6

El Aquitania estaba fondeado a la entrada del puerto de Recife, su primera parada en el Brasil. La ciudad de Recife había recibido este nombre por causa de los arrecifes que cercaban toda su costa y el puerto mismo. El inmenso vapor de cuatro chimeneas había anclado lejos de los corales, y los pocos pasajeros que desembarcaban tenían que descender, con miedo, en pequeñas cestas de mimbre. El mar estaba infestado de tiburones que merodeaban en torno al navío, a la caza de los restos de comida que los cocineros solían tirar por la borda. El calor seguía siendo fuerte a las cinco de la tarde. Sherlock Holmes y el doctor Watson estaban asomados a la amurada del barco en busca de algo de brisa marina.

– Esto parece la India -protestó Watson-, Sólo he sentido tanto calor en Bombay, cuando estuve por allí en el 78 como cirujano adjunto del quinto regimiento de infantería de Northumberland, en la segunda guerra afgana.

Holmes no le escuchaba. Estaba absorto, toda su atención concentrada en la actividad de los pescadores de tiburones, que rodeaban el Aquitania en sus pequeñas embarcaciones. Su sistema de pesca no era nada vulgar: llevaban en sus botes calderos de hierro en los que hervían enormes calabazas; en cuanto éstas abrasaban, las tiraban al mar. Los tiburones, como focas amaestradas, las cogían en sus fauces abiertas, engulléndolas sin masticarlas, y se sumergían. El calor insoportable de las calabazas hacía reventar las entrañas de estos enormes peces, que subían de nuevo a la superficie, donde quedaban flotando, y los pescadores, entonces, los recogían. Esta operación era muy monótona para ellos, se trataba de una técnica primitiva, pero eficaz, transmitida de padres a hijos a lo largo de generaciones. Los pescadores trabajaban en silencio, por respeto, quizás, a los despojos de los animales que mataban. Holmes los observaba, encantado:

– Mira, Watson, qué ingenioso y qué primitivo. Los tiburones son tan voraces que no tienen tiempo ni de notar que la presa que devoran es una trampa mortal.

– Nunca pensé que fuesen tan bestias los peces esos -observó Watson, desdeñoso, sacando el reloj-. Bueno, ya pasa de las cinco. Hora de tomar el té.

– Querido Watson, veo que no estás acostumbrado al trópico. Aquí, en vez de té, lo que hay que tomar es el agua de coco que los marineros acaban de subir a bordo. Se dice que es refrescante y deliciosa.

– Yo me quedo con el té. Ya escarmenté con la diarrea que me dio en Calcuta la vez que probé zumo de mango con leche.

– La verdad, Watson, a veces me espanta tu falta de capacidad para adaptarte a las circunstancias. Yo, aquí donde me ves, ya me siento indígena.

– Es posible. A mí me cuesta más tiempo. Ya sabes eso de que Londres no se hizo en un día.

– Fue Roma, Roma, no Londres, lo que no se hizo en un día -le corrigió Holmes.

– Bueno, ni Londres tampoco -se obstinó el doctor.

Los dos fueron por el combés hasta el salón. Holmes, animado por la idea de estar conociendo nuevas tierras; Watson, inquieto por la animación de su compañero.

La inmensa sala principal del Aquitania servía también para tomar el café matinal, y para almuerzos, cenas y bailes. Al cruzar el ecuador se había celebrado allí un colosal baile de disfraces por invitación de la oficialidad de a bordo. Holmes, el rey del disfraz, ganó el primer premio del concurso, con gran desesperación de Watson, a quien no gustaba nada ver a su amigo vestido de gitana. El detective estaba desconocido con los largos pendientes y la falda de seda roja, ofreciéndose a echarle la buenaventura a todo el mundo. El premio, que era una estatua de Neptuno, ya lo tenía guardado en la maleta. El doctor no quería ni verla, porque le recordaba tan penosa velada. Antes de la fiesta, en su camarote, Sherlock tomó gran cantidad de cocaína, costumbre por la que Watson le censuraba. Tanto le afectó la droga que, después del premio, terminó el sarao bailando con el capitán.

Por la tarde se servía el té en el mismo salón. Los dos se sentaron a una mesita, junto a una escotilla desde donde, al fondo, a la izquierda, se veían los perfiles de la ciudad de Olinda. Sherlock, que no tenía noticia de la colonización de Mauricio de Nassau, se hacía cruces de la arquitectura de Recife.

– Si no fuera por el clima, yo juraría que aún estamos en Europa -dijo, tomando un trago de agua de coco.

– Bueno, y por los esclavos medio desnudos que trabajan en los muelles -respondió Watson, contemplando a los negros entre sorbitos de té.

Cuando se disponían a levantarse, se les acercó un joven camarero con una bandeja de plata:

– Un telegrama para el señor Sherlock Holmes.

El detective abrió el sobre y leyó el mensaje, escrito en un inglés bastante elemental:


WELCOME MISTER SHERLOCK HOLMES PERIOD PLEASE HELP PERIOD TWO STRANGE MURDERS OF YOUNG WOMEN PERIOD ASSASSIN CUT OFF EARS AND LEAVES STRINGS PERIOD STRINGS MAYBE VIOLIN PERIOD HOPE SEE YOU IN RIO DE JANEIRO PERIOD


ATTENTIONNELLY COMMA

INSPECTOR PIMENTA


– Curioso, muy curioso -murmuró Holmes, guardándose el telegrama en el bolsillo.

– ¿De qué se trata? ¿Noticias de Inglaterra?

– No, de Río de Janeiro. Un policía, que me pide ayuda. Se diría que el destino me lleva siempre al encuentro de crímenes de lo más escabroso -respondió Sherlock, sacando la pipa y poniéndose a llenarla-. Tengo la impresión de que el caso del Stradivarius robado va a quedar oscurecido por estos acontecimientos recientes.

A Watson le irritó el interés que mostraba su amigo por el telegrama:

– Yo pensaba que aprovecharías este viaje para olvidarte de todos esos complicados problemas policiales de Londres. A ti lo que te hace falta es reposo, Holmes. Después de todo, hasta Cristo, con ser Cristo, tuvo que descansar al sexto día.

– Fue Dios quien descansó, Watson, no Cristo; y fue al séptimo día, no al sexto… -informó Sherlock Holmes a su amigo, saliendo de la sala en dirección al combés.

Las ocho de la mañana. Júlio Augusto Pereira, marqués de Salles, tras cambiarse de ropa en la Casa de Baños del Boqueiráo, calle de Luiz de Vasconcellos, estaba echado en la arena de la playa de la Saudade. Apenas tenía treinta y ocho años, pero ya sufría ataques de gota. El doctor Ribamar, que era su médico, le había recetado baños de mar como remedio infalible para el mal que le acosaba de vez en cuando. Como llevaba una vida desordenada y no solía levantarse a tales horas, el marqués, siempre que le tocaban inmersiones terapéuticas, alargaba un poco más la juerga de la noche antes y así iba derecho de ésta a la playa. Mejor hubiera hecho el médico en prescribir a Júlio Augusto una dieta seca, suprimiéndole los vinos y los coñacs que tanto le gustaban al noble bohemio, pero, como era compañero de sus juergas, le resultaba difícil sugerirle un régimen más estricto.

– Baños de mar, amigo mío. Para la gota, nada como largos baños de mar. El efecto curativo del yodo está fuera de toda duda -decía el doctor Ribamar en la mesa de la confitería de Paschoal, bebiendo su armagnac junto al marqués.

Y el noble respondía, ya medio ebrio:

– Por eso me cae tan bien usted, doctor. Imagínese que cierto médico de la corte, Vilella, ya sabe quién digo, el que le cuida la erisipela a don Pedro, me dijo que en mi caso lo perjudicial es el alcohol.

– Bobadas, lo que le pasa a Vilella es que es de la escuela francesa. Mi tratamiento es mucho más moderno -sentenciaba Ribamar, con gran alivio del marqués.

– ¡Estupendo! De modo que, hale, unas copitas y vámonos de putas.

Y seguían de tumbo en tumbo hasta altas horas de la madrugada. Al marqués de Salles le encantaba ir de picos pardos, y, a pesar de ser muy rico, tenía la costumbre, que a él le divertía mucho, de irse sin pagar después de saciados sus deseos. En algunos de esos sitios ya le tenían fichado, hasta el punto de que, en cuanto aparecía por la calle del Sabáo, las chicas se gritaban por las celosías:

– ¡Cuidado con éste, que viene de gorra!

Júlio Augusto estaba echado en la playa desde hacía más de una hora. Comenzaba a sentir sueño y dudaba si volver a casa para cuidarse la resaca o tirarse otra vez al agua. Se veía a lo lejos a dos remeros tardíos del Club de Regatas de Cajú que hendían las aguas del Guanabara en dirección a la playa de los Cavalos. Estaban entrenándose para las próximas regatas de Paquetá. Mientras dirimía para sí su dilema, Salles oyó voces lejanas de gente que hablaba francés. Se volvió y cuál no fue su sorpresa al ver a Sarah Bernhardt en traje largo de baño. La actriz iba conversando acaloradamente con Maurice Grau. Era evidente que la francesa no conocía las costumbres de la tierra, porque en Brasil no era nada corriente ver a señoras bien en traje de baño a tales horas. A las siete de la mañana las playas solían estar bastante desiertas. A pesar de su estupor, Salles les hizo seña de que se aproximasen. Grau llevaba un traje de baño atrevido, con cuerpo de manga muy corta y pantalones negros hasta la altura de la rodilla; Sarah, por su parte, vestía pantalones de paño muy holgados y blusón azul de cuello ancho de marinero, y calzaba alpargatas atadas en torno a los tobillos, como sandalias romanas. Se tocaba con un sombrero sujeto bajo la barbilla con un pañolón de seda. Los dos siguieron discutiendo sin prestar atención al marqués:

– Non, c’est ridicule! -gritaba Sarah, exasperada.

– Écoutez, le mal est déjá fait. Maintenant il faut y aller -trataba de convencerla el secretario.

– Bonjour, madame Bernhardt. Monsieur Grau, comment ça va? -dijo el marqués, levantándose-. No sé si se acuerdan de mí. Soy Júlio Augusto Pereira, marqués de Salles. Estuvimos juntos en una cena en el Gran Hotel. Fue después de La dama de las camelias.

– Ah, oui, le marquis de Salles, bonjour, monsieur -dijo la Divina, visiblemente contrariada.

– ¿Me permite que le pregunte, madame, a qué deben nuestras playas el privilegio y el honor de su visita matinal?

– Pues a mí mal humor, monsieur, a mi mal humor. Mi médico particular tiene la costumbre de decir que lo mejor para vencer la neurastenia es el aire marino.

– Entonces he de agradecer a su irritación este placer tan inesperado. ¡Es increíble, la divina Sarah, nada menos, en las playas de Río! ¡Si se me ocurriera recoger en botellas las arenas holladas por tan magnífica presencia, tendría más éxito en París con ellas que un peregrino con frascos de agua de Lourdes! -gorjeó, lisonjero, el marqués.

Sarah y Grau se miraron y, tras un instante, tanto ella como su secretario prorrumpieron en una carcajada.

– ¡Ah, caballero, iba a ser un brasileño el que me hiciera reír después de lo que se ha pasado en estos dos días! -se quejó Sarah Bernhardt.

– ¿Y puedo saber qué es lo que ha pasado? -preguntó el marqués, cuyas últimas cuarenta y ocho horas habían transcurrido en uno de los burdeles de la señora Barbada, en el Jardín Botánico.

– Pues imagínese, monsieur le marquis, que en el espectáculo de anteayer, cuando llegamos al cuarto acto de Adrienne Lecouvreur, Martha Noirmont, una actriz de segunda a quien empleo por caridad, tuvo la audacia de se moquer del público, recitando su rol mecánicamente, como endormida, y hasta tuvo el toupet de replicar a veces fuera de lugar. ¡Imperdonable!

– Sí, la verdad, me imagino lo que tiene que haber sido para usted.

– No, no puede hacerse idea, ni el mismo Eugéne se habría enfurecido más -dijo Grau, refiriéndose a Eugenio Scribe, autor de la obra-. Sarah se enfureció hasta el punto de darle un par de sopapos y romperle una sombrilla en la cabeza.

– Cierto que estoy desolada por la sombrilla -interrumpió Sarah Bernhardt.

– Lo malo -prosiguió el secretario- es que Martha tomó la cosa en serio, y ayer mismo presentó queja en una comisaría, y madame Bernhardt ha sido conminada a prestar declaración hoy por la tarde. ¿Cabe imaginar situación más desagradable?

– Pues no voy. Nada, se acabó. No voy.

– Sarah, sea usted razonable, tengo la certidumbre de que se trata de una simple formalidad. Hasta me han garantizado que nuestro abogado es uno de los mejores -adujo Maurice Grau.

– ¿Me quieren decir quién es? -intervino Salles.

– Un cierto monsieur Nabuco. Sizenando Nabuco -respondió Grau, enrollando la lengua-. Estaba en la representación y nos lo recomendó el empresario. ¿Lo conoce?

– Claro que sí. Madame no puede estar en mejores manos. Sizenando es hermano del diputado Joaquim Nabuco. Abolicionista, pero muy competente.

Sarah se puso a mirar el océano:

– Bueno, si deviene absolutamente necesario, veremos. Pero después del déjeuner. Ahora que estamos en la playa, bañémonos. Jamás he visto paisaje más bello. Me recuerda al poeta: Luxe, calme…

– …et volupté -completó el marqués, besando sensualmente a la Divina en la punta de los dedos.

Sorprendida, Sarah Bernhardt apartó la mano:

– Veo que el marqués conoce bien a Baudelaire.

– Siempre que leo L’invitation au voy age me digo que se refiere al Brasil.

– ¿Y cómo ha intimado tanto con nuestros poetas? -preguntó Maurice Grau, interesado en la cultura de Júlio Augusto.

– Mi padre era un apasionado de Francia. Estudió en la Eco- le polytechnique, en París -respondió Salles, disponiéndose a irse.

– Vamos, Maurice -dijo Sarah, empujando a su secretario hacia las olas.

Los dos se alejaron corriendo por la arena, que ya empezaba a calentar.

– Espero que les aproveche el baño. Cuidado con el sol, y con este mar, que a veces es traicionero. No se alejen mucho de la protección -remató el marqués, señalando la cuerda atada a una boya que distaba cosa de treinta o cuarenta metros de donde rompían las olas.

– Au revoir, monsieur le marquis!

– Au revoir, madame -dijo el depravado aristócrata, diciéndose que la francesa, a pesar de sus añitos, todavía tenía un buen revolcón.

Jamás se había visto tanto barullo en la comisaría del tercer distrito policial de Río de Janeiro, sita en la esquina de la calle del Lavradio. Ya eran más de las cuatro, y Sarah Bernhardt, la mayor actriz del mundo, estaba a punto de entrar en ella para responder a una citación.

Para el comisario Mello Pimenta, titular de esa comisaría, todo aquello era una solemnísima pesadez. Ya tenía él bastante con los problemas que le planteaba la investigación de los crímenes de la calle del Regente y la plazuela de la fuente pública. Vítor Meireles había usado su influencia cerca de la corte para apresurar los trámites, poniendo todos los recursos posibles a su disposición, por más que Pimenta estuviese convencido de que de poco iba a servir. Aún no había conseguido relacionar las pistas que coincidían en ambos asesinatos. Un gran tumulto que llegaba de fuera distrajo de pronto al policía.

– ¡Es ella!, ¡es ella!

– ¡Dios mío de mi vida!, ¡qué guapa es!

Fue como si un rayo de luz hubiese entrado inesperadamente por la puerta. Sarah Bernhardt, vestida de rosa de pies a cabeza y con el rostro arrebolado por el sol matinal, se acercó a la mesa de Pimenta, que se levantó para recibirla:


– Mello Pimenta, à vos ordres. Asseyez-vous, madame s’il vous plait.

– Ah, quelle surprise! Vous parlez français?


– No, señora, sólo esta frase, y la he estado ensayando la mañana entera.

Mello se levantó y acercó una silla a la actriz.

La silla, en cuanto Sarah se sentó en ella, adquirió prestigio de trono a pesar de ser renqueante y patituerta. En pie, a su lado, estaban Maurice Grau y el abogado Sizenando Nabuco.

– No importa, comisario, haré yo de intérprete. Soy el abogado Sizenando Nabuco, hermano del diputado Joaquim Nabuco. Represento a madame en este lamentable incidente. Usted sabrá sin duda de qué se trata.

– Claro que lo sé, doctor Nabuco, claro que lo sé. Desgraciadamente no he tenido más remedio que instruir el caso, porque la señorita Martha Noirmont ha insistido en presentar la denuncia. Aquí tiene usted una copia de su declaración, dictada ayer al escribiente Lousada -dijo Pimenta, señalando al funcionario de terno marrón muy gastado y brillante que estaba sentado en el fondo de la estancia, y tendiendo al abogado una hoja de papel.

Lousada, figura escuálida y casi calva, era escribiente de la policía desde hacía más de veintiocho años, y tenía miedo de cualquier cosa que pudiese poner en peligro su jubilación. Se levantó y salió a toda prisa camino de los calabozos, gruñendo que tenía que llevar la comida a los presos.

– Salope -gruñó entre dientes Sarah, refiriéndose a su colega.

Sizenando hizo como que leía atentamente el documento.

– Es deplorable… deplorable. Comprenda usted, comisario, que todo eso no es más que una fantasía de la chica esa, que es bisoña en su profesión y no se dio cuenta de que lo que hacía madame Sarah Bernhardt no era más que su papel.

– ¿Su papel? -preguntó Pimenta, desconcertado.

– Sí, claro, ¿no ve que la bofetada y la ruptura de la sombrilla estaban en la obra? Puede que, con el entusiasmo que suele dar a sus creaciones, madame Bernhardt exagerase un poco. ¿Le suena a usted Adrienne Lecouvreur?

– No, la verdad, no tengo el gusto -dijo el comisario, que era poco aficionado al teatro.

– Es el título de la obra. Presenta la historia de una gran actriz francesa del siglo pasado que tuvo tórridos amores con el conde Maurice de Saxe, mariscal de Francia. Y es natural, después de todo, que otra gran actriz francesa, al encarnar ese personaje, encarnase también pasionalmente sus emociones. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar una interpretación llena de arrebato? ¿Encontraría bien la patricia diosa Justicia que sucumbiésemos a esta farándula transformándonos en jueces y verdugos nada menos que de la musa Melpómene? -gritó, melodramático, el defensor de las artes, blandiendo el papel.

Los quejosos y los solicitantes de certificados de pobreza que atestaban la comisaría aplaudieron entusiasmados. No habían entendido una palabra, pero la elocuencia del abogado les parecía prueba sobrada de la inocencia de la actriz. Pimenta se apresuró a poner orden en la sala:

– ¡Silencio! ¿Es que piensan que esta comisaría es un tugurio de simplicios o qué?-gritó a su vez, para demostrar que también él sabía vocabulario-. ¡Si siguen armando escándalo, los meto a todos en chirona! -volvió a sentarse-. Estoy completamente seguro, doctor Nabuco, de que este incidente no tendrá consecuencias. A fin de cuentas, nadie quiere que madame Sarah Bernhardt se lleve una mala impresión de nuestra tierra. Lo que pasa es que no tuve más remedio que enviar la citación porque hay que cumplir la ley. Pero ahora que he oído sus explicaciones, no se hable más del asunto.

– Muchas gracias, comisario -dijo, magnánimo, el abogado, guardándose en el bolsillo la copia de la citación.

Mello Pimenta sabía perfectamente que de nada valía dar patadas contra el aguijón. Las relaciones influyentes de los Nabuco y la importancia de la actriz conseguirían indefectiblemente que se archivase el caso en algún empolvadísimo cajón del Tribunal de justicia de Río de Janeiro.

– C’est tout? -preguntó Sarah, levantándose.

– Oui, madame-se arriesgó a decir Pimenta en francés.

Se levantó también, para acompañarlos:

– Si no le molesta, doña Sarah, me gustaría preguntarle si por un casual se acuerda usted de esta tarjeta -añadió Pimenta, sacando del bolsillo del chaleco la cartulina estrujada donde estaba la dedicatoria de la actriz.

– Pero es claro que sí -respondió Sarah-. Le di el autógrafo a una bonita jeune filie que estaba a la puerta del teatro. Me llamó mucho la atención la dulzura de su mirada. ¿Es su hija?

– No, madame, por desgracia es una de las víctimas de un tortuoso caso de asesinato que estoy investigando ahora.

– ¡Qué horror!

– ¿Se fijó usted en si la acompañaba alguien?

– No, no. A la salida del teatro nunca me fijo en nada. Me monto derecha al coche que me espera. Si me detuve, fue porgue la chica aquella era distinta, de verdad que lo era. Lo siento mucho, comisario. Espero que coja usted al salvaje que hizo esa barbaridad. Bueno, que tenga suerte en sus encuestas, o, como tenemos el hábito de decir en la Francia la gente de teatro: merde!

– Pues merde también para usted, señora -respondió Pimenta, dando un fuerte apretón de manos a la actriz.

Sarah Bernhardt salió de la comisaría acompañada de su séquito, como salía en escena en el segundo acto de Ruy Blas.

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