Dutton, martes, 30 de enero, 11.15 horas.
Wanda Pettijohn miró a Daniel por encima de las gafas.
– Frank no está.
– ¿Ha salido de servicio o está enfermo?
Randy Mansfield, el ayudante del sheriff, salió del despacho de Frank.
– No está y punto, Danny. -Mansfield habló en tono tranquilo pero el mensaje estaba claro: «No es asunto tuyo, o sea que no preguntes nada». Randy deslizó una fina carpeta por encima del mostrador-. Me ha pedido que te dé esto.
Daniel echó un vistazo a las pocas hojas que había dentro.
– Es el expediente de Alicia Tremaine. Esperaba que contuviera más información. ¿Dónde están las fotos del escenario del crimen, las declaraciones y las fotos de la víctima?
Randy encogió un hombro.
– Eso es todo cuanto Frank me ha dado.
Daniel levantó la cabeza y lo miró con los ojos entornados.
– Tiene que haber más información.
La sonrisa de Randy se desvaneció.
– Si no está ahí es que no la hay.
– ¿Nadie tomó una instantánea del escenario del crimen ni hizo un esbozo? ¿Dónde encontraron a la chica?
Con una mueca, Randy tomó la carpeta y repasó la hoja que constituía el primer informe policial.
– En Five Mile Road. -Levantó la cabeza-. En la cuneta.
Daniel se mordió la lengua.
– ¿En qué punto de Five Mile Road? ¿Cuál era el cruce más próximo? ¿Quiénes fueron los primeros interrogados? ¿Dónde está la copia del informe forense?
– El expediente es de hace trece años -respondió Randy-. Antes las cosas se hacían de otra manera.
Wanda se acercó al mostrador.
– Yo ya trabajaba aquí, Daniel. Puedo contarte lo que ocurrió.
Daniel notó un principio de migraña.
– Muy bien, de acuerdo. ¿Qué ocurrió, Wanda?
– Era el primer sábado de abril. Tremaine no estaba en la cama cuando su madre fue a despertarla. No había vuelto a casa por la noche. La tal Alicia era bastante caradura y su madre pensó que debía de estar con algún amigo, pero cuando los telefoneó resultó que nadie la había visto.
– ¿Quién descubrió el cadáver?
– Los hermanos Porter, Davy y John. Habían salido a dar una vuelta con sus bicicletas destartaladas.
Daniel lo anotó en su cuaderno.
– Davy y John eran el tercero y el cuarto de seis hermanos, si no recuerdo mal.
Wanda asintió con consideración.
– Recuerdas bien. Davy tenía unos once años y John, trece. Tenían dos hermanos mayores y dos menores.
A la sazón, Davy y John debían de tener veinticuatro y veintiséis años respectivamente.
– ¿Qué hicieron?
– Después de vomitar, John se acercó con la bicicleta hasta la granja de la familia Monroe. Di Monroe llamó al 911.
– ¿Quién fue el primer policía en llegar al escenario del crimen?
– Nolan Quinn. Falleció -añadió Wanda con sobriedad.
– No volvió a ser el mismo después de encontrar a Alicia -dijo Randy en tono quedo, y Daniel cayó en la cuenta de que para ellos aquello no era un simple expediente. Tal vez fuera el peor crimen que había tenido lugar en Dutton hasta el pasado fin de semana-. Al año siguiente yo terminé la universidad y entré en el cuerpo, y Nolan no volvió a ser el mismo.
– Me parece imposible que alguien que descubre una cosa así no quede afectado -musitó Daniel, pensando en los hermanos Porter-. ¿Quién se encargó de la autopsia, Wanda?
– El doctor Fabares.
– También falleció -explicó Randy, y se encogió de hombros-. Casi toda esa generación ha desaparecido. Los que quedan están sentados en el banco de la barbería.
– Pero el doctor Fabares debió de redactar algún informe -observó Daniel.
– Debe de estar en alguna parte -repuso Randy, como si «alguna parte» fuera un lugar fácil de averiguar.
– ¿Qué encontraron en el cadáver? -preguntó Daniel.
Wanda frunció el entrecejo.
– ¿Qué quieres decir? La chica estaba desnuda, envuelta en una manta.
– ¿No llevaba ningún anillo? ¿Ninguna joya? -«¿Ninguna llave?». Pero Daniel se guardó ese pensamiento para sí.
– Nada -respondió Wanda-. El vagabundo se lo robó todo.
Daniel encontró el informe de la detención.
– Gary Fulmore. -El informe llevaba grapada una fotografía. Fulmore tenía la mirada enajenada y el rostro macilento-. Parece que esté colocado.
– Lo estaba -confirmó Randy-. Eso sí que lo recuerdo. Tenía niveles altos de fenciclidina cuando lo encontraron. Hicieron falta tres hombres para reducirlo y que Frank pudiera ponerle las esposas.
– Así, ¿lo arrestó Frank?
Randy asintió.
– Fulmore había destrozado el taller de chapa y pintura de Jacko, rompió un cristal y empezó a agitar una llanta. Lo detuvieron y encontraron el anillo de Alicia en su bolsillo.
– ¿Eso es todo? ¿No encontraron semen ni ninguna otra prueba física?
– No, no recuerdo que encontraran semen en la víctima. Lo normal sería que constara en el expediente de Fabares. De todos modos para dejarle la cara tal como la tenía… Solo alguien con un subidón de fenciclidina podría haberle causado un daño semejante. Además llevaba una llanta.
– Lo encontraron en un taller de chapa y pintura. Claro que llevaba una llanta.
– Solo te estoy contando lo que recuerdo -replicó Randy, molesto-. ¿Quieres saberlo o no?
– Lo siento. Continúa, por favor.
– En la llanta había sangre de Alicia, y también encontraron sangre en los bajos de sus pantalones.
– Son pruebas bastante sólidas -comentó Daniel.
Randy lo miró con ganas de mandarlo a la mierda.
– Me alegro de que dé su aprobación, agente Vartanian.
Daniel cerró la carpeta. Dentro no había nada más.
– ¿Quién le tomó declaración?
– Fue Frank -respondió Wanda-. Fulmore lo negó todo, claro. Pero también recuerdo que decía ser cantante de rock.
– Dijo que era Jimi Hendrix. -Randy sacudió la cabeza-. Dijo muchas cosas.
– El padre de Randy fue el abogado de la acusación -dijo Wanda con orgullo, y cerró la boca de golpe-. También falleció, sufrió un paro cardíaco hace doce años. Tenía solo cuarenta y cinco.
Daniel había leído que el padre de Mansfield había sido el abogado de la acusación en uno de los artículos que Luke le había bajado de internet, pero no sabía que el hombre hubiera muerto. Era un puto fastidio no poder hablar con ninguna de las personas directamente implicadas en el caso.
– Siento lo de tu padre, Randy -dijo, porque era lo que se esperaba de él.
– Yo también siento lo del tuyo -respondió Randy en un tono que denotaba que sus palabras no eran sinceras.
Daniel lo dejó estar.
– El juez Borenson llevó el caso de Fulmore. ¿Él sí que vive?
– Sí -respondió Wanda-. Está retirado y tiene una casa en la montaña.
– Es un pobre ermitaño -aclaró Randy-. Ni siquiera creo que tenga teléfono.
– Sí que lo tiene -repuso Wanda-. Lo que pasa es que nunca contesta.
– ¿Tenéis su número? -preguntó Daniel, y Wanda pasó las hojas de su Rolodex.
Lo anotó y se lo entregó.
– Te deseo suerte, el hombre es difícil de localizar.
– ¿Qué pasó con la manta en la que encontraron envuelta a Alicia?
Wanda hizo una mueca.
– Con el Dennis se inundó la oficina y perdimos todo lo que quedaba por debajo de un metro veinte. El expediente estaba archivado más arriba, si no también se habría perdido.
Daniel suspiró. El huracán Dennis había provocado grandes inundaciones en Atlanta y las provincias cercanas unos años atrás.
– Mierda -masculló, y torció el gesto ante la feroz mirada de Wanda-. Lo siento -musitó.
La mirada de Wanda se tornó preocupada.
– El asesino de Janet ha vuelto a matar.
– Anoche. Parece imitar con todo detalle ese viejo crimen.
– A excepción de lo de la llave -observó Wanda, y Daniel tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para no pestañear.
– ¿Cómo dices?
– La llave -repitió Wanda-. La que han encontrado atada en el pie de la última víctima.
– Han colgado fotos en internet -explicó Randy-. Se ve claramente la llave atada al dedo del pie.
Daniel dominó su ira.
– Gracias, aún no he visto las noticias.
El serio semblante de Randy dio paso a una expresión más bien petulante.
– Diría que tenéis un correveidile.
«Un puto cerdo llamado Woolf.»
– Gracias por vuestro tiempo. -Se volvió para marcharse y entonces recordó lo que le había prometido a Alex-. Ah, una cosa más. Bailey Crighton.
Wanda hizo una mueca y Randy exageró una mirada de exasperación.
– Danny…
– Su hermanastra está preocupada -dijo Daniel forzando un tono de disculpa-. Por favor.
– Mira, Alex no conocía bien a Bailey. -Randy sacudió la cabeza-. Bailey Crighton era una puta; así de claro. -Se volvió hacia Wanda-. Lo siento.
– Es la pura verdad -soltó Wanda, y un rubor le tiñó las mejillas-. Bailey era mala hierba. No ha desaparecido, lo que pasa es que se ha marchado, ha huido, que es lo propio de una yonqui asquerosa como ella.
Daniel pestañeó ante el viperino tono de Wanda.
– ¡Wanda!
Wanda apuntó a Daniel y agitó el dedo.
– Y a ti más te vale tener cuidado con su hermanastra. Es posible que a la luz de la luna te parezca un encanto, pero también tiene un pasado tortuoso.
Randy posó una mano en el hombro de Wanda y se lo apretó con afecto.
– Ya está bien, cariño -susurró a la anciana. Luego se volvió hacia Daniel, cabizbajo y señalando hacia atrás con la mirada-. El hijo de Wanda tuvo… una relación con Bailey hace algunos años.
Los ojos de Wanda echaban chispas.
– Tal como lo dices parece que mi Zane tuviera intenciones de irse a vivir con esa zorra. -Se echó a temblar de pura furia-. Ella lo engatusó y estuvo a punto de romper su matrimonio.
Daniel hizo un esfuerzo por recordar. Zane Pettijohn tenía su misma edad y jugaba al béisbol con el equipo de la escuela pública. El chico sentía debilidad por las mujeres con curvas y las bebidas fuertes.
– ¿Él está bien?
Wanda seguía temblando de rabia.
– Sí, y no precisamente gracias a esa yonqui.
– Ya.
Daniel aguardó unos instantes y Wanda se sentó en la silla y cruzó los esqueléticos brazos sobre su pecho, aún más esquelético.
– De todos modos, ¿qué habéis hecho para buscar a Bailey? ¿Habéis registrado su casa? ¿Dónde está su coche?
– Tiene la casa hecha una pocilga -soltó Randy con desdén-. Hay porquería por todas partes. Agujas… Joder, Danny, tendrías que haber visto la cara de la pobre niña encerrada en el armario. Estaba aterrada. Si Bailey se ha ido, o bien lo ha hecho por voluntad propia o bien se la ha llevado algún putero.
Daniel abrió los ojos como platos.
– ¿Seguía haciendo de prostituta?
– Sí. Si buscas su historial, descubrirás que tiene una larguísima lista de cargos.
Daniel ya lo había hecho, y descubrió que el último arresto de Bailey había tenido lugar cinco años atrás. Antes la habían detenido varias veces por ejercer la prostitución callejera y por posesión de drogas. Sin embargo, estaba limpia por lo que respectaba a los últimos cinco años y nada de lo que Randy había dicho sobre su casa cuadraba con lo que la hermana Anne le había explicado la noche anterior. O Bailey era un hacha y no se dejaba atrapar o algo no marchaba como era debido, y Daniel se inclinaba más por lo segundo.
– Buscaré su historial cuando vuelva al despacho. Gracias a los dos. Me habéis ayudado mucho.
Ya había subido al coche cuando recordó las palabras y cayó en la cuenta. «… más te vale tener cuidado con su hermanastra. Es posible que a la luz de la luna te parezca un encanto…» La noche anterior había besado a Alex en el porche de su casa, a la luz de la luna. Alguien los había estado observando. La casa quedaba apartada de Main Street, o sea que solo pudo tratarse de alguna viejecita entrometida. De todos modos, la idea lo incomodaba y Daniel era un hombre que hacía caso de su intuición.
Por eso había besado a Alex Fallon la noche anterior, a la luz de la luna. La piel le ardía al evocar el recuerdo. Por eso pensaba volver a hacerlo, muy pronto. Sin embargo, la incomodidad persistía y se estaba transformando en preocupación. Alguien los había estado observando. Marcó el número de Alex y oyó la fría voz del contestador automático.
– Soy Daniel. Llámame en cuanto puedas.
Se dispuso a guardar el teléfono en el bolsillo, pero se interrumpió con mala cara. «Woolf.» Llamó a Ed.
– ¿Has visto las noticias?
– Sí -respondió él en tono sombrío-. Chase está hablando por teléfono con los mandamases, les está explicando cómo se las ha apañado Woolf para difundir tan rápidamente la información.
– ¿Y cómo lo ha hecho?
– Con la Black Berry. Tomó la foto y tal cual la colgó en internet.
– Mierda. No he incluido la Black Berry en la orden de registro. Tendré que llamar a Chloe y modificarla.
– Ya lo he hecho yo, solo que la Black Berry no está a su nombre. Está a nombre de su mujer.
– Marianne -dijo Daniel con un suspiro-. ¿Podrá Chloe solucionarlo pronto?
– Eso dice. Oye, ¿has conseguido alguna de las pruebas del caso Tremaine?
– No -respondió Daniel, indignado-. Las inundaciones destruyeron las pruebas y el expediente es patético. Lo único que puedo decirte es que no había ninguna llave. Eso es nuevo en el modus operandi del asesino.
– Las dos llaves son iguales -anunció Ed-. Tienen los mismos dientes, claro que eso no es nada sorprendente. ¿Has hablado con el director de la escuela?
– Sí, he pasado por allí de camino a la comisaría, tras marcharme del escenario del crimen. Me ha explicado que Janet alquiló una furgoneta para llevar a los chicos a Fun-N-Sun. He telefoneado a los padres y todos dicen que Janet volvió con los chicos a las siete y cuarto. Leigh está tratando de averiguar a qué compañía alquiló el vehículo a partir de sus tarjetas de crédito. Si alguien te pregunta por mí, di que estoy en el depósito de cadáveres. Te llamaré más tarde.
Atlanta, martes, 30 de enero, 12.55 horas.
Alex dio un último vistazo a la fotografía en que Bailey aparecía sonriente antes de guardarla en el bolso, combado por el peso de la pistola. Meredith la había mirado con mala cara cuando la vio sacarla del estuche, pero Alex no pensaba jugársela. Se colocó bien el asa en el hombro y miró al jefe de Bailey.
– Gracias por todo, Desmond.
– Me siento tan impotente… Bailey llevaba con nosotros tres años y se había convertido en parte de la familia. Queremos hacer algo.
Alex jugueteó con la cinta amarilla atada alrededor del puesto que Bailey ocupaba en el salón de belleza más elegante de Atlanta.
– Ya han hecho mucho. -Señaló el cartel que habían colgado en la puerta. Había visto docenas de ellos mientras paseaba por el centro comercial Underground de Atlanta. Se trataba de una fotografía de Bailey y un texto que ofrecía una recompensa por facilitar información sobre su paradero.
– Ojalá los habitantes de su ciudad fueran tan generosos.
Desmond tensó la mandíbula.
– Nunca le perdonarán sus errores. Le pedimos que se trasladara, que viniera a vivir aquí, pero ella no quiso.
– ¿Se desplazaba todos los días? -De un sitio al otro había una hora de camino.
– Excepto los sábados por la noche. -Señaló un puesto vacío-. Sissy y Bailey eran buenas amigas. Los sábados, la hija de Sissy cuidaba de Hope mientras Bailey trabajaba y luego se quedaban a dormir en casa de Sissy. Bailey ejercía de voluntaria en un centro de acogida los domingos por la mañana. Era su religión particular.
– Ojalá hubiera hablado con usted ayer por la tarde. Me llevó horas dar con el centro de acogida.
Desmond abrió los ojos como platos.
– Así, ¿estuvo allí?
– Ayer por la noche. Parece que adoraban a Bailey.
– Todo el mundo adora a Bailey. -Entrecerró los ojos-. Excepto la gente de esa ciudad. Si quiere saber mi opinión, alguien tendría que investigar a la purria que vive allí.
Alex comprendía su punto de vista.
– ¿Puedo hablar con Sissy?
– Hoy libra, pero le daré su número de teléfono. Déjeme el tíquet del aparcamiento, de paso se lo sellaré.
Alex buscó el tíquet en su bolso y al hacerlo sacó el móvil y vio que la luz parpadeaba.
– Qué raro. He recibido un mensaje pero no he oído sonar el móvil.
– Unas veces hay buena cobertura y otras se pierde la señal y no hay forma de recuperarla. -Se estremeció ante sus propias palabras-. No pretendía hacerme el gracioso. Lo siento.
– No se preocupe, tenemos que pensar que la encontraremos.
Desmond se alejó, cabizbajo, y Alex comprobó el registro del móvil. Daniel la había llamado cuatro veces. El pulso se le desbocó.
«Es posible que solo haya llamado para comprobar que estoy bien.» Pero ¿y si estaba equivocado? ¿Y si la mujer a quien habían encontrado por la mañana fuera Bailey? Se reunió con Desmond en el mostrador de la entrada, recogió el tíquet y le estrechó la mano.
– Tengo que marcharme. Gracias -dijo volviendo la cabeza mientras se dirigía a toda prisa hacia la escalera mecánica que daba a la calle y a la zona de aparcamiento del centro comercial.
Atlanta, martes, 30 de enero, 13.00 horas.
– Un solo pelo, largo y moreno. -Felicity Berg sostenía en alto la pequeña bolsa de plástico que contenía el pelo enroscado como un lazo-. Quería que lo encontrarais.
Daniel se agachó para examinar el dedo del pie de la última víctima.
– Le ató el pelo al dedo gordo del pie izquierdo y luego lo rodeó con la cuerda de la llave. -Se puso en pie y pestañeó al notar que la intensidad del dolor de cabeza era cada vez mayor-. O sea que es importante. ¿Es de hombre o de mujer?
– Creo que hay bastantes probabilidades de que sea de mujer. Además, el asesino ha sido tan amable que nos lo ha dejado con el folículo completo. No me costará mucho obtener el ADN.
– ¿Puedo verlo? -Lo sostuvo a contraluz-. Es difícil adivinar el color con un solo pelo.
– Ed podría comparar el color y ofrecerte una muestra.
– Aparte de eso, ¿qué más podéis decirme de esa mujer?
– Que tenía poco más de veinte años. Llevaba la manicura recién hecha. Hay filamentos de algodón en el interior de las mejillas y pruebas de agresión sexual. Vamos a practicarle un análisis de sangre para comprobar si existen restos de Rohipnol, he pedido resultados urgentes. Ven a ver esto. -Orientó la lámpara de modo que iluminara el cuello de la víctima-. Mira las marcas circulares del cuello. Son bastante débiles pero se ven.
Daniel tomó la lupa que Felicity le tendía y miró a donde ella señalaba.
– ¿Perlas?
– Muy grandes. No la estranguló con el collar, si no las marcas serían más intensas. He pensado que pudo aferrarla por el collar en algún momento, tal vez para ejercer cierta opresión en la tráquea. Y mira aquí. ¿Ves ese pequeño corte?
– Le puso un cuchillo contra la garganta.
Felicity asintió.
– Una cosa más. Llevaba Forevermore. Es un perfume -añadió cuando Daniel la miró con extrañeza-. La botella de treinta mililitros cuesta cuatrocientos dólares.
Daniel la miró con ojos desorbitados.
– ¿Cómo lo sabes?
– Conozco la fragancia porque mi madre la usa. Sé el precio porque lo pregunté cuando buscaba un regalo de cumpleaños para ella.
– ¿Le regalaste ese perfume a tu madre?
– No, se salía de mi presupuesto. -Las comisuras de sus ojos se fruncieron y Daniel adivinó la sonrisa bajo su mascarilla-. En vez de eso le regalé un molde para gofres.
Daniel también sonrió.
– Un regalo mucho más práctico. -Le devolvió la lupa y se irguió con sobriedad al mirar el rostro de la segunda víctima-. Perlas y perfume. O era rica o recibía regalos de alguien que lo era. -Sonó su móvil y al mirar la pantalla el pulso se le disparó un poco más.
Alex tendió el tíquet al mozo encargado de aparcar los vehículos mientras escuchaba la señal de llamada del teléfono de Daniel.
– Vartanian.
– Daniel, soy Alex.
– Perdona -lo oyó decir-, tengo que atender la llamada. -Al cabo de unos instantes volvía a estar al habla hecho una fiera-. ¿Dónde te habías metido? -le preguntó-. Te he llamado tres veces.
– Han sido cuatro -lo corrigió ella-. Estaba hablando con el propietario de la peluquería donde Bailey trabaja. Han colgado carteles por todo el centro comercial, ofrecen una recompensa a quien facilite información.
– Qué bonito gesto -comentó él en tono más amable-. Lo siento, estaba preocupado.
– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
– De hecho, nada. -Bajó la voz-. Solo que… nos estaban observando. Anoche.
– ¿Qué? -Alex frunció el entrecejo mientras bajaba de la acera-. Eso es…
Pero no pronunció ninguna palabra más. Se oyó un chirrido de neumáticos y el grito de un extraño. Luego, más gritos y su propio gemido de dolor cuando alguien la embistió por detrás y la arrojó a cierta distancia sobre la acera. Notó el escozor en las palmas de las manos y en las rodillas mientras resbalaba, hasta que se paró.
El tiempo pareció haberse detenido. Levantó la cabeza, todavía a cuatro patas. Oyó un sordo alboroto y un hombre apareció en su campo de visión. Sus labios se movían y Alex frunció el entrecejo mientras aguzaba el oído. Varias personas la aferraban por los brazos y la ayudaban a ponerse en pie. Un hombre sujetaba su bolso y una mujer, su monedero.
Aturdida, Alex pestañeó y se volvió despacio hacia la calzada. El mozo encargado de aparcar los vehículos salía de su coche de alquiler, pálido y estupefacto.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Alex, con voz débil y arrastrando las palabras. Le flaqueaban las rodillas-. Necesito sentarme.
Las manos que la sujetaban por los brazos la guiaron hasta una enorme jardinera de cemento y ella se sentó en el borde con cuidado. Frente a ella apareció otro rostro, esa vez con expresión tranquila. La persona en cuestión llevaba gorra de policía.
– ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que avisemos a una ambulancia?
– No. -Alex sacudió la cabeza y se estremeció-. Solo estoy un poco magullada.
– No lo sé. -El rostro que había visto en primer lugar apareció por encima del del policía, como si las dos cabezas formaran una pila-. Ha sufrido una mala caída.
– Soy enfermera -repuso Alex con determinación-. No necesito ninguna ambulancia. -Miró las rascadas de las palmas de sus manos y frunció el entrecejo-. Bastará con una cura.
– ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber el policía.
– Ha bajado de la acera para subirse a su coche y ese otro coche ha doblado la esquina zumbando como alma que lleva el diablo -explicó el primer hombre-. Yo la he quitado de en medio. Espero no haberle hecho mucho daño, señora -añadió.
Alex le sonrió, un poco mareada.
– No, estoy bien. Me ha salvado la vida. Gracias.
«Me ha salvado la vida.» La gravedad de la situación la azotó y Alex sintió náuseas. Alguien había intentado matarla. Daniel; estaba hablando con Daniel. Él le había dicho que la noche anterior alguien los observaba. «Alguien acaba de intentar matarme.»
Dio una gran bocanada de aire con la esperanza de que le asentara el estómago.
– ¿Dónde está mi móvil?
– ¿Alex? -Daniel gritó su nombre por el teléfono pero solo oyó el sonido del aire. Se volvió y observó que Felicity lo miraba a través de las gafas con expresión indescifrable.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella.
– Estaba hablando y de repente he oído un chirrido de neumáticos y gente que gritaba. Luego ya no he oído nada más. Permíteme que utilice tu teléfono.
Al cabo de un minuto, Daniel estaba hablando con el departamento de policía de Atlanta.
– Acaba de salir del Underground -dijo, esforzándose por mantener la voz calmada-. Se llama Alex Fallon. Mide un metro setenta; es delgada, morena.
– Ahora mismo vamos a buscarla, agente Vartanian.
– Gracias. -Daniel se volvió hacia Felicity, que seguía mirándolo.
– Siéntate, Daniel -le aconsejó con calma-. Estás pálido.
Él la obedeció y se esforzó por respirar hondo. Se esforzó por pensar. Entonces notó la vibración del móvil en la mano. Era el número de Alex. Respondió con el corazón en un puño.
– Vartanian.
– Daniel, soy Alex.
Era su voz, su tono frío. Estaba asustada.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Estoy bien, Daniel. Alguien ha tratado de atropellarme.
Él encogido corazón de Daniel se aceleró.
– ¿Estás herida?
– Solo me he hecho unos rasguños. A mi lado hay un policía, quiere hablar contigo. No cuelgues.
– Soy el agente Jones, del departamento de policía de Atlanta. ¿Quién es usted?
– Soy el agente especial Vartanian, de la Agen cia de Investigación de Georgia. ¿Está herida?
– No se ha hecho gran cosa. Está un poco desorientada y algo magullada. Dice que es enfermera y que no quiere que la llevemos a urgencias. ¿Está implicada en alguna investigación?
– Sí. -Daniel se acordó demasiado tarde del bolso de Alex. Se habría apostado cualquier cosa a que llevaba la pistola encima. Si ponía un pie en la comisaría, la multarían por llevar armas ocultas-. Pero no es la sospechosa, así que no es necesario que la trasladen en coche patrulla. ¿Se encuentran en el centro comercial Underground?
– En el aparcamiento. ¿Vendrá usted mismo a buscarla o enviará a otra persona?
Ni siquiera se había planteado lo de enviar a otra persona a buscarla.
– Iré yo. ¿Le hará compañía hasta que llegue?
– Sí. Mi compañero ha salido corriendo detrás del coche que ha intentado atropellarla, pero lo ha perdido de vista. Estamos tomando declaración a los transeúntes. Cuando tengamos la descripción del coche, daremos una orden de busca y captura.
– Gracias. -Daniel cerró el teléfono móvil-. Felicity, tengo que marcharme. -Le tendió la bolsa con el pelo que el asesino les había servido en bandeja-. ¿Puedes hacer que alguien le lleve esto a Ed? Pídele que nos consiga una muestra del color.
Felicity asintió con la misma expresión indescifrable, y Daniel tuvo la desagradable sensación de que estaba haciendo un gran esfuerzo por mantenerla así.
– Claro. Te llamaré en cuanto tenga más información.
Martes, 30 de enero, 13.15 horas.
– Mira, Bailey, eres un coñazo.
Bailey lo miró con los ojos empañados a causa del dolor y del miedo. Él estaba de pie sobre ella y respiraba con agitación. Esta vez le había roto unas cuantas costillas y Bailey no estaba segura de poder soportar muchos más golpes antes de perder la conciencia. Otra vez.
– Sí que lo siento. -Pronunció la frase con la intención de que resultara sarcástica y desafiante; sin embargo, lo que emitió fue un débil graznido.
– ¿Piensas hablar delante de ese pequeño gran invento o no?
Ella miró la grabadora con desdén.
– No.
Entonces él lució su sonrisa de cobra. Al principio el gesto había aterrorizado a Bailey, pero ya había superado esa fase. ¿Qué más podía hacerle? «Lo único que le falta es matarme.» Por lo menos entonces dejaría de sentir dolor.
– Muy bien, Bailey, querida, no me dejas elección. No me cuentas lo que quiere saber y no dices lo que quiero que digas. Tendré que poner en práctica el plan B.
«Ya está. Ahora me matará.»
– Ah, y no creas que voy a matarte -dijo, con regocijo en la voz-. Claro que luego desearás que lo hubiera hecho. -Se volvió y extrajo algo de un cajón, y cuando se dio la vuelta…
– No. -A Bailey se le heló el corazón-. No, por favor, eso no.
Él se limitó a sonreír.
– Pues habla delante de la grabadora, si no… -Dio unos golpecitos en el extremo de la jeringa y empujo el émbolo lo imprescindible para que unas cuantas gotas de líquido salieran de la aguja-. Es mercancía de la buena, Bailey. Seguro que te acuerdas de ella.
Su garganta reseca emitió un quebrado sollozo.
– Por favor, no.
Él exhaló un suspiro teatral.
– Este es el plan B. Una yonqui es siempre una yonqui.
Ella forcejeó pero sus intentos resultaron tan patéticos como su voz. A él le costó poco reducirla, le clavó una rodilla en la espalda y le aferró el brazo. Ella trató de apartarlo, pero ni siquiera de haber estado en plena forma habría podido contrarrestar su fuerza.
Rápidamente él le sujetó el brazo con la goma y tiró de ella con la pericia de quien posee años de experiencia. Le pasó el pulgar por la parte interior del brazo.
– ¿Tienes buenas venas, Bailey? -se mofó-. Esta me irá muy bien.
Notó un breve pinchazo y oyó el ruido del émbolo al deslizarse. Luego… se sintió flotar. Estaba en las nubes.
– Vete a la mierda -gañó-. Vete a la puta mierda.
– Eso es lo que dicen todos. Unos picos más y te arrastrarás por hacer todo lo que yo te pida.
Atlanta, martes, 30 de enero, 13.30 horas.
Alex hizo una mueca de dolor cuando Desmond le limpió la palma de la mano con desinfectante. Seguía sentada en el borde de la jardinera y él se encontraba a su lado, arrodillado sobre la acera. En el centro comercial Underground la voz corría como la pólvora, y Desmond había acudido enseguida.
– Me duele.
Él la miró con expresión seria.
– Tendría que ir al hospital.
Ella tamborileó en su hombro, la única parte de la mano que no le escocía como un demonio.
– Estoy bien, en serio. Lo que pasa es que soy muy mala paciente.
– Primero Bailey y ahora esto -masculló Desmond. Le limpió la otra mano y Alex volvió a crispar el rostro mientras se proponía mostrar un poco más de empatía la siguiente vez que tuviera que atender a un paciente en urgencias. Aquello dolía de veras. «Claro que podría haber sido mucho peor.»
Desmond sacó un rollo de venda elástica de la bolsa de la parafarmacia.
– Extienda las manos con las palmas hacia arriba. -Le aplicó sendas gasas y luego le vendó las manos con delicadeza.
– Tendría que ser enfermero, Desmond.
Él le dirigió otra mirada severa.
– Todo esto es una pesadilla. -Se incorporó y se sentó a su lado-. Podrían haberla matado, como a Bailey.
– Bailey no está muerta -replicó Alex sin alterar el tono-. No me lo creo.
Él no dijo nada más, se limitó a permanecer sentado a su lado hasta que el coche de Daniel se detuvo junto al bordillo. «Está aquí. Ha venido.»
Daniel se le acercó igual que la noche anterior, con expresión adusta, mirada penetrante y aire resuelto. Ella se levantó, quería recibirlo sosteniéndose en pie, aunque el mero hecho de verlo la hacía sentirse mareada de puro alivio.
Él la examinó de arriba abajo y detuvo la mirada en sus manos vendadas. Entonces la atrajo con suavidad hacia sí, le pasó la mano por el pelo y le apoyó la cabeza en su pecho, donde su corazón latía con fuerza y rapidez. Luego posó el rostro en su coronilla y exhaló un suspiro trémulo, como si se hubiera estado conteniendo.
– Estoy bien -dijo ella, y levantó las manos mientras trataba de sonreír-. Ya me han curado.
– También tiene rasguños en las rodillas -le advirtió Desmond por detrás de Alex.
Daniel trasladó la mirada al rostro de Desmond.
– ¿Quién es usted?
– Desmond Warriner, el jefe de Bailey Crighton.
– Él me ha vendado las manos -explicó Alex.
– Gracias -dijo Daniel con voz opaca.
– ¿Se encarga usted de buscar a Bailey? -preguntó Desmond en tono tenso-. Por favor, dígame que alguien la está buscando.
– Yo me encargo. -Daniel tomó el monedero y el bolso de Alex con una mano y le pasó la otra por la cintura. Luego se volvió hacia su coche, en el que se apoyaba un hombre alto y de pelo moreno que miraba a Alex con detenimiento-. Este es mi amigo Luke. Él conducirá tu coche; tú vendrás conmigo.
Luke la saludó con un cortés movimiento de cabeza.
Alex dio un breve abrazo a Desmond.
– Gracias de nuevo.
– Cuídese -le recalcó Desmond, y se sacó una tarjeta del bolsillo-. Este es el número de teléfono de Sissy, la amiga de Bailey -añadió-. Se ha marchado sin darme tiempo de entregársela. Intentaba alcanzarla cuando he oído… Llámeme en cuanto sepa algo.
– Lo haré. -Ella miró a Daniel, cuya expresión seguía siendo severa-. Podemos irnos. -Dejó que la ayudara a subir al coche pero lo contuvo cuando trató de abrocharle el cinturón de seguridad-. Puedo hacerlo sola. De verdad que no ha sido gran cosa, Daniel.
Él agachó la cabeza y le miró manos. Cuando volvió a mirarla a los ojos su expresión ya no era severa sino dura.
– Cuando me has llamado estaba en el depósito de cadáveres, con la segunda víctima.
A ella se le encogió el corazón.
– Lo siento. Debes de haberte asustado mucho.
Una de las comisuras de los labios de Daniel se curvó con gesto irónico.
– Por no decir algo peor. -Depositó el bolso y el monedero junto a los pies de Alex-. Quédate aquí y trata de descansar. Volveré enseguida.
Daniel se apeó del coche. Como le temblaban las manos, las guardó en los bolsillos y se dio media vuelta antes de darse tiempo de hacer algo que los pusiera a ambos en evidencia. Luke caminaba hacia él con un juego de llaves en la mano.
– Tengo las llaves -dijo-. ¿Necesitas que me quede por aquí?
– No. Aparca el coche en el aparcamiento reservado a las visitas y deja las llaves encima de mi mesa. Gracias, Luke.
– Relájate, ella está bien. -Escrutó a Alex, quien permanecía sentada con la cabeza recostada y los ojos cerrados-. Es igual que Alicia. No me extraña que te impresionara. -Luke arqueó las cejas-. Me parece que va a seguir impresionándote en otro sentido. A mi madre le encantará saberlo; claro que ahora vuelve a estar pendiente de mí.
Daniel sonrió, que era lo que Luke pretendía.
– Te lo mereces. ¿Dónde está Jones?
– Está hablando con el mozo. Lo acompaña Harvey, que está hablando con el hombre de la camisa azul. Por lo que he oído, ha sido él quien ha quitado a Alex de en medio. Es posible que haya visto la cara del conductor. Me voy, te veré luego.
Los agentes Harvey y Jones explicaron a Daniel que el coche era un sedán oscuro de último modelo, probablemente un Ford Taurus. Llevaba matrícula de Carolina del Sur. El conductor era un joven de origen africano, delgado y con barba. Había aparecido de detrás de una esquina en la que los testigos que recordaban haber visto el vehículo decían que llevaba esperando una hora. Desde ese punto estratégico era lógico que hubiera observado a Alex cuando salía del Underground.
Eso último era lo que ponía a Daniel más frenético. El muy cerdo la había estado esperando y se había lanzado sobre ella. De no haber sido por un desconocido con buenos reflejos, Alex estaría muerta. Daniel pensó en las dos víctimas y en la desaparecida Bailey, y se prometió que Alex no sería la siguiente. Él se encargaría de protegerla.
«¿Por qué?», le había preguntado ella la noche anterior. En ese momento no tenía respuesta, pero ahora sí. «Porque es mía.» Era una respuesta primaria y quizá muy prematura pero… no importaba. «De momento, es mía. Luego… ya veremos cómo nos va.»
Dio las gracias a los agentes y al hombre que la había apartado de la trayectoria del coche. Avanzó cinco manzanas antes de detener el vehículo junto a la acera, inclinarse hacia Alex y besarla con toda la pasión que había estado conteniendo. Cuando apartó la cabeza, ella exhaló un suspiro.
– Se te da bien -musitó.
– A ti también. -Y volvió a besarla, profundizando más en el beso y prolongándolo. Cuando se incorporó, ella se volvió a mirarlo con los ojos llenos de deseo y de temor.
– ¿Qué quieres de mí, Daniel?
«Todo», quiso decir, pero no lo hizo porque la noche anterior ella había dudado de sus intenciones. En vez de eso le pasó el dedo por los labios, y la sintió temblar.
– No lo sé. Lo que sí sé es que no será nada que tú no quieras y… estés deseosa de ofrecer.
Ella sonrió con tristeza.
– Ya -fue toda su respuesta.
– Te llevaré conmigo a la comisaría. A las dos y media tengo una conferencia de prensa; luego puedo tomarme la tarde libre y acompañarte a casa.
– Detesto que tengas que hacer eso.
– Haz el favor de callarte, Alex. -Imprimió suavidad a sus palabras para que no resultaran hirientes.
Ella se estremeció con un movimiento casi imperceptible. -¿Qué pasa? -quiso saber él-. ¿Alex?
Ella suspiró.
– En mis sueños oigo gritos. Y también los oigo cuando me pongo nerviosa, como hace un momento. -Lo miró con temor-. Seguro que piensas que estoy loca.
– Qué dices, no estás loca. Además, algunos gritos eran reales. Yo también los he oído antes de perder la conexión de tu móvil.
– Gracias. -Su sonrisa denotaba que desaprobaba su propia conducta-. Necesitaba oír eso.
Ella le había explicado que la noche anterior había estado soñando. «O sea que estabas allí.»
– Cuando oyes los gritos, ¿qué haces?
Ella encogió un hombro y apartó la mirada.
– Me concentro y hago que paren.
Daniel recordó el consejo que había dado a la niña en el centro de acogida.
– ¿Los encierras en el armario?
– Sí -admitió avergonzada.
Él le sujetó el rostro con la mano y le acarició la sonrojada mejilla con el pulgar.
– Debe de necesitarse mucho poder mental para hacer eso. Yo me sentiría agotado.
– No te imaginas lo que cansa. -Su voz se tornó más serena-. Tenemos que marcharnos. A ti te reclama el trabajo y yo tengo demasiadas cosas que hacer para quedarme aquí sentada y compadecerme. -Alzó la barbilla para apartarse de él-. Por favor.
Estaba aterrorizada, y era lógico que lo estuviera. Alguien había intentado matarla. La certeza atenazaba las entrañas de Daniel. No pensaba permitir que se desplazara sola de aquí para allá, no mientras a él le quedara aliento. Sin embargo, decidió posponer esa discusión. Se la veía frágil, por mucho que alzara la barbilla como si fuera un boxeador profesional desafiando a su contrincante.
Sin decir nada más, Daniel puso en marcha el motor del coche y se incorporó a la circulación.