12

Rodrigo Modesto Tavares se había ganado el título de vizconde de Ibituacu de manera muy poco convencional. Hombre muy rico, y ya entrado en años, era un personaje habitual en palacio, donde el soberano le trataba con muchos miramientos. Una mañana de abril, haría ya cinco años, don Pedro fue a inaugurar un trecho más de su querido ferrocarril. Iban con él varios dignatarios, ministros, senadores, consejeros, mariscales y, por supuesto, también Rodrigo Modesto Tavares, que insistía siempre en participar en tales ceremonias al lado del emperador. Su Majestad Imperial estaba radiante de uniforme de gala. La banda, con toda la pompa del caso, interpretaba marchas militares. La multitud se apretujaba para ver a don Pedro II. El sol resplandeciente y el azul sereno de un cielo sin nubes añadían solemnidad al acto. En el estrado, abarrotado de personalidades, el monarca se preparaba para dar inicio a la ceremonia inaugural, cuando, de pronto, ocurrió algo totalmente inesperado. Después de los aplausos que siguieron al himno nacional, don Pedro, inadvertidamente, se tiró un sonoro pedo. Las autoridades no sabían qué hacer ante tan inoportuno incidente, y, justo en ese momento, intervino Rodrigo, diciendo con la apremiante solicitud del adulón, y con voz bien alta y clara:

– Mil perdones, Majestad. Fui yo. Me ocurre de vez en cuando porque sufro de meteorismo.

Y así se achacó dignamente el ruidoso flato imperial.

Ministros, senadores y mariscales envidiaron la presencia de ánimo de Rodrigo Modesto. Y todos se riñeron a sí mismos para sus adentros, diciéndose: «Pero ¡diablos!, ¿cómo es que no se me ocurrió esa idea?». El monarca, agradecido, concedió al amigo que le había salvado de tal humillación el título de vizconde con grandeza; y, para que el título del recién ennoblecido justificase plenamente el acontecimiento, se le hizo vizconde de Ibituaçu, palabra que significa en tupí guaraní «viento grande».

El palacete del vizconde, en la calle de los Naranjos, era una de las residencias más suntuosas de la ciudad. Construido en medio de un bosque y cercado por cocoteros y paineiras, se levantaba en la parte más elevada del terreno, destacándose así en medio de la lujuriante vegetación. Toda la sociedad de Río se desvivía por ser invitada a las fiestas que daba en su residencia Rodrigo Modesto Tavares, vizconde de Ibituaçu, aunque éste, personalmente, prefería rodearse de artistas, bohemios e intelectuales. Y ésa era justo la gente que le rodeaba aquella noche en la cena que daba en honor de Sherlock Holmes y Sarah Bernhardt. Apareció allí toda la canalla, desde Bilac hasta Paula Nei, que era el más divertido de todos. El vizconde había invitado también a la baronesa de Avaré y a algunas muchachas bonitas y elegantes, para equilibrar, aunque sólo fuese en parte, la superioridad numérica masculina de su recepción. A Sarah Bernhardt la acompañaba su hijo Maurice, pero Sherlock Holmes había aparecido solo, pues el doctor Watson se quedó en el hotel so pretexto de tener que poner al día su correspondencia atrasada. En realidad le repelían los saraos que duraban hasta las tantas de la madrugada. Paula Nei, siempre irreverente, dijo al ver al detective sin su compañía habitual:

– ¡Vaya, hombre, Cosme sin Damián! ¡Y yo que pensaba que adónde iba la cuerda iba también siempre el cubo!

Después de la cena pasaron todos a un salón que el vizconde, en tono de broma, llamaba sala de cristales, debido a la enorme araña vienesa que lo iluminaba. Hablaban en francés, lengua que todos, hasta Sherlock Holmes, dominaban. Allí los aguardaba una agradable sorpresa: sentado al piano, como piéce de resistance musical de la velada, estaba Ernesto Nazareth.

Nazareth, joven pianista y compositor que no tenía más de veintitrés años, se ganaba la vida dando clases particulares y tocando el piano en las fiestas. Ya había publicado algunas de sus obras, y ciertas polcas suyas, como La fuente del suspiro, Decidme: ¿cuajó el impuesto? y Tus ojos me cautivan, eran muy populares. En aquel momento, Ernesto Nazareth interpretaba su obra más reciente: el vals Dora, compuesto en honor de Teodora Amália de Meireles, con quien iba a casarse dentro de pocos días. Ernesto, con la frondosa cabellera cayéndole en torno a la cabeza, se parecía a Chopin, de quien, por otra parte, era profundo admirador. En cuanto el músico hubo terminado, Rodrigo Modesto le pidió que tocase otra polca suya que era muy popular: El colibrí. En las composiciones del joven pianista lo que más impresionaba era la nota de melancolía que impregnaba incluso sus maxixes más alegres.

El vizconde de Ibituaçu se sentía feliz. Aquella velada era una réussite sin precedentes, incluso para su nivel. En honor a Sherlock Holmes, Miguel Solera de Lara había logrado vencer su habitual timidez y recitado magistralmente ciertos pasajes de The triumph of life de Shelley, su poeta preferido. Todos lo estaban pasando en grande. Bilac se acercó a Sarah Bernhardt acompañado por Guimaráes Passos.

– Madame, si me lo permite, me gustaría presentarle al joven poeta de quien le hablé en la comida del Grand Hotel, Olavo Bilac.

– Encantado, madame -dijo el poeta.

– Su amigo me hizo grandes elogios de usted. Puede ser que algún día le sirva también de musa inspiradora.

– Su sugerencia llega demasiado tarde, madame, ya tuve yo la osadía de componerle un soneto. Se titula «Fedora», y quiero publicarlo en la revista A Semana -respondió Bilac.

La actriz, encantada, pidió a Olavo que se lo recitase, y éste, sin hacerse de rogar, dijo las estrofas en primoroso francés; terminaba así:


Tu sais tous les secrets des abimes du caeur,

Oh, toi, qui sais mèler, pour montrer ta douleur,

les cris d’une lionne aux sanglots d’une femme!


Todos los invitados aplaudieron entusiasmados, y Sarah, emocionada, besó en la cabeza al joven bardo. Bilac no cabía en sí de contento. El marqués de Salles, que siempre guardaba alguna sorpresa para estas ocasiones, se ofreció a declamar algo.

– ¿Pero algo de quién? -le preguntó Artur Azevedo, que no dejaba a su «Divina» ni a sol ni a sombra.

– Tú no lo conoces. Es un autor todavía anónimo, nacido en el Uruguay, pero compatriota de madame, porque era hijo del cónsul francés. Se llamaba Isidore Ducasse. Estudiamos juntos en la Ecole polytechnique, en París, a fines de los años sesenta. Escribió un poema largo con el pseudónimo de Conde de Lautréamont.

– Pues ni idea. El único Lautréamont que conozco es un personaje del folletín de Eugéne Sue -dijo Miguel, cuya memoria era un verdadero archivo literario.

Salles prosiguió:

– La obra acabó publicándose, aunque, por desgracia, el editor no llego a distribuirla por las librerías, tenía miedo a que le llevasen a los tribunales -dijo el marqués, a quien gustaba mucho crear tensiones insólitas.

Para entonces ya era palpable la curiosidad de los presentes. Todos querían saber más detalles sobre tan enigmático escritor. Solera de Lara. como librero que era, mostraba más interés que los otros:

– ¿Y cómo se titula el libro?

– Los Cantos de Maldoror. Por suerte, tengo un volumen dedicado por el autor, que me lo dio personalmente. Cosa rara, amigo Miguel, muy rara… -le tentó el marqués.

– No aguanto más tanto misterio. Deme el placer de recitarnos de una vez algún pasaje de ese poema maldito -pidió Sarah Bernhardt.

– Pensándolo mejor, madame, no sé, la verdad, si debo. Los versos de mi amigo podrían escandalizar los oídos sensibles de las señoras.

Las mujeres protestaron con vehemencia. Chiquinha Gonzaga se erigió en portavoz de todas ellas:

– Venga, marqués, que estamos en el siglo XIX. El escritor ese amigo suyo no va a descubrirnos nada, se puede figurar -dijo desdeñosa.

– Muy bien, ya que insisten tanto, ahí va un fragmento de lo que Maldoror aconseja en el primer canto -dijo el marqués de Salles, yendo al centro de la sala y comenzando a recitar con su aterciopelada voz de barítono:


Déjense crecer las uñas durante quince días.

¡Oh, cuán dulce es arrancar brutalmente de su lecho a una criatura sin asomo aún de bozo en el labio y con los ojos muy abiertos, fingir pasarle, suave, la mano sobre el rostro, echando hacia atrás sus largos cabellos!

Y luego, súbito, cuando menos lo espera, clavarle las uñas en el tierno pecho.

Cuidado, empero, de que aún no muera, pues, si muriese, no veríamos luego en él signos de sufrimiento.

Y después es preciso beberle la sangre lamiéndole bien las heridas, y, en ese tiempo, que debiera durar cuanto dura la eternidad, la criatura llora.

Nada tan sabroso como su sangre, extraída así, caliente todavía, excepto sus lágrimas, amargas como la sal…

– Me parece -interrumpió Miguel Solera de Lara- que ya hemos oído bastante.

Una sensación de desasosiego cundía por la sala. Las jóvenes invitadas del vizconde se daban aire con sus abanicos iluminados.

– Ahora comprendo que el editor no se atreviese a distribuir esa porquería -dijo, irritado, el vizconde de Ibituacu.

– Pues yo bien que se lo advertí -dijo el marqués de Salles, sin que se borrase de sus labios la sonrisa de satisfacción por haber conseguido suscitar en torno a sí un ambiente tan tenso.

Sarah Bernhardt, sirviéndose otro vaso de champán, defendió al poeta:

– Pues la verdad es que a mí me ha parecido excelente. Mucho me gustaría que me prestase usted el libro, marqués.

– Con mucho gusto, madame. Me satisface que mi amigo Isidore haya encontrado tan importante defensora.

Sherlock Holmes rompió el encanto, preguntando cándidamente:

– ¿Importa que fume en pipa?

– Mi querido mister Holmes, después de lo que nos acaba de recitar el marqués, puede usted fumar hasta opio sin chocar a nadie -le dijo Paula Nei.

Los invitados se relajaron, riendo mucho la observación del bohemio, y aliviando también, de paso, al vizconde.

Como solía ocurrir en aquellas reuniones, la fiesta, a partir de cierto momento, se dividió en dos grupos: los hombres por un lado y las mujeres por el otro. Excepción hecha de Chiquinha Gonzaga, la baronesa de Avaré y Sarah Bernhardt, que prefirieron unirse a los señores, y Maurice Bernhardt y el marqués de Salles, que, como era de esperar, optaron por la compañía de las damas. Maurice, como el marqués de Salles, era un mujeriego incorregible, y ya había tenido complicaciones por causa de su excesivo temperamento. Estaba en el vestíbulo del hotel, galanteando a las muchachas que pasaban, cuando un chico que acompañaba a una de ellas se irritó y le dio un par de violentos empellones. Tuvo que intervenir el gerente para que el incidente no trajese consecuencias. En la fiesta del vizconde, junto al marqués, Maurice, olvidado ya aquel tropiezo, conversaba con las invitadas jóvenes, que le hacían mil preguntas sobre París, y también sobre su madre:

– ¿Es verdad que su madre tiene un león en casa?

– ¿Es Pigalle de veras como dicen?

Maurice respondía, unas veces mintiendo, otras diciendo la verdad, pero siempre con la complicidad activa del marqués.

En la gran biblioteca, entre puros habanos y coñacs franceses, Sherlock Holmes, después de narrar su semiencuentro con el «asesino serial», como traducía el marqués su neologismo, satisfacía también la curiosidad de los invitados. Aluísio Azevedo quiso confirmar el rumor que ya cundía por la ciudad:

– Dígame, ¿es cierto que el ladrón del violín y el asesino loco son la misma persona?

– Yo pienso que sí. Si tenemos en cuenta las cuerdas del violín que se han encontrado, sería mucha coincidencia que ambas cosas ocurriesen al mismo tiempo, cada una por su lado; yo, la verdad, no creo mucho en las coincidencias -sentenció el detective, exhalando una fuerte bocanada de tabaco.

– ¿Y por qué deja ese hombre las cuerdas junto a sus víctimas y les arranca las orejas? -preguntó, intrigado, Olavo Bilac.

Chiquinha Gonzaga, encendiendo un discreto cigarrillo, se adelantó:

– Pero si es elemental, querido Olavo. Ese hombre deja pistas a propósito, a modo de reto. Es probable que tenga el deseo inconsciente de que le cojan.

Holmes se asombró del sagaz raciocinio de la compositora.

También él había llegado hacía tiempo a la misma conclusión:

– Enhorabuena, miss Gonzaga. Yo pienso exactamente como usted.

– ¿Pero por qué tenía que robar mi violín?.-preguntó la baronesa Maria Luisa, que seguía atentamente la conversación.

– Eso todavía no lo sé. Puede haber distintos motivos. Primero, por ejemplo, por tratarse de un Stradivarius, pues es evidente que el asesino lo que quiere es llamar la atención. O también podría ser que fuese el primer violín que vio a mano.

– ¿Y las orejas?, ¿qué me dice usted de las orejas?, ¿por qué persiste en tan siniestra colección? -preguntó Azevedo.

– Por afán de lucro, desde luego, no; ninguna de las víctimas llevaba pendientes -bromeó Alberto Fazelli, tan inoportuno como siempre.

– Las orejas son también una especie de mensaje. Un cruel mensaje del serial killer-afirmó Holmes con solemnidad.

Como ninguno de los presentes había oído hasta entones el neologismo, Artur Azevedo preguntó:

– ¿Serial Killer?, ¿qué quiere decir eso?

– Es la primera vez que me encuentro con un caso así, de modo que he tenido que inventar un término para designar al que mata a varias personas seguidas, y siempre de la misma manera, y sin motivo aparente. Lo cual, por cierto, además dificulta más aún su captura.

– Serial killer, «sirialquíler» -murmuró Paula Nei, brasileñizando la expresión.

Coelho Neto, que apenas se interesaba por las historias sensacionalistas, y cuyo principal pasatiempo consistía en observar a las personas para transformarlas en personajes de sus novelas, desvió la conversación a un tema más actual:

– Bueno, señor Holmes, ¿qué le va pareciendo nuestro Brasil?

– Es un lugar apasionante, realmente apasionante. Y me encantan las costumbres de esta tierra. La gente del pueblo es sumamente cordial. Y aquí me siento tan a gusto como si estuviese en casa. Ahora bien, hay algo que no acabo de entender -remató Sherlock Holmes, con aire perplejo.

– Pues, diga, diga, señor Holmes -intervino Coelho Neto.

– Los trajes. No comprendo por qué razón los hombres van siempre de negro, a la europea, en un país tropical.

El detective acababa de tocar una cuerda sensible. La costumbre de copiar los cuellos y los levitones de los climas fríos era motivo de horror, y hasta de chacota, entre los turistas; O Mequetrefe había criticado esa manía.

– Tendrá usted que perdonarnos, señor Holmes, pero la civilización tiene un precio. Il faut souffrir pour étre beau… -respondió la baronesa de Avaré.

– Pues, por lo que a mí respecta, siento mucho no haber traído ropa más ligera. Me gustaría dar con un sastre que me hiciese enseguida unos cuantos ternos claros.

– ¡Salomáo Calif! -gritaron al unísono todos los hombres allí presentes.

Guimaráes Passos explicó al detective:

– Es el mejor sastre de la ciudad, y muy amigo nuestro. En cuanto quiera, yo mismo le llevaré a verle -dictaminó Guimaráes.

– Pues le quedaré muy agradecido -dijo Holmes-. Otra cosa que me ha llamado mucho la atención es la belleza de las mujeres. La chica cuya vida salvé era verdaderamente impresionante. Sólo la vi un momento, pero tengo los ojos bien entrenados, y me di cuenta enseguida de que era una mestiza muy clara, con el pelo ligeramente ondulado, delgada, de cuerpo duro y grandes ojos verdes.

– Tiene gracia eso, querido Holmes -dijo entonces Sarah Bernhardt-, porque la otra noche asistí a una revista en la que trabajaba una joven mulata que es todo justo como dice usted. Hacía tiempo que no veía yo a una mujer tan bella.

– Bueno, en nuestra ciudad lo que menos escasea son precisamente las mulatas bonitas -afirmó Paula Nei.

Sherlock se mostró interesado:

– ¿Y qué teatro era?

– No recuerdo el nombre, pero está muy cerca del mío.

Como había varios teatros en la parte del Rossio, nadie sabía con seguridad cuál podía ser el que decía Sarah Bernhardt.

– Debe de ser el Santa Ana, donde dan ahora A mulher-homem. La música es de nuestra Chiquinha Gonzaga, que está aquí -sugirió Artur Azevedo, verdadero especialista en el género.

– Sí, justo, eso -recordó entonces Sarah-, Sólo la vi un momento, en escena, pero después cenamos todos juntos. Tengo entendido que su papel en la revista es poca cosa, pero me aseguraron que es chica de talento.

– La única mulata del reparto es Anna Candelária, una chica muy bonita que empieza ahora -informó Chiquinha Gonzaga, encendiendo otro cigarrillo.

Mientras Albertinho Fazelli trataba de convencer a Sherlock Holmes de que no se entusiasmase demasiado, pues él sabía por experiencia propia que eran muchas las mulatas que respondían a tan escueta descripción, entró en la biblioteca Maurice Bernhardt acompañado del marqués y de varias jóvenes que reían excitadas.

– Maman, he tenido una idea maravillosa. ¿Por qué no hacemos una sesión espiritista?

– ¿A estas horas, hijo mío?

– Es la mejor hora posible. La hora de los espíritus. Ya se lo he dicho a estas chicas, que, cuando estoy yo presente, siempre se agita el vaso.

A excepción de Sherlock Holmes, que no creía en lo sobrenatural y en aquel momento sólo pensaba en su mulata, a todos les gustó la idea. El vizconde de Ibituaçu despejó enseguida una mesa redonda y la llevó al centro de la sala. Los otros arrimaron sillas, mientras la baronesa de Avaré, que se había sentado a una escribanía, recortaba papelitos cuadrados con las letras del alfabeto.

– Quién sabe, a lo mejor se nos aparece un espíritu que nos diga dónde está mi violín -bromeó.

Paula Nei apuró su copa de champán y la puso boca abajo en el centro de la mesa, rodeada de los papeles de las letras. El vizconde ordenó a los criados apagar las luces, dejando encendido solamente un candelero junto a las estanterías. Bilac, el marqués, Paula Nei, Guimaráes Passos, Maurice y algunas de las chicas se sentaron en torno a la mesa, mientras los otros seguían en pie, formando un círculo alrededor de ellos. Los que estaban sentados pusieron un dedo sobre la copa volcada, y siguieron así durante varios minutos pensando en almas y en fantasmas, pero sin que ocurriese nada de particular.

– Hoy libran todos los espíritus… -sugirió Paula Nei.

– A lo mejor es que les molestó no haber recibido una invitación formal del vizconde -añadió Guimaráes Passos.

– Concéntrense. Nos tenemos que concentrar -dijo Maurice Bernhardt, por encima de las risitas sofocadas de las chicas.

– Lo que pasa es que todavía hay mucha luz. ¿Nos haría el favor de apagar el candelero, señor Holmes? -pidió Maurice.

Holmes, absorto en sus pensamientos, no oyó las palabras del joven, y hubo de ser Sarah misma quien apagase las velas. Ahora ya sólo un rayo de luna iluminaba la estancia, proyectando sombras sobre los invitados.

Un grito de terror de una de las chicas rompió de pronto el silencio que reinaba en la oscuridad. Y antes de que hubiese tiempo de encender las velas, se oyó el ruido de una sonora bofetada.

– ¡Alto ahí, señor sinvergüenza!, ¡meta usted mano a su señora madre! -exclamó, levantándose, la chica que estaba sentada al lado de Maurice.

Al encenderse de nuevo las luces, Maurice Bernhardt, violentísimo, se frotaba el rostro. El joven francés acababa de hacer otra de las suyas.

El comisario Mello Pimenta se sacó el pañuelo blanco de hilo y volvió a secarse el sudor de la cabeza. No era el calor lo que le hacía sudar tan copiosamente, sino la riña que estaba recibiendo de su jefe en aquel momento. Mello Pimenta se encontraba en la sede central de la policía de Río, sita en el número 36 de la calle de Lavradio, donde estaba también su comisaría. Una mosca zumbaba inoportunamente sobre su cabeza, y el jefe de la policía de Río, el magistrado del tribunal supremo Coelho Bastos, le hablaba secamente desde el otro lado de su enorme mesa de caoba, atusándose los bigotes y sin mirarle a los ojos:

– Ya se dará usted cuenta de que mi situación es bastante delicada. Y los periódicos todavía se acuerdan del robo de las joyas de la Corona.

Con estas palabras, Coelho Bastos se refería a la desaparición de las alhajas de la emperatriz Leopoldina, de la baronesa Fonseca da Costa y de la princesa Isabel, desaparecidas de Palacio hacía unos años, cuándo el jefe de la policía era Trigo de Loureiro. Después se supo en la corte que el ladrón había sido Manuel Paiva, hermano de don Pedro de Paiva, secretario privado del emperador para asuntos de alcoba, de modo que se prefirió silenciar la cosa, pero Bastos aún recordaba las ridículas caricaturas publicadas por O Mequetrefe sobre la policía.

– Como si no bastase con todo eso, me enteré por los periódicos de lo del robo del Stradivarius. Se diría que don Pedro ya no tiene confianza en su jefe de policía ni siquiera para resolver el robo de un violín, ¡de un violín! -dijo Coelho Bastos, pronunciando esta palabra desdeñosamente-, Y ahora, encima, aparece un asesino para complicar más las cosas.

– Un «sirialquíler» -le corrigió Mello Pimenta, usando la palabreja propagada por Paula Nei por la calle del Oidor.

– ¿Cómo dice usted? -preguntó el jefe de la policía.

– Un «sirialquíler». Es el nombre que dio Sherlock Holmes a este asesino, porque mata en serie -respondió Mello Pimenta, apartándose de un manotazo la mosca que acababa de posársele en la punta de la nariz.

– Bueno, ahí tiene usted: el tal Sherlock Holmes es otra prueba más de la falta de confianza de Su Majestad. No sé, la verdad, para qué hace falta aquí un detective inglés -se quejó Coelho Bastos, tratando de aplastar la misma mosca, posada ahora en su mesa, con su secante.

– Perdone usted, señor magistrado, pero pienso que, en este caso concreto, no nos va a quedar más remedio que contar con toda la ayuda posible. Gracias al inglés ya sabemos que el ladrón del violín y el asesino de las chicas son la misma persona.

– Bueno, ¿y qué más sabemos?

– Pues, la verdad, muy poco. Estuve en Palacio investigando a la pobre chica que murió en la fuente pública. Era huérfana, y la ayudaba su tío, y, según me dijeron, llevaba una vida muy recogida. Vivía solitaria, leyendo por los rincones novelas francesas de esas de amor y sociedad, vamos, el tipo normal de chica callada y recatada.

– ¿Y la otra, la de la calle del Regente?

– Justo lo contrario. Fui al burdel donde trabajaba y hablé con el encargado, un negro medio trastornado que cuida de la casa y para quien las chicas no tienen secretos. Me dijo que la asesinada apenas contaba dieciocho años, bebía mucho y se iba con quien fuese. No tenía clientes fijos.

– ¿Y nuestros confidentes habituales?

– De ésos no hay nada que esperar. Le digo, doctor Coelho Bastos, que no va a ser nada fácil descubrir a ese hombre, porque mata sin motivo -concluyó Mello Pimenta, espantando a la mosca que en aquel mismo instante trataba de metérsele por el oído.

– ¿Y eso?

– Es lo primero que aprendemos en la policía, doctor Bastos: que hay que averiguar el móvil del delito.

– ¡Y dale con el móvil! El móvil es que el tipo ese está mal de la cabeza, ése es el móvil -dijo Coelho Bastos, simplificando de golpe el problema.

– No es tan sencillo, señor magistrado, créame, descubrir el motivo que mueve a un demente -explicó Mello Pimenta, volviendo a pasarse el pañuelo por la cabeza.

El jefe de la policía se levantó, harto.

– ¡Pues vaya usted al manicomio, hable con los médicos, hable con los locos, llévese al inglés ese con usted, pero hágame el favor de coger de una vez a ese loco antes de que también yo pierda el juicio!

En medio de su irritación, Coelho Bastos había dado un buen consejo a Mello Pimenta. El comisario se dijo que no era mala idea hablar con algún alienista del Manicomio don Pedro II, el que estaba en la plaza Bermeja. Conocer de cerca las formas de actuar de los dementes, quién sabe si incluso charlar con alguno de ellos, saber cómo pensaban y se conducían. Y convenía hacerlo lo antes posible, porque no se podía dejar al monstruo aquel en libertad de seguir actuando a su albedrío. Dos mujeres habían muerto ya a sus manos, y todo parecía indicar que no tenía la menor intención de poner fin a su sanguinaria faena.

– ¿Alguna cosa más? -preguntó el magistrado Coelho Bastos, interrumpiendo los pensamientos del comisario.

Mello Pimenta, que conocía bien los arrebatos de ira de su jefe, se dio cuenta de que había llegado el momento de retirarse.

– Pues no, excelencia, nada más, buenas tardes.

El comisario se inclinó en señal de despedida y salió, cerrando la puerta y aplastando, de paso, y por pura casualidad, a la mosca que trataba de seguirle.

No cabía la menor duda: Salomáo Calif tenía la mejor clientela de Río de Janeiro. Había sastres incluso con más fama que él, como Luiz Maria de Mattos, con taller en la calle del Oidor, que hacía verdaderas maravillas con los uniformes del-emperador, o Adolpho Ornellas, de la calle de los Orfebres, o Texeira, de la del Cisne de Oro, o el mismo Braga, sastre talar que le hacía las sotanas a Su Eminencia don Pedro de Lacer- da, obispo de Río de Janeiro, pero lo cierto era que los elegantes de la ciudad sólo tenían fe en la tijera de Calif. Su sastrería estaba en la calle Uruguaya, junto a la barbería de Hippolyte Effantin.

Allí dirigieron sus pasos, después de almorzar, Holmes, Watson y Guimaráes Passos. Al pasar ante la puerta del salón de barbería de Hippolyte, Watson se detuvo:

– Holmes, mientras tú te ocupas de tus trajes yo podría cortarme el pelo y arreglarme la barba -dijo, observando los grandes espejos y las sillas estilo pompier que eran orgullo del barbero.

– Estupenda idea, Watson. Yo pienso dejarme crecer el pelo, pero es un estilo muy romántico que me parece que a ti no te va nada bien- replicó el detective.

Seguía ya con Guimaráes Passos, cuando Watson le llamó:

– Un momento, ya sabes que no hablo una palabra de este idioma. Hazme el favor de explicarle al barbero cómo quiero que me corte el pelo.

– Anda, Watson, que ya es hora de que aprendas algo. Basta con que entres y le digas: «la barba y el pelo» -le aconsejó Sherlock Holmes, alejándose a toda prisa para no dar tiempo a Watson de protestar.

Salomáo Calif los esperaba en su sastrería, sobre cuyos mostradores se amontonaban docenas de piezas de tela inglesa. Los recibió con los brazos abiertos.

– Señor Holmes, Guimaráes, bienvenidos -les saludó, efusivo, el árabe.

– Le dije al señor Holmes que usted es el mejor sastre de la ciudad. Ahora no me deje mal -le advirtió Guimaráes Passos.

– No le crea usted, señor Holmes, son exageraciones de amigo. ¿Qué tipo de tela le gustaría? Tengo aquí las mejores franelas y los mejores cachemires de su tierra. ¿Qué prefiere?

– Pues ni una cosa ni otra, Me gustaría que me hiciese usted cuatro ternos de lino blanco.

– ¿Lino? -se espantaron Guimaráes y el sastre.

– Pero si ninguna persona con un mínimo de categoría usa aquí el lino para trajes… -argüyó Calif.

– El lino es cosa del pueblo bajo -añadió Guimaráes Passos.

– Bueno, pues impondré yo la moda -afirmó, terco, el inglés.

– En fin, se los haremos de lino -dijo Salomáo, cogiendo el metro y acercándose a Holmes frente al espejo.

– Y blancos, no se le olvide. No acabo de comprender por qué la gente 110 lleva aquí ropa más ligera, más propia del calor de los trópicos.

– ¿Y de qué estilo, señor Holmes? ¿Tiene usted alguna preferencia?

– Bueno, nada especial. Hágame las chaquetas holgadas, con sitio para el revólver que llevo encima siempre que cruzó la frontera de Aldgate -dijo el inglés, aludiendo, sin más aclaraciones, al suburbio londinense de ese nombre-. Me gustan los bolsillos muy hondos, porque siempre llevo encima las cosas de fumar y la lupa.

Salomáo Calif se puso a tomarle las medidas, y, al arrodillarse para medirle la ingle, se quedó impresionado ante el bulto que le llenaba una de las perneras.

– Ya veo que está usted muy bien equipado, señor Holmes -comentó, con el tono lisonjero propio de los sastres.

– No diga tonterías, señor Salomáo, eso es mi pipa -le explicó Sherlock Holmes.

A Calif le molestó la risotada de Guimaráes Passos. Él sabía que la anécdota se contaría enseguida en el Café del Globo. Siguió midiendo al inglés de pies a cabeza, con minuciosidad y cuidado, mientras le preguntaba:

– Ya sé que estará usted cansado de hablar de este asunto, señor Sherlock, pero, a pesar de todo, no puedo menos de hacerle esta pregunta: ¿qué tal van sus investigaciones?, ¿hay alguna novedad sobre el «sirialquíler» ese?

– Pues, le diré, por el momento todo sigue igual, pero acabará cayendo, pierda usted cuidado -dijo Holmes, contento de ver que su neologismo circulaba ya por la ciudad.

– ¿Se sabe, por lo menos, qué tipo de arma usa el asesino? -insistió, ávido, el sastre.

Sherlock Holmes respondió, insinuante:

– Se sabe con absoluta certeza que es un instrumento cortante. Puede tratarse de una navaja, de una daga, de una bayoneta, de un puñal, de una faca, de unas tijeras incluso -añadió señalando las enormes hojas cruzadas que Salomao llevaba colgadas de una cinta-. Sí, podrían ser muy bien unas tijeras como éstas -remató, malicioso.

– No exagere, mister Sherlock, que a nuestro turco le da pena hasta cortar tela -bromeó Guimaràes Passos, en vista de la cara de susto que ponía el sastre.

Holmes sonrió:

– ¿No ve que estoy de broma con su amigo? De sobra sé que no es él el asesino, el asesino es mucho más alto, no olvide que le vi de lejos en la Biblioteca Nacional.

Después de tomarse un café con el sastre, Guimaràes Passos y Sherlock Holmes se despidieron de él. Salomao Calif estaba aún desazonado por la broma del detective.

– Bueno, adiós, señor Holmes. Le avisaré en cuanto los trajes de lino estén listos para la prueba.

– Ah, por poco se me olvida, me gustaría también que me hiciese un gorro como el que llevo puesto, y de la misma tela, ¿sería posible?

– ¡Pues no va a ser!, ¡por supuesto que sí!, yo mismo se lo encargaré al Chapéu Monstro, el mejor sombrerero de la ciudad.

Los dos amigos salieron de la sastrería y se dirigieron al salón de barbería de Hippolyte Effantin, donde Watson, sentado en una silla y con una toalla en torno al cuello, decía por centésima vez:

– La barba y el pelo.

Y el barbero, exhausto, repetía:

– Bueno, ¿pero quiere usted que se lo arregle o que se lo corte?

– La barba y el pelo.

– Sí, muy bien, pero ¿arreglarlo sólo o cortarlo?

– La barba y el pelo.

Estaba visto que tampoco esta vez conseguiría el buen doctor dejarse la pelambre a la moda del príncipe Danilo.

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