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A las tres de la madrugada aún se veía a algunos esclavos negros que salían con cubas llenas de basura y excrementos de las casas de putas de la calle del Regente. Lo amontonaban todo en un lugar cercano, creando así un vertedero más de los que adornaban el paisaje urbano de Río de Janeiro en aquel mes de mayo de 1886. Algunos de estos esclavos se esforzaban por levantar su montículo más que los otros, e hincaban banderitas en la cima cuando se veía que allí ya no cabían más desechos. Luego la lluvia iría empujando todo aquello hacia el mar, lavando las calles e infectando la ciudad. Pasados los temporales, los ricos y la nobleza fingirían, tapándose la nariz con pañuelos perfumados, que los precarios sumideros de la City Improvements corrían parejos con el envidiable alcantarillado de París.

En la esquina de la calle del Regente con la del Hospicio, una figura pálida, vestida enteramente de negro, sombrero de ala ancha calado hasta los ojos, acecha, inmóvil, la salida de los últimos clientes. A pesar del calor que hace, lleva una capa que le llega hasta los pies. Bajo la capa, que resalta su delgadez, se delinea el relieve de un bulto que bien podría ser un paquete o un pistolón. De la tercera casa de putas sale una muchacha, niña casi, muy turbada por el vino. Lleva falda bordada y abierta por un lado hasta el muslo, y sus senos están desnudos, pues la blusa amarilla, tenue y barata, no pudo resistir los ataques voraces de sus clientes más ebrios. Completamente ebria también ella, apenas nota sus tetas desnudas. Busca una esquina menos inmunda para vomitar y ríe de este remilgo: «Si es para vomitar, ¿por qué no buscar un sitio más sucio?». En el fondo es pura superstición. Aunque sea vomitona, suya es, y no le gusta ver el fruto de sus bascas entre heces ajenas. Se mete por una callejuela oscura y se pone a disputar a unas enormes ratas el dudoso honor de ocupar su territorio. Se apoya contra el muro trasero de uno de los burdeles y, con la boca apuntando al pie del edificio, se pone a esperar la basca. Como si todo ello no fuese otra cosa que una escena cumplidamente ensayada de Grand Guignol, el hombre de negro se arroja sobre ella puñal en mano y le abre el pescuezo con quirúrgica precisión. De la garganta desgarrada brota una cascada de sangre mezclada con la primera oleada de vómito que ya le subía garganta arriba. El otro se arrodilla pausadamente junto a la joven puta y le corta con su faca las dos orejas, que guarda con gran cuidado en el bolsillo de su levita. Luego, al levantarse, revela, por fin, el bulto que ocultaba la capa. No era ni un paquete ni un pistolón, sino un violín. Le arranca una cuerda, el mi, y, levantándole la falda a la muchacha, deja el hilo arrancado de la clavija entre los pelos ensortijados del pubis del cadáver. Satisfecho, se va muy tranquilo por la calle del Regente tocando uno de los veinticuatro capricci de Paganini con las tres cuerdas que le quedan a su instrumento.

Los espectadores del patio de butacas, que aplaudían emocionados, sabían que estaban viviendo un momento clave en la historia del teatro brasileño. Meses hacía que la ciudad entera estaba preparada para recibirla, y se había reformado el Teatro Imperial de San Pedro de Alcántara, en la plaza de la Constitución del barrio del Rossio, para esperar su llegada. El camerino había sido decorado por madame Rosenvald, de la Casa de las Orquídeas, sita en la calle del Oidor, y ampliado según instrucciones del secretario de la actriz llegadas por carta antes que ésta. Ahora había allí nuevas poltronas, un sofá y un recamier de terciopelo verde capitoné. Un biombo separaba la parte del camerino donde la actriz recibiría a sus visitas de la salita donde se mudaría. Y en el escenario, la deslumbrante, la única, la eterna Sarah Bernhardt agradecía ahora en francés los aplausos brasileños. El estreno, el día antes, de Fedora, de Victorien Sardou, había sido un grandísimo éxito, pero esta noche La dama de las camelias no transcurrió sin incidentes. El primer actor, Philippe Garnier, en el papel de Armand Duval, había cometido la imprudencia de aparecer ante los espectadores con el rostro lampiño, sin el lustroso bigote tan característico hasta entonces del amante de Margarita Gautier. Desde los palcos más altos, algunos estudiantes trataron de armar escándalo, tirando colillas encendidas a los elegantes que ocupaban el patio de butacas, y el autor Artur Azevedo se levantó de la suya lanzándose a una vehemente defensa del espectáculo y diciendo que la Bernhardt «representaba a la mismísima Francia». La conocía de París, y era él quien le había dado el título de «Divina». Al final del espectáculo, cuatro niños de librea aparecieron en escena con ramos de flores por encargo del emperador. Cogidas en los jardines del palacio imperial, eran de excelente gusto, exceptuando, quizás, las desmesuradas hortensias que componían el ramo llegado de Petrópolis. Los jóvenes románticos que ocupaban las primeras filas de butacas lanzaron sobre la Divina una lluvia de camelias, símbolo de la abolición del esclavismo, cultivadas en el refugio de esclavos de Leblon, y al tiempo alusión poco sutil al papel más sonado de la mejor actriz del mundo.

– C’est pardonnable et c’est charmant… -dijo sotto voce la Bernhardt a sus colegas en el escenario, y éstos contenían la risa mientras trataban de esquivar la granizada de flores. El telón del San Pedro bajó por vigesimotercera vez.

– Ça suffit -añadió Sarah-, porque, si no, vamos a estar aquí más tiempo agradeciendo aplausos del que pasamos preparando la obra. Alexandre no nos perdonaría una cosa así -concluyó, aludiendo al autor del texto, Alejandro Dumas hijo.

Sarah y su compañía habían llegado pocos días antes a Río en el Cotopaxi, el jueves veintisiete de mayo de 1886. A pesar de ser uno de los meses más agradables del año, la actriz se quejó enseguida del calor, aunque se quedó encantada con el recibimiento que se le dispensó en el muelle, y más todavía cuando los estudiantes desengancharon los caballos de su coche e hicieron cuestión de honor el ocupar sus puestos, tirando del vehículo por todo el muelle. Después, camino del hotel, pidió al cochero que levantase la capota, porque quería observar mejor el paisaje y a la gente que se apretujaba a lo largo de las calles para ver siquiera un pedacito de la gran francesa; pero intervino el intérprete brasileño que iba con ella:

– No, madame, en Brasil no es de buen tono ir en coche con la capota levantada.

– ¿Y eso por qué?

– Pues no lo sé, madame. Debe de ser porque así da la impresión de que aquí no hace tanto calor.

Sarah Bernhardt no veía el momento de volver al camerino y quitarse los pesados ropajes de su personaje. A los cuarenta y dos años, parecía una muchacha, y su energía era casi de adolescente, pero el trópico es el trópico. No tuvo tiempo de ver cumplido este deseo, porque a la puerta del camerino ya estaba esperándola para servirle de séquito Pedro de Alcántara Joáo Carlos Leopoldo Salvador Bibiano Francisco Xavier de Paula Leocádio Miguel Gabriel Rafael Gonzaga, emperador del Brasil con el nombre de Pedro II. El soberano, que la había visto en uno de sus viajes a Europa, era uno de los más fervorosos partidarios de la presencia de Sarah Bernhardt en Río. Había llegado de Petrópolis especialmente para el estreno.

– Vive l’empereur! -se oyó de lejos en cuanto Su Majestad hizo acto de presencia, y no se habría podido jurar que en este grito no hubiese un cínico toque de zumba. Don Pedro, oyéndolo, se ruborizó de gusto: era la primera vez que le aclamaban en francés.

– Et vive la reine du talent! – replicó.

Los sicofantes que le rodeaban hicieron comentarios entre sí, fingiendo hablar bajo, como para que don Pedro no los oyese:

– ¡Qué ingenio!, ¡menuda réplica!

Se sentaron en los muebles nuevos que decoraban la salita del camerino. Todos iban impecablemente vestidos, con sus uniformes y trajes de gala. Se habría podido pensar que estuviesen en algún salón de París de no ser por los redondeles de sudor que aparecían en torno a todos los sobacos. Sarah pidió champán a su secretario, Maurice Grau, situándose al otro lado del biombo, donde, ayudada por su doncella, se dedicó a quitarse kilos de faldas y enaguas empapadas.

– Espero que a Vuestra Majestad le haya gustado el espectáculo.

– ¿Y cómo podía no gustarme?, lo único que siento es que nuestros teatros no estén todavía a la altura de los teatros europeos.

– Oh, vous savez…, un teatro no es más que eso: un teatro. Lo que importa es lo que se le pone encima [1]

– Pues, en ese caso, hemos tenido aquí hoy el mejor teatro de todos, el más bello y más luminoso del mundo -respondió, galante, el emperador-, por más que lamente de veras la ausencia de una gran amiga mía, y probablemente, también, una de sus mayores admiradoras, la baronesa de Avaré, Maria Luisa Catarina de Albuquerque. Habla francés, como nosotros, y de niña hizo teatro en el colegio. Las monjas decían de ella que tenía mucho talento. En una función de navidad que organizaron las carmelitas, hizo llorar a los padres de las alumnas interpretando el papel de un ángel de Dios.

– ¿Y qué es lo que impidió a una espectadora tan remarcable asistir al espectáculo? -preguntó Sarah Bernhardt, suavizando con un sorbito de champán el cinismo que encerraba su pregunta.

– Pues, figúrese, que la señora baronesa poseía un violín rarísimo, un Stradivarius. Y hace unos días se lo robaron, y desde entonces doña Luisa está muy desazonada. No hay dulce de calabaza ni bailongo de esclavos que la saque de su profunda melancolía. Y los negros van por ahí diciendo que su señora tiene banzo.

Sarah sonrió, sin entender:

– ¿Banzo?, qu’est-ce que c’est?

– Es como llaman los esclavos a la melancolía, a la tristeza, madame. Es que sienten la falta de la madre Africa. Imagínese, señora, que algunos llegan incluso a morir de saudades. Bueno, saudades es una palabra intraducible, pero viene a querer decir algo así como avoir le cafard.

– ¿Y qué dice la policía de ese asunto?

– Por desgracia, la baronesa Maria Luisa no es partidaria de mezclar a las autoridades en este asunto. El violín se lo regalé yo, y, a pesar de que nuestra amistad es puramente platónica, la emperatriz no vería con buenos ojos que los periódicos lo sacasen a relucir.

– Pues, mire, a lo mejor puedo yo echar una mano a Vuestra Majestad y a su baronesa. Verá, señor emperador, soy muy amiga del más grande detective del mundo: Sherlock Holmes. Es seguro que Vuestra Majestad ha oído hablar de Sherlock Holmes -dijo Sarah.

– He de confesar mi ignorancia, madame. Es la primera vez que oigo ese nombre.

– Por eso precisamente no me canso de repetir a su amigo, el doctor Watson, que lo que debe hacer es sacudirse la pereza y ponerse de una vez a escribir las fantásticas aventuras de Holmes; espero que acabe por seguir mi consejo. Sherlock Holmes es el primer detective del mundo. Remarque usted que en una ocasión encontró las joyas que había perdido una cantora rusa con sólo echar un golpe de ojo a la ropa que ésta había llevado en un banquete ofrecido al emperador.

– ¿A mí?

– No, majestad, a Napoleón III…

– La verdad es que yo no conozco a ningún detective -respondió don Pedro, pasando por alto el pequeño equívoco-, aunque a veces me distrae leer novelas de ésas de misterio. No sé si madame conoce la prosa de Edgar Allan Poe; este Poe ha creado a un personaje interesantísimo, un detective que se llama Auguste Dupin, que aparece en «Los crímenes de la calle Morgue», y luego en otras historias como «El misterio de Marie Rogét» y «La carta robada». A mí Dupin me impresionó mucho, porque, sin otra ayuda que sus deducciones, consigue hasta adivinar lo que piensa la gente.

– Pues yo tengo la seguridad de que ese personaje de ficción no le llega a los tobillos a Holmes, y creo que le encantaría conocer Brasil, y que no hesitaría en aceptar una invitación de Vuestra Majestad. Ya vería cómo encontraba enseguida el violín de su amiga -concluyó Sarah Bernhardt, saliendo, impresionante, de detrás del biombo con un magnífico vestido blanco-, Y ahora, si Vuestra Majestad me lo permite, me espera un souper en el Gran Hotel. Estoy afamada. Nunca como nada antes del espectáculo, y no sabe las ganas que tengo de probar, por fin, la cocina brasileña, de la que tanto ruido se oye partout.

Diciendo esto, la actriz ofreció la mano al emperador, que la besó con respeto. Todos salieron del camerino fascinados con el encanto de la Divina. Don Pedro apuntó discretamente en su agenda el nombre del detective.

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