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Acerca más la lámpara al libro de anatomía que está leyendo. Se titula Précis d’anatomie et de dissection, y su autor es H. Beaunis. Le interesan sobre todo los capítulos dedicados a la disección. En el caso de la primera mujer, no había tenido necesidad de poseer conocimientos más profundos. Le bastó con las clases de esgrima y manejo del puñal recibidas desde su infancia en la academia del barón de Franc- ken. La garganta de la pequeña prostituta se abrió como el pescuezo de las cabras negras que él mutilaba con la misma daga, y de un solo golpe, siendo todavía niño, en los ritos mágicos en los que solía participar secretamente con la complicidad de los negros del cafetal de su padre. Los esclavos le llamaban Oluparum. Pero él es un hombre creativo y no quiere repetir el mismo golpe. Por eso, en la madrugada sofocante y húmeda de su cuarto, que es casi celda, lee con avidez, perdiendo el aliento de la emoción que le produce la lectura: «Antes de escoger una zona, es indispensable un conocimiento perfecto… Escójanse preferentemente cuerpos jóvenes, bien jóvenes y vigorosos. Realícese la incisión en la piel y córtense en tiras las capas cutáneas, separando el tejido muscular que recubre el músculo. Cortar… couper profondément… El francés es una lengua curiosa: profondément, profond dément. El prefiere el portugués: profundamente, profunda mente, mente profunda. Aleja de sí estos pensamientos que lo distraen, continuando su tétrica lectura. Quiere estar preparado.


JORNAL DO COMMERCIO

EDITORIAL


¡Ya han pasado casi treinta años desde la muerte de Augusto Comte!,

¡y cuánto se echa de menos a este deslumbrante pensador! ¡Pariente intelectual de Hobbes, Comte considera como término o remate de toda doctrina el conocimiento de las leyes que rigen los fenómenos! Ver para prever, buscar lo que es para deducir lo que será: he aquí el objeto de todas sus indagaciones.

¡Genio incomparable del pensamiento universal, prueba de que el estado definitivo del espíritu humano es el estado positivo! La razón, pero no basada en principios apriorísticos, sino en datos experimentales. ¡Es indudable que este gran pensador, este Aristóteles moderno, principal exponente de la filosofía positivista, seguirá siendo recordado, a pesar de que está muerto, como el más grande inmortal de nuestro siglo!


CHOQUE DE VEHÍCULOS


Ayer, en la calle de la Aduana, el tílburi número 104 sufrió un tremendo choque contra otro vehículo que quedó medio destrozado. Es necesario acabar con este abuso de dejar la conducción de vehículos veloces en manos de individuos imprudentes y ¡ sin la experiencia debida. El peligro j no está solamente en la poca edad del conductor. Las consecuencias son las mismas cuando el conductor no sabe dominar a su animal en calles de tráfico muy nutrido.


SECCIÓN CIENTÍFICA


Ya ha terminado el Congreso antropológico de Roma, que tuvo por objeto redimir al hombre del vicio y el crimen. Los diversos especialistas que participaron en tan ilustre congreso llegaron a la conclusión de que el criminal es, ante todo, un atrasado mental y puede ser subdividido en cinco clases distintas: criminal nato, criminal enajenado, criminal por | ataque, criminal por impulso o pasión, y criminal por costumbre.


ANUNCIOS CLASIFICADOS


SE VENDEN: tres esclavos excelentes, a saber: un negrito de diez y siete años de edad, buen tipo, otro de treinta y cinco años, habilísimo, diestro en trabajos de labranza; y una criollita de diez y nueve años, de bonita estampa.

COCHE Y ESCLAVO: se vende una victoria en muy buen estado, con arreos, y se compra un esclavo de edad mediana, sano y robusto y sin ningún defecto, para todo servicio.

MUCHA ATENCIÓN: se vende elegante y bonita negra para servicio doméstico, muy modesta y prudente y de muy buenas cualidades, de 18 años de edad, con buena salud y magnífica dentadura, sabe almidonar, coser y cortar. El motivo de su venta no desagradará al comprador.


AVISO DE LA POLICÍA


Sigue sin haber noticias del pavoroso crimen ocurrido esta semana en una calleja de la calle del Regente. El horripilante delito espantó a toda la ciudad de Río de Janeiro. A pesar de ser la víctima una moza de vida airada, fue tal la violencia del asesinato que hasta a las señoras de nuestra buena sociedad las ha consternado el triste fin de la infeliz. El comisario Mello Pimenta, encargado del caso, realiza minuciosas investigaciones sirviéndose de todos los recursos de que dispone la moderna criminología, y promete solucionar en breve tan horrendo homicidio.


ECOS DE SOCIEDAD POR MÚCIO PRADO


Anteayer tuve el placer de cenar con la extraordinaria Sarah Bernhardt. Mujer de radiante belleza y talento, la Bernhardt demuestra tener también inteligencia e ingenio ágil, a la altura de cualquier hombre. Estaban presentes en la cena, además de lo más granado de la intelectualidad de nuestro periodismo, algunos jóvenes de las mejores familias, como el sportsman Albertinho Fazelli, el gallardo librero Miguel Solera de Lara y el estudioso marqués de Salles. Agraciaba también la mesa el conocido sastre Salomáo Calif, que, a pesar de su origen oriental, viste con la pericia de su tijera a las figuras más elegantes de Occidente. El generoso anfitrión, Aurélio Vidal, propietario del Gran Hotel, donde se hospeda la Divina, estaba rodeado de amigos suyos.

En el menú, digno de cualquier mesa noble europea, había melons au porto, un turbot Cambacérés, jambón de Prague en croúte-sauce Madére, poularde Néva, ensalada, quesos y sorbetes. Se escanciaron con la cena un Burdeos blanco del 65 y un Borgoña tinto del 75, añadas ambas excelentes. Y champán, naturalmente. Así y todo, la piéce de résistance de tan opíparo festín corrió por cuenta de la homenajeada, que reveló discretamente a este emborronador de cuartillas que nuestro amadísimo monarca, don Pedro II, anda preocupado por causa del robo de un violín perteneciente a Maria Luisa Catarina de Albuquerque, baronesa de Avaré. Háganse cargo mis queridos lectores: se trata, nada menos, que de un Stradivarius.

Siguiendo los consejos de la misma Sarah Bernhardt, nuestro perspicaz emperador va a invitar a un detective inglés, Sherlock Holmes (¿o será Holmes?) a venir al Brasil para que desentrañe el misterio de la desaparición del caro y codiciado instrumento. Sabíamos del famoso Stradivarius del virtuoso White, pero nadie sospechaba la existencia de dos rarezas tan preciadas en tierras brasileñas.

¿Quién habrá ofrecido tan regio presente a la bella baronesa?


La emperatriz Teresa Cristina María de Borbón estaba furiosa. Iba de un lado a otro del saloncillo íntimo que separaba ambos aposentos imperiales y tenía doblado en la mano el diario donde se publicaban los Ecos de sociedad de Múcio Prado. Sus ojos, habitualmente serenos, centelleaban contra el emperador:

– Bueno, vamos a ver, señor marido mío, ¿cuál es el motivo de esta faena? ¿Convertirme en el hazmerreír de la corte, más todavía de lo que ya soy?

La emperatriz iba vestida, como siempre, en discretos tonos cenicientos, aunque, en aquel momento, sus agitadas faldas daban a don Pedro la impresión de estar ante la capa roja de un torero. La famosa barba del emperador, que le hacía parecer más viejo que su propio padre, temblaba de zozobra. Optó por una excusa de lo más endeble:

– Puedo garantizar que tiene que tratarse de algún malentendido. Jamás…

– ¿Malentendido? -cortó, furibunda, la emperatriz-, ¿qué clase de malentendido? ¿Es que no estoy ya harta de oír chismes y comentarios sobre tus relaciones con esa desvergonzada?

Don Pedro- pensó en recurrir a algún piropo: decir, por ejemplo, que, en tales momentos de ira, la emperatriz se volvía más bella aún que de costumbre, a pesar de no ser la belleza la dote más notable de su esposa. La ira, además, le acentuaba la cojera. Su andar claudicante era causa de chistes populares, siempre que se la veía pasar en coche. «¡Ahí va la coja en su caja!», decía, riendo a todo reír, el populacho. Malas lenguas afirmaban que, cuando el joven soberano vio por primera vez a su prometida desembarcar en el muelle de Río, hubo de disimular las lágrimas que le arrasaban el rostro. «Sí que lloró, y no precisamente de emoción…», comentaban los malintencionados.

– ¿De modo que tienes la desfachatez de regalar a esa mujer un violín codiciado en el mundo entero?, ¡vamos, una joya en forma de violín?

– ¡Pero qué absurdo! La verdad es que no sé dónde pudo el chico ese enterarse de tal noticia.

– Pues de la misma fuente donde vuecencia la dejó caer. ¡De labios de una… de una… actriz! -escupió, más que dijo, Teresa Cristina.

– Perdón, querida mía. No entiendo qué motivo hay para dar tono tan peyorativo a esa palabra. Estuve en su estreno por razón de Estado. Y madame Sarah Bernhardt ha sido recibida en todas las cortes de Europa. Dicen hasta que ha sido amante de… -el emperador se interrumpió, sin completar su indiscreción; no era aquél el momento más apropiado para hablar de chismes de alcoba.

La emperatriz echaba espumarajos de rabia:

– Y, encima, el caballero tiene la osadía de invitar a un detective inglés para que haga las investigaciones de rigor, ¿es que acaso quieres acabar de desmoralizar a nuestra policía?

Dándose cuenta de que, cuando no se tiene ningún argumento válido, la mejor defensa es el ataque, don Pedro se hizo el ofendido, cayendo en el tic nervioso que le aquejaba en tales ocasiones:

– Sí, ya sé, ya sé… Bueno, está visto que no quieres atenerte a razones, señora mía. En tal caso lo único que me queda es pedir la venia para retirarme. Joaquim Nabuco me espera en el Instituto Histórico y Geográfico -dijo, majestuosa, su Majestad, y, dirigiéndose, solemne, a la puerta, salió de allí con toda la dignidad de un ejército en franca retirada.

La doncella negra volvió a llenar las copas de refresco de maracuyá.

– ¿Un poco más de tarta de fubáí -inquirió la baronesa de Avaré.

– No, muchas gracias, señora baronesa, refresco sólo -respondió muy, muy fino, Miguel Solera de Lara.

Delgado, alto, vestido con sobriedad y elegancia, Miguel tenía todo el aspecto de un hidalgo español. Ejercía su profesión mucho más por amor a los libros que por necesidad, pues era de familia acomodada. Hijo devoto, vivía con su madre, pobre enferma imaginaria que no hacía más que quejarse de quiméricas dolencias en un caserón colonial del barrio de Botafogo; decían las malas lenguas que el chico era hijo bastardo del marqués de Paraná, pero esta acusación no pasaba de ser una hablilla sin fundamento. El librero había ido a la casa de la calle de Cosme Velho a entregar los pedidos llegados en el último barco. Su librería era la mejor de la ciudad, y Miguel era muy mirado y atendía personalmente a sus clientes más importantes. La baronesa formaba parte de esa clientela selecta. Vivía la mayor parte del tiempo en Petrópolis, pero le encantaba su casa de Río, a pesar de la humedad y de los insectos. Maria Luisa Catarina de Albuquerque, baronesa de Avaré, estaba deslumbrante aquella tarde. Joven viuda del barón de Avaré, y con sólo veintiséis años encima, Maria Luisa había estudiado en Inglaterra, adonde la enviaron en cuanto salió del colegio de monjas, y tenía una excelente formación musical y literaria. Precisamente había conocido a su marido en el barco que la llevó de regreso al Brasil.

El barón de Avaré, con treinta años más que su mujer, había muerto en un trágico accidente de caza, a orillas del río Pi- raí. Persiguiendo a un carpincho, se le disparó la escopeta en el pie; la bala le atravesó el dedo gordo, y no habría tenido mayores consecuencias, pero su cirujano particular se empeñó en amputarle el dedo herido, operación que le costó la vida, porque le causó gangrena.

Y ahora, después de riguroso luto de casi 18 meses, la baronesa insistía en no vestir más que de colores alegres. El vestido que llevaba en esta ocasión era verde claro, muy ceñido, de modo que le resaltase la fina cintura y el torso perfecto. El verde, además, realzaba sus cabellos rubios y sus ojos azules. Miguel y la baronesa estaban en la biblioteca, y sobre la mesa se veían varios paquetes abiertos de libros bien encuadernados, doré sur tranche, encargados por Luisa. Con sus dedos largos y finos, la baronesa hojeaba la Histoire de la Révolution Française, en cuatro tomos, de Adolphe Thiers, edición de 1851 de Furne et Cié., Libraires-éditeurs:

– Curiosa lectura para una baronesa… -bromeó el librero.

– No, querido Miguel, es buena cosa saber lo que ocurre cuando la aristocracia echa en olvido a su pueblo. Además, sabrá usted que yo soy noble por mi marido. Como mucha gente de la corte nunca se olvida de mencionar, soy hija de un carnicero.

– Yo diría más bien de un acomodado propietario de tiendas de carne -corrigió, diplomático, Solera de Lara, y sonrió, mostrando su dentadura impecable; su sonrisa, inexplicablemente, le acentuaba la calvicie precoz.

Maria Luisa cogió otro libro, de tapas amarillas:

– Vaya, hombre, por fin llegó mi Balzac. Qué título más sugerente, ¿no le parece, Miguel? -dijo, con una pícara sonrisa, mostrándole Splendeurs et miséres des courtisanes, editado por Mignot con fecha de 1872-, ¿estará condenado a ser mi libro de cabecera?

Antes de que el joven librero tuviese tiempo de contestar, se oyó en el portal de la casa ruido de un coche que llegaba. Por el alboroto de los criados, era evidente que se trataba del emperador.

Solera pretextó un compromiso urgente y se retiró por la puerta del fondo. No quería apurar al monarca.

Don Pedro entró en la biblioteca deprimido aún por su conversación con la emperatriz. Maria Luisa le hizo una reverencia exagerada. Al emperador le fastidiaban mucho tales bromas.

– Sí, bueno, hale…, acércate, Maria Luisa, que no estoy para bromas. ¿Lees la prensa?

– Claro que la leo, y encontré divertidísima la caricatura que te hizo Agostini en la Ilustrada. Sólo la barba me pareció un poco larga.

– No, si no me refiero a eso, me refiero a la nota que publicó ayer Múcio Prado sobre el robo del violín.

– ¿El violín? Bueno, para mí eso es agua pasada. Ya estuve bastante fastidiada por causa del robo. Pero, en fin, aunque te roben los anillos, siempre te quedan los dedos…

A don Pedro le sorprendía siempre la facilidad con que cambiaba de humor la baronesa. El Stradivarius no había sido para ella más que un juguete. Un juguete caro, sin duda, pero juguete al fin. Además, es fácil pensar sólo en los dedos cuando los anillos son de regalo.

– De todas formas, pienso que será divertido recibir en la corte a un detective inglés. La semana pasada, sin ir más allá, asistí en el Instituto a una nueva representación de Los dos o El inglés maquinista, de Martins Pena, y me divertí mucho con la imitación que hacía de los ingleses el popularísimo Brandáo. Me reí como una loca viéndole calarse el sombrero hasta las orejas y abrir los ojos de par en par -dijo Maria Luisa, cortando un trozo más de tarta.

– Es una pena que te tomes este asunto tan a la ligera. La emperatriz está furiosa. Sin contar con que ahora ya todo el mundo sabe que el violín te lo regalé yo.

– ¿Y cómo lo saben?

– ¿A quién si no a mí se le ocurriría hacer una locura así?

– Amigo mío, me parece que te tomas las cosas demasiado a la tremenda. Después de todo, yo podría perfectamente haber comprado un Stradivarius con el dinero que me dejó mi marido. ¿No has oído nunca una coplilla que corre por la corte?; dice así: «Maria Luisa, baronesa,/es joven y bien dotada./Es viudita, con certeza,/rica y bella y deseada».

Se le acercó de pronto, plato en mano:

– ¿Qué?, ¿un poco de tarta de fubá?, está recién hecha.

Por segunda vez en el mismo día, don Pedro dio media vuelta y salió sin despedirse. Era impresionante la dignidad que sabía dar a tan difícil momento, sobre todo teniendo en cuenta lo muchísimo que le gustaba la tarta de fubá.

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