13

Le había divertido en silencio la reacción indignada de la gente ante unos pocos versos de un poema. Qué pequeña es el alma humana. ¿Es que no se dan cuenta de que Maldoror, como él mismo, había nacido perverso1? ¿Les choca la maldad circunscrita a la imaginación de un poeta oscuro, y no les emociona la crueldad que ven por doquier en la ciudad cuando pasean, alegres, por sus calles inmundas? ¿Qué dirían si supiesen que están en la misma sala que un ser mucho más cruel que cualquier creación literaria'? Probablemente se negarían a creerlo, apartando los ojos, como hacen al tropezar con los negros y los mendigos sucios que andan por las calles. Si el paisaje es terrible, basta con cerrar la ventana. Para él, sin embargo, la cosa es distinta. Él se alimenta de esa miseria cotidiana. La desgracia ajena es siempre un bálsamo para su soledad. El infierno ajeno es su paraíso. El encuentra gracia en los sermones de los curas que ponen siempre el bien por encima del mal, como si ambos fuesen caras de la misma moneda. Para él, el bien es el mal. La crueldad, a fin de cuentas, no pasa de ser un simple punto de vista. Llaman crueldad a lo que él hace con las putas. ¿ Y por qué? No es tan distinto, después de todo, de lo que acaba de leer buscando inspiración en un manual del arte de trinchar. Vuelve a coger el librito, que está a la cabecera de su cama, y relee los pasajes que ha marcado, susurrándolos como si de oraciones se tratase: «Arránquese primero la piel. La pechuga, después de quitarle los cartílagos, se corta por las costillas, buscando los trozos que no resistan al cuchillo. La espalda se corta en tajadas por arriba y por abajo… La pierna se corta de través, hasta llegar al hueso, y se ataca por este extremo, desprendiendo la carne hasta que sólo quede el hueso limpio… Entonces se corta la cabeza, que ha de ofrecerse entera… Las costillas y el cuello son trozos delicados… El espinazo se corta en dos partes, separando las costillas que estén pegadas a él… Se buscan las junturas y las articulaciones, y, por ellas, se corta el resto en tajadas, dejando las ancas para el final… Désele un golpe, apretando bien con el cuchillo, en la parte superior del omóplato, el cual se separa con facilidad del armazón óseo… Cuando se trincha con frecuencia, conviene partir también las piezas secundarias, y las costillas o el esqueleto se pueden descoyuntar y dividir en pedazos… Córtese, hendiendo, desde el cuello, espinazo abajo, y después los pedazos, oblicuamente. El hígado y los riñones se dividirán en pedacitos para ofrecérselos a quienes les apetezcan… Cuídese de que el filo del cuchillo de trinchar esté siempre en su punto…».

Cierra el librito y lo deja cuidadosamente sobre la mesa. En ningún momento se le ocurre a nadie calificar de cruel este ritual. No es cruel porque los animales así inmolados sirven de alimento. He aquí, pues, la diferencia. Comer. A lo mejor también él debía comer; decidirse aprobar la carne. La sola idea le hace la boca agua.

Coge el cuchillo y se pierde en la noche para saciar su nuevo apetito.

A esa hora, la plaza de la Constitución comenzaba a quedar desierta. La gente que salía de los teatros se subía rápidamente a sus coches y volvía a casa, algunos riendo todavía, otros serios, según el espectáculo al que hubiesen asistido.

A la salida del Teatro Santana, estrenando su terno blanco, Sherlock Holmes parecía impaciente. Estaba solo. Se había quitado de encima a Watson, alegando una inexistente reunión secreta con Mello Pimenta. Las fotos de publicidad de la entrada confirmaban la información de Sarah Bernhardt. Aquella chica era la misma que Sherlock buscaba. Ya había intentado en varias ocasiones encontrarse con Anna Candelária a la salida del teatro, pero el terco destino le hacía llegar siempre con retraso. Esta vez, para librarse de una nueva decepción, se" había plantado allí media hora antes del final de la función. Apoyado contra el muro, junto a la puerta de los artistas, Holmes esperaba, paciente, a la mulata que tanto le obsesionaba. Estaba empezando a inquietarse. Había visto salir a varios artistas, pero no a Anna Candelária. En noches anteriores los porteros le confirmaron que era así como se llamaba, y ahora dos de ellos lo comentaban cerrando las rejas de la entrada principal del teatro:

– ¿Le has visto?, ahí está otra vez.

– ¿Quién?

– El portugués…, el que espera a la mulata.

– ¡Qué pesado!, a mí ya me ha preguntado más de diez veces a qué hora termina la función.

– ¿Por qué irá todo de blanco a estas horas?

– ¡Y yo qué sé!, cosas de portugueses.

Holmes se disponía a cargar de nuevo su pipa cuando apareció Anna Candelária, que reconoció inmediatamente a su salvador.

– ¡Vaya!, ¡cuánto me alegro de volver a verle! Me parece que le debo excusas.

– ¿Excusas?, ¿y por qué tiene usted que pedirme excusas, señorita?

– Por lo de la otra noche. Después de todo, usted me salvó la vida, y yo ni siquiera esperé a darle las gracias -dijo ella, con una deslumbrante sonrisa que acabó de conquistar totalmente el corazón de Sherlock Holmes.

– Bastante comprensible en aquellas circunstancias. Tenía que estar usted conmocionada por lo ocurrido.

Desde que Anna Candelária leyó en la prensa que su salvador era el famoso detective inglés, estaba buscando alguna forma de conocerle personalmente. A punto estuvo de ir a la comisaría número tres a preguntar por su paradero.

– ¿Cómo descubrió usted que trabajo aquí?

– ¿Es que se le ha olvidado que soy detective? -preguntó a su vez Sherlock, sonriendo también lo más cautivadoramente que pudo-. Soy Sherlock Holmes, para servirla.

– Anna Candelária -dijo ella, ofreciéndole la mano.

Holmes le besó la punta de los dedos, pero sin apartar sus ojos azules de los ojos verdes de la bellísima mulata.

– Señorita, tengo muchísimo gusto en invitarla a usted a cenar conmigo y con algunos conocidos míos. Estará entre ellos el comisario Mello Pimenta, y, como los dos estamos empeñados en investigar esos espantosos crímenes, la presencia de usted, la única víctima que ha escapado hasta ahora a la saña del asesino, nos resultaría imprescindible -argüyó Holmes, usando el episodio de la salvación de Anna como pretexto.

– Tutéeme, por favor, y llámeme Anna.

– Sí, por supuesto, pero siempre y cuando tú me llames a mí Sherlock -replicó el inglés, asustado de la doble intimidad que la joven le brindaba, pues a lo más que él llegaba, incluso con el doctor Watson, era a limitar el tuteo haciéndose llamar por el apellido.

Cogiendo del brazo a Anna Candelária, Holmes paró un coche de alquiler con la mano que le quedaba libre.

El Jardín Botánico de la Laguna Rodrigo de Freitas era uno de los sitios más bellos de Río de Janeiro. Había empezado siendo un jardincito creado por el marqués de Sabará junto a la fábrica de pólvora de la Laguna, que este señor dirigía. Cada vez que algún visitante quería verlo, le acompañaba un soldado de la fábrica, dando una vuelta por el florido paraje y describiéndole los parterres que más gustaban al marqués. Había allí plantas de té, y especias, y plantas exóticas aclimatadas traídas en 1809 de Isla de Francia. Más tarde, la fábrica se trasladó a los pies de la Sierra de la Estrella, donde podía producir diez mil arrobas de pólvora al año. Y el Jardín Botánico pudo ser ampliado en una legua de extensión y asimilado al Museo Real. En la época en que transcurre nuestra historia, comenzaba en la calle de Humaitá y se extendía hasta el barrio de Gávea.

La serena belleza de la Laguna hacía del Jardín Botánico un lugar incomparable. Lo único molesto era la mortandad de peces que se producía siempre que descendía el nivel de oxígeno en el agua, porque llenaba la zona de un olor insoportable. Había un proyecto de ampliar el sistema de desagüe que unía la Laguna con el mar, y que entonces se perdía entre los meandros de algún regadío. Yendo por el lugar llamado Los Voluntarios de la Patria, se veía a la derecha el otero del Corcovado, y, al fondo, la Piedra de Gávea. Una avenida de palmeras conducía a la entrada del jardín, donde, junto a los portones de hierro, entre plintos rematados por jarrones de mármol, daba su sombra un secular peral silvestre.

Casi frente al portón, en la calle del Jardín Botánico, estaba el Chalet Restaurante Campestre. Todo rodeado de frondoso arbolado, el Campestre servía comidas a cualquier hora del día o de la noche, y, como seguía abierto hasta las dos de la madrugada, era el lugar preferido de los trasnochadores. Tenía mesas al aire libre, bajo los árboles, de los que colgaban columpios que eran muy populares entre las señoras. Dentro había una barra de estilo inglés en forma de media naranja, con superficie de caoba, fondo de espejo y un aparato que escanciaba cerveza helada; a un lado se abría una inmensa sala de billar. El dueño, J. R. Macedo, ex seminarista, tenía infinita paciencia con la tendencia de los bohemios a dejarlo todo a deber. Sólo había cortado el crédito a Fernando Limeira, apodado el Alazán, vástago de una excelente familia de la región de Minas que había pasado unos cuantos años estudiando en Europa a expensas de su padre. Tenía el rostro largo y rojizo, de ahí el apodo. Fernando se negaba terminantemente a trabajar y vivía de pequeños trucos, mientras se servía de las relaciones de su familia para ver si le conseguían un puesto de escribiente en algún ministerio. Sus estratagemas para sacar dinero no siempre eran muy convencionales. Por ejemplo, en una ocasión en la que se inauguró una nueva línea de tranvías en la calle los Naranjos, el Alazán entró en un cafetín de esa calle y pidió hablar con el dueño, que era un portugués corpulento y de malas pulgas. Se presentó con gran solemnidad.

– Encantado de conocerle. Soy Fernando Limeira, de la Botanical Garden Rail Road Company, asistente del mariscal Carnaúba.

– No tengo el gusto -dijo inmediatamente, con cierta aspereza, el portugués.

– Le explicaré el motivo de mi visita. Se habrá dado cuenta usted de que nuestra compañía ha tendido una línea de tranvías que pasa por su calle.

– Me tiene sin cuidado.

– Sí, bueno, me lo figuro, pero piense usted lo que aumentaría su clientela si una de las paradas de la nueva línea cayese exactamente ante su establecimiento. Entonces usted tendría también una clientela nueva, la de los pasajeros que se bajarían o se subirían al tranvía justo delante de su puerta -le explicó Limeira, calculando mentalmente lo que eso podría suponer en dinero contante.

– ¿Y cuánto me costaría eso? -preguntó entonces el portugués, que sabía perfectamente que en este mundo nada es gratis.

– Baratito, alrededor de cuatrocientos mil reis.

– Es mucho.

– Bueno, mire, debido a su enorme simpatía personal, estoy dispuesto a dejárselo en ciento cincuenta mil. Pero yo soy persona seria. No pagará usted un ochavo hasta que los tranvías empiecen a parar ante su puerta.

Cerrado el trato, Limeira se retiró con su cartera de negocios bajo el brazo. La llevaba llena de periódicos atrasados para dar cierta prestancia y seriedad a su aspecto. Aquella misma madrugada volvió allí y pintó de blanco una farola del gas, porque el blanco era el color que utilizaba la Rail Road Company para indicar las paradas obligatorias a los conductores de sus tranvías.

Al día siguiente, Fernando Limeira fue muy bien recibido en el cafetín, por el portugués, que estaba eufórico.

– ¡Esto es estupendo! ¡Los tranvías paran y los clientes entran como moscas!, ¡como moscas! ¡Es usted hombre de palabra, cosa la mar de rara en estos tiempos! Bueno, aquí tiene lo.convenido -añadió, entregándole, encantado de la vida, la cantidad regateada en monedas y billetes mezclados.

– Le diré, esto no lo hago por el dinero, sino por seguir la política del mariscal Carnaúba, que se empeña en estrechar cada vez más los lazos que unen a nuestros dos países -declaró, magnánimo, el Alazán, embolsándose los ciento cincuenta mil reis.

Y se alejó rápidamente, porque sabía muy bien que la alegría del lusitano no iba a durar mucho tiempo.

En cuanto los tranvías volvieron al hangar y los conductores contaron que había una parada nueva en el trayecto, los inspectores se dieron cuenta de que aquello tenía que ser una estafa. Al atardecer, varios empleados de la compañía repintaron la farola de negro y los tranvías volvieron a atenerse a las paradas de siempre, con gran desesperación del portugués.

En el Campestre, Fernando Limeira también hacía de vez en cuando de las suyas, y como, además, llevaba más de un año sin pagar sus cuentas, J. R. acabó por poner coto a tal abuso. El Alazán, indignado, comenzó a decir por ahí que había dejado de ir al Campestre porque los precios eran abusivos.

El coche que llevaba a Sherlock Holmes y a Anna Candelária se dirigió a la parte del Jardín Botánico donde estaba el Chalet Campestre. Allí les esperaba una alegre tertulia, todos riendo y hablando a gritos. Sentados al aire libre en torno a una de las mesas, vieron al comisario Mello Pimenta y a buen número de los contertulios de la canalla.

El marqués de Salles fue el primero en saludar a la pareja:

– Vaya, señor Holmes, veo que por fin dio con quien buscaba. Y, además, tenía usted razón, la muchacha es ciertamente una gran belleza -reconoció, recorriendo a la mulata de pies a cabeza con ojos de especialista.

Anna Candelária, actriz y mujer de costumbres liberales, se encontraba allí muy a gusto. Pero Holmes parecía, por el contrario, como intimidado. No estaba habituado a la compañía femenina y se sonrojó hasta la raíz del pelo cuando sintió que la joven le apretaba la mano. Cogiendo las sillas de la mesa contigua, los dos se sentaron con el grupo. Chiquinha Gonzaga, a quien hizo gracia la timidez del inglés, se dirigió a Anna:

– ¡Vaya, chica!, parece ser que estás transformando a nuestro detective.

– ¿Pero qué voy a estar, doña Chiquinha? Lo que le estoy es tremendamente agradecida, porque si sigo viva es gracias a él -y remató, volviéndose hacia Holmes-: ¿no es verdad, Sherlock?

Sherlock Holmes sintió que un escalofrío le recorría de pies a cabeza al oírse llamar así todavía no sabía cómo lidiar con tales intimidades. Macedo en persona llegó a tomar nota, e insistió en invitar al vino en honor del inglés. Mello Pimenta no esperó a la sobremesa. Después de todo, aquella comida tenía por objeto debatir el caso de las chicas asesinadas. En cuanto se sirvió el primer plato, cortó por lo sano y, pasando por encima de bromas y gracejos, preguntó a Anna Candelária:

– Lo que no comprendo es por qué no vino usted a la comisaría, señorita, para contarnos su encuentro con el asesino.

– Comisario, es que tuve miedo. De sobra sabe usted que en Brasil nuestra profesión se confunde todavía con la prostitución. No sabía cómo se me iba a recibir.

– Puedo asegurarle, señorita, que la policía trata a todas las mujeres con respeto y deferencia. Hasta a las prostitutas -afirmó cínicamente Mello Pimenta.

A Chiquinha Gonzaga casi se le atragantó el pollo que estaba comiendo:

– Mira, Pimenta, te advierto que si quieres seguir frecuentándonos va a ser mejor que te dejes de cuentos chinos.

Sin hacer caso de las risas del grupo, Mello Pimenta siguió adelante:

– ¿Podría describirme al agresor?

– Imposible, comisario. Era de noche y él iba envuelto en una capa y llevaba el sombrero bien calado. Lo único que recuerdo de él son los ojos, que parecían chispear en la oscuridad.

– ¿No vio qué tipo de cuchillo tenía?

– No, sólo que era de hoja larga.

– ¿Le dijo algo al acercarse a usted?

– Ni una palabra.

– Mucho me temo que va a ser difícil descubrir a ese asesino. Por lo que veo, podría ser cualquiera -reflexionó Olavo Bilac.

Sherlock Holmes, que ya había terminado, se mostró de acuerdo con el poeta. Decidió lucirse un poco ante Anna Candelária:

– Es cierto, señor Bilac. Puede ser cualquiera, como usted muy bien dice. Hasta alguien que esté comiendo tranquilamente en este restaurante, observándonos desde su mesa.

Todos miraron silenciosamente en torno a sí, observando a los demás clientes. Sherlock continuó:

– Puede incluso estar sentado a nuestra mesa -afirmó, con aire misterioso.

– ¿Cómo? -se espantó Albertinho Fazelli-, ¿Es que piensa que es uno de nosotros?

– No, yo no pienso nada, lo único que digo es que, por lo que sabemos de él, podría ser cualquiera. Usted mismo, por ejemplo -concluyó el detective.

El marqués de Salles intervino antes de que a Albertinho le diese un síncope:

– Bueno, señor Holmes, tampoco hay que exagerar. Yo he pasado muchas noches en vela con Alberto, y, créame, nunca he visto que sus ojos chispeen en la oscuridad.

Holmes hizo como que no había oído:

– No olvide, marqués, que nuestro hombre está loco. Puede tener doble personalidad. Por pura casualidad, antes de salir para el Brasil leí un libro que se titula The strange case of Dr. Jekyll and Mr Hyde, que trata precisamente de esto mismo.

– De modo que también yo soy sospechoso, ¿no es así? -bromeó Guimaráes Passos.

– ¿Y por qué no? Que yo sepa, los únicos que no podemos ser el asesino somos el doctor Watson y yo, porque no estábamos aquí cuando se cometieron los asesinatos. Bueno, y, por supuesto, tampoco Anna Candelária -dijo Holmes, mirando con ternura a la mulata.

– ¿Por ser mujer? -preguntó Alberto Fazelli, cuyo punto débil era racionalizarlo todo.

– No, por ser una de las víctimas.

Chiquinha Gonzaga se animó de pronto desde el otro extremo de la mesa:

– ¿De modo que no excluye a las mujeres? Vaya, menos mal que se nos concede igualdad con los hombres en algo.

– ¿Y por qué no? El serial killer podría perfectamente ir disfrazado. Se sabe que una característica de los locos cuando están en crisis es su fuerza descomunal -dijo Sherlock Holmes, tratando de encender su pipa y quemándose la punta de los dedos al hacerlo, pues no apartaba los ojos de Anna.

Mello Pimenta se dijo que ya era hora de volver la conversación a su cauce:

– A propósito de locos, señor Holmes, mi jefe, el magistrado Coelho Bastos, me sugirió sin darse cuenta una idea que puede dar buenos resultados. Me aconsejó ir de visita a un manicomio. ¿Quién sabe? Hablando con un alienista, o incluso con alguno de los internos, a lo mejor tenemos alguna inspiración.

– Óptima idea, comisario. También yo había pensado en eso -mintió Sherlock Holmes.

– Bueno, pues nada, me pondré en contacto con el director del manicomio, y en cuanto sepa la fecha de la entrevista le mando un recado.

Después del café todos comentaron la falta de seguridad que reinaba en Río de Janeiro:

– Sólo este año, contando a esas dos pobres chicas, ya hemos tenido aquí no sé si quince asesinatos -dijo Mello Pimenta.

– Bueno, son cosas de gran ciudad -reflexionó Guimaráes Passos.

Como siempre, fue Alberto Fazelli el que pagó la cuenta. Cuando se disponían a salir, se oyó ruido en la puerta del restaurante. Era Fernando Limeira, el Alazán, que llegaba completamente borracho y discutía con Macedo. El dueño del Chalet Campestre no hacía más que repetir:

– Ya te dije, Fernando, que me caes muy bien, pero si quieres comer aquí tienes que pagar.

– ¿Con los precios disparatados que cobras? -gritó Limeira, empujando a los camareros, que trataban de echarle de allí.

– Mis precios no son disparatados. Eres tú, que siempre pides lo más caro del menú. Aquí lo caro es la comida, no el servicio. Fernando Limeira se ajustó la corbata y contemporizó: -Tienes razón, vamos a llegar a un acuerdo.

Metió la mano en el bolsillo interior de la levita y preguntó a gritos, sacando un pedazo de carne cruda:

– Vamos a ver, ¿cuánto cuesta la «hechura» de este bistec?

Todo el restaurante prorrumpió en una carcajada, y Mace- do con ellos. Era imposible ponerse serio mucho tiempo con el Alazán.

Sherlock Holmes y Anna Candelária salieron del Chalet Campestre en una victoria de alquiler. El inglés ofreció dejar a Anna en su casa, pero ella, después de darle su dirección, añadió, con franqueza propia de artista:

– Mira, todavía es temprano, antes de retirarme me gustaría conocer tu hotel. Me han dicho que los apartamentos del Albión son verdaderamente deslumbrantes.

Holmes luchaba con emociones encontradas. No cabía en sí de felicidad al ver que Anna quería acompañarle, pero, al tiempo, la idea misma le chocaba. El nunca se habría atrevido a hacer una proposición así a la muchacha, aunque era lo que más deseaba. Los dos siguieron en silencio hasta la calle Fresca.

Mientras Holmes distraía al portero de noche pidiéndole informaciones completamente innecesarias, Anna Candelária se deslizó hotel adentro y escaleras arriba. En cuanto llegaron al cuarto, se sentó en la cama de Holmes:

– ¡Dios mío, pero qué mullida! Y el cuarto es mucho más bonito de lo que yo pensaba -probó con una mano la blandura de las almohadas-, ¡Hale, ven aquí, a mi lado!

Holmes, sin saber cómo lidiar con tan, para él, insólita situación, se situó junto a ella, y ella, como llevada de un impulso, cogió el rostro de Holmes en sus manos y le besó largamente en los labios. El corazón del detective se desenfrenó. Ni la persecución de los delincuentes más terribles le había infundido jamás tal emoción. No estaba habituado a una cosa así. Se levantó, guardó en el cajón de la cómoda el revólver Beaumont- Adams que siempre llevaba encima en sus misiones más peligrosas, y preguntó, desabrochándose la levita:

– ¿Puedo ofrecerte algo?, ¿té, jerez, cocaína?

– ¿Cocaína?

– Sí, es un excelente estimulante. Me enseñó a usarlo Sigmund Freud, un médico vienés. Estudiamos juntos técnica hipnótica en la clínica parisina del doctor Charcot. Mi amigo Sigmund es defensor acérrimo de las propiedades milagrosas de la coca -se justificó Sherlock Holmes, sacándose del bolsillo una cajita y un tubito de plata y preparándose a ofrecer a Anna una prise.

– Yo me creía suficiente estimulante… -dijo, insinuante, Anna Candelária, al tiempo que le quitaba esos objetos de las manos al detective, dejándolos sobre la mesita de noche.

Volvió a atraer a Holmes hacia la cama. Volvió a besarle, con más intensidad aún, desabrochándole al tiempo la camisa. Sherlock la apartó de sí con suavidad.

– Anna, tengo algo terrible que confesarte.

– ¿Qué es, amor mío?

– Soy virgen.

Anna Candelária no creyó lo que acababa de oír con sus propios oídos. Holmes aparentaba cuarenta años, y en los trópicos los niños de más de once ya se restregaban contra las doncellas negras de sus casas. En las fincas del campo, perdían la virginidad con las esclavas jóvenes antes incluso de que empezase a salirles el bozo.

– Sherlock, ¿cuántos años tienes?

– Cumplí treinta y dos en enero -respondió el detective, que aparentaba más edad de la que tenía.

– Pues no lo entiendo, ¿es que has hecho voto de castidad o qué?

– No, nada de eso, lo que pasa es que hasta que te conocí nunca me había interesado el sexo. Sólo pensaba en la criminología.

Anna, oyendo esto, se sintió conmovida y halagada:

– ¿Quieres decir que soy la primera mujer de tu vida?

– Sí, quitando a Violet -respondió Holmes.

– ¿Quién es Violet?

– Mi madre.

A la bella mulata se le arrasaron los ojos en lágrimas. Cogió tiernamente a Holmes por la tupida cabellera castaña.

– ¿Comprendes ahora por qué quise recurrir a la cocaína?

Anna sonrió, en aquel momento Holmes le parecía un niño.

– Amor mío, esas drogas sólo sirven para alejar el deseo. Lo que tú necesitas es algo que te relaje.

Diciendo esto, sacó de su bolso un envoltorio azul bordeado de oro y se lo mostró al inglés.

– ¿Qué es eso? -preguntó Sherlock Holmes.

– ¡Ah!, ¿no lo sabes? Es cannabis, una planta asiática que también crece muy bien aquí, en nuestro clima. Se compra en las boticas y con ella se hacen cigarrillos indios -explicó Anna Candelária, que ya estaba preparando uno.

– ¿Y para qué sirven?

– Pues para casi todo. Dicen las instrucciones que son estupendos para no roncar, para el insomnio, para la inapetencia, para el asma. Vamos, que son mano de santo. Y, además, relajan muchísimo cuando se está nervioso -terminó Anna Candelária, brindando a Holmes el cigarrillo que acababa de hacer.

– Muchas gracias, prefiero poner esa hierba en mi pipa -dijo éste, llenándola directamente del envoltorio, como si fuese una tabaquera.

– Cuidado, no se te vaya la mano -le advirtió Anna Candelária, encendiendo su cigarrillo.

Holmes exhaló varias bocanadas de humo seguidas:

– Lo único que siento es el olor -dijo, y, probando de nuevo-: nada, que no me hace ningún efecto.

– Tienes que tragar hondo para que el humo te entre bien por los pulmones, traga todo lo que puedas -le recomendó la mulata.

Holmes, obedeciendo sus instrucciones, consumió enseguida la primera pipa:

– Voy a fumar más, porque sigo tan tenso como antes -anunció, volviendo a cargar la pipa.

– No te aceleres, querido mío, suele tardar un poco en hacer efecto.

Holmes, sin hacerle caso, seguía dando fuertes chupadas:

– Debe de ser por lo grande que soy -bromeó-, me hace falta una dosis de gigante.

– No, quia, yo he visto al cannabis tumbar a hombres más grandes que tú.

Tras la cuarta pipa, Holmes se detuvo de pronto:

– No me había fijado hasta ahora en los colores que tiene este cuarto. ¿No notas tú, Anna, lo bonitos que son? ¡Fíjate qué amarillo más vivo! ¿Y qué me dices del papel de pared? ¡Sí parece que las flores bailan! ¡Mira cómo bailan! ¡Si parece que están en relieve! ¡Me dan unas ganas tremendas de reír! ¡Mira que bailar las flores! ¡A quién se le ocurre una cosa así! ¡Dios, cuantas vueltas! ¡Ay, pero qué gracia tiene! -remató Sherlock Holmes, más portugués que nunca, en medio de un ataque incontrolable de risa.

Anna, contagiada, se echó a reír también:

– Ya te lo advertí, bien mío, has fumado demasiado.

Los dos, entre carcajadas, cayeron sobre la cama, y Holmes comenzó a besar a Anna con avidez, tratando al tiempo de quitarse la ropa, y quitársela también a la mulata.

– Mi dulce palíndromo… -murmuró Holmes a su oído.

– ¿Cómo? ¿Qué es lo que me llamaste?

– Palíndromo, ¿no sabes lo que es?

– Bueno, no exactamente.

– Una palabra que se lee de izquierda a derecha igual que de derecha a izquierda y siempre quiere decir lo mismo. Mira, como tu nombre: Anna… Anna… Sherlock ama a Anna… Fíjate: ama y Anna… Anna y ama… -repetía Sherlock, llevado del desvarío que le invadía, besando al tiempo los senos perfectos de la mulata.

Se puso a besar también los pezones endurecidos de Anna Candelária, que gemía de placer, y saltó de pronto a besar sus labios sensuales, y a entrelazar su lengua con la de la chica.

Se incorporó súbitamente:

– ¿Sabes de qué tengo ganas?

– ¿De qué? Quiero que hagas conmigo lo que quieras, apasionado inglés mío… -dijo Anna, trémula de deseo.

– De tomar dulces.

– ¿…?

– No sé por qué me ha entrado un deseo irresistible de dulces.

– Yo sí lo sé. Es el cannabis. Esos cigarrillos dan fuertes ganas de azúcar. Yo misma, cuando fumo mucho de esto, me hincho luego de dulces de coco -explicó Anna, abrochándose el vestido y levantándose-, no salgas de aquí, voy a la cocina del hotel a robar unos dulcecitos y vuelvo enseguida -añadió, risueña, dirigiéndose a la puerta.

Sherlock con la boca seca, se echó de espaldas sobre las almohadas de la cama, disfrutando de la inmensa felicidad que llenaba todo su ser. Por primera vez desde su llegada a Brasil no añoraba las espesas nieblas de Londres. El encanto de los trópicos acababa de ganarse una víctima más.

El portero de noche roncaba con la-cara contra su mostrador, y el periódico que había tratado de leer yacía en el suelo a su lado. Anna Candelária, cuidando de no hacer ruido, cruzó el vestíbulo y entró en la enorme repostería del hotel. En una de las alacenas, junto al gran armario de la loza, encontró lo que buscaba: un plato de dulces de coco. Probó uno y lo encontró sublime. Su criterio no era seguro, sin embargo, porque, siempre que fumaba un cigarrillo indio, cualquier cosa azucarada le sabía deliciosa. Rehízo el camino andado llevándose el fruto de su robo. Entró en la habitación, cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas, se acercó a la cama y se encontró a Sherlock Holmes durmiendo a pierna suelta con una beatífica sonrisa en los labios. Se sentó a su lado y se comió ella sola todos los dulces. Luego besó suavemente la frente del detective y salió con sigilo, a pasos quedos.

Un grito desgarrador despertó a Holmes cuando soñaba que una mestiza de pechos grandes y largos muslos firmes bailaba desnuda ante sus ojos. La mestiza tenía el cuerpo maravilloso de Anna Candelária, pero, cosa curiosa, su rostro era el de su madre. El detective apartó de su cabeza tan extraña imagen, tanteó la sábana a su lado y se dio cuenta de que estaba solo. El alarido seguía oyéndose, y cada vez más fuerte, de modo que saltó de la cama en busca del revólver que guardaba en la cómoda. Los bramidos llegaban del cuarto de Watson. Abrió la puerta intermedia que le separaba de los aposentos del doctor, y encontró a éste gritando como un descosido y estrangulando la almohada:

– ¡Muere, canalla, que aún está por nacer quien sea capaz de atacarme por la espalda!

Sherlock se dio cuenta con alivio de que todo aquello no era más que una pesadilla. Inclinándose sobre el doctor Watson, le zarandeó con fuerza, dando al tiempo un violento empellón a la almohada:

– ¡Hale, venga, Watson, haz el favor de despertar!

El doctor Watson abrió los ojos. Por un momento pareció despierto, pero un instante después se le echó encima a Sherlock:

– ¡Ah, de modo que sois dos, eh! ¡Pues me alegro, que uno solo es poco para todo un soldado de Su Majestad! ¡Viva la Reina! -gritó, como loco.

Holmes le soltó, sin más, una bofetada:

– ¡Que soy yo, Watson, que soy yo, haz el favor de callar, que vas a despertar a todo el mundo!

Pocos instantes después el doctor salía de su alucinación:

– Vaya por Dios, pensé que estaba en la India, y que me atacaba un guerrero ghazi.

– Bueno, Watson, menos mal que no era más que un sueño.

– Son esas comidas del demonio, pero de ahora en adelante no voy a comer más que las cream crackers que me traje de Londres -decidió.

– Hale, vamos a ver si dormimos un poco, que ya ha sido bastante agitada la noche -remató Holmes, pensando en Anna Candelária.

– De todas formas siento no haberme traído mi viejo Colt del ejército -se lamentó el doctor, al ver el revólver de su compañero.

– No te inquietes antes de tiempo, Watson. Recuerda que lo que ha de suceder al fin sucede -dictaminó, filosófico, el detective, dirigiéndose a su cuarto.

El doctor se arropó de nuevo, mostrándose de acuerdo con el detective:

– Tienes razón, Holmes. Como dice un viejo proverbio escocés, las únicas aves que mueren antes de tiempo son las perdices y los cerdos.

Holmes cerró la puerta, atribuyendo tan confuso adagio a la terrible pesadilla de que había sido víctima su amigo.

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