobre madre, ya hace mucho tiempo que me habría ido. Y, claro, ahora que no está entre nosotros… -explicó, sombrío, Solera de Lara.

– Le acompaño a usted en el sentimiento, señor De Lara. No sabía que su madre hubiese fallecido -dijo el detective.

– Se lo agradezco, señor Holmes. Es irónico, en cierto modo, que la angustia que supone para mí la pérdida de mi madre me permita al tiempo realizar un viejo sueño mío, que es tener una pequeña librería en Londres, llevar allí una vida recogida y dedicarme al estudio de los clásicos.

– Siempre que necesite alguna cosa ya sabe que estoy a su entera disposición. Me gustaría corresponder de alguna forma a la generosa hospitalidad que he recibido en su país -se apresuró a ofrecer Sherlock.

– Le quedo muy agradecido, señor Holmes. Y ahora, si ustedes me lo permiten, voy a ocuparme de mi equipaje -Miguel Solera de Lara, diciendo esto, se despidió de ellos con una pequeña inclinación.

El grupo observó la melancólica figura vestida de negro que desaparecía en dirección a los camarotes. Sherlock Holmes sintió pena de él:

– ¡Pobre!, está muy abatido.

– Estaba totalmente dedicado a su madre. Miguel es un hombre bueno y agradable -comentó el marqués.

Uno de los camareros se les acercó para decirles que los visitantes tenían que desembarcar. El Kaikoura estaba a punto de levar anclas. Mello Pimenta apretó la mano a Watson y abrazó, emocionado, al detective:

– Adiós, señor Holmes, para mí ha sido un honor y un privilegio conocerle. Les deseo buen viaje.

Y sin dar tiempo a Sherlock de reaccionar, le estampó sendos besos en las mejillas.

El marqués de Salles se despidió de Watson, y, buen conocedor de las razones del corazón, cogió a Holmes del brazo: -Amigo mío -le dijo-, no hay como una larga travesía para olvidar las penas del amor.

El detective sonrió, agradecido. Luego, sacando un paquete de un bolsillo de la levita, se lo entregó al marqués:

– Esto es lo que me ha quedado del cannabis. Acéptelo, por favor. No podría fumarlo sin acordarme de Anna Candelária. Esa mujer quedará fija para siempre en mi mente como un símbolo, como la mujer -le confesó, llevándose a la boca la pipa vacía.

El vapor se apartó perezosamente del muelle, como si la indolencia del trópico estuviese asida a su casco. Desde el combés, Sherlock Holmes miraba pensativo a sus dos amigos ya lejanos que le hacían señales de despedida desde el muelle de Pharoux. Acarició su viejo estuche de violín, que ahora albergaba en secreto el Canto del Cisne. Vio que Watson, a su lado, anotaba algo en un cuadernito.

– ¿Qué es eso? -le preguntó-. ¿Son tus impresiones del viaje lo que apuntas?

– No, no, Holmes, lo que estoy haciendo es seguir, por fin, el consejo de madame Sarah Bernhardt. Voy a escribir todos tus casos. La francesa tiene razón, este pasatiempo puede darnos muy buen dinero. ¿Qué te parece? Ya tengo título y todo: «Las aventuras de Sherlock Holmes».

– Pues me parece estupendo, Watson, pero esta aventura que hemos pasado en tierras brasileñas es la única que no podrás contar nunca -dijo el detective inglés, acariciando bajo la camisa el amuleto de colores de Xangó. Y, de pronto, inexplicablemente, le salió de la garganta un grito ronco, el inconfundible saludo del orixá.

– ¡Kawó-Kabiyésilé!

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