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Sara Bernhardt ya llevaba casi quince días en Brasil. Y hoy estrenaba Frou-Frou, obra de Meilhac y Halévy, en el papel de Gilberte. Don Pedro ocupaba el palco imperial y el teatro estaba de gala. A su llegada, dos horas antes, la actriz había sido recibida por ardientes estudiantes que le tiraban flores y le gritaban apasionadamente en un francés elemental, aprendido con las putas extranjeras en los burdeles de Río: Vive madame Bernhardt!; Vous etes une artiste supimpe!; Vous etes bonne á bésse!; Allons enfants de la patrie!; Sarah Bernhardt est arrivée!

A la entrada del teatro, y poco antes del espectáculo, aún se veía a las mujeres de Bahía con sus bandejas gritando a los transeúntes: «¡A las buenas gachitas de azúcar!, ¡ay qué buenas!, ¡y bien calentitas!, ¡al buen dulce de coco!, ¡a las buenas yemas de coco!». Otros vendedores ofrecían golosinas más audaces: «¡Empanadillas de camarón!, ¡y el que no encuentre el camarón se la come gratis!». Los que tenían tenderete anunciaban grano reventón de maíz verde, dulce de guayaba, de sésamo, de coco, de banana y otras delicias.

El teatro estaba lleno. Desde el patio de butacas hasta la parte más alta del gallinero, brasileños de todas las clases querían ver a la actriz francesa recién llegada a nuestras tierras. Para muchos, que no entendían una palabra de lo que se decía en escena, se trataba de un espectáculo de circo, y Sarah les parecía un fenómeno tan misterioso como si un tigre tocase la flauta o un elefante hiciese equilibrios en la cuerda floja. La obra duró casi tres horas por las interrupciones de espectadores exaltados:

– ¡Animo, madame!

– ¡Cuidado, doña Sarah Bernhardt, que ya se lo contó todo a la otra mujer!

– ¡No, que es mentira, no crea usted una palabra, que leyó la carta cuando usted estaba ahí dentro!

Al final del primer acto muchos se levantaron creyendo la obra ya terminada. En cuanto se daban cuenta de su error, trataban de disimular yendo a comprar algún dulce o refresco en el vestíbulo y volviendo luego a sus asientos.

Cuando el telón cayó por última vez, más de la mitad del patio de butacas se apretujó ante la entrada de artistas para ver de cerca a aquel mito viviente. En medio del público había una frágil y dulce figura de mujer, de niña casi. Era una camarera del palacio imperial que había conseguido entrada para el espectáculo. Sarah abrió la puerta e hizo frente a la muchedumbre. Además de recibir una lluvia de flores, se oyeron gritos de Vive Sarah Bernhardt! Algunos, más audaces, se acercaban hasta tocar la ropa de la actriz. Maurice Grau tuvo que hacer uso de toda su experiencia para apartar a la muchedumbre sin caer antipático. Al pasar junto a la muchachita, su tierno y suave aspecto conmovió a la francesa, que le preguntó:

– Comment t’appelles-tu?

– Francisca -dijo la niña, sin acabar de creer que realmente estaba hablando con Sarah Bernhardt en persona. La actriz sacó una tarjeta de su bolso y con un lápiz de oro, regalo del duque de Estrasburgo, puso su nombre junto a la dedicatoria: «Pour Francisca, belle et jeune brésilienne qui m’a vue jouer Frou-Frou à Rio. Sarah Bernhardt». La besó en el rostro, le dio la tarjeta y se subió rápidamente a la calesa que la esperaba. Tan rápida fue que Maurice Grau hubo de correr para poder alcanzarla.

Francisca Meireles no acababa de creer en su suerte. Para ella era un verdadero milagro que Sarah Bernhardt en persona, a la que idolatraba desde sus días de interna en el colegio de monjas, llevase su amabilidad hasta el punto de firmarle un autógrafo. Guardó el valioso recuerdo en su bolso y siguió a pie por la calle de la Constitución. Iba a serle difícil encontrar coche de alquiler a tales horas. Los cocheros, todos ellos de levita, seguían ante la entrada del teatro, esperando propinas más sabrosas. Bueno, daba igual. La noche, después de todo, había sido perfecta. A Francisca, chica de muy buenas prendas, su tío, el pintor Vítor Meireles, le había conseguido del emperador un puesto de camarera en palacio; y el destino se le mostraba generoso: por ejemplo, ayudándola a encontrar entrada para la función de aquella noche. Abrió el bolso y sacó la tarjeta. Tenía miedo de que resultase no haber sido más que un sueño. Volvió a leer la dedicatoria, y luego, apretando bien su trofeo con la mano izquierda, como temerosa de que se diluyese en el aire ante sus ojos, siguió andando sumida en una de esas quimeras que tan comunes son en las jóvenes de su edad. Cruzó la calle de la Guardia Vieja en dirección a la fuente pública, vasta mole que semejaba a un templo, con sus veintinueve caños de bronce siempre muy pulidos y relucientes. Era allí donde el populacho del castillo de la cuesta de San Antonio iba a abastecerse de agua. A aquella hora, la plaza de la fuente estaba desierta, y la joven, todavía con la boca seca de emoción, se acercó a saciar su sed. Se inclinó hacia uno de los caños, y, justo en ese momento, sintió la cercanía de otra persona.

La pobre apenas tuvo tiempo de ver el largo puñal reluciendo a la luz de las farolas. Su pequeño rostro se vio envuelto inmediatamente en una capa y toda ella precipitada de bruces contra el parapeto. La hoja hizo una incisión perfecta en la parte inferior del vientre, subiendo lentamente hacia el esófago y hendiendo con pericia todo el abdomen. La muchacha no tuvo consciencia de lo que le ocurría. Sintió frío, mucho frío, y cayó en uno de los depósitos, tiñendo de rojo las aguas de la fuente. El agresor se inclinó sobre el cadáver, cortándole las orejas. Sin saber a ciencia cierta por qué, las husmeó antes de guardárselas. Finalmente, sacó el violín, que llevaba sujeto a la cintura y disimulado con la capa, y ejecutó el mismo macabro ritual de la vez anterior, sólo que con la cuerda de sol, enrollándola entre los pelos del pubis y alejándose en dirección a la iglesia de Santana, mientras con las dos cuerdas restantes del violín ejecutaba una czarda patética y melancólica.

Para el comisario Mello Pimenta, aquella calle sería siempre la calle de Bobadela. Bien conocía él desde niño la estrecha vía, y le daba igual que luego la hubiesen cambiado de nombre. «¿De modo que ahora se llama de la Vieja Guardia?», pensaba, melancólico. El cambio había sido culpa de la Guardia Militar, instalada allí para mantener el orden entre los aguadores que frecuentaban la fuente de la Carioca. Mello Pimenta cruzó la calle, pasó por delante del convento de San Antonio y siguió por la plazuela de la Carioca, hasta llegar a la fuente. Estaba agotado. Había pasado la noche y parte de la mañana tratando de resolver un problema de esclavos huidos al refugio de Gávea. El, en secreto, era convencido abolicionista, pero no tuvo más remedio que atender las quejas del propietario, que estaba muy recomendado por el señor jefe de la policía. El sol del mediodía apenas le molestaba, aunque le fastidiaba mucho que el cadáver de la muchacha aún no hubiese sido recogido y llevado al depósito. Un cordón de policías, «mata-cachorros» se les llamaba, impedía a la rala multitud de curiosos apretujarse en torno a la joven muerta. «Parecen moscones», pensó, sintiendo que su irritación crecía por momentos. Cruzó el cordón y se acercó al doctor Saraiva, que ya estaba allí. El forense tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre, culpa, probablemente, del exceso de alcohol. Saraiva era competente, aunque en más de una ocasión había estado a punto de perder el empleo por su apego al aguardiente de melaza. El aguardiente le soltaba la lengua, y los periodistas le sacaban entonces cuanta información querían, por secreta que fuese. Mello Pimenta fue al grano, sin decirle siquiera buenos días:

– ¡A ver profesor!, ¿qué me puede decir?

– Pues nada bueno, nada bueno… -respondió Saraiva, rascándose la cabeza con la mano ensangrentada y dejándose un mechón rojo más en la cabellera blanca-. Esto me recuerda mucho el caso de la prostituta de la calle del Regente.

– ¿Qué es lo que se lo recuerda?, ¿una puta más asesinada?

– No, no. Por los papeles que he encontrado en el cadáver, esta vez se trata de una hija de familia. Llevaba una carta de presentación en la que se decía que era camarera de palacio. Se llamaba Francisca Meireles y era sobrina del pintor del mismo apellido, Vítor, amigo del emperador, de la Academia Imperial de Bellas Artes.

– ¡Lo único que nos faltaba! ¿Y qué es lo que le recuerda el otro asesinato?

– Pues, primero: que también le faltan las dos orejas; y, luego, la violencia de los tajos. El asesino la despedazó como a un lechoncito -a Saraiva le encantaban estas analogías culinarias-, y, además, se percibe la misma precisión en el uso del cuchillo.

Pimenta se dio cuenta de que la víctima apretaba algo con la mano izquierda. El brazo salía del depósito, como si la muerta hubiese hecho un último esfuerzo para que lo que tenía así cogido no se le mojase. El policía trató de separar los deditos, ya rígidos, pero en vano.

– Con su permiso -intervino Saraiva, acercándose. Cogió la mano sin vida y la golpeó con fuerza contra la piedra de la fuente, como si de una nuez se tratase. Los dedos, rotos, se abrieron, dejando ver una tarjeta apretujada. El médico cogió entre el pulgar y el índice la cartulina con la dedicatoria de la actriz y se la tendió a Pimenta con mucha afectación.

Este la leyó con interés.

– Sarah Bernhardt -dijo-, ¿no es la francesa esa que actúa ahora en el San Pedro?

– Exactamente, la mejor actriz del mundo. ¿Es que no ha ido usted todavía a verla?

– Ya me dirá cuándo, como si uno tuviese tiempo para todo. La última vez que puse el pie en el teatro fue para ver a Joáo Caetano en Antonio José -volvió a echar una ojeada a la tarjeta-. Está visto que esa chica estuvo en la función de anoche. No sé, la verdad, si esto nos va a servir de mucho -añadió, guardando la tarjeta en el bolsillo del chaleco.

Saraiva cogió al detective por el brazo y lo atrajo hacia sí:

– Pero esto sí que va a serle útil -dijo, sacando del bolsillo la cuerda de violín-. Mire, otra cuerda musical. Y entre los pelos del pubis. Y, probablemente, del mismo instrumento.

Como quien se quita una mota de carbón de la chaqueta, el forense cogió un pelo que aún estaba enrollado a la cuerda y se lo tendió al comisario:

– Un souvenir…

Pimenta lo miró con asco. No había prestado mucha atención a la cuerda del primer crimen, pero era evidente que esta repetición indicaba claramente que se trataba del mismo demente. Ahora lo urgente era averiguar a qué tipo de instrumento pertenecía la cuerda y descubrir qué tipo de patología cerebral podía inducir a alguien a coleccionar orejas. A lo mejor tales extravagancias resultaban ser otras tantas pistas dejadas por el desequilibrado. Porque ya no podía caber duda de que se trataba de la misma persona, y de que era un desequilibrado. Dos víctimas en menos de un mes. Pimenta esperaba que el monstruo no continuase por aquel camino. En todos sus años de policía nunca había visto nada parecido. Dos víctimas a manos del mismo asesino, ¡y tan distintas entre sí! La una, prostituta; la otra, camarera del palacio imperial. Se puso a pensar en posibles semejanzas: jóvenes las dos, muy jóvenes, y bonitas. No tenían orejas, pero eso carecía de importancia. Antes de caerles la desgracia de topar con aquel monstruo, tenían cuatro orejas, bueno, mejor dicho: dos cada una. Pimenta se dio cuenta de que ya no razonaba con coherencia. El sol y la fatiga comenzaban a embotarle las ideas. Lo que tenía que hacer era irse a casa, lavarse la cara y comer algo. Se despidió de Saraiva:

– Bueno, pues yo ya no tengo más que hacer aquí. Si descubre algo nuevo, ya sabe, me lo dice.

– También yo me voy enseguida. Estoy aquí esperando a los que vienen a llevarse el cadáver. Quiero comenzar la autopsia esta misma tarde, y cuanto antes mejor. Pero me temo que, así y todo, va a ser difícil dar con algo nuevo. Bueno, a menos que le interese saber qué comió la muchacha antes de ir al teatro… -rió, mostrando una vez más lo mucho que le gustaba esa clase de chistes.

Doña Esperidiana estaba habituada a las horas de su marido. Sabía que a los comisarios de policía les toca muchas veces pasar la noche en vela, y Mello Pimenta era un hombre dedicado a su trabajo. Tenía costumbre de bromear con ella sobre su nombre: «¿No te llamas Esperidiana?, pues espera a que vuelva». Ella no tenía celos, pues sabía que Pimenta era perseguidor de delincuentes, no de faldas. Esperidiana, a los treinta y dos años, era una mujer atractiva. No era lo que se dice una belleza clásica, pero poseía eso que los franceses llaman la beauté du diable. Muy blanca, de ojos grandes y pelo liso y negro, se había ganado en su infancia el apodo de «la Españolita», que no le gustaba nada. Mientras el comisario se afeitaba con una vieja navaja alemana, lo único que había heredado de su padre, Esperidiana puso la mesa de la cocina, sirviendo a continuación tapioca caliente con mantequilla y café, el plato preferido de su marido.

– ¡Cuidado, no te las cortes! -le gritó.

– ¿Qué?

– ¡Las orejas…!

Pimenta solía hablar de sus casos policiales con Esperidiana, y la tenía al corriente de los dos asesinatos. Acabó de apurarse la mandíbula, se lavó la cara en la jofaina de ágata y fue a donde lo esperaba su mujer. Se sentó, mientras Esperidiana le servía el café, bien cargado y espumoso.

– Ya sabes que no me gustan esos chistes -dijo Pimenta fingiéndose molesto-, hasta te pareces a Saraiva.

– Anda, tómate el café antes de que se te enfríe -respondió ella, sentándose al lado de su marido.

– El caso este de las chicas asesinadas está complicándose mucho. La verdad es que no sé por dónde empezar -se quejó el comisario.

– ¿Y por qué no le pides ayuda al detective inglés que está al llegar?

– ¿A qué detective?

– Salió el otro día en la columna de Múcio Prado. Parece ser que nuestro amadísimo soberano ha invitado a un cierto señor Sherlock no sé cuantitos para que descubra quién es el que le robó un violín carísimo a la baronesa Maria Luisa. Es el último chisme de la ciudad. ¿No lo has leído tú? -le preguntó Esperidiana, que no se perdía un solo artículo de la sección del cronista del Jornal do Commercio. Le encantaba enterarse de los chismes y los líos de la aristocracia y amenizaba sus tardes vacías imaginándose que la invitaban a fiestas y saraos de la corte.

– ¿Un violín? -preguntó Pimenta, sacándose del bolsillo la cuerda de tripa-, ¿será esto una cuerda de violín?

– No lo sé. De viola, desde luego no -respondió Esperidiana, que había aprendido de niña a tocar en ese instrumento algunas modinhas de Caldas de Barbosa-. ¿Dónde la encontraste?

– En el lugar del crimen -se evadió Pimenta, que quería evitar a su esposa los detalles escabrosos de la historia-. Se encontró una junto a cada víctima.

Volvió a guardársela.

– Hale, come, que se te enfría.

Pensativo, el comisario Mello Pimenta echó más mantequilla a la tapioca, pensando al tiempo si no sería buena idea pedir ayuda al detective inglés.

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