19

Por aquel año de 1886, el Paseo Público era muy distinto del de más de un siglo antes, cuando su inauguración.

Entonces había en los alrededores del Convento de Ajuda una laguna que contaminaba la ciudad. El virrey, Luiz de Vasconcellos, ordenó que se cubriese de tierra, acabando así con tan pernicioso foco de infección. No quedó contento y decidió transformar en jardín el terreno antes inútil y pestilente. Así es como se creó el Paseo Público.

Esos jardines se transformaron enseguida en el punto preferido de reunión de los cariocas, que iban allí a esparcirse y a disfrutar de la suave brisa, del dulce aroma de las arboledas y del gorjeo de las aves.

De noche, en los bancos de piedra que había bajo los árboles se oía el gemido de las vihuelas al son cadencioso de alguna voz que modulaba endechas de amor:


Todos los cantos que sé

el viento se los llevó.

Sólo uno de mi bien

en mi corazón se hincó…

Me voy, bien mío, me voy.

No, no es verdad, no me voy.

Mientras siga aquí mi pecho,

no se va mi corazón…


Frente al portal había una calle que el pueblo llamaba de Bellas Noches, pues por ella pasaban los enamorados en las noches en que lucía la luna. Al cabo de algunos años ese nombre tan poético se cambió por el de Las Marrecas, debido a la fuente pública que se instaló en ella.

Cercando el paseo a lo largo de toda su extensión, un muro terminaba en una gran terraza que daba al mar. Los portones de hierro de la entrada estaban adornados con un gran medallón de bronce dorado que ostentaba en una de sus caras las armas de Portugal y, en la otra, las efigies de doña Maria I y don Pedro III. Sobre los retratos se leía en relieve: Maria I et Petro III – Brasiliae Regibus 1783.

El paseo, que se dividía en diez avenidas flanqueadas de árboles, iba a dar por un extremo a un lago situado en el centro mismo del jardín, terminado en cascadas en cuyas piedras y arbustos se posaban garzas de bronce de goteantes picos. En el centro de las cascadas se levantaba un cocotero de hierro pintado al natural en cuya base se veían dos yacarés entrelazados manando agua por la boca con un murmullo suave y canoro. Detrás de la fuente había una estatuilla de un niño con una tortuguita en la mano que vertía agua en un barril de piedra. El niño estaba desnudo y llevaba una faja en la que se leía: «Soy útil hasta cuando juego». Era la Fuente de los Amores.

Por los caminos, adornados con jarrones y bustos de mármol, que iban desde las puertas hasta la inmensa terraza que daba al océano, se veían mesas y bancos de piedra bajo emparrados y jazmines de la India.

Todavía existía, a la derecha, el antiguo café, de arquitectura griega, junto a la tribuna de la música donde solía tocar una banda alemana. Los estudiantes bohemios habían dado a ese café el apodo, muy pornográfico, de Culo de Madre, pero cuando había señores lo abreviaban en CDM, o bien lo llamaban Casa de la Moneda.

Para el año 86 ya el Paseo había sufrido grandes modificaciones. La lluvia acabó echando a perder el cocotero de las cascadas. A pesar de todo, el tiempo no fue el único que se encargó de destrozar las obras del Paseo, pues también, por desidia o descuido, los sucesores del virrey fueron dejando de conservar aquellos ornamentos fruto de tanto esfuerzo y tanta buena voluntad. Acabaron por desaparecer los pájaros que adornaban las cascadas y, cuando el reyjoào VI, huyendo de las guerras napoleónicas, trasladó Portugal al Brasil, las farolas ornamentales se quitaron de allí para iluminar su palacio. Como decían los periódicos, «la incuria de la administración pública es causa de la degradante muerte de las instalaciones públicas con más rapidez que los estragos causados por los años y la intemperie».

El jardín, así y todo, seguía siendo bello. Ahora, su espacio de cinco mil cuarenta brazas, iluminado con gas, ofrecía una moderna perspectiva. Ya no era la antigua regularidad de los macizos floridos, pues la simetría calculada del viejo jardinero había dado lugar a líneas curvas y graciosas, en elegante y, al tiempo, displicente imitación de la naturaleza. En lugar de muros, había verjas, a través de las cuales se veían macizos de grama de diversas extensiones, cubiertos todos de flores. Sobre el césped se alternaban arbustos solitarios con grupitos de árboles semejantes a bosquecillos.

A poco de entrar, había un gran cartel junto a las garitas de los guardas, en el que se leían estos avisos:


SE PROHÍBE LA ENTRADA EN EL PASEO A LOS ANIMALES DAÑINOS DE CUALQUIER NATURALEZA QUE SEA,

A LOS BORRACHOS YA LOS LOCOS, A LOS QUE VAYAN DESCALZOS O INDECENTEMENTE VESTIDOS O ARMADOS, ASÍ COMO TAMBIÉN A LOS ESCLAVOS, AUNQUE VISTAN CON DECENCIA, EXCEPTO EN EL CASO DE QUE SE TRATE DE AMAS DE CRÍA O DE AYAS QUE ACOMPAÑEN A NIÑOS.


TAMBIÉN SE PROHÍBE EL ACCESO AL PASEO A LOS MENORES DE DIEZ AÑOS QUE NO VAYAN ACOMPAÑADOS DE ALGUIEN QUE LES IMPIDA CAUSAR DESPERFECTOS

O IR POR SITIOS QUE PUDIERAN SER PELIGROSOS PARA SU CORTA EDAD.


POR LO QUE AL PÚBLICO SE REFIERE, SE LE ADVIERTE QUE SE ABSTENGA DE HURTOS, ASÍ COMO DE CUALQUIER ACTO QUE PUEDA PERJUDICAR A LAS PLANTAS YA LOS ORNAMENTOS DE ESTE JARDÍN.


Por este lugar paradisíaco se paseaban Sherlock Holmes y Anna Candelária. La luna llena destacaba en un cielo abarrotado de estrellas. Los dos se volvían a ver, por fin, después de varios intentos fallidos. Aprovechando un día en que Anna libraba en el teatro, Holmes la había invitado a comer en la Maison Dorée, en la plazuela de la Carioca, ofreciéndose luego a llevarla a su casa. Como ella vivía en la calle de las Marrecas, al llegar a la puerta Anna le propuso dar una vuelta juntos por el paseo en vista de la buena noche que hacía. Sherlock estaba ebrio, radiante como un adolescente. Había descubierto una emoción distinta, pues él y Anna paseaban con las manos juntas, y esto era para él una experiencia realmente única. Por primera vez en toda su vida adulta, sentía un largo contacto con una mujer. La palma suave y cálida de la muchacha le infundía una sensación casi febril. Ya no era el Sherlock Holmes de antes, sino una especie de prolongación de Anna Candelária, como si aquellas manos entrelazadas fuesen algo más que el contacto fortuito de dos extremidades. Quería seguir así para siempre, fundido con ella. Le sentaba bien olvidarse, aunque sólo fuese por breves instantes, del violín, de las cuerdas, de las crines, de las orejas cortadas. La muchacha le hablaba suave, dulcemente, de las maravillas del Paseo Público.

– Desde la ventana de mi cuarto se ve todo el parque. A veces, los domingos, me paso horas mirando a la gente que viene a pasar el día aquí. Es interesante observar sin ser observada. Hay familias que traen cestas con la merienda, otras pasan todo el tiempo enfadándose como niños pequeños, pero, desde que te conozco, lo que más me gusta es oír las canciones sentimentales de los vihuelistas.

Anna se puso a cantar muy bajo, sin apartar los ojos de Holmes:


Un día podrás cansarte

de este amor mío inocente,

más pídote que no acoja

tu corazón a otra gente.

¿Qué haré con mis añoranzas

si ese momento llegara?

Para ese triste momento

guardo yo todas mis lágrimas…


Holmes, intimidado, no sabía qué decir. Sus conocimientos románticos se reducían a una visita a la tumba de Keats, en Roma, y a una representación de Romeo y Julieta organizada en el colegio universitario de Christ Church, en Oxford, en la que hizo el papel de Mercucio. El de Julieta lo hacía un chico gordo y pecoso. De no haber sido por la influencia del cannabis nunca habría osado pronunciar una frase amorosa. La verdad era que le faltaba experiencia de intimidad con el sexo débil. ¿Y cómo habría podido aprender a conversar con mujeres si no tenía hermanas, y, desde sus días de colegio interno hasta que fue a estudiar al de Caius, en Cambridge, sólo había tenido en torno a sí compañía masculina? El contacto femenino más intenso que recordaba había sido con su institutriz, la señora Hudson. Menos mal que Holmes era hombre de múltiples recursos. Podía no entender de lirismos, pero era experto en botánica. Cuando Anna Candelária terminó de cantar, Holmes le murmuró tiernamente al oído, señalando el paisaje:

– Mucha gente piensa que estos jardines asimétricos se inventaron en Inglaterra…

– ¿Cómo dices, querido?

Sherlock carraspeó e insistió, con más ternura si cabe:

– No, que decía yo que hay mucha gente que piensa que estos jardines asimétricos son un invento inglés…

– ¿Y…?

– Que no es verdad, amor mío. Se comenzaron a hacer en

China, en el reinado de Long-Teching, y de allí los ingleses los llevaron a Europa. La gente que no entiende de esto afirma que esos jardines son un invento inglés, pasión de mi vida…

– Ya… -dijo Anna Candelária, llevando, intrigada, al detective hacia un banco de piedra que había a la sombra de un lozano jequitibá.

– Y después, amor mío, fue el arquitecto William Kent quien creó el primer jardín de paisaje en Europa, como éste mismo, y lo hizo en Stowe House. A pesar de su aspecto desordenado, la mezcla de plantas es científica, queridísima Anna… Las formas irregulares indujeron al escritor Horace Walpole a afirmar que, para Kent, «toda la naturaleza era un jardín». ¿Verdad que es bonito, amada mía? -concluyó Sherlock, galante, como quien acaba de recitar un poema de amor.

Atónita primero, risueña después, Anna Candelária le rebatió:

– ¿Sabes lo que es bonito? ¡Pues que estoy loca por darte un beso! -exclamó la muchacha, poniendo rápidamente sus labios sobre los de Holmes.

El inglés respondió a esto con un ardor insospechado. Ni él mismo sabía que su interior guardase tanto deseo. Comenzó a acariciarle el seno con una mano por encima de la blusa, tratando al tiempo de abrirse camino con la otra bajo las largas faldas de la bella muchacha. De pronto, con una osadía insólita en él en tales casos, se sorprendió a sí mismo preguntando, jadeante, a Anna:

– ¡Amor mío!, ¿por qué no vamos a tu casa?

– Bien querría yo, pero es que mi cuarto es alquilado, y la encargada es severísima -le explicó Anna Candelária, casi sin aliento.

– ¿Vamos a mi hotel? -insistió Sherlock, besándola, echado sobre ella en el banco.

– ¡Está muy lejos…! ¡deja!, ¡deja! -susurraba Anna, apretando cada vez más al inglés contra su cuerpo.

Sherlock, alucinado, le acariciaba los muslos calientes y húmedos bajo el pesado vestido. La mano nerviosa de la muchacha recorría al tiempo el sexo del detective. Incluso en plena pasión, la mente analítica de éste no podía menos de reflexionar sobre tan increíble fenómeno: que su miembro pudiese alcanzar tales proporciones y endurecerse de tal forma. Mordisqueaba los labios carnosos de Anna, que le contestaba explorando su boca con la lengua. Los dos habían perdido toda noción de tiempo o espacio. Ya ni siquiera sabían dónde estaban. Les daba igual que aquello fuese el Paseo Público, pues el instinto exacerbado de los dos amantes transformaba el vasto jardín en una alcoba. Trataban de rasgarse la ropa para sentir mejor el ardor de sus cuerpos, y ya estaban a punto de llegar al clímax de sus sensaciones sobre aquel lecho de piedra cuando los interrumpió bruscamente la voz de un agente del cuerpo de guardias urbanos: -¡Policía!, ¡dense ustedes presos!

Los dos se recompusieron de la mejor manera posible. Anna Candelária estaba asustada, pero Holmes recuperó enseguida su flema habitual:

– Cálmese, agente. Le garantizo que no estábamos haciendo nada reprobable. Estábamos charlando -afirmó, mientras se volvía a meter los faldones de la camisa bajo los pantalones y trataba de abrocharse disimuladamente la bragueta.

El guardia tenía el genio vivo, a pesar de ser tan bajito: -¡Ustedes, los portugueses, son de lo que no hay! ¿Sabe usted lo que le digo? ¡Pues que hay que respetar la ley! ¡Esto, por si acaso no se había dado cuenta, ya no es una colonia! -le gritó, engañado por el acento de Holmes.

– Se equivoca, amigo, soy inglés, y me llamo Sherlock Holmes. -A mí me tiene sin cuidado lo que sea usted. Lo único que sé es que les he cogido en flagrante delito de atentar contra la moral y las buenas costumbres. ¡Esto, ciudadano, es el Paseo Público, entérese, y no la casa de la Bernarda! -dictaminó el guardia. Holmes, que no conocía la expresión, replicó, impasible: -Esta señorita se llama Anna, no Bernarda, y hágame usted el favor de no meter en este asunto a la tal Bernarda.

– ¡Se acabó la charla! ¡Al calabozo todo el mundo!

– Todo el mundo, no. Esta señorita no tiene nada que ver con lo que ha ocurrido aquí. Si ha ocurrido algo censurable, ella no fue más que la víctima de un insensato arrebato mío -confesó Sherlock, situándose, protectoramente, delante de Anna Candelária. El guardia pensó protestar, pero estaba solo y Holmes era más fuerte que él y parecía decidido a todo, de modo que optó por una solución intermedia:

– Bueno, de acuerdo, pero le advierto que, llegado el caso, a lo mejor ella tiene que declarar también.

El detective se despidió de Anna, todavía temblorosa, con un auténtico handshake británico. La muchacha se dirigió rápidamente hacia su casa, antes de que el polizonte cambiase de idea. Sherlock, entonces, se volvió al guardia:

– Bueno, ¿qué?, ¿vamos?

El guardia le cogió del brazo y salieron en dirección a la comisaría. La diferencia de altura entre ambos era tal que, de no ser por el garboso uniforme del cuerpo de guardias urbanos, habría resultado difícil dilucidar quién había detenido a quién.

Sherlock Holmes había estado a punto de perder su inefable virginidad bajo la copa de un frondoso jequitibá del idílico Paseo Público de Río de Janeiro.

El capitán Pina Couto, del quinto distrito del Cuerpo Militar de Policía de la Corte, estaba de pésimo humor. Y sus motivos tenía. Primero, le fastidiaban sobremanera los incidentes durante su turno nocturno; segundo, no toleraba la fama que empezaba a tener el nombre de Mello Pimenta. Y la mayor parte de la culpa de esa fama la tenía precisamente el inglés alto y lleno de aplomo que estaba ahora ante sus ojos. El guardia que le trajo a la comisaría le había explicado haría cosa de una hora las razones de la detención de Sherlock Holmes, pero Pina Couto sabía muy bien que, por mucho que le hubiera gustado hacerlo, no iba a poder empapelar al detenido. A fin de cuentas, Holmes era un invitado personal del emperador, y estaba tratando de descubrir al causante de los repulsivos crímenes del «cazador de orejas», como ya le llamaban los periódicos. Muy en contra de su voluntad, Pina Couto se dijo que no iba a poder procesar a Sherlock Holmes por atentado contra la moral y las buenas costumbres. Además, en cuanto el comisario Mello Pimenta se enterase de lo ocurrido, se encargaría de liberar a su «socio» de cualquier inconveniente.

Así y todo, Pina Couto resolvió dar una lección al detective. Antes de que Pimenta pudiese intervenir, le metería en la celda grande hasta el amanecer, junto con otros veteranos del calabozo, la escoria del hampa. No estaba bien lo que iba a hacer, de acuerdo, pero, así y todo, tampoco era cosa de tolerar, sin más, que un extranjero convirtiese los jardines públicos de la capital en auténticos refugios de sátiros.

– Lo que ha hecho usted, señor Holmes, es grave, muy grave. No acabo de comprender por qué razón lo hizo, habrían podido parar un cupé y dar la vuelta al parque -dijo el capitán, refiriéndose a los elegantes coches de alquiler decorados con espejos, seda damasquinada y apliques de plata, verdaderas camas ambulantes, que se anunciaban a diario en los periódicos.

– Ya le dije que no tengo nada que explicar. Haga el favor de llamar al comisario Mello Pimenta.

– A estas horas no tengo modo de dar con él. Lo siento muchísimo, pero no le va a quedar a usted más remedio que pasar la noche en chirona.

– Preposterous! -exclamó Sherlock Holmes, incapaz de dar con la palabra portuguesa equivalente.

– Yo no sé lo que pasa en su país de usted, pero aquí la ley es la misma para todos.

– Le garantizo que se va a arrepentir de esta desvergüenza.

– Perdone, señor Holmes, pero yo diría que la falta de vergüenza fue la de usted…

Pina Couto llamó a los guardias y les ordenó que acompañasen al detective a la cárcel, que estaba bastante apartada. En el cubículo al que le llevaron había cinco gigantescos facinerosos, impacientes por depararle el amable recibimiento de que solían ser objeto los presos novatos. Sherlock se puso tenso al ver aquellas caras al otro lado de la reja:

– ¡Exijo, por lo menos, una celda para mí solo!

– El capitán dijo que tenía que ser aquí -le informó uno de los guardias.

Los presos prorrumpieron en gritos de lo más grosero.

– ¡Ay, qué niño más bonito! ¿Es que no te gustamos?

– ¡Hale, ven, hombre, ya verás lo simpáticos que somos…!

Reían y le hacían ademanes grotescos. Sherlock trató de desasirse de los policías, pero enseguida llegó otro en ayuda de sus compañeros. Siguieron arrastrando al detective, que pataleaba, exigiendo que le soltasen. Cuanto más se aproximaban a la reja, tanto más gritaban los presos, con un estruendo realmente infernal:

– ¡Sí, sí, muy bien, queremos a este bellezo para nosotros solitos!

Justo cuando el carcelero iba a abrir la puerta de hierro, una orden le paró en seco:

– ¡Suelten a ese hombre!

Era el comisario Mello Pimenta, que llegaba a toda prisa por el pasillo en compañía del capitán Pina Couto.

– ¿Todo bien, señor Holmes?

Holmes apartó de sí a los guardias, que aún seguían sujetándole los brazos, y se dirigió hacia él:

– ¡Benditos los ojos, comisario! ¿Cómo supo dónde estaba yo?

– Fue la señorita Anna Candelária, que consiguió dar conmigo por medio de la comisaría. Enseguida me di cuenta de que sólo podía estar usted en el cuarto, el quinto o el sexto distrito, y tuve la suerte de pasar por aquí primero. Bueno, todos hemos tenido suerte, yo, usted y, sobre todo, este idiota de Pina Couto. No quiero pensar lo que habría hecho de haberle pasado a usted algo -dijo Pimenta, mirando ferozmente al capitán.

– Perdón, comisario. No ha sido más que un malentendido. Cuando llegó usted yo ya estaba disponiéndome para poner en libertad al señor Holmes -se disculpó, descaradamente, Pina Couto.

Mello Pimenta no se molestó en contestarle. Dio media vuelta en compañía de Sherlock y los dos se dirigieron a la salida, mientras los presos, en la celda, se lamentaban, jocosos:

– ¡Anda, vuelve, guapura!

– ¡Ay, qué lástima!

– ¡Vaya, qué pena!

– ¡Y pensar que nos íbamos a echar una novieta portuguesa…!

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