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En el apartamento 2216 de Baker Street, Sherlock Holmes acababa de servir el té para él y para el doctor Watson. Este parecía totalmente inmerso en la lectura del periódico.

– ¿Dos terrones, Watson?

– ¿Cómo?, ah, sí, por favor… Extraño… muy extraño…

– ¿Se puede saber qué es lo que es extraño? -preguntó Holmes, pasándole la taza y dirigiéndose a su sofá preferido.

– No, nada, que, leyendo estas noticias, siento una curiosa sensación de déjá-vu.

– Elemental, querido Watson… -dijo Sherlock Holmes, pronunciando la frase que más irritaba a su amigo.

– ¿Y qué es lo elemental, si se puede saber?

– No, nada, que estás leyendo el Times de ayer.

Mientras Watson salía de su asombro, cerrando la boca, se abrió la puerta, y el ama de llaves, la señora Hudson, entró con un telegrama en la mano. Estaba agitadísima.

– Cálmese, señora Hudson. Debe de ser un recado del inspector Lestrade -dijo el detective.

– Pues se equivoca usted, señor Holmes, porque es un telegrama nada menos que del Brasil, ¡y del emperador en persona!

– ¿Del emperador del Brasil? ¿Y qué puede querer de ti el emperador del Brasil? -preguntó, intrigado, Watson.

– No lo sabré hasta que lea el telegrama -respondió Holmes-. Muchas gracias, señora Hudson. Ya veo que desobedece las órdenes de su médico, porque sigue comiendo huevos a escondidas, con el café del desayuno.

La pobre mujer se sobresaltó:

– Es verdad, señor Holmes -tartamudeó, avergonzada-, es que no lo puedo resistir. ¿Cómo se ha dado cuenta?

– Pues muy sencillo, señora Hudson. Con la prisa de comérselos, se le cayó un poco de yema en la blusa, dejando en ella una mancha amarilla. Y de ahí deduje que ha desobedecido usted las órdenes del médico.

El ama de llaves, algo cortada, se miró el cuello de la blusa:

– Bueno, señor Holmes, la verdad, eso que usted llama mancha amarilla es un broche de oro que fue de mi madre. Pero lo gracioso es que hoy precisamente tomé una tortilla con el desayuno.

– Evidente. Mis deducciones nunca fallan. El que se equivoca es su broche. Bueno, se puede usted ir.

El ama de llaves se fue a desgana, y llena de curiosidad. Y Watson se dijo una vez más lo tonta que era la vanidad de aquel gran hombre al no querer ponerse gafas. Holmes se acercó a la escribanía y abrió el telegrama con un puñal que le habían tirado hacía años en el transcurso de una persecución a un delincuente en Spitalfields:

– Interesante, Watson, imagínate que el emperador del Brasil, don Pedro II, nos invita a ir a Río de Janeiro, la capital.

– ¿Cómo?, ¿no es Buenos Aires la capital del Brasil? -se sorprendió Watson.

– No, Watson, no, Buenos Aires es la capital de la República Argentina.

– ¿Y qué quiere de ti el emperador del Brasil?

– Pues que parece ser que le han robado un violín Stradivarius a una amiga suya y don Pedro me pide que investigue el caso con mucho sigilo.

– ¿Y cómo ha sabido de nosotros?

– No, querido Watson, de nosotros no sabe nada, de quien sabe es de mí, y es que, por suerte para él, mi querida amiga la gran Sarah Bernhardt está haciendo una tournée por su país.

– ¡Fantástico! ¿De modo que hasta hay teatros y todo por esos andurriales?

– Pues claro que los hay, Watson. El Brasil es un país curioso. Es la única monarquía que hay en las Américas. Y del emperador se dice que es una persona muy culta.

– Me gustaría saber cómo sabes tanto sobre tan insólito imperio -rezongó Watson.

La cultura del detective era de lo más paradójico. En el momento menos pensado, Holmes saltaba con extrañas erudiciones: detalles de países raros, geología, música, botánica, química, anatomía, pero, incomprensiblemente, ignorando al tiempo cosas como la teoría de Copérnico y la composición del sistema solar. A Watson no acababa de caberle en la cabeza el que un ser humano del siglo XIX, y tan civilizado como Holmes, no estuviese enterado de que la tierra gira alrededor del sol. Esto, a veces, le molestaba un poco. Sherlock, magnánimo, le dio al médico un condescendiente golpecito en el hombro.

– No te enfades, amigo mío, esos datos los averigüé por pura casualidad, fue gracias a un norteamericano de origen escocés a quien conocí en Francia.

– ¿Quién era?

– No, si no le conoces. Se llama Alexander.

– ¿Alexander qué?

– Alexander Graham Bell, el inventor de esa maravilla moderna que es el teléfono.

– Pues no sabía yo que te tratabas con norteamericanos -dijo Watson, con tono de irónica irritación.

– Me lo presentaron hará seis años. ¿No recuerdas el viaje aquel que hice a París? Lo que pasó es que Bell estaba entonces allí para recibir el Premio Volta, que es de cincuenta mil francos, por su invento.

– No me irás a decir que Graham Bell conoce al emperador del Brasil -insistió Watson, aún incrédulo.

– No sólo le conoce, sino que fue don Pedro el primero que usó públicamente el teléfono, en la Exposición del centenario de Filadelfia. Bell mismo me lo contó, riéndose como un loco, porque le gastó sin querer una broma algo pesada. ¿Sabes qué fue lo primero que le hizo decir al monarca cuando se puso a prueba el aparato?

– Pues no, la verdad, no lo sé.

– To be or not to be, that is the question…, y entonces el emperador exclamó sorprendido: «¡Cielos, esto habla!» -terminó el detective, encontrando muy gracioso el incidente.

Luego, pensativo, volvió a encender la pipa.

– Bueno, podría ser una buena oportunidad para conocer ese país… Después de todo, don Pedro es un monarca del mejor linaje: Braganza, Borbón, Orleáns, Habsburgo, capaz casi de dar envidia a nuestra amada reina Victoria.

Holmes dijo esto entrecerrando los ojos y echándole a Watson una vaharada de humo de tabaco en la cara.

– En fin, lo mejor va a ser que me ponga a hacer las maletas, porque cuando tú entrecierras los ojos y me echas humo en la cara es indicio de que estás planeando un viaje.

– No te precipites, Watson, mira antes en el Times de ayer cuándo sale el primer vapor para Brasil.

Watson abrió el Times por la página en la que se anunciaban los cruceros:

– Aquí está. Tenemos suerte. El Aquitania, de la Cunard Lines, sale mañana para América del Sur.

– Pues nada, estupendo. Di a la señora Hudson que se encargue de las reservas. La verdad que es coincidencia, Watson: estabas leyendo un periódico de ayer y nosotros salimos de viaje mañana -reflexionó Sherlock Holmes, algo incongruentemente.

– No sabía que fueses supersticioso, Holmes -comentó Watson, levantándose y, por fin, sonriendo.

– Yo no creo en brujas, pero las hay, las hay.

– ¿Qué quiere decir eso?

– No tengo la menor idea, pero es algo que dicen los españoles siempre que alguien habla de supersticiones -respondió Holmes, que no quería molestarse en traducir arcaicos dichos ibéricos.

Watson salió del cuarto diciéndose que nunca había visto un telegrama tan largo.

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