14

En 1693, y afligido por la crueldad y el desamparo en que la sociedad dejaba a los huérfanos recién nacidos, que morían de frío e inanición por las callejas, el gobernador Antonio Paes de Sande envió una carta al rey don Pedro II de Portugal pidiéndole instrucciones, ya que la Casa de Beneficencia no tenía recursos suficientes para encargarse de esos niños. El Senado de la Cámara tampoco mostraba el menor interés por la manutención de los pobres inocentes. Pero, como Portugal había acumulado inmensas riquezas gracias a las minas de oro recién descubiertas en el Brasil, el rey, sintiéndose benévolo, dio orden de que los desamparados fuesen alimentados a expensas del Consejo y que se arbitrasen las contribuciones necesarias para tan piadosa tarea.

La Cámara comenzó dedicando lo que sobraba de algunos impuestos para la manutención de los pequeños infelices que quedaban abandonados a la intemperie callejera, y, en algunos casos, incluso acababan siendo devorados por los perros. Pero, así y todo, no había suficiente dinero para todos.

El abandono y la miseria en que se hallaban los pequeños sin padres acabó por conmover el corazón generoso de un tal Romáo de Mattos Duarte, el cual, en enero de 1738, decidió dotar con treinta y dos mil cruzados a la Casa de Beneficencia para que sus réditos se dedicasen a criar a los pequeños infelices. Así es como se fundó el Torno de los Expósitos.

El Torno se llamaba así porque en uno de los lados del edificio había una gruesa puerta de madera con una abertura tapada por un cilindro giratorio, también de madera, que tenía dos baldas sobre las que se depositaba a los bebés abandonados. Dándole un empujoncito, ese cilindro giraba con facilidad, de modo que el desdichado crío desaparecía abertura adentro. Una campanilla conectada con el cilindro avisaba a las hermanas de la Caridad, que acudían presurosas a recoger, sobre todo de noche, a las criaturas abandonadas.

El Torno de los Expósitos estuvo al principio en la plazuela de la Misericordia, y pasó luego a la calle de Santa Teresa, pero desde 1860 estaba en un inmueble de dos pisos de la calle de Evaristo da Veiga, número 66, y donde antes se encontraba la Escuela de Medicina.

El nuevo Torno de los Expósitos se inauguró en junio de ese mismo año en presencia de la familia imperial. A un lado del vestíbulo revestido de mármol estaba la secretaría donde se pagaba a las amas externas, enfermeras que trabajaban para la Casa, y al otro la llamada Sala del Torno. Junto al torno había siempre una hermana de la Caridad pendiente en todo momento de recoger a los expósitos. Flanqueando la escalera central había sendas estatuas de san Vicente de Paula y la Caridad. En el primer piso estaban el refectorio, la sala de recreo, el cuarto de plancha, la cocina, las pilas de lavar la ropa y el jardín. En el segundo, la administración, el gabinete de la hermana superiora, la capilla, la botica, la sala de lectura, el cuarto de costura, las habitaciones de las hermanas de la Caridad, una sala con cuarenta cunas y el dormitorio de los expósitos, con cuarenta y dos camas. Adornaban las paredes retratos al óleo de Pedro I y la emperatriz Leopoldina y de don Pedro II y la emperatriz doña Teresa Cristina. Los expósitos residentes allí aprendían a leer, a escribir, a hacer cuentas, gramática, historia sagrada, costura y plancha. Las que se casaban recibían una dote de la hermandad. Todos los años, la princesa Isabel enviaba al Torno de los Expósitos baúles llenos de ropa hecha por ella, lo cual era prueba fehaciente de la inmensa bondad que latía en su corazón.

Para que se viese que el Torno de los Expósitos no olvidaba a sus bienhechores, había también un retrato de su fundador, el caritativo Romáo de Mattos Duarte. Pero lo que más conmovía a los visitantes era el retrato, que colgaba de la sala de cunas, de una criatura hidrocéfala abandonada en el Torno por una desconocida en julio de 1882; la criatura había fallecido dos meses más tarde, pero fue bautizada antes de morir con el nombre de Mateus. Mateus era un símbolo para todos los que trabajaban en el Torno.

Lo que no sabía nadie era que la madre de Mateus trabajaba en el Torno de los Expósitos desde hacía más de tres años. Se llamaba Carolina de Lourdes y era hija de Josué Calixto, acreditado agente de pompas fúnebres establecido en la calle de Itapiru, muy cerca del cementerio de San Francisco de Paula, en la plazuela de Catumbi. Carolina se había dejado embaucar con las falsas promesas de Ariel Lemos, joven llegado de Curitiba para aprender con Calixto los secretos del embalsamamiento. Ariel sedujo a la linda jovencita de diecisiete años, huyendo después al interior de la provincia de Paraná, sin que se volviera a saber nada de él. Y Josué Calixto, viudo y severo, inflexible y asiduo lector del Antiguo Testamento, echó a su hija de casa. De no haber sido porque intervino en el asunto una tía solterona de Niterói, acogiendo a la chica en su casa, seguramente Carolina se habría visto obligada a dedicarse a la precaria y ardua vida de las prostitutas.

En cuanto nació el niño, Carolina, horrorizada, atribuyó su deformación a lo inicuo de su nacimiento. Una semana más tarde, dominando sus escrúpulos, dejó en el Torno al infeliz fruto de su pecado. Fue a ver a su padre, que la perdonó después de obligarla a larga penitencia. Así y todo, el remordimiento comenzó a quitar el sueño a la bella Carolina. Se pasaba las noches en vela, pensando en el pobre niño enfermo que había depositado sobre la fría madera del Torno. En la oscuridad de su cuarto creía entrever los grandes ojos castaños de la criatura, que la miraban sin pestañear. Un día no pudo soportar más esa sensación de culpabilidad y fue al Torno de los Expósitos, donde tuvo el tremendo disgusto de enterarse de que su hijo había muerto y se había convertido en el símbolo mismo de la casa. Sin darse a conocer, decidió que tenía que hacer algo por los desdichados que, como su hijo, estaban a merced de la caridad ajena. Con el consentimiento de su padre, Carolina se ofreció de ama externa sin aceptar ninguna compensación económica.

– La mejor compensación es el alivio que proporciono a mis pequeñitos -solía decir, refiriéndose a los infortunados expósitos.

A todo el mundo le extrañaba que Carolina, muchacha de extraordinaria belleza, y casi una niña, se dedicase con tanta paciencia a tan difícil tarea. En el Torno la adoraban. No tenía horario. Se ofrecía para velar junto al Torno siempre que alguna hermana enfermaba; y al día siguiente seguía cuidando de los niños todo el tiempo que hiciese falta, a pesar de no haber dormido.

Aquella noche lluviosa, Carolina de Lourdes salió del Torno de los Expósitos después de dadas las once. Hacía dos días que no aparecía por casa, y su padre, preocupado, le había exigido que descansase un poco, aunque sólo fuese para no perecer de puro agotamiento. Quedó en ir a buscarla al anochecer, pero la lluvia era tan fuerte que su calesa no podía avanzar. En vista de que su padre no llegaba, las hermanas insistieron en que Carolina se quedase a dormir en el Torno, pero ella rehusó. Dijo que su padre estaba casi tan abandonado «como sus niñitos» y salió a la tempestad, metiéndose resueltamente por la calle de Evaristo da Veiga.

Un relámpago ilumina un instante la figura de negro que aguarda junto a un árbol, en el camino de la Quinta da Ajuda. Carolina de Lourdes sale hacia Vizconde de Maranguape. La figura de negro va rápidamente en pos de la joven. La tormenta de truenos y rayos que cortan las gruesas gotas de lluvia da a la calle un aire sombrío. Carolina aprieta el paso y tuerce a la derecha, rumbo a la calle Nueva de los Arcos. La figura de negro sigue rápidamente detrás de ella, cuidando de que sus largas zancadas toquen el suelo al mismo ritmo que las de la chica, porque así no se oyen. Cada vez que la joven se detiene para buscar con los ojos un coche de alquiler, la figura de negro se para también, improvisándose así una siniestra coreografía. Por un momento quedan los dos enmarcados en los arcos del acueducto, como bailarines perdidos en un escenario gigantesco. No pasa un alma por la zona. Carolina de Lourdes pasa a Lavradio y sigue por la calle del Resende. Cuando la figura de negro llega también allí, se le ocurre una buena idea: se dirige rápidamente al Riachuelo y echa a correr. Sus pies casi no tocan el suelo mojado. Su capa le da todo el aspecto de un enorme buitre que planease en plena lluvia. Ahora los dos van paralelamente, Carolina por la calle del Resende, y la figura de negro por el Riachuelo: el pajarillo indefenso y el ave de rapiña. Lo que él quiere es encontrarla de frente. Sabe que la mujer no tiene escape, y que no hay cruce de calles hasta la de los Inválidos. La figura de negro gira a la derecha y vuela en dirección al cruce siguiente. Jadeante, pegado al muro de la última casa de la esquina, ve acercarse a su víctima. Esconde el cuchillo bajo la capa, como el torero la muleta, y espera.

Carolina de Lourdes no tiene tiempo más que para alargar las manos, tratando inútilmente de protegerse. La hoja le atraviesa las palmas y penetra en un pulmón. Él, entonces, le saca la hoja del pecho y vuelve a apuñalar a la chica: una, dos, cinco, quince veces. Carolina yace muerta por tierra cuando él se arrodilla a su lado, le abre el vientre hasta el esternón, le arranca el hígado, aún caliente, y se lo frota ávidamente contra el rostro. Lame y aspira el órgano viscoso. No siente ninguna repulsión, al contrario, el olor dulcecillo de la sangre le infunde un violento espasmo de placer. Se siente exhausto. Esta vez todavía no llega a comer la carne del pecado. Prefiere esperar, porque sabe que el mejor manjar se sirve siempre al final del banquete. Casi con delicadeza vuelve a poner la víscera goteante en el horrible boquete, y, después, con un ademán que la rutina ha hecho mecánico, cercena las orejas de la infeliz, se las guarda en el bolsillo y coge el violín que le cuelga del cinturón. Le arranca una cuerda más, la del la, que es la tercera del instrumento, y ejecuta la tétrica ceremonia de ponérsela a la joven en el pubis. Y entonces, sólo entonces, se aleja de allí, punteando un pizzicato en la única cuerda que le queda.

En la calle, la lluvia lava la sangre de la pobre mujer caída en la acera, los brazos abiertos en cruz, las manos perforadas, como las llagas de Cristo.

Sherlock Holmes despertó con la boca seca. Sentía la cabeza vacía, como si su cráneo fuese una cavidad hueca ocupada antes por un cerebro privilegiado. Era, otra vez, el exceso de cannabis. Había aprovechado el temporal de la víspera para pasar el día entero en su cuarto del hotel y pensar a su gusto en el caso que tenía entre manos, como solía hacer en su casa de Baker Street, pero ahora sus pensamientos se veían constantemente interrumpidos por imágenes de Anna Candelária en sus brazos. Holmes, en Londres, habría recurrido, sin duda alguna, a la cocaína para mejorar su capacidad de concentración, pero vio sobre la mesa el paquete de cannabis olvidado por Anna y prefirió cargar de nuevo su pipa con aquellas hierbas. Primero se sentó ante la ventana para ver caer la lluvia, y después cogió su violín y, bajo el efecto de aquel tabaco nuevo, consiguió arrancar extrañísimos sonidos al instrumento. Improvisó, discurrió melodías que recordaban las músicas indígenas tocadas por Mukumbe en casa de la baronesa de Avaré. No recordaba ya cuánto tiempo había pasado allí sentado, fumando y tocando. Watson, que estaba acostumbrado a estos recogimientos de su amigo, decidió dejarle solo todo el día. Holmes no bajó al restaurante del hotel a la hora del almuerzo, prefiriendo que le subiesen la comida a su cuarto. Se acostó temprano y tuvo sueños llenos de color. Ahora se despertaba con una especie de resaca que era completamente insólita para él.

El doctor Watson abrió la puerta con una sonrisa jovial. Holmes comprobó con gran sorpresa que estaba de estupendo humor:

– Buenos días, amigo, pienso que ya es hora de levantarse -anunció Watson sonriente, poniéndose en la cabeza un extraño sombrero.

Holmes pestañeó varias veces, tratando de concentrar la mirada en aquella extraña imagen de su amigo, que su cerebro adormecido no conseguía identificar. Se frotó los ojos y, finalmente, se dio cuenta de lo que era aquello: Watson llevaba sombrero y sandalias de vaquero del nordeste pedregoso y agreste del Brasil. Casi se cayó de la cama de la risa que le entró:

– ¡Por Zeus, hombre, pero qué es eso!

– Pues, nada, aquí me tienes siguiendo tu consejo. ¿No me dijiste que tenía que acostumbrarme a las costumbres del país?, pues esto que llevo es típico de aquí, ¿qué pasa?, ¿es que no te gusta?

– ¿Puedes decirme dónde diablos lo compraste?

– Ayer, mientras tú te pasabas el día encerrado, yo fui con tu amigo Paula Nei a dar una vuelta por la ciudad. Hay de todo por las calles, de veras, un auténtico mercado persa. Estas cosas las tenía un vendedor ambulante, y Nei me convenció de que las comprase. Son del nordeste. Y, la verdad, las sandalias resultan de lo más cómodo -dijo Watson, jovial, moviendo los dedos de los pies, que quedaban al descubierto.

– Sí, bueno, es posible, pero el olor es tremendo -respondió Holmes.

– Pues, mira, eso es precisamente lo que más me gustó. Son de cuero de macho cabrío, y su olor me recuerda el del tabaco turco que solía fumar yo en Ankara.

– ¿Y el sombrero?

– Me sienta justo igual de bien que el bombín. Paula Nei se quedó encantado al vérmelo puesto -declaró, vanidoso, el doctor.

Holmes no quiso decepcionar a su amigo, pero se dio perfecta cuenta de que el bohemio le había tomado el pelo. De pronto, se interrumpió su conversación. Inojozas entró en el cuarto con un papel doblado en la mano:

– Con permiso, señor Holmes, yo…

El detective le interrumpió:

– No tiene necesidad de decirme nada. Doy por supuesto que lo que le ocurre a usted es que sufre de esa dolencia que se llama el baile de San Vito, y que ayer tuvo una discusión con su esposa. Además de eso, me trae usted un mensaje de la señorita Anna Candelária y tuvo que pegarse con un gitano cuyos pendientes 110 son de oro -afirmó Holmes, displicente, al tiempo que se echaba la bata sobre los hombros.

Watson, acostumbrado a los ejercicios mentales de Sherlock, no se inmutó, pero Inojozas quedó boquiabierto, desconcertado por tal capacidad de deducción.

– ¿Cómo llegó a esas conclusiones, señor Holmes? -preguntó el recepcionista, perplejo.

– Elemental, querido Inojozas. El baile de San Vito es un mal conocido también en los medios académicos por el nombre de «chorea de Syndenham», y provoca en los pacientes temblores incontrolables, lo cual explica las manchas de agua que veo en sus solapas, causadas, evidentemente, por un vaso de agua que se le ha derramado. La discusión con su esposa se desprende fácilmente del hecho de que no lleve usted alianza en el dedo, aunque su marca sigue visible en él. Noto también que el papel que lleva en la mano está escrito por alguien cuya caligrafía es femenina, o sea, que ha de ser la señorita Anna Candelária, de quien espero noticias. La explicación de su lucha cuerpo a cuerpo con un gitano es más obvia todavía, porque ¿qué lugar más a propósito para agarrar a un gitano que los pendientes, dejándole así totalmente indefenso? Y en cuanto a mi constatación de que esos pendientes no eran de oro, sino de algún otro metal, se basa en las manchas de verdete que he observado en sus manos -sentenció Sherlock Holmes.

Cogió su ropa y sus cosas de aseo y salió triunfalmente del cuarto en dirección al baño, anunciando en el momento de desaparecer:

– Enseguida vuelvo.

Inojozas, pasmado, se sentó ante Watson, que trató de tranquilizarle.

– No se asuste, hombre. La capacidad deductiva de Holmes ha desconcertado ya a los mejores cerebros de Scotland Yard y ha enviado a la cárcel a más de un delincuente. Y por la cuestión del baile de San Vito, le aseguro, como médico que soy, que las pastillas de opio han dado excelentes resultados en el tratamiento de esa dolencia.

– Muchas gracias, doctor Watson, pero puedo asegurarle que no sufro de ninguna enfermedad. Tengo la ropa mojada porque todavía llueve. Además, soy soltero, y lo que llevaba en el dedo no era una alianza, sino un anillo que me quité porque me estaba muy prieto. Esta carta no es de la señorita esa, Anna Candelária, sino mía, y la iba a llevar ahora mismo a Correos. Finalmente, le aseguro que hace muchos años que no le he visto el pelo a ningún gitano. Las manchas estas de la mano son de tinta, porque me salpiqué escribiendo la carta -explicó Inojozas.

– Detalles, mi querido amigo, simples detalles. No permitamos que el fruto del brillante raciocinio lógico que acabamos de oír quede empañado por vulgares detalles. Y, a propósito, ¿a qué debemos el honor de su presencia en nuestras habitaciones?

– No, nada, es que vengo a decirles que el comisario Mello Pimenta acaba de telefonear -dijo Inojozas, levantándose.

– Dígame, señor Inojozas, ¿cómo se dice telephone en portugués?

– Pues casi igual, teléfono.

– O sea, que tenemos teléfono en este hotel, ¿no? -preguntó Holmes, que volvía al cuarto enfundado en un inmaculado traje blanco-. Pues, la verdad, no tenía noticia de que estuviesen ustedes tan al día.

Inojozas se levantó:

– Claro que sí, señor Holmes, y con más de mil seiscientos abonados. El único problema está en que el mantenimiento de las líneas no es todo lo bueno que cupiera desear. Pero esperamos que eso se vaya resolviendo con el tiempo. El ministro de Obras Públicas ha prometido una solución en breve -se jactó el hostelero.

– ¿Y el recado de mi amiga?

Inojozas explicó, algo violento, y mostrando el sobre al detective:

– Lo siento mucho, señor Holmes, pero esto es una carta que tengo que llevar ahora mismo al correo.

– O sea, lo que me está usted diciendo es que me he equivocado en una de mis deducciones, ¿no es así? No tiene la menor importancia, se lo aseguro, porque acertar tres de cuatro ya es un resultado bastante razonable.

Tanto Inojozas como Watson se abstuvieron de hacer comentarios. Sherlock prosiguió:

– Bueno, vamos a ver, ¿qué es lo que tiene que decirme el bueno de Pimenta?

– Parece ser que hubo otro crimen anoche. El comisario les espera a ustedes en el lugar donde ocurrió.

– Sí, bueno, lo que me temía. Otra muchacha asesinada. Hale, vámonos, Watson, no perdamos el tiempo -dijo Holmes despidiéndose del recepcionista.

Inojozas acompañó a los dos hasta la puerta del hotel, y allí dijo a uno de los cocheros que llevase a Holmes y a Watson a la esquina de la calle del Resende con la de los Inválidos. El recepcionista del Hotel Albión estaba perplejo y atemorizado. A pesar del buen tiempo de aquella mañana lluviosa, sentía un sudor frío empaparle las sienes. Sherlock Holmes, con sus deducciones, había acertado en una cosa de la que no podía saber nada. Había calificado de femenina la caligrafía del sobre que Inojozas llevaba en la mano. ¿Acaso su letra pomposa y relamida traicionaba el secreto que él guardaba bajo siete llaves desde su más tierna infancia? Inojozas dirigió una oración silenciosa a San Onésimo, su santo patrono, suplicándole queja- más supiese nadie su terrible secreto. Y es que sólo una persona en todo el mundo conocía las preferencias sexuales del recepcionista: esa persona, un joven repostero llamado Reginaldo, llevaba cinco años viviendo con él y era la gran pasión de su vida.

Загрузка...