18

Sentado, con las piernas cruzadas, en el suelo encerado del cuarto, él se fortalece lacerando sus espaldas con un azote de siete gruesas tiras de cuero hecho con los cinturones que, cuando era niño, su padre usaba para castigarle. A pesar de los verdugones que le cruzan la piel, él no siente dolor. Incluso le da una sensación de placer el flagelarse las carnes de esa forma. El autoflagelo es necesario, pues se acerca el momento del encuentro final. A pesar de las orejas y de las cuerdas de violín, nadie ha podido descubrirle, y él ahora tiene la certidumbre de que nada impedirá el desenlace que tan ansiosamente espera. Acaba de estar junto a ella otra vez, en el Palacio de Cristal. La última mujer. La última y, al tiempo, la primera. La que desencadenó en él la necesidad primordial de extinguir la voluptuosidad que quema el interior de su cuerpo. Sonríe sólo de pensar en ella: tan poderosa y tan frágil, tan distante y tan cercana. Envuelta en la fama de la infamia. Rozó varias veces con las manos su indecoroso vestido sin que los presentes se diesen cuenta de que, cada vez que lo hacía, y a pesar de lo leve del roce, todo su organismo se estremecía de asco. Piensa en Sodoma y Gomorra. Piensa en los ángeles. No en los guardianes del alma y portadores de albricias, sino en los que el Señor envía a la tierra para ejecutar sus más terribles designios. Los mensajeros de la peste, los verdugos de Dios. También él desea chuparle el alma por la boca, como un ángel vengador. Lástima no haber podido aniquilarla en medio del salón, en medio de la chusma que se precipitaba en torno a ella.

Petrópolis, Putrípolis, Putrópolis. Digno túmulo para la más grande de todas las putas. El siente las rodillas abrírsele lentamente. Baja los ojos y ve que la sangre que su duro fustigar le ha hecho brotar en las espaldas forma ahora un viscoso charquito en el suelo y se escurre por el frío entarimado de tablas gastadas.

El Derby Club de San Cristóbal había sido inaugurado hacía ya casi un año, a pesar de lo cual el Prado Fluminense, del Jockey Club, en San Francisco Javier, seguía siendo el favorito de los aficionados a las apuestas.

Ni siquiera los perdedores más empedernidos se mostraban indiferentes a la belleza del lugar. El camino de ida a las carreras era una bellísima promenade-, se podía llegar al turf por varias rutas, y hasta en los tranvías de la Compañía Vila Isabel, pero los trayectos más pintorescos eran, sin duda, en el ferrocarril de Rio d’Ouro, bordeando la playa llamada Retiro Saudoso, o bien siguiendo en coche la calle de la Alegría hasta la plazuela de Benfica y cogiendo allí la calle del Jockey Club.

En sus caballerizas pastaban purasangres ingleses y franceses de Río de la Plata y de Sao Paulo que competían en casi sesenta carreras al año, moviendo más de quinientas mil apuestas anuales, cantidad considerable incluso para una ciudad de cuatrocientos mil habitantes como Río de Janeiro.

Era el día del Gran Premio, y el emperador estaría presente. Por primera vez, el Gran Premio del Jockey Club ofrecía cinco millones de reis al ganador, y un millón de reis al que llegase en segundo lugar. Los periódicos de la mañana anunciaban en primera página tan impresionantes cantidades.


¡DINERAMA!


Iº ¡5:000$000!

2º ¡1:000$000!


En los anuncios se leían las advertencias de costumbre:


SE PROHÍBE ENTRAR EN EL PRADO A LAS PERSONAS QUE VAYAN DESCALZAS


SE DARÁ MUERTE SIN MÁS AVISO A CUALQUIER PERRO QUE APAREZCA ALLÍ


LAS CARRERAS NO TERMINAN HASTA LAS SEIS, CON LA PUESTA DE SOL


Aquel luminoso atardecer de comienzos de julio, la sociedad fluminense se paseaba por la pelouse del club. Los señores, de levita y chistera gris, prismáticos en bandolera, leían atentamente la revista O Jockey, recién lanzada, en busca de inspiración. Tanto señoras como señoritas, con vastas faldas de cola enderezadas por las caderas postizas, y sombrerones de paja cargados de flores o plumas y lazos de cintas, se pavoneaban por el prado de grama. Iban en pequeños grupos, antes y después de las carreras, más preocupadas por el aspecto que por el pedigrí de los animales. Muchos amoríos, lícitos e ilícitos, comenzaban en esos paseos como coloquios de lo más inocente.

Los dueños de los acaballaderos vigilaban los ensillamientos, impartiendo instrucciones en voz baja a los jockeys de uniforme, como conspiradores, para no dar pistas valiosas a los apostadores advenedizos. A la altura de sus modelos europeos, el Jockey Club seguía las normas de los hipódromos ingleses: a best of heats. Machado de Assis solía decir que nuestras carreras no desmerecían nada de las de Epsom.

Entre los asistentes que se apretujaban ante la caseta de las apuestas se veía a Fernando Limeira, el Alazán. Limeira no apostaba, pero las carreras le daban excelentes oportunidades de aplicar uno de sus golpes más sencillos e ingeniosos. Antes de la carrera, se acercaba a uno de los apostadores y le susurraba al oído:

– Oiga, me he enterado, confidencialmente, por supuesto, de boca de uno de los encargados, de que el ganador va a ser el número tal… No quiero que me dé nada antes, pero en cuanto gane el animal que le digo, y es seguro que ganará, me da usted el treinta por ciento del beneficio.

Si los caballos inscritos eran cinco, Limeira repetía este cuento a cinco apostadores, dando a cada uno de ellos un nombre de caballo distinto, y al final de la carrera se acercaba al que había ganado y le cobraba su valiosa «pista».

En el Gran Premio iban a participar diez caballos. El Alazán ya había engatusado a nueve crédulos con sus «informaciones confidenciales». No faltaba más que el incauto número diez a quien comunicar el nombre del último caballo, pero estaba resultándole difícil, porque ya se lo había ofrecido a dos portugueses y a tres terratenientes del interior, y ninguno de ellos le había hecho ningún caso. Nueve de un total de diez eran una seguridad razonable de salir ganando de todas formas, pero a Fernando Limeira no le gustaba correr riesgos. Comenzó a sentirse desasosegado, necesitaba encontrar un «cliente» antes de que el juez, con su bandera de colores vivos, diese la señal de salida. Fue justo entonces cuando vio a Salomáo Calif, que iba con su familia. El árabe era apostador empedernido y usaba el pretexto de llevar a su gorda mujer y a sus hijos gemelos a pasear por el prado para apostar enormes sumas de dinero. El Alazán se acercó al sastre y le tiró del brazo:

– ¡Hombre, Salomáo, cuánto me alegro de verte!

– ¿Y por qué te alegras? Hoy no he dado con nada que sea digno de alegría -rezongó, malhumorado, Salomáo Calif, que todavía no había conseguido acertar un solo resultado.

– Pues me alegro porque tengo información de las caballerizas sobre esta carrera. Gana Scarlet Thunder, el número uno. Lo supe de boca de su propio entrenador -le dijo, muy en secreto, Limeira.

– ¡Qué va, hombre!, he seguido con mucha atención los pronósticos, y si alguno gana esta carrera ha de ser Panache, que es el número cuatro. Por éste es por el que voy a apostar mis últimos céntimos.

Panache, propiedad del presidente del Jockey Club, Luiz Gaudie Ley, era, sin duda alguna, el favorito, el que tenía que ganar el gran premio de punta a punta. Fernando Limeira disimuló su angustia, pues ya había «vendido» el número cuatro a una vieja fanática que estaba en la tribuna de la buena sociedad. Insistió:

– No digas tonterías, Salomáo. El ganador es Scarlet Thunder. No quiero que me pagues, porque de sobra sabes que no cobro a los amigos. Tú apuestas, y luego, cuando cobres, entonces sí que me das parte de tus ganancias -propuso el Alazán, mirando, afligido, a los caballos que se acercaban a la línea de salida.

– Mira, yo apuesto por Panache y no te doy nada -se obcecó el árabe, sin perder de vista a los dos gemelos, vestidos igual, que jugaban por el prado.

Casi desesperado, Limeira echó mano de un último recurso:

– Mira, Salomáo, eres mi amigo y no puedo permitir que pierdas tu dinero de manera tan tonta. Te voy a decir la verdad. Tienes razón: Panache debería ganar esta carrera con facilidad, hasta los jockeys iban a apostar por él a escondidas.

– ¿Y qué?

– Pues, nada, que el animal se despertó raro esta mañana, llegó hasta a negarse a comer. Tú sabes muy bien que cuando un caballo no come, es que está enfermo. Y entonces el entrenador y sus amigos decidieron ponerse de acuerdo con el propietario. Prepararon un fraude. Dejan correr al animal como si nada, o sea, como favorito, pero apuestan fuerte por Scarlet Thunder; ya que Panache es el único animal que le podía vencer.

El sastre mostró interés:

– ¿Y cómo te enteraste de todo eso?

– Por el mozo de cuadra de Panache, que es novio de la cocinera de mis padres -improvisó el Alazán.

Esto era justo lo que hacía falta para convencer a Salomáo Calif, que puso todo el dinero que le quedaba en el número uno. Fernando Limeira se fue, contento, a presenciar la carrera desde lejos. Si el caballo ganaba, volvería a cobrar su comisión, y, en caso contrario, sería mejor no estar cerca de ninguno de sus «clientes».

Mientras tenía lugar esta conversación en la pelouse entre Limeira y Calif, don Pedro II, en la tribuna imperial, rodeado de condes y barones, y del marqués de Salles, quien fingía acompañar a la baronesa de Avaré, y también del zalamero vizconde de Ibituaçu, contaba a Sherlock Holmes y al doctor Watson las maravillas curativas de Araxá:

– Es tal y como se lo digo. Araxá no tiene nada que envidiar a Wiesbaden o Vichy. Siempre que puedo, me voy a pasar un par de semanas allí. Me resulta estupendo para el reuma. Debieran visitar ustedes la ciudad, en serio, tengo la seguridad de que usted, doctor Watson, como médico que es, quedaría impresionado por las aguas de Araxá.

– Quizás, la próxima vez que venga por aquí -respondió cortésmente Watson, zafándose de tan incómodo viaje.

Más apartados, Miguel Solera de Lara y Guimaràes Passos observaban a las jóvenes coquetas que lucían los más recientes figurines traídos de París.

– Y tú, Miguel, que eres soltero y pasas por ser un buen partido, ¿qué?, ¿no te animas? Mira por allí, qué bomboncitos… -bromeaba Guimaràes.

– Si quiere que le diga la verdad, amigo Passos, me parecen ridículos esos patéticos alardes de cursilería -confesó el librero, disimulando un bostezo de hastío.

La baronesa de Avaré leía con entusiasmo al marqués de Salles trozos de la reseña publicada en el Jornal do Commercio sobre la velada de Petrópolis:

– «… han nacido para concertistas, porque tienen una extraordinaria sangre fría, y es una verdadera pena que no se dediquen de lleno a ello, por ser, el uno, detective, y aristócrata el otro, pues es indudable que les esperaría una sucesión ininterrumpida de éxitos…».

Holmes, que analizaba, encantado, los caballos que trotaban por la pista, se dirigió al emperador:

– No sabía que a Su Majestad le gustasen las carreras hípicas. Como sabe, es una tradición muy antigua de la familia real inglesa. A nuestro rey Jorge, que adoraba los caballos, le gastaron una vez una broma muy pesada.

Don Pedro, con la mirada fija en Sherlock, le disparó, lacónico:

– Filho da Puta.

Los que acompañaban al monarca se quedaron helados, escuchando con verdadero pasmo la palabrota imperial.

– Sí, justo, Filho da Puta -respondió, sin alterarse, Sherlock Holmes.

El emperador prorrumpió en una carcajada, y Holmes le imitó. Como los nobles que los rodeaban seguían mirándolos con perplejidad, don Pedro se lo explicó:

– Filho da Puta es el nombre de un purasangre que era propiedad del rey Jorge IV. Le puso ese nombre el embajador de Portugal, que era un tipo la mar de guasón, y gran amigo del rey.

Sherlock Holmes le corrigió:

– La broma no habría tenido por qué tener consecuencias, el rey ya tenía docenas de potros; lo que pasó fue que el dichoso caballo resultó ser un verdadero campeón. Ganó la carrera de Saint-Leger, en Doncaster, y se hicieron muchos grabados de él en honor a esa victoria.

– Menos mal que sólo los que saben portugués se dan cuenta de la bromita del irreverente lusitano -remató el emperador, dirigiéndose a los miembros de su comitiva, que ahora reían también con alivio.

El vizconde de Ibituaçu, adulón inveterado, no perdió la oportunidad de arriesgar una lisonja:

– Sólo un monarca de alta estirpe sería capaz de contar tan sutilmente este double-sens.

De pronto se oyó un confuso ruido de voces y todos se volvieron hacia la entrada. Acababa de llegar Sarah Bernhardt. La acompañaba Philippe Garnier, que, según los rumores, además de ser Armand Duval en La dama de las camelias, era también su amante en la vida real. Llevaba un maravilloso vestido azul con faldas de vuelo y se tocaba con un gran sombrero florido sujeto bajo la barbilla con una cinta del mismo color. Parecía una mariposa gigantesca revoloteando en dirección a don Pedro:

– Dispense la tardanza, Majestad, tuve que pasar por entre un grupo de jóvenes gentes que se manifestaban contra el esclavaje. Llevaban grandes placarás y habían convertido la protesta en una fiesta.

– Espero que no la hayan molestado, madame -dijo el emperador, ligeramente contrariado.

– ¡No, no, del todo! Al contrario, han sido alegres y joviales. Tanto me gustaban que casi me uní a ellos. Philippe quiso interponerse, pues todavía estaba preocupado por lo de ayer por la noche, pero es claro que no había motivo.

– ¿Pues qué es lo que le pasó anoche? -quiso saber Sherlock Holmes.

– No, nada, un soupçon infundado de mi joven amigo, temió que nos seguían al salir del teatro.

– ¿Vio quién era? -preguntó el detective.

– No, era muy oscuro, y se mantenía lejos. Debía de ser algún admirador. Estoy acostumbrada a este tipo de adoración a distancia, mas Philippe es demasiado celoso cuando se trata de mi persona -remató la Bernhardt, sonriendo y acariciando el rostro del actor.

– Hoy mismo, miren, cuando vi esa turba gritando a la entrada del prado, ¿qué quieren?, tuve miedo -se disculpó Garnier.

– Chéri, yo, a esos muchachos, comprometidos en una causa tan noble, no les llamaría «turba»; ah, Majestad, no olvide de felicitar de mi parte a su hija, vengo de enterarme de que es una de las defensoras de la abolición.

El emperador cambió rápidamente de tema:

– El Gran Premio está a punto de comenzar. ¿Piensa usted hacer alguna apuesta, madame Bernhardt?

– Me encantaría, pero es que no sé por quién. Todos los caballos me parecen maravillosos -afirmó Sarah Bernhardt.

Sherlock Holmes se ofreció a ayudarla:

– Si usted me lo permite, puedo hacerle una sugerencia. He asistido a la presentación de los animales y el mejor de todos me parece Scarlet Thunder.

Sarah examinó la lista de los caballos:

– Pienso que mi querido Holmes escoge este caballo porque tiene nombre inglés, pero yo, en tanto que francesa, yo apuesto por Panache.

Abrió su bolso y pidió a Philippe Garnier que le hiciese la apuesta. Sherlock Holmes y el doctor Watson se abstuvieron de apostar; los otros, por galantería, siguieron la intuición de Sarah.

Momentos después los caballos corrían veloces por la pista. Un purasangre argentino, Rayo de Luna, cogió ventaja, adelantándose rápidamente a los demás. El público vibraba, azuzando a sus favoritos, gritando sus nombres:

– ¡Hale, Vizcaya! ¡Adelante, Saltarelle! ¡Corre, corre, Regalía! ¡Animo, Bonita).

Los caballos terminaron la primera vuelta, y poco a poco Rayo de Luna comenzó a dar señales de fatiga. Tres potros se destacaron del grupo, rivalizando entre sí: Scarlet Thunder, Bonita y Panache. Pasaron la última curva y entraron en la recta, saliendo disparados hacia la meta. Panache, Bonita y Scarlet Thunder galopaban juntos, pegados casi, alternándose en la delantera. Los jockeys les surcaban el lomo sudoroso con sus pequeñas fustas. La muchedumbre gritaba sin parar. Salomáo Calif, viendo a su caballo en tan disputada porfía, hocico a hocico, rompió a gritar como un loco, revelando el acento árabe que a veces le salía en momentos de gran nerviosismo: -¡Gómedelo fifo!, ¡hale, gafaliño, gómedelo fifo!

Tan absortos estaban todos que no se dieron cuenta del avance fulminante de Panache, corriendo por el lado de la cerca de madera que ceñía la pista, tocándola casi. El favorito de Sarah Bernhardt tomó rápidamente la delantera. Tuvo aliento suficiente para adelantarse varios metros a sus dos adversarios y cruzar victorioso la línea de llegada.

El turfman, doctor Luiz Gaudie Ley, estaba ya eufórico en el paddock, esperando a su glorioso vencedor. Como presidente del Jockey Club y propietario, se sentía doblemente feliz: por entregar el premio y por recibirlo. En la tribuna imperial todos felicitaban a Sarah por su intuición hípica. La actriz pinchó al detective:

– ¿Lo ve, querido Holmes? Aquí, por lo menos, Francia llegó primero que Inglaterra.

– La felicito, madame. Lástima que los generales de Napoleón no tuviesen su perspicacia -ironizó el detective.

– Touché -respondió, risueña, la Divina.

Sherlock Holmes se dirigió al emperador:

– Pido permiso para despedirme de Vuestra Majestad. Ya ha terminado esto. Ha sido una tarde encantadora, y os la agradezco infinito.

Watson y Sherlock besaron la mano a Sarah Bernhardt y saludaron a todos. Al bajar los escalones de la tribuna, Holmes se volvió y preguntó:

– ¿Cómo se puede entrar en las caballerizas? Antes de volver al hotel querría averiguar una cosa.

El marqués de Salles se ofreció a acompañarlos:

– Tengo entrada libre en las caballerizas.

Cruzaron la pradera de grama en dirección a las caballerizas. El comisario Mello Pimenta los esperaba a la entrada del paddock:

– Marqués de Salles, qué sorpresa, no esperaba verle por aquí.

– Hace años que no me pierdo un Gran Premio, comisario. Además, tengo un caballo inscrito para el Cruz del Sur, en septiembre.

Sherlock Holmes trató de deshacerse del marqués:

– Muchas gracias, marqués, me imagino que a partir de aquí ya podremos seguir solos; el comisario me llevará.

Pimenta se dirigió al detective:

– De modo, señor Holmes, que, por fin, me va a decir la razón de este misterioso encuentro, ¿no?

– Venga, comisario -le dijo Sherlock por toda respuesta, cruzando el paddock y yendo derecho a las caballerizas.

Mello Pimenta, mostrando su documentación, pasó detrás de él, junto con Watson. Lleno de curiosidad, el marqués se unió al grupo.

En cuanto entraron en la primera caballeriza, Holmes sacó la lupa y comenzó a escrutar con ella los largos zahones laterales de cuero que se usaban para impedir que los animales se hiciesen daño al entrar en sus casillas. Luego pasó las manos sobre ellos, y los dedos se le llenaron de grasa:

– Justo, lo que yo sospechaba…

– ¿Y qué era lo que sospechaba usted, señor Holmes? -le preguntó Pimenta, muy intrigado por tan singular pesquisa.

Holmes no le contestó. Lo que hizo fue acercarse al caballo que descansaba en la casilla y, de un tirón súbito, le arrancó una de las crines de la cola. El potro, sorprendido, soltó una violenta coz, tirando al detective al suelo. Menos mal que le dio de refilón, de modo que no hubo mayores consecuencias; así y todo, el mal ya estaba hecho: el caballo, nervioso, se puso a relinchar, y uno de los mozos de cuadra apareció corriendo, sin dar tiempo a Pimenta a intervenir.

– ¡Eh, oiga usted!, ¿qué es lo que está haciendo aquí? -gritó, dando un puntapié al inglés.

Holmes se levantó ágilmente, esquivando el puñetazo que el muchacho le apuntaba a la mandíbula. Adoptó postura de boxeador, poniéndose en guardia. Era un gran boxeur desde sus días de colegial. Desvió otro puñetazo directo por la izquierda, pero, con gran espanto suyo, el muchacho se hizo a un lado de un salto y cayó de manos en el suelo, donde, ejecutando una diestra y rauda pirueta, le acertó con ambos pies al tiempo. Mientras el inglés trataba de no perder el equilibrio, el mozo de cuadra, casi tumbado en tierra, ejecutó un amplio movimiento circular y le echó la zancadilla por atrás tirándole de nuevo al suelo. Watson y el marqués se disponían a intervenir, pero Mello Pimenta se adelantó y paró en seco la pelea:

– ¡Basta ya!, ¡policía!, ¡soy el comisario Mello Pimenta, estamos aquí en registro oficial!

– Perdone usted, comisario, pensé que era algún tramposo, ya sabe, andan siempre por aquí haciendo de las suyas -se disculpó el mozo, aludiendo a los que vivían de amañar las apuestas.

– ¿Está usted herido, señor Holmes? -dijo el marqués, ayudando a Sherlock a levantarse.

– ¿Quiere presentar queja por agresión? -sugirió Pimenta.

El detective se alisó la ropa, que se le había arrugado con la pelea:

– No, no, de ninguna manera. El chico estaba en su derecho, éramos nosotros los intrusos.

Watson, preocupado, seguía palpando el cuerpo de su amigo en busca de alguna fractura. Holmes, repuesto ya del susto, se sentía curioso:

– Lo que me gustaría saber es qué tipo de combate es ése, nunca he visto tal agilidad en las piernas.

En vista de que el mozo de cuadra seguía cabizbajo, Mello Pimenta se encargó de explicárselo.

– Se llama capoeira.

– ¿Capoeira?

– Sí, es una lucha que inventaron los negros de Angola. Y lo que me admira es que este chico haya recurrido a ella delante de mí, porque sabe perfectamente que la capoeira es muy peligrosa. Queremos incluso hacerla ilegal -concluyó, severo, el comisario.

Sherlock Holmes decidió salir en defensa del muchacho:

– Pienso que en este caso lo mejor sería olvidar el asunto; después de todo, al joven le iba en juego la vida.

– ¿La vida? -dijo Pimenta, dudoso.

– Por supuesto, comisario, no olvide que mis puñetazos de boxeo son mortales. Yo tengo lo que nosotros llamamos «puño prohibido» -le informó Sherlock, flexionando los dedos.

– Bueno, pase por esta vez. Y tú, hale, vete de aquí, antes de que llame a la furgoneta -dijo Mello Pimenta, ahuyentando al asustado mozo.

Holmes volvió a la caballeriza, donde el potro ya estaba otra vez tranquilo. Le acarició el lomo sedoso:

– Bueno, yo, por lo menos, descubrí lo que quería. Ya ven, otra vez han resultado acertadas mis deducciones.

– ¿Puedo saber a qué se refiere? -preguntó, impaciente, Mello Pimenta.

Holmes sacó del bolsillo del chaleco un pelo enrollado y, juntándolo al que le había arrancado al caballo, explicó detalladamente sus descubrimientos:

– Cuando estábamos en el depósito de cadáveres encontré esta crin perdida entre la ropa de la muchacha asesinada, y enseguida me di cuenta de que era vello de purasangre.

– ¿Y cómo? -indagó el comisario.

– Se suele usar una brillantina especial para las crines y las colas de estos animales con el fin de mantenerlas lustrosas. Vean, los dos hilos que tengo aquí están cubiertos del mismo material.

El marqués y Mello Pimenta miraron con atención los pelos. Watson, que no entendía nada de lo que se estaba diciendo, esperaba, impaciente, a que Sherlock Holmes se lo tradujera; éste prosiguió:

– Se trata de la Mr. Brewster Pommade, que se elabora especialmente en Germán Street. Si se fijan, verán vestigios de este ungüento en todos los zahones de caballeriza. Los dejan allí los caballos que entran y salen de las casillas.

– ¿Y entonces? -preguntó Mello Pimenta, que seguía sin entender del todo el razonamiento de Holmes.

– Pues entonces, una de dos, o el asesino anda entre pura- sangres o es propietario de un purasangre de carreras -sentenció el detective.

Al comisario le dejó pasmado la conclusión del inglés:

– Señor Holmes, me parece que hemos dado un paso importante en nuestras investigaciones.

– Mucho lo dudo -objetó el marqués de Salles, tocando los pelos de caballo.

– ¿Y por qué lo duda?, el razonamiento del señor Sherlock Holmes es perfecto.

– Casi. Por el tacto se nota que las esencias que empapan los dos hilos son distintas. Uno de ellos está realmente empapado en pomada, pero el otro, el que se encontró entre las faldas de la muchacha muerta, es más áspero y no tan brillante.

– ¿Y qué puede ser? -preguntó Holmes, ligeramente irritado.

– Brea. La brea que se usa para los arcos de violín. Como usted sabe, sin duda, los arcos de este instrumento llevan crin, y la crin se cubre siempre de brea. La que usted encontró en las ropas de la víctima era del arco del violín que usó el asesino -terminó Salles, devolviendo los hilos a Sherlock.

Sherlock Holmes sabía perder, pero, así y todo, no era muy dado a dar su brazo a torcer:

– Enhorabuena, marqués, tiene usted toda la razón. Naturalmente, me di cuenta de todo eso, lo que pasa es que decidí poner a prueba su capacidad de deducción -dijo, tirando los dos pelos de caballo.

– ¿Podemos irnos de aquí? -preguntó el doctor Watson, que ya estaba harto de oír y no entender.

Los cuatro se dirigieron a la salida del Jockey Club. Sherlock Holmes iba delante, aparentando indiferencia total por el pequeño equívoco que le había llevado allí. Al pasar por la pelouse les alcanzó Salomáo Calif, que corría, desesperado, tras Fernando Limeira, el Alazán; Calif gritaba como un loco y agitaba los recibos de sus apuestas:

– ¡De modo que Panache se negó a comer, eh! ¡So canalla, más que mentiroso! ¡Se comió su ración y las de los demás! -y chillaba, descontrolado-: ¡Hijo de puta! ¡Hijo de la grandísima puta!

Sus berridos eran tan fuertes que llegaron a la tribuna imperial. El vizconde de Ibituaçu, notando que este improperio molestaba al emperador, trató de suavizar la cosa con su inveterada pericia de gran adulón:

– Ya ve, Majestad, por ahí va alguien que también sabe la historia de ese caballo inglés…

Загрузка...