10

El execra los kioscos. Esos tenderetes de madera tosca proliferan por toda la ciudad, como monumentos a la inmundicia y al pecado. Pequeñas torres fétidas que ensucian las calles. Y odia, con más intensidad todavía, el kiosco que se ve desde la ventana de su cuarto. Muchas veces, al anochecer, como en este momento, se pasa horas asomado, con las luces apagadas, viendo a los transeúntes que, como animales sedientos, van a enfangarse en torno a esa sentina de vicio. El abomina del suelo que rodea al kiosco, le irrita el fango formado por la saliva espesa de la gentuza que se congrega en torno al pútrido tenderete, escupiendo y bebiendo aguardiente barato. Bebiendo y escupiendo acaban por formar una alfombra viscosa en torno a la cloaca. Y odia a los borrachos decadentes que ven en el kiosco un oasis en medio de un espejismo etílico. Detesta a los tenderos mediocres que van a comprar billetes de la lotería, como si el beso del gordo pudiese transformarlos, de sapos que son, en príncipes. Pero su repugnancia más intensa la reserva para los que van a comprar tarjetas pornográficas. Hay obscenidades de todos los tipos. Mujeres desnudas con el sexo abierto, con una sonrisa estúpida en los labios, mujeres echadas con enormes perros que tienen la cabezota metida entre sus muslos. Mujeres frotándose contra grandes falos de madera, y hasta mujeres con mujeres. Y siempre riendo. La misma risa idiota y pervertida. Putas. Putas todas ellas. El piensa de nuevo en la chica de la fuente pública. ¿De modo que era camarera de paludo f Vaya, qué pena, pero la cosa era que estaba en la calle a aquella hora. Y si estaba en la calle, puta tenía que ser. Puta, requeteputa. ¿No es cierto que todas son putas en el fondo de su alma? Vuelve a mirar al kiosco. Como queriendo salirse de sus límites, una mujer entra y se apoya sobre el mostrador. Es una mulata clara, blanca casi. El vislumbra su rostro de rasgos finos, delineado por la luz de la calle, y le espanta su belleza de muchacha. La joven suelta una carcajada ante algo que acaba de decirle el dueño del kiosco. Sin duda es una proposición infame. La carcajada hiere sus oídos como la hoja de un cuchillo. Una puta más. La ve alejarse, llevando una botella de leche. Y él sale rápidamente a la calle, en pos de su presa.


Holmes despertó entre un estrépito de explosiones de granadas. Pensó que sería un grupo de revoltosos que trataban de derrocar el régimen. Se levantó, y, cruzando el cuarto, vacilante de sueño, entreabrió la puerta que comunicaba con la alcoba de Watson. Vio a su amigo, que tenía el sueño ligero propio de los médicos, profundamente dormido. Entretanto, tiros y explosiones crecían en intensidad. Se acercó a la ventana. La calle seguía tranquila y desierta a aquella hora. Y fue entonces cuando, de pronto, comprendió que no eran granadas. Las explosiones que se oían llegaban directamente de su propio abdomen. Era el dendé que empezaba, por fin, a hacer de las suyas en su interior. El detective comenzaba a sentir las consecuencias devastadoras de los camarones, de la lengua de cerdo, de la pimienta, de los cacahuetes, de los dulces. Sintió un súbito dolor, sutil y agudo, nacerle en las entrañas. Para entonces ya estaba sudando abundantemente. Abrió la puerta del cuarto y fue a toda prisa en dirección al cuarto de baño.

Minutos después, parcialmente restablecido, se volvió a su cuarto. Se sentía deprimido, pero no quería despertar al doctor Watson por causa de una ligera indisposición digestiva. Bebió un trago de agua y se notó mejor. Al diablo el sueño. Decidió salir a dar una vuelta para tomar el fresco nocturno. Se puso pantalones sobre el camisón de dormir, se encajó el cazagamos, se echó sobre los hombros la capa y salió del cuarto con gran sigilo, para no despertar al doctor. Al salir del hotel lo primero que hizo fue respirar hondo, y, no sintiéndose aún bien del todo, bajó a buen paso por la calle Fresca en dirección a Santa Lucía. El aire marítimo le sentaba muy bien. Y la larga caminata, también. Acostumbrado a recorrer durante horas las calles de Londres, no se dio cuenta de que se había alejado bastante del hotel. Al cabo de algún tiempo, llegó a la calleja del Campo de los Frailes, en la esquina del Paseo. Allí se detuvo al pie de una farola de gas y, aliviado, encendió la pipa. Se apoyó en el poste de la farola y exhaló una larga bocanada.

La muchacha estaba exhausta. Había hecho dos funciones seguidas de la revista A mulher-homem. Su papel era pequeño, casi de simple corista, pero Oscar Pederneiras, que la había visto en escena, se quedó encantado de su vitalidad y acababa de prometerle un buen papel en Zé Caipora, con el actor Machado, en la próxima temporada del Teatro Príncipe Imperial. Era muy joven todavía, y los papeles principales podían esperar. Después del teatro había pasado por el kiosco del señor Isidoro, en la calle de Lavradio, junto a la de Bernardo de Vasconcelos, para comprar una botella de leche, que le gustaba beber caliente en su casa, a solas, antes de dormir. Como siempre, el portugués le había gastado algunas chanzas pesadas. A la joven mulata le hacían gracia esas tonterías inofensivas que le repetía siempre que la veía, como si fuese un ritual de fin de jornada. Y ahora, la muchacha iba distraída por la calle Nueva de los Arcos, sin notar una figura casi transparente de puro pálida que la seguía furtivamente. En cuanto dobló la calle del Vizconde de Maranguape, el desconocido la atacó. Cubierto por su inmensa capa negra, parecía un gigantesco murciélago abalanzándose sobre una mosca.

Esta vez, sin embargo, el azar favoreció a la res y no al cazador. Cuando el verdugo de negro se vio junto a su víctima, se le resbaló un pie en un adoquín suelto y perdió el equilibrio. La joven se volvió rápidamente, con agilidad aprendida en el teatro, y le tiró a la cara la botella de leche. Luego echó a correr, pidiendo socorro.

Holmes, desde la otra esquina, salió como un rayo en su dirección. Cogió a la moza aterrorizada y la apretó contra su pecho. Ella seguía gritando, señalando al bulto negro.

– ¡Allí, ¡allí!, ¡un hombre!, ¡quiso matarme!, ¡socorro!, ¡socorro! -gritaba, despavorida.

El detective vio que el agresor aún empuñaba un largo puñal. De lejos no podía distinguir sus facciones. Le dijo a la mulata:

– ¡No se mueva de aquí!

El otro ya había dado media vuelta y corría calle arriba. Holmes salió disparado detrás de él. Algunos curiosos comenzaban a encender luces y a salir de casas del otro extremo de la calle. El asesino se detuvo en seco. Miró a Sherlock, que se acercaba. Se vio acorralado entre el detective y los hombres que venían hacia él. Se volvió hacia la primera casa que vio y, con la punta de su puñal, forzó la cerradura del pesado portón, desapareciendo acto seguido edificio adentro. Era la Biblioteca Nacional.

Con más de cien mil volúmenes distribuidos en cuarenta y dos salas, la Biblioteca Nacional era uno de los orgullos del emperador. Holmes se detuvo a la entrada. El aire olía a moho. Oyó los pasos del monstruo contra el suelo de piedra. Gritó:

– ¡Soy Sherlock Holmes!, ¡pare o disparo!

Esto era puro farol, porque se había dejado el revólver en el hotel. El asesino no le hizo caso.

Sin vacilar, Holmes salió en su búsqueda. Pasó entre el nicho donde reposaba el busto en mármol blanco de don Juan VI y vio a lo lejos un bulto negro huyendo furtivamente por el tercer salón de lectura, que albergaba los cuarenta y cinco mil volúmenes clasificados de la sección teológica. El detective corría sin prudencia, y este ímpetu estuvo a punto de costarle la vida, porque, al cruzar el arco que dividía la sala, casi se le cayó encima un inmenso estante que el perseguido había intentado derribar sobre su cabeza. Se desvió por puro reflejo, y el suelo quedó sembrado de obras de gran valor, como las biblias políglotas de Ximenes y Arias Montano. Tuvo tiempo de ver al demente enloquecido cruzar la sección de clásicos griegos y latinos, atravesar la de ciencias morales y subir por una escalerita de caracol. Sherlock cruzó como un rayo el espacio que le separaba de la escalera. Subió los escalones de tres en tres. Al llegar casi a la cima, la fiera acorralada abrió la puerta de los retretes, y, sin detenerse un instante, se tiró por la ventana que daba al fondo del edificio, dejando a su paso un rastro de cristales rotos. Holmes, que estaba a punto de cogerle, se dispuso a saltar también a través de la ventana medio descristalada, es decir, por el mismo camino, pero el espectáculo del retrete de porcelana francesa decorada con ramos de rosas rojas entrelazadas le produjo súbitamente un violento cólico. Vaciló un instante entre tirarse por la ventana o sentarse en el retrete, y acabó desabrochándose los pantalones y cediendo a sus imperiosas urgencias naturales. El detective se quedó allí, mortificado, en plena madrugada. El dendé había conseguido lo que nadie hasta entonces, ni siquiera su archienemigo el doctor Moriarty: parar en seco a Sherlock Holmes.

La mulata se llamaba Anna Candelária. Hija natural de una lavandera mestiza, había sido criada en Itaguaí, cerca de Río, por el padre Marcial Fiúza, a quien las viejas del pueblo, siempre maliciosas, solían acusar de ser padre por partida doble, o sea, también de la niña. Pero sólo porque el padre Marcial, pernambucano descendiente de holandeses, tenía el pelo muy rubio y los ojos verdes, y los ojos de Anna Candelária, por una de esas ironías del destino, eran del mismo color verde esmeralda que los suyos; pura coincidencia, probablemente, pero, para las beatas chismosas, prueba concluyente.

El padre Marcial tenía una costumbre que los vecinos de Itaguaí no sabían apreciar. Los domingos, después de misa, se daba un paseo por la plaza de la iglesia y, metiéndose las manos por los bolsillos de la sotana, se ponía a rascarse las ingles; después se llevaba con disimulo los dedos a la nariz y balbucía, extasiado: «¡Está como nunca!, ¡qué delicia!, ¡hoy está como nunca!». Eran las mismas manos que luego daba a besar a los transeúntes que iban a pedirle la bendición: «Dios te bendiga, hija mía…, oh, qué delicia…». Y seguía oliendo y bendiciendo a ojos de todos.

Al cumplir los quince años, Anna Candelária se escapó a Río de Janeiro con un buhonero que pasaba por el pueblo. Y ahora, a los veintidós años, viviendo sola en un cuartito de alquiler de la calle de las Marrecas, sintió por primera vez añoranzas de Itaguaí, donde su vida nunca había corrido peligro. Aquí en cambio, de no haber sido por aquel hombre alto de acento portugués, ya estaría muerta. Desde luego, no esperó a la vuelta de su salvador. Como la profesión de artista de teatro se confundía entonces con la de prostituta, Anna Candelária no quería líos con la policía. Sentada en la cama, con el corazón latiéndole aún agitadamente, volvió a pensar en el hombre alto del gracioso gorro cuadriculado. Quizás hubiese debido esperarle. Era atractivo aquel hombre alto, de faciones angulosas, como talladas a golpes de gubia. No es que fuese, digamos, guapo, pero sí muy atractivo. Y, además, le había salvado la vida. Anna Candelária suspiró, se echó y se arropó bien: «De nada vale pensar en lo que pudo haber sido y no fue», pensó, acordándose de pronto de la botella de leche que le había tirado a la cara al asesino. Apagó la lamparilla y pocos minutos después dormía el sueño tranquilo de los ángeles y de las hijas de cura.

La tienda del italiano estaba en la calle de los Orfebres. A pesar de ser lugar tradicionalmente acotado para joyeros, Giacomo Peruggio, su propietario, había escogido esa calle porque pensaba que su actividad también participaba de la orfebrería. Natural de Cremona, cuna de los Amati, donde nacieron los violinistas más famosos del mundo, Giacomo Peruggio emigró al Brasil en 1866, el mismo día en que cumplía los treinta años. Su verdadera meta era América del Norte, pero, al llegar al puerto y ver que la nave que zarpaba iba al continente sur, no vaciló: embarcó sin más con su mujer y su menguado equipaje. Giacomo siempre había solucionado sus problemas de esta forma: por ejemplo, cuando decidió casarse, hizo la corte a una chica durante cinco años, y, finalmente, fue a pedir su mano; el padre, que era un pequeño labrador, fue tajante:

– Mire usted, en mi familia la gente se casa por orden de edad. Primero las mayores, después las más jóvenes.

– De acuerdo. Me caso con la mayor.

Y se casó con una chica a la que veía por primera vez aquel mismo día.

En A Viola d’Ouro se vendía y se reparaba toda clase de instrumentos de cuerda, pero la pasión de Peruggio eran los violines. Además de haber aprendido su oficio en la tierra de los Stradivarius, en una tiendecilla cerca de la casa donde había nacido el gran maestro, Giacomo era también pasable instrumentista, y, cada vez que tenía una oportunidad, participaba con su violín en los conciertos que daban las diversas sociedades musicales de la ciudad. Además, como era muy rubio, de pelo largo y revuelto, Giacomo Peruggio tenía más aire de virtuoso que de artesano.

Aquella tarde Peruggio estaba asomado al balcón del fondo de su tienda, examinando las cuerdas que acababa de entregarle el comisario Mello Pimenta.

– No tengo la menor duda -dijo, con su acento italiano-, son cuerdas de violín. El sol y el mi. La primera y la última.

– ¿Está completamente seguro? -preguntó Pimenta, molesto aún de que Chiquinha Gonzaga hubiese resuelto su acertijo.

– Completamente, comisario. Conozco estas cosas mejor que la palma de mi mano. Mire, son cuerdas muy finas, hechas de tripa, muy distintas en textura y longitud de las cuerdas de vihuela o de mandolina o de viola. Y son de excelente calidad. ¿Me permite que le pregunte dónde las encontró?

– Permitírselo, se lo permito, lo que pasa es que no le puedo contestar. Forman parte de una investigación secreta.

– Ah, pues entonces será que están relacionadas con el caso de las chicas asesinadas -dijo el luthier, demostrando así que en Río de Janeiro no había nada verdaderamente secreto.

– ¿Ha venido aquí alguien últimamente a comprar cuerdas con las que sustituir a éstas?

– No, comisario. De haber venido, es seguro que me acordaría. Aunque no sea más que porque conozco a todos los violinistas de la ciudad.

– Mire, si viniese alguien por aquí buscando cuerdas de éstas, no olvide avisarme.

El comisario le pidió a Peruggio que le devolviese las dos cuerdas. Ya se disponía a salir cuando entró en la tienda Sherlock Holmes, con aire deprimido y acompañado del doctor Watson. En vez de pipa, el detective llevaba en la mano un coco verde del que tomaba largos sorbos. La leche de coco se la había aconsejado Inojozas, el recepcionista del hotel, como óptimo remedio para su indisposición gástrica de la víspera. Watson, por su parte, había insistido en que Holmes tomase un poco de tintura de opio alcanforado, pero el detective prefirió el más exótico de los dos remedios.

– El comisario Pimenta, supongo -dijo Sherlock.

Pimenta se sorprendió mucho:

– ¿Cómo sabe quién soy?

– Estuve en la comisaría preguntando por usted, y me dijeron que le encontraría aquí. Soy Sherlock Holmes, y este señor es mi amigo, el doctor Watson.

– ¡Ah!, ¿de modo que usted es el famoso detective inglés? Hoy mismo tenía pensado ir a buscarle a su hotel. Espero que recibiera mi telegrama -dijo Pimenta, extrañado de que Sherlock se expresase en portugués-. No sabía yo que ustedes hablasen nuestro idioma.

Watson, que no entendía una palabra, guardó silencio.

– Sólo yo -respondió el detective-. El doctor Watson no entiende nada de lo que está diciendo usted.

– Me alegro muchísimo de verle. Necesito mucho su ayuda. Imagínese que…

Holmes interrumpió al comisario:

– Permítame un segundo, haga el favor. Antes he de tener una breve conversación con el señor Giacomo -añadió, dirigiéndose al italiano.

Peruggio no cabía en sí de contento. No se le presentaba todos los días una oportunidad así de participar en asunto tan palpitante. Asesinatos, robo de un Stradivarius, cuerdas misteriosas. Y todo ello debatido en su tienda. En aquel momento bendijo el día en que había cambiado de barco.

– Señor Holmes, estoy a su disposición.

– Me gustaría que me explicase cómo robaron de aquí el violín de la señora baronesa -dijo el inglés.

– Fue un descuido mío, señor Holmes, un descuido mío -se lamentó Giacomo-. Yo había dejado el instrumento sobre mi mesa de trabajo, en la trastienda, y, cuando fui a buscarlo a la mañana siguiente, pues ya no lo encontré. Y la ventana del taller estaba forzada.

– Si me lo permite, le diría que no entiendo cómo pudo usted dejar un violín tan precioso al alcance de cualquier ratero.

– Señor Holmes, sé muy bien que aquí se roba todo: comida, zapatos, ropa, hasta bandurrias, si se tercia, pero jamás se me pasó por la imaginación que estos analfabetos fuesen a robar un violín -declaró el italiano.

Explicación que no convenció ni a Holmes ni a Pimenta.

– Si quiere que le diga la verdad, me parece que su descuido ha desagradado mucho a la baronesa, y, por supuesto, también al emperador -respondió Sherlock secamente.

Giacomo comenzó a darse cuenta de hasta qué punto podría perjudicarle su negligencia. Le encantaba exhibirse ante don Pedro, tocando su violín en los clubs musicales y en los conciertos de la calle de la Gloria. Se echó a llorar y a temblar exageradamente.

– ¡Ay, Dios mío, Dios mío…, la baronesa no me lo perdonará jamás! ¡Qué va a ser de mí!

Y, como buen italiano que era, se puso a golpearse la cabeza contra la pared.

Watson, que seguía sin entender nada de lo que se estaba diciendo, abrió su maletín, cogió un frasquito y se arrojó sobre Peruggio, gritando:

– ¡Cielos!, ¡es malaria!, ¡rápido, Holmes, échame una mano con la quinina esta! -y, antes de que nadie pudiese impedírselo, le metió al infeliz por la garganta todo el contenido del frasquito-. Esta es la razón de que, cuando estoy en los trópicos, jamás me separe, lo que se dice ni un minuto, de mi maletín.

– Watson, lamento tener que informarle de que lo que tenía este pobre italiano no era más que un ataque de nervios, cosa, por otra parte, muy corriente entre la gente de origen latino -explicó Holmes.

– Bueno, a mí nadie me dijo que era italiano -se quejó Watson malhumorado, cerrando su maletín-, ¿O es que piensan que tengo que entender yo este idioma de cafres?

Sherlock reanudó el interrogatorio:

– ¿Tiene usted idea de quién pudo robar el violín?

– Nada, lo que se dice nada -respondió Giacomo, escupiendo el sabor amargo de la quinina.

– ¿A qué hora lo robaron?

– De seguro no lo sé, pero tuvo que ser entre las ocho de la noche y las ocho de la mañana.

– Me gustaría examinar el sitio de donde lo robaron -dijo el detective.

Peruggio acompañó a todos hasta el pequeño taller que había instalado en el fondo de la tienda. Holmes sacó una lupa del bolsillo de la chaqueta y se puso a estudiar minuciosamente la mesa de trabajo. Watson, que ya conocía los métodos de su amigo, se mantuvo indiferente, pero Pimenta seguía, como hipnotizado, cada movimiento del detective. Después de la mesa de trabajo, Holmes pasó a examinar la ventana. Sujeto a un clavo cuya cabeza sobresalía algo del alféizar, había un pedacito diminuto de tela oscura. Sherlock lo cogió cuidadosamente, sujetándolo bien entre el índice y el pulgar.

– Curioso, curiosísimo -dijo, acercándose la lente a los dedos.

– ¿Pues qué es? ¿Encontró algo sospechoso en ese trapito? -le preguntó Pimenta, electrizado.

– No, es en mi uña donde lo encontré. Debe de ser una astillita del coco -dijo el detective, dejando a un lado el trapito rasgado y chupándose la punta del dedo.

Sherlock examinó con gran minuciosidad el resto del cuarto sin encontrar nada interesante. Volviendo al interior de la tienda, él y Pimenta se despidieron de Peruggio. Watson, todavía violento, apretó también la mano del italiano, gritándole:

– ¡Bueno, me alegro mucho de que no sea malaria! ¡Para esas crisis nerviosas lo que yo recomiendo es agua de melisa!

Tenía esa certeza, muy propia de los británicos, de que, hablándoles bastante alto, todos los habitantes del planeta entendían forzosamente el inglés.

Pimenta iba a empezar a decir algo, cuando le interrumpió el ruido que hizo al entrar un negro gigantesco, arrancando casi la puerta de sus goznes. Iba a sacar el revolver del bolsillo, pero Holmes le tranquilizó:

– Tranquilo, comisario. Éste es Mukumbe. Trabaja para la señora baronesa. Y está a mi disposición.

– Un recadero vino a avisarme de que el marqués de Salles está en el Café de Amorim y tiene el gusto de invitar a los señores a tomar algo -informó Mukumbe, impasible.

– Si no hay inconveniente, me gustaría hablar con el señor Holmes de un caso que estoy investigando ahora -dijo a su vez Mello Pimenta, guardándose el revólver.

– Pues entonces venga al café con nosotros -le invitó Holmes-, Si las costumbres de aquí son como las de Londres, supongo que las mesas de los cafés serán minas de información.

A Pimenta no le entusiasmó esta idea, pues prefería mantener su investigación en el terreno confidencial, pero, ante el evidente entusiasmo del detective, no supo negarse. Giacomo Peruggio los acompañó hasta la salida.

– Señor Holmes, hágame el favor de decir a doña María Luisa que no me guarde rencor.

– Quede tranquilo, señor Giacomo. No quise asustarle. La baronesa sabe muy bien que usted no tiene la culpa.

Peruggio, agradecido, le abrió teatralmente los brazos, y Holmes aprovechó tan buena oportunidad para dejar el coco vacío en manos del dueño de A Viola d’Ouro.

El Café de Amorim estaba en el callejón de las Cancelas, y hacía esquina con la calle del Rosario. Era famoso por sus refrescos y comidas frías, además, claro, de por su café. También servía excelentes vinos y licores. El propietario, señor Amorim, era un cuarentón gordísimo, con bigotes de punta enhiesta. Llevaba pantalón negro, camisa, chaleco y delantal ceñido a la cintura, como los garçons de los grabados franceses. El delantal era tan grande que Paula Nei solía bromear: «El Amorim este parece más que otra cosa la mortaja de todas las comilonas que le hinchan la barriga».

Amorim se reía de todo esto y seguía pasando a duras penas entre las mesas para servir personalmente a sus clientes favoritos.

A veces hacía preguntas indiscretas. En aquel momento estaba con un grupo de cafetaleros que bebían pausadamente licor de jenipapo y hablaban de los precios de la última cosecha. Uno de ellos, el coronel Mendes Freire, era el benjamín de una familia de siete hijos; curiosamente, a pesar de ser blancos sus padres, y todos sus hermanos muy rubios, Mendes Freire era moreno oscuro, negro casi, y tenía el pelo crespo. Amorim no pudo resistir la tentación:

– Oiga, coronel, hace mucho tiempo que tenía ganas de preguntarle cómo es posible que sus padres y sus hermanos sean blancos y rubios, y usted, en cambio, tan oscurito.

Mendes Freire apuró su licor y respondió dirigiéndose también a sus amigos:

– Es una historia casi sobrenatural. Mi madre estaba embarazada de dos meses, y fue a pasar unos días a una hacienda que tenía mi abuelo. Bueno, pues, un día, cuando paseaba por los alrededores, un esclavo negro salió enloquecido de la plantación gritando y tratando de alcanzarla. Mi madre volvió corriendo a la hacienda, y el esclavo detrás. Gracias a Dios consiguió llegar a casa, y los hombres de mi abuelo detuvieron al negro loco. Yo nací de este color, y con estos pelos, por el susto que se llevó mi madre.

Los amigos de Mendes Freire movieron la cabeza, conmovidos. Amorim sentenció respetuosamente:

– Discúlpeme usted, coronel, pero yo tengo la impresión de que el negro ese sí que alcanzó a su señora madre.

Los cafetaleros le echaron un capote soltando una andanada de risotadas y, antes de que Mendes Freire pudiese protestar, Amorim se apartó de allí para ir a recibir a Holmes, Watson y Pimenta y llevarlos a la mesa del marqués de Salles.

En cuanto se fijó en el periódico que Júlio Augusto Pereira, marqués de Salles, estaba leyendo, Pimenta se dio cuenta de que ya no tenía secretos que defender en el caso de las chicas asesinadas, porque la primera página de la Gazeta da Tarde estaba ocupada entera por el titular: «CAZADOR DE OREJAS». El marqués saludó a los tres y tendió el periódico a Sherlock Holmes mientras se quejaba al comisario:

– Ya veo que nos ocultó usted ciertos datos bastante pintorescos cuando nos llevó al depósito de cadáveres. Qué poco se fía de nosotros, comisario -ironizó.

– Pues la verdad es que no sé qué podrá tener de pintoresca esta historia siniestra -respondió Pimenta.

Júlio Augusto sólo se refería al aspecto más escandaloso de la noticia, porque el periódico lo contaba todo, hasta el detalle morboso de las cuerdas de violín que el monstruo dejaba enredadas entre los pelos del pubis de las pobres chicas. Pimenta maldijo para sus adentros al profesor Saraiva. Sólo él y el médico conocían el lugar exacto donde el asesino dejaba las cuerdas. Él no se lo había dicho ni siquiera a su mujer. El comisario se preguntó cuántas botellas de aguardiente habrían hecho falta para soltar la maldita lengua del forense. En la segunda página de la Gazeta había también una caricatura de Sherlock con una enorme pipa. Bajo el dibujo se leían las circunstancias de la llegada del detective inglés al Brasil. Holmes cogió el periódico y lo leyó con avidez, traduciéndoselo sobre la marcha al doctor Watson.

– Ya veo que no me quedan detalles que contarle -observó Pimenta, mohíno.

– Pero a mí sí -dijo Sherlock, al terminar la lectura.

– ¿Y qué quiere decirnos con eso?

– Pues que ayer me vi las caras con el asesino.

El comisario se quedó boquiabierto:

– ¿Dónde?, ¿cómo?

– En la Biblioteca Nacional. Por desgracia sólo pude verle de lejos.

– Por favor, señor Holmes, cuéntenoslo todo -le pidió Júlio Augusto.

Sherlock Holmes relató minuciosamente el episodio de la noche anterior, aunque omitiendo la razón por la que no pudo rematar la persecución. Alegó que, al llegar a la ventana, el monstruo ya había desaparecido por las calles de la ciudad.

– Lo que siento de veras es que esa chica no me esperase. Era verdaderamente bonita, una mestiza muy blanca, con grandes ojos verdes, caderas anchas y senos holgados -suspiró, embebecido, el detective.

Al marqués le hizo gracia el éxtasis del inglés:

– No es usted el primero, ni será, de seguro, el último extranjero, señor Holmes, que se prenda de nuestras mulatas. Al contrario, le puedo asegurar que muchos son los prohombres de su tierra que han renunciado a todo por una mulata -y recitó-: «Morenas de rasgos finos y grandes ojos centelleantes, pero velados por una encantadora expresión de melancolía, pelo negro como ala de cuervo, la gracia cautivadora de la sílfide y el andar sensual de la corza…».

Pimenta, pensando que la conversación derivaba, volvió al tema que le urgía:

– Hay una cosa que el periódico no dice, y es que varias personas que viven cerca de los lugares donde murieron las muchachas han dicho a la policía que habían oído a alguien tocar el violín por las calles.

– Bueno, si el sujeto ese sigue arrancando cuerdas a su violín, la cuestión se solucionará enseguida -intervino Julio Augusto.

– ¡Pues claro! -exclamó de pronto Holmes, golpeando la mesa y despertando a Watson, que dormitaba.

El comisario no pareció entender:

– ¿Cómo dice?

– ¿Pero es que no se da cuenta, hombre?, el violín tiene cuatro cuerdas: G, D, A, E -explicó, nombrando las notas con letras, según el sistema en uso entre los ingleses-, de modo que, salta a la vista, si ya ha arrancado dos cuerdas, todavía le quedan otras dos.

– O sea, que el asesino tiene intención, sin ninguna razón, de matar a otras dos chicas, ¿no es eso?

– Y tanto que es eso, comisario, y «sin ninguna razón», exacto, porque ese hombre ha perdido la razón. Es posible que en algún rincón enfermo de su mente consiga encontrar pretextos para su furia sanguinaria. Bueno, espero que nosotros dos, trabajando juntos, consigamos impedirlo -respondió Holmes.

– Eso es lo que esperamos todos -remató el marqués de Salles.

Sherlock se volvió hacia Watson y le tradujo al inglés lo que se había dicho. El médico se quedó impresionado:

– ¡Pero qué horror! ¿Y ese hombre mata a las mujeres así, sin motivo?

– Justo, Watson. En toda mi carrera jamás vi nada semejante. Privar brutalmente de la vida a esas jóvenes, y siempre de la misma forma brutal, y sin ningún objeto. El hombre ese es un demente y le gusta matar en serie, es lo que yo llamaría un serial killer. Sí, exactamente, serial killer-definió Holmes, contento de haber acuñado una expresión nueva.

Después de repetir varias veces su neologismo, Holmes se volvió a Júlio Augusto y le preguntó:

– How would you say serial killer in Portuguese?

– ¿Asesino serial? -arriesgó el marqués, aunque la traducción era, a todas luces, pésima.

– Bueno, se traduzca como se traduzca, lo importante es detenerle -remató Mello Pimenta.

Holmes encendió su pipa. Una idea comenzaba a germinar en su cabeza:

– ¿No se les ha ocurrido pensar que nuestro asesino es la misma persona que robó el violín a la baronesa?

Pimenta se maldijo por no haberlo pensado primero. Tenía sentido. Más aún, en todo aquel demencial asunto, esto era lo único que tenía sentido. Aquel insensato que mataba a las muchachas era el mismo que había robado el violín. Pimenta no sabía hasta qué punto podría ser útil esta conclusión, pero, de cualquier forma, saltaba a la vista que el inglés tenía razón. Ambas cosas habían comenzado al mismo tiempo. Lo único que no se entendía era por qué el loco dejaba las cuerdas entre el pelo del pubis de sus víctimas. «¿Cómo que por qué?», se dijo de pronto, «¡pues porque está loco!, ¡por eso!». Mil ideas cruzaban su cerebro. ¿Se trataría acaso de un músico profesional? ¡Con la de sociedades musicales que había en la ciudad!, ¿por dónde empezar? Lo más urgente era ver si había algún violinista con antecedentes policiales. Sherlock Holmes interrumpió sus pensamientos:

– Comisario, hay una cosa que sigue preocupándome más que ninguna otra.

– ¿Cuál es?

– ¿Dónde podría volver a ver a esa mulata? -dijo entonces Sherlock, con la mirada triste de los enamorados.

Загрузка...