22

Él está solo en la capilla, al otro lado del ataúd abierto de su madre. Irónicamente, después de largos años de imaginarse enfermedades inexistentes, la vieja loca ha sucumbido en pocos días a la fiebre devastadora de la viruela. El, por su parte, no siente ni dolor ni pena. Una sensación de libertad le invade el alma al observar el cadáver devastado. Tenían razón los esclavos negros de la finca de su padre, cuando en noches de magia negra, y siendo él todavía niño, le llamaban, asustados, Oluparun. Como decir el ángel de la exterminación, que también es un destructor. Él es uno de los siete ángeles que guardan los siete cálices del Apocalipsis. Él es la mortaja de la Gran Prostituta. La Gran Prostituta, llegada para contaminar a los reyes de la tierra, y, de esta forma, pervertir al necio emperador de los trópicos. Basta. Los habitantes de la tierra ya no se embriagarán más con el vino de su concupiscencia. Él sabe que Oluparun debe segar a la mujer llena de nombres de blasfemia, a la mujer siempre adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y en cuyas manos impuras está el cáliz de las execraciones y las inmundicias de su propio libertinaje. Ha llegado la hora de abatir a la Gran Prostituta de esta agreste Babilonia. A la mujer que despertó en él la bestia de la lujuria. Ahora él es Oluparun, y la Bestia y el Angel se funden en un solo ser. Él es la bestia que se embriagará con la sangre de la madre de todas las putas y de todas las abominaciones de la tierra. El ansia el instante de dejarle escrito en la frente un nombre: MISTERIO. La Bestia odia a la Prostituta, y jará desolada y desnuda, y le comerá las carnes y la consumirá en el fuego, porque el Angel le ha puesto en la mente ejecutar los designios de Oluparun. Sólo entonces dejará de ser la Bestia. El Angel amará a la Bestia que era y ya no es.

Aquella noche fresca de mediados de julio, la baronesa de Avaré, Maria Luisa Catarina de Albuquerque, termina de leer Splendeurs et miséres des courtisanes, de Balzac, cómodamente sentada en el gabinete íntimo de su palacete de Cosme Velho. Como no espera ninguna visita, no lleva más que un peignoir de seda sobre el fino camisón de organdí. De vez en cuando toma un marrón glacé de Cailtau o un sorbito de champán. La brisa le pasa la página del libro. Esto a Maria Luisa le extraña, pues tiene la seguridad de haber cerrado los batientes del balcón, a sus espaldas. Vuelve la cabeza sin levantarse, y le ve allí, en pie, en la terraza. Le riñe, sorprendida.

– ¿Tú?, ¡qué susto me diste!, ¿pero, hombre, dónde se ha visto esto?, ¡aparecer así, a estas horas, y sin avisar!

Él no dice nada. Avanza despacio por la sala en dirección a Maria Luisa. La baronesa no sabe qué decir al verle avanzar, sombrío y taciturno. Se le ocurre que a veces la pérdida de un ser querido puede provocar curiosas reacciones en la gente.

– Me han dicho que murió tu madre. Quedé consternada. Sé cuánto la querías.

El no responde. Ella se levanta y comienza a retroceder de forma imperceptible. Él sigue acercándose, paso a paso, las manos cruzadas a la espalda. La baronesa se da cuenta de que hay algo insólito en este comportamiento. Trata de bromear:

– ¡Vaya, hombre!, ¿no sabes que causa mala impresión visitar a una viuda joven a estas horas de la madrugada?

El descruza lentamente las manos, mostrando el violín con una sola cuerda. Pasa el arco sobre el instrumento, prolongando el sonido triste y monocorde. Maria Luisa reconoce su Stradivarius y, súbitamente, lo comprende todo. Corre a la puerta en busca de socorro:

– ¡Mukumbe!, ¡Mukumbe!

Abre las puertas de la salita y su grito se congela en el aire: sobre el balaústre de la escalera que conduce al zaguán hay una bandeja de plata con la cabeza de Mukumbe, cuyos ojos sin vida parecen mirarla fijamente, pidiendo indulgencia.

Él la coge por los pelos y tira de ella hacia el gabinete. Lleva el puñal largo en la mano. Maria Luisa se debate, lucha por la vida, pero sus tentativas son inútiles ante fuerza tan descomunal. Suplica, agarrada a sus piernas:

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Pero un golpe seco de la daga, entrándole por la boca y penetrándole en el cerebro, acalla sus súplicas.

Él se arrodilla, lívido, a su lado, le rasga el pecho con la hoja, le arranca el corazón aún caliente y devora el órgano sanguinolento. Gime de gozo y los pantalones se le empapan en semen durante tan macabro festín.

Maria Luisa Catarina de Albuquerque yace muerta a los pies de Miguel Solera de Lara.

Este sigue jadeante junto al cuerpo profanado. Le corta cachazudamente las orejas y, sin olvidar el detalle indecoroso, entierra la última cuerda que le quedaba al violín, que es la de re, entre la crespa pelambre púbica.

Aún falta todavía un detalle a la tétrica ceremonia. Se moja los dedos en la sangre que brota de la boca abierta de par en par y escribe en la cabeza la palabra MISTERIO. Luego, levantándose y saltando desde la terraza, desaparece en la noche protectora.

¡Pobre baronesa de Avaré, alegre cortesana de Palacio! Su mayor pecado fue despertar inocentemente la lascivia enfermiza del Oluparun.

Para Pimenta y Holmes, que estaban tomando café sentados a una mesa del bar del Hotel Albión, no cabía la menor duda: desde el principio mismo de los crímenes, el asesino había tenido a la baronesa en su punto de mira. Y se había arriesgado mucho al ejecutar a su víctima en la casa de ésta, como demostraba palmariamente el baño de sangre que había dejado allí. Además de a Mukumbe, había tenido que asesinar con gran destreza y celeridad a tres esclavos y a dos muchachas a fin de coger a Maria Luisa por sorpresa. Y sólo ella le había merecido tan enigmática inscripción.

– ¿Tiene usted la menor idea de lo que pueda querer decir, señor Holmes?

– Si no me engaño, es una alusión al Apocalipsis de San Juan, donde hay un pasaje en el que este profeta describe a la «Gran Prostituta» con la palabra «misterio» en la frente.

– Pues la verdad es que siento mucho que el loco ese juzgase tan mal a la baronesa -dijo Mello Pimenta, haciendo girar lentamente la cucharilla en la tacita.

Los dos estaban profundamente deprimidos. Habían pasado la mañana entera registrando con gran detalle el palacio de la baronesa, pero sin encontrar nada que les pudiese ayudar en sus investigaciones. Pimenta recogió la cuerda de violín con una incómoda sensación de alivio. Algo le decía, quizás equivocadamente, que ahora, por lo menos, se cerraría el ciclo de los horrendos crímenes del maldito instrumento. Acompañó a Sherlock Holmes al hotel al comienzo de la tarde, pero ninguno de los dos quiso comer nada tras el espantoso espectáculo que ofrecía ahora la bella mansión de la baronesa.

Estaban en silencio, tomando sorbitos de café, cuando Inojozas entró en el bar con aspecto agitado. Su cabello, habitualmente peinado con mucho esmero, estaba ahora muy revuelto, y ni siquiera se había cuidado de darse cera en las guías del bigote:

– ¡Señor Holmes, ha pasado algo terrible! ¡Ni siquiera sé cómo decírselo!

– ¿Pues qué es?

– ¡En todos los años que llevo en este hotel no he visto nunca nada parecido!

– ¡Vamos, hombre, dígamelo de una vez!

– ¡Alguien lo ha revuelto todo en su apartamento!

– ¿Cómo dice?

– La camarera acaba de avisarme. Cuando fue a limpiarlo, encontró la ventana forzada.

Sherlock Holmes y Mello Pimenta, con Inojozas a la cabeza, se dirigieron apresuradamente a la escalera, cuyos escalones subieron de dos en dos, lanzándose luego hacia el apartamento. Una de las doncellas del hotel les aguardaba, lívida y temblorosa, a la entrada. Holmes abrió rápidamente la puerta y entró. A primera vista todo parecía en el más perfecto orden, excepto las ventanas dobles, que estaban forzadas, y cuyos batientes colgaban ahora de sus goznes. De repente se oyó la voz sombría de Mello Pimenta, que señalaba la cama:

– Mire usted, señor Holmes.

Sobre las almohadas estaba el Canto del Cisne, el violín Stradivarius robado dos meses antes de la casa de la difunta baronesa de Avaré. Sin ninguna cuerda, el instrumento parecía obscenamente desnudo. Junto al arco había una nota, escrita con letra muy perfilada. Constaba de una sola palabra inglesa: goodbye.

Por mucho que se devanaba los sesos, Sherlock Holmes no conseguía encontrar ninguna razón para seguir en Río de Janeiro.

Era evidente que se había adaptado muy bien al ritmo indolente de la ciudad. Se acostaba y se levantaba tarde y no pasaba un día sin llenarse la pipa con una buena carga de cannabis. Había renunciado a la cocaína para apuntarse a la nueva hierba. Tampoco prescindía del aguardiente de melaza, aunque fuese, como es natural, con hielo, azúcar y limón.

Además el doctor Watson insistía constantemente en que los dos volviesen cuanto antes a Baker Street, de modo que, entre unas cosas y otras, un día después del trágico suceso Sherlock Holmes apareció en compañía de Watson en el palacio imperial de Boa Vista con el Stradivarius bajo el brazo. Se sentaron a esperar a Su Majestad en una salita de visitas.

Don Pedro II acudió enseguida a recibirles. Visiblemente abatido, el monarca parecía ahora más viejo que en sus retratos. Se dirigió a sus visitantes en inglés, con voz grave y triste:

– Señor Holmes, doctor Watson, lamento de verdad que su visita al Brasil haya tenido lugar en condiciones tan nefastas. Me habría gustado invitarles a Petrópolis, para que pasásemos allí unos días tomando el aire, pero apremiantes asuntos de estado me retienen por ahora en palacio.

– Vuestra Majestad es muy amable, pero también nosotros tenemos necesidad de salir en el primer barco. Hemos venido para dar las gracias a Vuestra Majestad por su generosa hospitalidad, y también para devolverle el Canto del Cisne, que, por fin, ha reaparecido, si bien en funestas circunstancias -dijo Holmes, tendiendo el instrumento al emperador.

Este apartó de sí el violín con un delicado ademán:

– Perdone, señor Holmes. El Canto del Cisne me traería dolorosos recuerdos de mi dulce amiga. Sólo con mirarlo ya el corazón se me rompe -explicó el emperador, secándose disimuladamente con la mano algo que Sherlock Holmes se dijo que sería una lágrima.

– Comprendo, Majestad. ¿Qué debo hacer con él? Al fin y al cabo, es un Stradivarius.

– Usted sabe muy bien que oficialmente este violín no existe. A todos los efectos, el Canto del Cisne es propiedad dejo- sé White, que acaba de salir de gira por Europa. Por tanto, le pido que se quede usted con él.

Sherlock Holmes se sintió confuso ante tal obsequio:

– Pero, Majestad, no sé, la verdad, si puedo aceptar un regalo tan valioso, incluso con tanta sangre como lleva encima.

El emperador insistió:

– Claro que puede, hombre, claro que puede, será nuestro secreto, un recuerdo de su paso por el trópico.

En vista de que Sherlock Holmes seguía vacilando, don Pedro añadió:

– Mire, señor Holmes, César, cuando volvía a Roma vencedor de sus batallas y le aclamaba la multitud, entusiasmada, al paso del desfile de sus triunfos, rindiéndole los honores debidos a un dios, solía llevar a su lado a un esclavo que le susurraba al oído: «Eres calvo, viejo y barrigudo…». Así quería él recordar que, pese a todo, no había dejado de ser humano. La humildad es la madre de todas las virtudes. Conserve usted el Canto del Cisne como un trofeo del escabroso caso que no supo resolver.

Holmes, emocionado, volvió a coger el violín:

– Le quedo muy agradecido, Majestad. Pero, verá, hay una cosa que sigue intrigándome. Son las pistas que el asesino persistió en ir dejando. El mismo aludió a ellas en la carta que nos mandó, pero no consigo comprender su significado.

– No se atormente, señor Holmes. Probablemente, eso de cortar las orejas a sus víctimas y dejar las cuerdas del violín donde las dejó no eran más que lucubraciones retorcidas y sin sentido de una mente perturbada -filosofó, resignado, don Pedro II.

– Es posible. El único consuelo que nos queda es saber que los asesinatos del «violinista loco» han llegado a su fin.

– ¿Podemos tener esa certeza? -preguntó el emperador.

– Yo creo que sí. Al violín se le acabaron las cuerdas, y nos lo ha devuelto, de modo que doy por supuesto que la saña de ese monstruo está saciada -concluyó Holmes, melancólico.

El monarca trató de animarle:

– ¡Vaya, hombre! ¡He aquí otra brillante deducción, señor Holmes! ¡La verdad, no sé cómo se las arregla!

Antes de que Sherlock pudiese replicar nada, Watson, que hasta entonces no había abierto la boca, se adelantó. Se dirigió a don Pedro con un desdén y una audaz confianza que dejaron estupefactos tanto al emperador como al detective:

– Elemental, mi querido Pedro…

Загрузка...