16

El Manicomio de don Pedro II estaba en la Quinta de Playa Bermeja y era una impresionante construcción de estilo neoclásico francés. Ocupaba una extensión de 2,2 metros por braza, y tenía un pórtico revestido de piedra labrada y una escalinata cuyos diez escalones comenzaban a la entrada misma. Cuatro columnas de piedra con capiteles dóricos sostenían una balaustrada de mármol, y entre ellas se veían tres puertas; en el segundo piso había cuatro columnas jónicas coronadas por un frontispicio donde estaba tallado en mármol el escudo imperial. En medio de las columnas se veían tres ventanas, repitiéndose así la simetría del piso inferior. En los cuerpos laterales del inmueble había veinte ventanas de parapeto en el primer piso y otras veinte en el segundo. Todas las ventanas estaban defendidas por gruesas rejas de hierro. Un ático adornado con estatuas y jarrones de mármol ocultaba el tejado del edificio. Las planas y las flores de los jarrones ayudaban a suavizar el aspecto carcelario que sugerían las rejas.

El comisario Mello Pimenta esperaba a Sherlock Holmes junto a la escalinata. El sol había vuelto a salir después de dos días de lluvia, y alegraba con sus rayos la espléndida mañana. Pero en las calles se veía poco movimiento. El detective se retrasaba. De pronto un coche de alquiler se paró cerca del portal, pero de su interior se bajó un viejo marinero. Llevaba un chaquetón azul muy usado sobre un jersey de listas horizontales blancas y negras. Los pantalones largos le llegaban apenas a los tobillos y estaban sujetos a la cintura con un grueso cinturón de hebilla metálica cuadrada, dejándole al descubierto los calcetines, que también eran listados, y calzaba pesados zuecos de madera. El marinero llevaba el ojo derecho tapado con una venda y tenía un gancho en lugar de mano izquierda. Cojeando de un pie, la extraña figura se acercó a Pimenta y le susurró de pronto al oído, con fuerte acento portugués:

– ¿Dónde está el mapa del tesoro?

– ¡Señor Holmes!, ¿pero qué disfraz es éste? -preguntó Mello Pimenta, muy sobresaltado.

– Casi no es disfraz, amigo mío. Pensé que en esta fase de las investigaciones lo mejor era llamar la atención lo menos posible -le explicó Holmes.

– Bueno, podemos entrar. El director nos está esperando -dijo Pimenta, sorprendido aún por la extravagancia de Sherlock.

El gancho que llevaba en la mano y la venda que le tapaba el ojo daban al inglés un aspecto muy poco tranquilizador. Además, Holmes se había puesto nariz postiza y una peluca blanca bajo el gorro de marinero. El comisario no sabía cómo iba a explicar al médico responsable del manicomio la presencia, a su lado, de un viejo lobo de mar lusitano. Fueron por un largo pasillo hasta llegar al gabinete clínico, donde un ayudante les condujo al despacho del director.

El doctor Hélio Pedregal Noronha era el alienista en jefe del Manicomio de don Pedro II. Vestía con sobriedad, sin el típico casaquín blanco. Lucía una barbita de chivo bien cuidada y le cabalgaban la nariz unos quevedos. Las paredes de su despacho estaban cubiertas de estantes llenos de libros de medicina. Sobre su mesa de trabajo se veía una estatuilla de bronce de una calavera con un mochuelo emperchado en la nuca. Pedregal Noronha no conseguía apartar los ojos de la curiosa figura de Sherlock Holmes. Hizo seña a Mello Pimenta y al detective de que se sentaran enfrente de él.

– Francamente, comisario, he de decirle que no había entendido bien el motivo de su visita. Pensé que se trataba de ayudarle en sus pequeñas pesquisas, pero ahora veo que lo que quiere es internar aquí a esta persona -dijo el alienista, señalando a Sherlock.

Holmes respondió antes de que Pimenta se viese obligado a dar explicaciones:

– Se equivoca, doctor, yo no soy demente, ni siquiera estoy mal de la cabeza. Permítame que me presente: Sherlock Holmes, a su disposición. Esta ropa no es más que uno de los dos mil disfraces que uso cuando quiero pasar inadvertido.

– Comprendo -respondió Noronha, que, en realidad, no comprendía nada.

Mello Pimenta tomó la palabra:

– He traído conmigo al señor Holmes, cuya ayuda nos está siendo inapreciable.

– ¿Y en qué puedo serles útil? -preguntó el médico, consultando algo ostensiblemente el reloj que llevaba en el bolsillo del chaleco.

– En primer lugar, me gustaría aclarar que todo lo que digamos aquí ha de ser estrictamente confidencial.

– Puede estar tranquilo, comisario. El sigilo es parte importante de mi profesión.

Mello Pimenta se repantigó en la silla y contó al médico todo cuanto sabía sobre el caso. Cuando hubo terminado, Holmes añadió:

– El último asesinato nos quitó cualquier duda que pudiéramos tener aún de que el que los comete está loco.

– Preferiría que se sirviese usted de la palabra «alienado» cuando alude a esos enfermos. Desde que Philippe Pinel propugnó un trato más humano para con los enfermos mentales en su Traite médico-philosophique sur Valiénation mentale, se tiende a evitar ciertas expresiones peyorativas -comentó, con aire superior, Pedregal Noronha, a pesar de que no había leído el libro en cuestión.

Mello Pimenta se indignó:

– No veo, la verdad, cómo puede calificarse de humano a semejante monstruo. ¡Arrancarle el hígado a la pobre chica y restregárselo contra la cara!

– Les puedo asegurar, señores, que durante todos estos años que he dedicado a cuidar de la salud de la psique, he presenciado cosas peores, y no por ello dejo de considerar humanos a mis pacientes; bueno, a su manera -replicó el alienista.

– ¿Y a qué llama usted cosas peores? -inquirió Sherlock.

– Pues, por ejemplo, a la coprofagia, enfermos que comen sus propias defecaciones. He tenido aquí a una mujer enferma de histeria que trató de suicidarse ingiriendo grandes cantidades de sus propios excrementos.

– ¿Es posible que un individuo pueda conducirse normalmente y practicar al mismo tiempo tales aberraciones? -preguntó Mello Pimenta.

– Pues claro que sí, eso es parte de la patología. Se puede convivir socialmente con un trastornado durante años sin presenciar ninguno de sus ataques. El cerebro humano sigue siendo una incógnita y un reto -afirmó Pedregal Noronha.

– ¿Ha examinado usted, doctor, a alguien con una aberración parecida a la de nuestro asesino? -prosiguió Mello Pimenta.

– Mire usted, en este momento tenemos aquí internado a un hombre que padece de una extraña forma de patología cerebral. Es muy inteligente y muy culto y, sin embargo, cuando entra en crisis, arranca y devora pedazos de carne humana del que se encuentre a su alcance en ese momento; y antes de que le atacase esta forma de locura, era uno de nuestros mejores alienistas.

– ¿Y cómo se llama ese loco de atar? -quiso saber Sherlock Holmes.

– Es el doctor Aderbal Cámara, y sufre de canibalismo agudo.

– ¿Podemos hablar con él?

– No veo, la verdad, cómo podrá serles útil una cosa así, pero, si insisten, le diré a mi ayudante que les acompañe. Está en el ala de los violentos. Ayer, sin ir más lejos, atacó a uno de los enfermeros -Pedregal Noronha se levantó y se dirigió a la puerta-, Y ahora, si me lo permiten, es mi hora de visitar a los internos.

Antonio Belmonte, el internista que guiaba a Mello Pimenta y a Sherlock Holmes por las húmedas galerías del manicomio, tenía una curiosa costumbre: a cada tres pasos se paraba para limpiarse la parte de atrás de los zapatos. Finalmente, después de recorrer lo que a los dos visitantes les pareció un serpenteante laberinto, llegaron ante un gran portón de madera que daba a un pasillo mal iluminado. Belmonte lo abrió con una de las llaves del llavero que se sacó del bolsillo.

– El que buscan está en la última celda a la izquierda. Es mejor que sigan ustedes solos a partir de aquí. Los locos se agitan mucho cuando me ven.

– Yo pensaba que esa palabra estaba prohibida aquí -comentó Holmes.

– Al doctor Noronha no le gusta oírnosla, pero, para mí, un loco es eso: un loco. Tengan cuidado y no se acerquen mucho a las celdas, porque aquí todos son locos peligrosos.

– ¿Y cómo le llamaremos a usted cuando terminemos? -preguntó, inquieto, Mello Pimenta.

– Pues llámenme Belmonte, que es como me llama todo el mundo -respondió el internista, riendo muy alto de su propio chiste-. Hay una campanilla que cuelga de la pared del lado de dentro; la tocan y vengo a por ustedes.

Volvió a cerrar la reja y se alejó, limpiándose compulsivamente los zapatos.

Sherlock Holmes y Mello Pimenta fueron pasillo adelante. A un lado había una fila de celdas, y al otro, una pared de piedra con unas cuantas lamparillas de gas que daban escasa iluminación. No había ventanas. Los pobres dementes allí encerrados decían palabras incoherentes, mezcladas con gritos, gemidos y susurros. Holmes oyó con toda claridad una ronca voz masculina, impregnada de lascivia, que gritaba:

– ¡Marinero!, ¡eh, tú, marinero, ven aquí!

Incluso el menos observador pensaría inmediatamente en los parques zoológicos al encontrarse cara a cara con un hombre encerrado en aquella cárcel. Una pesada reja de hierro separaba al preso de los visitantes. Dentro no había otra cosa que un catre, una palangana, una jarra y una tosca silla, en la que estaba sentado el doctor Aderbal Cámara, que tenía el rostro cubierto por la infame máscara de Flandes.

Este terrible objeto, ideado por un oscuro herrero portugués del siglo XVIII, servía para evitar que los negros atacados por el banzo, destruidos por intensas saudades de su madre Africa y de sus familias, se matasen a fuerza de comer tierra, única, desesperada forma de suicidio al alcance de los esclavos, que preferían tan monstruosa muerte al cautiverio. A los que trabajaban en las minas de diamantes se les ponía también este espantoso invento para impedirles tragar las piedras y sacarlas de contrabando de la mina. Hasta a los cronistas más indiferentes les infundía repulsión la descripción del despreciable instrumento. La máscara de Flandes, que estaba hecha de metal, cubría por completo la cara y se cerraba por atrás gracias a dos ganchos unidos por un candado. Unos agujeritos practicados a la altura de los ojos y la nariz permitían ver y respirar al que la llevaba, pero incapacitándole para llevarse nada a la boca. A veces se usaba también para casos de embriaguez, y con los delincuentes, a modo de castigo, y con los locos violentos.

Aquel hombre tenía la cara cubierta por este ignominioso instrumento. Su voz sonó, amortiguada por el metal de la máscara:

– ¡Vaya, Sherlock Holmes y el comisario Mello Pimenta! ¿A qué debo el honor de esta visita?

Estas palabras del doctor Aderbal Cámara desconcertaron a nuestros dos amigos.

– ¿Es que nos conoce usted? -preguntó Holmes.

– Pues claro que los conozco, hace tiempo que los esperaba. He estado siguiendo sus investigaciones, pero ahora, por desgracia, ya no me dejan leer los periódicos. Le comí el dedo pulgar al enfermero que me traía el Jornal do Commercio. Delicioso, por cierto. Vamos, de chuparse los dedos.

– ¿Y por qué pensaba que íbamos a venir a verle? -preguntó Mello Pimenta.

– Le diré, comisario, sólo un completo idiota no se daría cuenta de que la persona a la que ustedes buscan tiene algo que ver conmigo. Personalidad interesante, eso desde luego; no me extrañaría nada que empezase ahora a devorar a sus víctimas.

Holmes y Pimenta se miraron en silencio.

– Por lo que veo, nuestro sanguinario amigo se ha anticipado a mis previsiones -sonrió Aderbal.

Tras una breve vacilación, Mello Pimenta se decidió a revelarle la verdad:

– No, eso no, pero tenemos motivos para pensar que se restregó ávidamente contra el rostro el hígado de una de sus víctimas.

– ¡Qué desperdicio! Está visto que es un principiante, no sabe lo que se pierde -se lamentó el loco.

– ¿Lo cree realmente así? -le preguntó, horrorizado, Mello Pimenta.

– Se dice que los tigres de la India pierden la cabeza cuando comen carne humana. Pues a nosotros nos pasa lo mismo, porque es el manjar más delicado que hay -afirmó el doctor Aderbal.

– Bueno, vamos al grano -interrumpió Holmes, a quien no interesaba nada aquella lección de gastronomía antropofágica-. Lo que nos gustaría saber es si usted mismo, como médico y… como paciente, esto es, conociendo las dos caras de esta moneda, nos podría decir algo que nos ayudase a descubrir a este serial killer.

– Señal killer… Leí la expresión en la prensa y me pareció muy original… Ahora, lo que pasa, señor Holmes, es que no sé, la verdad, por qué tengo yo que ayudarles a ustedes. ¿Qué salgo ganando con ello?

– Nada, como no sea la satisfacción de colaborar en la eliminación de una terrible amenaza contra la sociedad.

– Pero es que yo odio a la sociedad, señor Holmes. Fue la sociedad la que me encerró en esta mazmorra, y la que me condena a llevar esta espantosa máscara de hierro cada vez que un impulso irresistible me fuerza a comer la carne de mi prójimo. No puedo ni siquiera morderme las uñas, pobre de mí, esfinge domada: descíframe, que no te devoro.

Mello Pimenta sintió casi compasión del pobre loco encarcelado:

– Bueno, doctor Aderbal, parece que ya no tenemos nada más que hacer aquí. Discúlpenos si le hemos entretenido.

– Adiós, doctor -se despidió Holmes, alargando valerosamente la mano entre las rejas.

Ardebal Cámara, conmovido y desconcertado por el gesto del detective, dijo adiós a sus dos visitantes:

– Para que no piensen que han perdido el viaje, voy a proponerles un acertijo:


En medio de varias islas,

la designación hermosa

servía de maravilla,

pensaba Paulo Barbosa.


Y si ese nombre es griego,

pues, bueno, bien poco cuenta.

El monarca siente apego

por esa lengua ya muerta.


– recitó, enigmático, el doctor Cámara, a través de las hendeduras de su máscara.

Mello Pimenta anotó rápidamente el misterioso poema, mientras daba las gracias al loco:

– Se lo agradezco, doctor. Espero poder descubrir lo que esconden estos versos.

– ¿Le gustaron? Como ve, si de médico, poeta y loco todos tenemos un poco, yo tengo mucho -declaró Aderbal Cámara, vate, alienista y alienado.

A la mitad del camino, Sherlock Holmes se volvió y preguntó:

– Una cosa más, doctor Aderbal.

– Usted dirá.

– ¿Cómo descubrió que era yo, a pesar de este disfraz?

– Mire usted, querido señor Holmes, loco estaré, de acuerdo, pero lo que no soy es idiota -explicó Aderbal, el caníbal, con una espeluznante carcajada.

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