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Finalmente, y después de casi dos meses en Río de Janeiro, Sarah Bernhardt se despedía del público brasileño en el Teatro San Pedro de Alcántara. Para punto final de tan memorable temporada, la actriz escogió Phedre, de Racine, con ella misma en el papel principal. Había estado también en Sao Paulo, representando Fedora, Frou-Frou, Adrienne Lecouvreur y, por supuesto, La dama de las camelias. Los estudiantes de derecho de la facultad de la plazuela de San Francisco fueron varias veces a saludarla al teatro, y tiraban al suelo sus capas, entusiasmados, saludándola en una lengua que no alcanzaba del todo a ser la de Victor Hugo.

– Písez!, pisez sur nos capotes, madame! -repetían, sin saber que capotes no quiere decir «capas» en francés, sino «preservativos».

Pero la Divina, siempre elegante, perdonó tan inofensivo error, declarando a la prensa antes de volver a Río de Janeiro:


– La jeunesse intelligente et généreuse de Saint Paul ne sait pas cacher ce qu'elle sent.


Volvía a llover sobre la ciudad, pero eso no iba a empañar el brillo del acontecimiento. Cuatro días antes ya se habían vendido todas las localidades.

A pesar de sus tribulaciones de la víspera, Sherlock Holmes no se hubiera perdido el espectáculo de aquella noche por nada de este mundo. El y el doctor Watson iban a presenciarlo desde el palco imperial. Holmes, personalmente, pensaba que Racine no tenía categoría para limpiarle los zapatos a Shakespeare, pero el hecho de ser la gran Sarah Bernhardt la intérprete superaba las diferencias. Estaba terminando de arreglarse y Watson le aguardaba impaciente:

– Vamos, Holmes, no podemos llegar después del emperador.

El detective se metió en el bolsillo su pipa y un paquetito de cannabis. Desde que conocía a Anna Candelária había cambiado la nociva cocaína por el efecto suave de la nueva hierba. Echó una última ojeada de aprobación a su reflejo en el espejo y salió, junto a Watson, en dirección a la salida del hotel.

La lluvia hacía difícil dar con un vehículo de alquiler. Watson miraba angustiado su reloj de bolsillo, mientras una calesa, que llegaba a toda velocidad tirada por dos caballos blancos, se detuvo a la puerta del hotel. Se bajó de ella un gigante negro, fusta en mano, y avanzó hacia Sherlock Holmes. Era Mukumbe, el factótum de la baronesa de Avaré, que se dirigió a él sin pérdida de tiempo en correctísimo inglés:

– Buenas noches, señor Holmes, me alegro infinito de encontrarle aquí todavía.

– ¿Pues qué pasa, Mukumbe?, salimos con retraso, no podemos perdernos el principio de la obra.

– ¿Y por qué no?

Mukumbe se acercó más a Holmes y a Watson, y les preguntó en voz baja:

– ¿Han oído hablar del candomblé! -¿Cómo?

– Sí, el candomblé, la religión de los yorubas, mi nación. Watson, realmente angustiado, respondió, al tiempo que consultaba de nuevo su reloj de bolsillo:

– No, nunca, y créame que en este momento no tenemos tiempo para hablar de cuestiones espirituales. La función está a punto de empezar.

Trató de seguir adelante, junto con Sherlock, pero Mukumbe los sujetó del brazo con firmeza:

– El asunto es serio de veras, señor Holmes. Mi babalorixá, el rey Obá Shité III, me ordenó que les llevase a ustedes dos a su ilé. Es a propósito de los asesinatos.

– En primer lugar, ¿qué quiere decir eso de babalorixá e ilé?

– Babalorixá es el gran sacerdote, e ilé el templo donde éste les espera.

– ¿Y qué tiene que ver usted con todo eso? -indagó Holmes, todavía confuso.

– Es que yo soy ogá axogum del rey Obá Shité III.

– Pues sigo sin enterarme.

Mukumbe se lo explicó, apremiante:

– El ogá es el maestre de los sacrificios, el que los ejecuta. No tenemos mucho tiempo, señor Holmes. El rey Obá Shité ha recibido información importante de los orixás sobre el monstruo que está matando a las chicas.

Watson saltó irritado:

– Pues dígale usted al rey Obá Shité III que el emperador don Pedro II nos está esperando.

E iba a hacer seña a una victoria de que parase, cuando Holmes se lo impidió:

– Querido Watson, nuestro amigo tiene razón. Si este asunto tiene que ver con los asesinatos, lo siento muchísimo, pero no podremos aplaudir hoy a Sarah Bernhardt.

Y, sin más, empujó al doctor hacia la calesa, subiéndose detrás de él. Mukumbe saltó al pescante y fustigó a los caballos, que salieron disparados por el empedrado mojado de la calle Fresca.

El ilé del babalorixá yoruba nagó, Su Majestad el rey Obá Shité, estaba situado a los pies del otero de Gamboa, enfrente de la playa de la Chichorra, pegada a la Hondonada del Alférez. Allí se celebraba el más puro ritual de la religión yoruba. Al entrar en la calle de la Salud, Holmes y Watson comenzaron a oír el redoble lejano de los tamboriles que anunciaban la fiesta. Era día de salida de un «barco», o sea cuando los hijos y las hijas de santo, como se llama a los jóvenes de ambos sexos consagrados al culto fetichista afrobrasileño, se incorporaban oficialmente y por primera vez a sus orixás. El canto misterioso de las iaòs empapaba la noche con un desconcertante misticismo telúrico. Mukumbe paró el vehículo a la entrada del ilé, y los tres fueron a pie por el lugar en el que los iniciados, salidos de la cámara donde habían estado encerrados hasta entonces, bailaban ataviados en las ricas vestiduras de Xangó, Ogum, Iansá, Naná, Iemanjá, Oxum, Oxóssi y Oumaré. Los tres siguieron en dirección al apere, el trono donde estaba sentado, impresionante, el babalorixá Obá Shité III.

Los ogás entonaron los últimos cantos del Xiré, en honor de Oxalá, dando así fin a la ceremonia. Sin decir una palabra, el rey Obá se levantó y ordenó que los visitantes le acompañasen al peji, una salita apartada, donde, sobre una mesa cubierta por un mantel de encaje blanco, se veía el juego de conchas. El babalorixá les hizo seña de que se sentasen en torno a la mesa y se puso a distribuir las conchas delante de él:

– Primero tengo que ver cuál es tu orixá de cabeza, hijo mío -explicó refiriéndose a los santos que, según la religión yoruba, rigen y protegen la vida de cada uno.

Cogió las conchas y, haciendo un amplio ademán, se las llevó a la frente, revelando a Sherlock:

– Tú eres hijo de Xangó.

Luego cogió un amuleto de colores con cuentas marrones y blancas y se lo puso en el cuello a Holmes:

– Lleva siempre este amuleto, hijo mío, no lo olvides nunca: Xangó es tu padre, Xangó es tu protector.

El babalorixá recogió las conchas para comenzar la consulta. Mezcló de nuevo conchas, piedras y monedas, y las piezas del oráculo cayeron en desorden, incapaces de juntarse. Preocupado, el rey Obá declaró:

– No entiendo. Los orixás te han llamado aquí, pero no se quieren manifestar. Lo siento mucho, hijo mío, me da la impresión de que hay una corriente que impide el juego.

Watson, que no entendía lo que estaba ocurriendo, se levantó indignado:

– ¡Mukumbe, haga usted el favor de decirle a este señor que no tengo la menor intención de cooperar en estas brujerías! Se volvió para salir, pero no consiguió llegar a la puerta,

porque su cuerpo comenzó a temblar, y, de pronto, el impasible doctor Watson, ex cirujano del quinto regimiento de fusileros de Northumberland, se encorvó como un anciano y se puso a dar vueltas por la sala en la postura tradicional de Omolu. Dio así tres vueltas y cayó al suelo, inmóvil.

– ¿Qué es lo que pasa? -se asustó Sherlock Holmes.

– Nada grave. El doctor Watson tropezó con el santo -explicó Mukumbe.

– Ahora va a haber que frotarle bien -sentenció Obá Shité.

Holmes procuró recobrar la calma.

– Sé muy bien que tiene usted las mejores intenciones, pero le puedo asegurar que no tenemos tiempo para meternos ahora en ninguna ceremonia de iniciación.

El detective, dicho esto, se puso a sacudir violentamente a su amigo.

– ¡Watson! ¡Watson! ¡Hale, hombre, levántate!

Mukumbe trató de tranquilizar al detective:

– Calma, calma, señor Holmes, esto es señal de que el doctor Watson es un hombre muy sensible, porque ha captado los fluidos del ilé. Como no está iniciado, cualquier influencia le puede tumbar. Menos mal que fue su orixá de cabeza, porque pudo haber sido mucho peor. Pudo haber sido…

Interrumpió a Mukumbe una carcajada ronca que salía de la garganta de Watson:

– …una paloma-gira -terminó Mukumbe su frase, muy asustado.

– ¿Y eso qué es? -preguntó Holmes, más asustado que él.

El babalorixá Obá Shité se lo explicó, tomando las riendas de la situación:

– Una orixá, un demonio en forma de puta. Habitualmente sólo desciende sobre las mujeres, o también… ¿es adé este señor?

– ¿Qué quiere decir eso?

– Afeminado -tradujo, algo violento, Mukumbe.

– No, es inglés.

– Pues será que la paloma-gira se confundió -concluyó Obá Shité, encogiéndose de hombros.

Watson, levantándose, se acercó a Holmes con las manos seductoramente apoyadas en las caderas:

– Qué Oibó más olorundidun… -suspiró, husmeando a su amigo en la nuca.

Saltaba a la vista que Holmes no sabía cómo reaccionar. Mukumbe le echó una mano:

– Lo que quiere decir es que usted es un hombre blanco muy fragante.

Watson se puso a gritar como una mujerzuela:

– ¡A ver, qué pasa! ¡Quiero otí! ¡Quiero itaba, so mierdas! ¡Y a ver si me encienden las inas de una puñetera vez! -exigió, mezclando portugués y yoruba sin el menor acento en ambas lenguas.

Holmes seguía espantado:

– ¡Pero esto es increíble! ¡Si Watson jamás habló ninguno de esos idiomas!

– No es él, es la paloma-gira, que pide aguardiente, un puro y velas -explicó Mukumbe.

El babalorixá satisfizo rápidamente las exigencias de Watson, que se bebió de un trago la botella de aguardiente barato y dio varias chupadas seguidas al puro:

– ¿Qué dize que suncé que sabe quién es el zirikili?

Holmes descifró este galimatías:

– Justo, que lo que necesitamos saber es quién es el serial killer.

Watson, el paloma-gira, soltó otra carcajada procaz:

– Ja, ja, ja! ¡Pero si suncé le conoce al zirikili! ¡Si hasta ha salido con él! ¡Si anduvo juntito con sunce! ¡Si suncé no da con él es porque ha fumado demasiada itabojira en su pipa!

Sherlock no tuvo necesidad para deducir que el orixá se refería al cannabis.

– De no ser por la itabojira suncé ya habría descubierto por qué razón el zirikili deja la cuerda y se lleva la zoreja, ¡ja, ja, ja! -Watson, el paloma-gira, volvió a reír, y prosiguió-: El zirikili es un okorin de owó odara, y todavía va kufá otra obirin con la obété.

Mukumbe hizo nuevamente de intérprete:

– Lo que dice la orixá es que el serial killer es un hombre de mucho dinero y que todavía va a matar a otra mujer con su cuchillo.

– ¿Y por qué lo hace?

Watson apuró otra botella de aguardiente y volvió a echarse a reír.

– ¿Que por qué?, pues porque el ziríkili está kolorí… -afirmó, y a Holmes no le hizo falta que nadie le explicara que kolorí quería decir «loco».

Watson, el paloma-gira, volvió a llevarse las manos a las caderas, y gritó:

– ¡Bueno, a ver qué pasa! ¡Que quiero menga! ¡Que quiero ejé! ¡Y, si no, pues nada, que no subo!

– ¿Qué le pasa ahora?

– Pide sangre. Quiere el sacrificio de un ave para desencarnarse.

– ¡No puede ser! ¡Watson siempre fue vegetariano!

Mukumbe trató nuevamente de explicar el fenómeno mientras el babalorixá buscaba lo necesario:

– Señor Holmes, no ha sido el doctor Watson, sino la paloma-gira la que ha hecho el encargo. Su amigo no es otra cosa que el caballo, el instrumento de la orixá.

– ¿Y no podría preguntar yo ahora el nombre del asesino?

– De nada serviría. Cuando ella pide desencarnarse es que no quiere decir nada más. Ahora, si me lo permite usted, como ogá axogum que soy, mi deber es hacer la ofrenda.

Mukumbe cogió el cuchillo y la gallina de manos de Obá Shité y la degolló sobre la cabeza del médico.

A Watson, el paloma-gira, la sangre del ave le ensució entero. Se frotaba la cara haciendo una mueca espantosa, y diciendo, enloquecido:

– ¡Oluparun!, ¡oluparun! -lo que, en lengua yoruba, significa «el Destructor».

La orixá abandonó a Watson tan rápidamente como le había poseído: Watson cayó al suelo como una prenda vieja que se tira. Se levantó, sin apenas otra huella de lo ocurrido que un pequeño aturdimiento:

– Bueno, ¿qué?, ¿nos vamos? La verdad es que esta noche no ha ocurrido nada de particular.

Sherlock Holmes no acababa de creer lo que veían sus ojos:

– Pero, Watson, ¿es que no te acuerdas de nada?

– Sí, claro que me acuerdo, me acuerdo perfectamente. Entramos en esta sala y el negro ridículo ese se puso a mezclar conchas. Pero, aparte de esto, aquí no ha pasado nada. Lo que siento, y mucho, es que hayamos tenido que perdernos la maravillosa representación de Sarah Bernhardt por culpa del entusiasmo precipitado del joven este.

Holmes, angustiado, trataba de azuzarle la memoria:

– ¡Vamos, hombre, vamos!, dime el nombre del serial killer.

El doctor respondió fríamente:

– Querido mío, pienso que el sol de los trópicos te ha hecho hervir los sesos. ¿Por qué piensas que voy a conocer yo a ese repugnante asesino?

Holmes trató, una vez más, de contarle lo ocurrido.

– Pero, Watson…

Sin prestar oídos a sus palabras, el doctor Watson, muy tieso y digno, se dirigió a toda prisa a la salida:

– Bueno, señores, pásenlo ustedes bien -dijo, brusco, calándose el sombrero sobre la cabellera empapada en sangre de gallina.

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