17

El comisario Mello Pimenta había invitado a Sherlock Holmes a almorzar en su casa, situada en la calle del Pino. Doña Esperidiana, cogida por sorpresa, buscaba como loca alguna receta lucida en su Cozinheiro nacional:

– Pero ¿por qué no me avisaste de que ibas a traer a comer con nosotros al señor Holmes?, no voy a tener tiempo de preparar nada de fuste -protestaba la pobre, desde la cocina, sin dejar de hojear a toda prisa el libro.

– No se preocupe usted por mí, doña Esperidiana, que soy comensal de costumbres frugales -la tranquilizó, muy correcto, Sherlock Holmes.

Sentados a la mesa, los dos trataban de descifrar los misteriosos versos del doctor Aderbal. Mello Pimenta abrió su agenda y leyó lentamente en voz alta:


En medio de varias islas

la designación hermosa

servía de maravilla,

pensaba Paulo Barbosa.

Y si ese nombre es griego

pues, bueno, bien poco cuenta.

El monarca siente apego

por esa lengua ya muerta.


– Dejando aparte la pésima calidad literaria del poema, la verdad es que no le veo ningún sentido -confesó Sherlock.

– «El monarca siente apego por esa lengua ya muerta.» Bueno, todos sabemos que don Pedro habla el griego, el latín y el provenzal -le informó Pimenta.

– ¿Provenzal, dice usted?, ¿habla el provenzal?

– Pues sí.

– ¿Y con quién?

– Eso no lo sabe nadie.

– Mi querido Pimenta. Me va a ser difícil ayudarle en esta chapuza. Es evidente que aquí hay una alusión al emperador. Pero lo que no acabo de ver es quién pueda ser el Paulo Barbosa ese -dijo Holmes, encendiendo su pipa.

– Tampoco yo lo sé, señor Holmes. ¿Quién será Paulo Barbosa?

– ¿Pero es que no te acuerdas, Hildebrando? -dijo de pronto Esperidiana, que venía a poner la mesa, llamando al comisario por su nombre de pila.

– ¿De qué quieres que me acuerde?

– Pues de Paulo Barbosa, el que fue mayordomo mayor de don Pedro -respondió Esperidiana, volviendo, sin más, a la cocina.

– ¿Y cuándo fue eso?

Doña Esperidiana contestó, gritando desde la cocina, mientras preparaba la comida:

– ¡Qué vergüenza, Hildebrando!, el señor Holmes va a pensar que eres un policía muy mal informado. ¡Pero si fue Paulo Barbosa el que dio el nombre de Petrópolis a la ciudad del emperador!

– Ah, sí, ahora recuerdo -mintió Mello Pimenta.

– Además es un caso famoso de adulación histórica que aprendimos en el colegio. Cuando estaban buscando un nombre para la ciudad, él fue y dijo: «Recordé el de Petersburgo, ciudad de Pedro, y miré en un diccionario griego y vi que la ciudad de ese nombre está en el archipiélago. Y, como el emperador se llama don Pedro, pues pensé que es un nombre que le iría bien» -explicó Esperidiana.

Sherlock Holmes dijo entonces, jovial:

– Vaya hombre, veo que su mujer ha resuelto el enigma. Vamos a ver: «En medio de varias islas», esto se refiere al archipiélago, está claro; la «designación hermosa», es el nombre que el tal Paulo Barbosa dio a la ciudad del emperador, inspirándose en el griego: Petro, «Pedro», y polis, «ciudad».

– Lo que nos quiso decir el caníbal entonces es que el criminal es de Petrópolis -sentenció Mello Pimenta.

Doña Esperidiana volvió a intervenir desde la cocina:

– Pues yo pienso que te equivocas, querido, a mí me parece que lo que está insinuando es que el asesino pertenece a la corte o la frecuenta.

El comisario se irritó:

– Bueno, señora sabihonda, pues hágame el favor de decirme por qué razón el doctor Aderbal no mencionó entonces claramente el palacio imperial.

– Pues por varios motivos: primero, porque sería una información demasiado directa, y él lo que quería era presentaros la pista como un enigma; segundo, porque entonces, o sea, si no mencionase más que el palacio, los sospechosos serían solamente los miembros de la corte; y tercero, porque este fin de semana José White va a organizar un recital benéfico en homenaje a la princesa Isabel. El emperador ha invitado también a Sarah Bernhardt, y ella ha tenido que aplazar su espectáculo para poder asistir. Le encantó saber que Petrópolis era una miniatura brasileña de las ciudades suizas -aclaró doña Esperidiana.

– ¿Y cómo sabes tú todo eso?

– Pues porque lo leí en los «Ecos de sociedad» de Múcio Prado, en el Jornal do Commercio -explicó doña Esperidiana, entrando en el comedor con la fuente de la comida.

A Sherlock Holmes le maravilló tanta agudeza de razonamiento:

– Señora, no tengo más remedio que felicitarla por su extraordinaria inteligencia y capacidad de deducción.

– Muchas gracias, señor Holmes. Espero que mis dotes culinarias sean también de su agrado.

– ¿Y qué es lo que nos ofreces para almorzar? -preguntó Mello Pimenta, todavía picado.

– Hígado de cerdo à la nature -informó ella, muy satisfecha de sí misma, levantando la tapadera de la fuente para mostrar el lustroso tarugo de carne casi cruda, parecidísimo en olor y aspecto a la víscera de la muchacha asesinada.

Sherlock Holmes y Mello Pimenta empalidecieron y salieron a todo correr en dirección al cuarto de baño, dejando a doña Esperidiana con la fuente en la mano y hecha un mar de silenciosas lágrimas.

En 1821, don Pedro I compró la finca de la Quebrada Seca, en la cima de la sierra de la Estrella, a ochocientos metros sobre el nivel del mar, para construirse allí su residencia de verano, pero quiso el destino que las tierras estuviesen hipotecadas, por lo que el proyecto hubo de ser aplazado hasta 1843, ya en tiempos de la regencia de don Pedro II, cuando el entonces primer chambelán de la casa imperial, Paulo Barbosa, consiguió, por fin, pagar la hipoteca. Barbosa arrendó la finca al ingeniero alemán Júlio Koeler, pero conservando buena parte de la propiedad para edificar el palacio. De esta forma, el hijo realizaba el deseo del padre.

El viaje a Petrópolis duraba cuatro horas escasas. Se salía del puerto de Prainha, en Río de Janeiro, y se seguía en barco hasta Mauá. De allí se cogía el tren hasta las faldas de la sierra. Pocos años antes los viajeros tenían que recorrer los últimos trece kilómetros en coche o diligencia, pero ahora, con la reciente inauguración del tramo final del moderno ferrocarril, se podía seguir cómodamente hasta la ciudad misma.

Sherlock Holmes y Mello Pimenta estaban tomándose un carajillo de aguardiente de melaza en el cafetín del Gallego, en las faldas de la sierra, parada obligatoria del tren. El doctor Watson, que les acompañaba, había preferido una infusión muy aguada y estaba algo alejado de ellos, entre la vegetación y las piedras, apoyado en un grueso cayado de montañés, observando el paisaje. Holmes había dicho al emperador que quería asistir al concierto por requerirlo sus indagaciones. Tuvo la precaución de omitir el origen de su nueva pista. El detective avisó también a Anna Candelária, pero ésta, al contrario que Sarah Bernhardt, no pudo dejar su trabajo en el teatro durante el fin de semana. Sherlock Holmes pensaba mucho en la bella mujer que había entrado tan inesperadamente en su vida, aunque, desde el último asesinato, no había podido verla casi. Se habían visto muy fugazmente, en encuentros fortuitos, a la entrada del teatro. Anna siempre tenía que ensayar algún número nuevo de la revista, o era él el ocupado, discutiendo con Mello Pimenta sobre el caso que estaban investigando. Pero Holmes necesitaba a la mulata, nunca había experimentado hasta entonces la sensación, dulce y dolorosa al tiempo, de añorar a un ser querido.

Un bramido de dolor interrumpió sus ensoñaciones. Holmes y Pimenta miraron al tiempo y vieron a Watson dando alaridos, despavorido, y señalando al suelo:

– ¡Una cobra!, ¡me ha mordido una cobra!

Sherlock llegó a tiempo para ver una cobra de las llamadas corales que se deslizaba por el césped en dirección a una grieta de la roca. Cogió rápidamente el cayado a Watson y, con un movimiento ágil y rápido, descargó un golpe mortal en la cabeza de la serpiente. Watson se sentó sobre una piedra, gimiendo y cogiéndose la pierna, mientras Mello Pimenta llegaba a todo correr.

– ¡Dios mío, lo que nos faltaba! ¡Hay que encontrar socorro urgente!

– Pienso, comisario, que es demasiado tarde para eso. Al doctor le ha mordido una coral -dijo Sherlock, consultando su reloj.

Se inclinó y cogió el cadáver de la cobra, anillado de rojo, negro y amarillo. Se sacó la lupa del bolsillo y trató de examinarlo detalladamente.

– No sé, la verdad, cómo se las arregló. Las corales son cobras mansas, y es muy raro que piquen -se volvió a Watson-: ¡Pero, hombre de Dios!, ¿qué hiciste para que el animal te atacase?

– No lo sé, debe de ser que le pisé la cola sin querer -se lamentó el doctor.

Holmes recorrió con la lupa todo el cuerpo del reptil, contando los anillos de colores.

– Eres hombre de suerte, Watson, esta coral no es venenosa -y volviéndose a Mello Pimenta, añadió, en su más delicado portugués de Lisboa-: este ofidio no posee ponzoña.

Tranquilizado, Mello Pimenta comentó:

– No sabía yo que usted entendía de cobras, señor Holmes.

– Aprendí todo cuanto se puede saber sobre las cobras cuando estudié venenos exóticos en Macao con el gran especialista portugués profesor Nicolau Travessa. Incluso la coral venenosa, la Micrurus corallus, casi nunca ataca al hombre. Y menos mal, porque su veneno es potentísimo.

– Ya le vi examinar esta coral con gran cuidado, hasta contando el número de sus anillos. ¿Fue así como averiguó que no era venenosa?

Sherlock Holmes le explicó:

– No, comisario, lo que hice fue aplicarle el método perfeccionado por Travessa en Goa cuando a algún hindú le picaba una serpiente. Esperé el tiempo exacto que tarda el veneno de la coral en surtir efecto, y luego, al ver que Watson seguía vivo, deduje que no era una cobra venenosa.

Mello Pimenta miró al doctor, que estaba dándose masaje en el mordisco:

– ¿Y le va a contar al doctor Watson el sistema que utilizó?

– No creo que haga falta hacerle perder el tiempo en tales minucias -sentenció el detective, tirando lejos el cuerpo de la coral muerta y limpiándose las manos con el pañuelo.

– La verdad, me pasma su facilidad para lidiar con estos bichos; debo confesar que me dan pavor las cobras, las arañas y los lagartos -dijo Mello Pimenta.

Holmes se acordó entonces de un episodio ocurrido hacía muchos años en una cacería, en Paquistán:

– Figúrese, comisario, una vez, estando yo en una cacería de tigres, en plena selva, en la región del Punjab, con un amigo que se llamaba Wilfred Marmeduke, pues, nada, que una naja le picó en un sitio la mar de delicado… nada menos que en la punta del pene.

– ¿Y cómo fue eso? -se horrorizó Mello Pimenta.

– Pues porque Marmeduke tuvo que satisfacer una perentoria necesidad fisiológica, y el chorro acertó, fíjese usted qué casualidad, justo en la cabeza de la serpiente, que estaba dormida.

– ¡Espantoso!

– Me di cuenta de que no conseguiría llevarme a cuestas al pobre Marmeduke, que se retorcía, presa de unos dolores terribles. Bueno, pues monté a caballo y salí volando en dirección a la aldea más próxima para buscar al único médico disponible, pero, cuando llegué, le encontré en medio de una operación quirúrgica. Entonces lo que hice fue preguntarle qué era lo que había que hacer.

– ¿Y qué le dijo el médico? -indagó, ansioso, Mello Pimenta.

– Me dijo que sólo había una forma de evitar la muerte de mi querido amigo, a quien yo tenía grandísimo afecto. Me ordenó hacer una incisión con un cuchillo en el sitio mismo del mordisco y chupar con mi propia boca todo el veneno.

– Fantástico, señor Holmes. De modo que fue usted y le salvó la vida, ¿no?

– No, comisario, por desgracia no fue así, mi amigo murió -respondió Sherlock Holmes, la vista perdida en el horizonte.

A pesar de lo trágico que era, este episodio se había transformado en anécdota anónima, perpetuada en los clubs de Londres.

La locomotora avisó con su silbido a los pasajeros de que era hora de seguir el viaje. Los tres se subieron a su vagón de primera y el tren salió rumbo a Petrópolis.

El recital del violinista José White se había convertido en el acontecimiento social del año. Los ingresos que rindiera se destinarían a las obras de beneficencia de la princesa Isabel, para la liberación de los cautivos, y la verdad es que el local era apropiado a más no poder. Construido para servir de invernadero, el pabellón del Palacio de Cristal había sido una idea de su marido, el conde D’Eu, presidente de la Asociación Agrícola y Hortícola de Petrópolis. La majestuosa construcción de hierro y vidrio, encargada en Francia a la empresa de Saint-Saveur-les-Arras, tenía un aspecto deslumbrante, sobre todo de noche, cuando la iluminación realzaba la suavidad de su transparencia. La plataforma de los músicos y las butacas de los espectadores habían sido puestas entre las plantas, y la decoración se completaba con inmensos candelabros. El salón estaba lleno. Además de la familia imperial y de la corte, asistía al acto toda la buena sociedad de Río de Janeiro. Sarah Bernhardt y su hijo Maurice se instalaron junto a los intelectuales y bohemios que también habían sido invitados. La baronesa de Avaré, Maria Luisa Catarina de Albuquerque, que se mantenía apartada de don Pedro siempre que a éste le acompañaban la emperatriz y sus hijas, estaba sentada al lado del marqués de Salles. Había sobre el estrado un piano Pleyel de cola, que dominaba el ambiente. Sherlock Holmes, Mello Pimenta y el doctor Watson estaban en pie, al fondo del pabellón, escudriñando detalladamente la sala.

– Bueno, señor Holmes, ¿tiene usted idea de quién pueda ser nuestro hombre?

– Todavía no, comisario, pero algo me dice que lo tenemos cerca. Tal vez cometa aquí su próximo asesinato.

– ¿En medio de toda esta gente?

– Después del recital.

– No sé qué le diga, señor Holmes. Empiezo a pensar que este viaje va a ser una pérdida de tiempo.

– Por lo menos aprovecharemos la música -concluyó, animado, el detective.

Cesaron de pronto todas las conversaciones en el Palacio de Cristal. El cubano José White y el portugués Artur Napoleáo aparecieron en escena y fueron calurosamente aplaudidos. Napoleáo se sentó al piano mientras White se apoyaba el violín en el hombro. Comenzó la velada. El programa arrancaba con sonatas de Vivaldi, Bach, Haendel y Mozart. La primorosa técnica y el talento de los dos músicos cautivaron rápidamente a los oyentes. Las señoras cerraron sus abanicos para que no turbasen con su susurro la pureza de la música.

Después de las sonatas, se unieron a los dos músicos Julius

Weber con su viola y Manuel Zeferino con su violonchelo para tocar entre todos el Cuarteto opus 19 en mi bemol mayor de Beethoven. Sarah Bernhardt estaba emocionada. Nunca había pensado encontrar en los trópicos interpretaciones musicales de tal nivel. La extraordinaria calidad de los músicos sólo corría pareja con el vibrante recibimiento que les dispensaban los espectadores.

José White instó al violinista Adelelmo do Nascimento, por quien sentía gran admiración, a unirse al grupo para interpretar entre todos el Quinteto opus 34 en fa menor de Brahms. Los espectadores estaban emocionados. Cuando terminaron, el cubano se secó el sudor del rostro con un fino pañuelo de lino, alzó los brazos pidiendo silencio y dijo, mezclando portugués y español:

– Señoras y caballeros. Eu sei que hoy tenemos entre nosotros al señor Sherlock Holmes, que, como voés saben, es un fenomenal detective inglés. Pero lo que poucos conhecen es su habilidad como violinista. Yo pediría al señor Holmes que nos hiciese la honra y nos diese o prazer de tocar con nosotros.

Don Pedro fue el primero en levantarse, aplaudiendo, seguido por Sarah Bernhardt, que aclamaba:

– ¡Bravo, bravo! ¡Monsieur Holmes, monsieur Holmes!

El emperador la imitó, desde el otro lado:

– ¡Sherlock Holmes! ¡Sherlock Holmes!

Afectando modestia, el detective hizo ademán de rehusar, pero Pimenta y Watson le empujaron hacia delante. El detective acabó por subir al proscenio improvisado, sintiéndose dulcemente violento, y felicitó a los músicos uno por uno. Finalmente se acercó a José White, que le tendió su instrumento.

– Muchas gracias, señor White, no es corriente tener la oportunidad de tocar en un verdadero Stradivarius -dijo, guiñando el ojo subrepticiamente a José White.

Violento también, el cubano hizo como que no entendía la sutil alusión al trueque de violines. Holmes se volvió a Artur Napoleáo:

– Por favor, maestro, algo vibrante y que sepamos de memoria, porque no tenemos aquí las partituras: el Quinteto opus 44 de Schumann.

La verdad es que Sherlock Holmes habría podido presentarse en cualquier orquesta del mundo. Tenía talento, técnica y aplomo. Además su figura recordaba a los pálidos violinistas de la época romántica que tanto hacían suspirar a las muchachas casaderas. El público, encantado por esta atracción inesperada, estaba muy lejos de saber que enseguida se le iba a deparar otra sorpresa: al comenzar Holmes el tercer tiempo, en el que los instrumentistas tienen la oportunidad de hacer gala de todo su virtuosismo, el marqués de Salles se subió al escenario, le quitó su instrumento a Adelelmo y, como segundo violinista, comenzó, en pie derecho, un insólito duelo musical con el detective. Sherlock se levantó y se lanzó sin titubear a la liza. Los dos recorrían la escena cara a cara, ejecutando la melodía a un ritmo impresionante. Artur Napoleáo, al piano, apenas podía acompañar la cadencia enloquecida de ambos violines. Los arcos, pasando veloces por las cuerdas, parecían floretes en manos de óptimos tiradores. Aún no había terminado Holmes los compases de una frase cuando el marqués de Salles le estaba ya respondiendo. Así siguieron, frenéticos, hasta el fin del tercer tiempo. Y los dos atacaron y terminaron juntos el cuarto y último tiempo de la obra.

Ante tan espectacular exhibición, el selecto público del Palacio de Cristal acabó por perder la compostura. A pesar de la presencia de don Pedro, de la emperatriz Teresa Cristina y de las princesas Leopoldina e Isabel, todos, en pie como un solo hombre, prorrumpieron en gritos y aplausos:

– ¡Bravo!, ¡bravo!, ¡viva Holmes!, ¡viva De Salles!

José White y Artur Napoleáo felicitaron en escena a los duelistas por su arrebatadora actuación. De Salles y Sherlock se bajaron del estrado elogiándose mutuamente:

– Enhorabuena, amigo mío.

– No sabía yo que usted tocaba el violín también, marqués, y con tanta brillantez. Me resultó difícil seguirle.

Sarah Bernhardt se abrió camino entre la multitud, que luchaba a codazos por felicitarlos:

– Memorable! Quiero bien ser la primera en abrazar a los héroes, imposible decir quién lo hizo mejor, ¡si fuesen sables todos los dos estarían muertos!

Mello Pimenta se acercó al detective:

– Enhorabuena, señor Holmes, sólo por oírle a usted ya valió la pena el viaje. Lástima no poder decir lo mismo de nuestra investigación.

– Lo sé, lo sé, comisario. Tuve la sensación de que el asesino estaba muy cerca de nosotros.

– ¿Sospecha de alguien?

– Una intuición, digamos, apenas un…, un…, no sé cómo decirle… En inglés decimos hunch. Just a hunch.

– Es curioso, también yo tengo una corazonada, lo que pasa es que en nuestra profesión lo que cuentan son las pruebas. Por desgracia, nuestras únicas pistas, y bien enigmáticas, siguen siendo las orejas y las cuerdas.

– Bueno, tenemos otra -dijo Sherlock, sacándose del bolsillo del chaleco la crin que había encontrado en los pliegues de la falda de Carolina de Lourdes en el depósito de cadáveres.

– ¿Y qué es eso?

– Una crin de caballo pura sangre inglés.

– ¿Y qué quiere decir? -preguntó Mello Pimenta.

– Pues quiere decir que vamos a ir enseguida a las carreras -respondió Holmes, enigmático.

El marqués de Salles se acercó a ellos acompañado por la canalla en pleno y por Maria Luisa, la linda baronesa de Avaré. Maria Luisa se adelantó:

– Después de ver una representación como la de esta noche siento un poco menos el robo de mi Stradivarius. Jamás llegaría yo a tocar como ustedes.

Solera de Lara, siempre literario, exclamó:

– ¡Extraordinario!, ¡una fusión de Paganini y D’Artagnan!

Tras esta definición del librero, se les acercó Chiquinha, que ya consideraba al detective como parte de la pandilla, y añadió, entusiasmada:

– ¡Señor Holmes, cuando quiera participar en una de mis revistas le ruego que no se haga el remolón! Su número de hoy con el marqués es digno de cualquier teatro.

Albertinho Fazelli sacó de un saquito de cuero unas copitas metálicas y dos botellas de Dom Pérignon de 1874, la mejor cosecha del siglo:

– Yo siempre voy preparado -explicó, descorchando.

El grupo se lanzó a festejar animadamente el éxito de la función, y así comenzó una fiesta que iba a durar hasta la madrugada en el bar del Hotel Mac Dowal, sito en la calle de la princesa doña Januária. Chiquinha Gonzaga se sentó al piano y animó la velada con su repertorio de polcas, desde A Atraen- te hasta Radiante.

En medio de tanta euforia lo único que lamentaba Sherlock Holmes era que Anna Candelária no hubiese podido presenciar su fenomenal éxito aquella noche inolvidable en el Palacio de Cristal.

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