Capítulo 25

Viernes, 2 de febrero, 15.30 horas.


Bailey, entre los árboles, observó que un coche pasaba a ciento cincuenta por hora con las luces puestas. «La policía.» Estuvo a punto de desmayarse del alivio. La policía se dirigía al recinto. Era posible que detrás fueran más coches. Tenía que llegar a la carretera.

Sacudió el hombro de la chica.

– Vamos -le espetó-, camina.

– No puedo. -Su voz era un débil gemido y Bailey notó que la chica no podía más.

– Entonces, quédate aquí. Si no vuelvo, trata de conseguir ayuda.

La chica la aferró por el hombro y abrió mucho los ojos, presa de terror.

– No te vayas. No me dejes.

Bailey retiró la mano de la chica con gesto decidido.

– Si no consigo ayuda, morirás.

La chica cerró los ojos.

– Entonces, déjame morir tranquila.

La voz de Beardsley acudió a su memoria.

– No en mi presencia.

Se volvió hacia la carretera y se esforzó por mover los pies, pero las rodillas seguían fallándole. Decidió ponerse a cuatro patas. La carretera quedaba más alta y tenía que ascender por un terraplén. Las manos le resbalaban en la hierba porque tenía las palmas llenas de sangre. «Mueve el culo, Bailey. Muévete.»

Estaba a corta distancia de la carretera cuando oyó el segundo coche. Pensó en el dulce rostro de Hope y en el de Beardsley, cubierto de sangre, y se obligó a seguir. El coche llegó a la curva y viró entre una nube de polvo y chirridos de neumáticos. Bailey oyó gritos. La voz de un hombre. Luego la de una mujer.

– ¿La has herido? -preguntó la mujer. Se agachó y Bailey vio el pelo oscuro y los grandes ojos grises, llenos de miedo-. Dios mío. ¿Nosotros hemos hecho esto?

– Nosotros no la hemos herido. -El hombre se agachó y la tocó con suavidad-. Mierda. Le han dado una paliza y se está muriendo. -Le pasó las manos por los brazos y por las piernas. Detuvo la mano en el tobillo y la asió por la barbilla con suavidad-. ¿Eres Bailey?

Ella asintió una vez.

– Sí. ¿Y mi hija, Hope? ¿Está viva?

– Sí, está viva y a salvo. Susannah, llama a Chase. Dile que hemos encontrado a Bailey y pídele que envíe una ambulancia cuanto antes. Luego llama a Daniel y pídele que vuelva aquí.

Bailey lo aferró por el brazo.

– ¿Alex?

Él miró hacia la carretera y a Bailey el corazón le dio un vuelco.

– ¿Iba en ese coche? Oh, Dios mío. Él entornó sus ojos negros.

– ¿Por qué?

– Él la matará. No tiene ningún motivo para no hacerlo. Las ha matado a todas. -Las imágenes le inundaron la mente-. Las ha matado a todas.

– ¿Quién? Bailey, escúchame. ¿Quién te ha hecho esto? -Pero ella no podía hablar. Se mecía mientras pensaba en las chicas encadenadas a la pared, con los ojos muy abiertos y desprovistos de vida-. Bailey. -La presión que notaba en la barbilla aumentó-. ¿Quién te ha hecho esto?

– Luke. -La mujer regresó con un móvil en cada mano y el rostro más pálido que antes-. He llamado a Chase y va a enviar ayuda, pero Daniel no contesta.


Viernes, 2 de febrero, 15.40 horas.


El escenario estaba a punto, y los actores también. Todo cuanto Mack tenía que hacer era recostarse en su asiento y disfrutar de la función. Pero tenía que conseguir que terminara rápido. Ahora ya sabían quién era, así que no tendría mucho tiempo para escarceos amorosos con Alex Fallon. Por la mañana depositaría el último cadáver envuelto en una manta y el círculo quedaría cerrado.

Al mediodía siguiente se encontraría ante el volante del Corvette repintado de Gemma Martin, a medio camino de México. Y no volvería la vista atrás.

Pero de momento… Los pilares que quedaban en pie estaban a punto de caer.


Viernes, 2 de febrero, 15.45 horas.


A Alex le dolía la cabeza y le escocía el cuero cabelludo. Por el resto, estaba bien. Se había mareado un poco con el choque, pero había oído todas las palabras entre Daniel y Mansfield. Había fingido estar inconsciente, y le había costado más de lo que parecía. La cuestión era que había conseguido engañar tanto a Mansfield como a Daniel. La preocupación de este último le atenazaba el corazón, pero de momento las cosas tenían que ser así.

«¿Dónde se ha metido Luke?», pensó. Debería haber llegado hacía mucho rato.

Daniel la había llevado dentro del bunker. Ella había mantenido los ojos cerrados, pero había oído el eco de sus pasos y de los de Mansfield en medio del silencio. No había escaleras, solo un largo pasillo. Luego Daniel se había dado la vuelta y la había hecho entrar por una puerta, a la derecha.

– Déjala en el suelo -le ordenó Mansfield, y Daniel la depositó con cuidado-. Ahora siéntate. -Notó frío cuando Daniel se apartó y se llevó su calidez consigo-. Pon las manos en la espalda. -Oyó un ruido metálico y se percató de que Mansfield acababa de ponerle las esposas a Daniel. Esperaba que, al tomarla en brazos, este notara la pistola que había guardado en su cinturilla, pero no había sido así. «Ahora todo está en mis manos.»

– ¿Por qué has disparado a Frank Loomis? -preguntó Daniel-. Me ha llamado, tal como tú querías.

Hubo un momento de silencio.

– Cállate, Daniel.

– Tú no sabías que me había llamado -dijo Daniel, especulando de nuevo-. No estaba contigo.

– Cállate.

Daniel no pensaba callarse.

– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Utilizas el río para transportar droga?

Alex se esforzó por no estremecerse al oír el golpe y luego el grito ahogado de dolor de Daniel.

– Bueno, sea como sea, tu barco se ha largado -prosiguió un minuto más tarde-. He visto una embarcación bajando por el río justo cuando le has disparado a Frank.

Hubo un movimiento brusco y Alex alzó las pestañas lo justo para ver que Mansfield se acercaba a la ventana. Oyó un reniego entre dientes.

– Estás atrapado -dijo Daniel en tono sereno-. Los refuerzos están de camino, y no conseguirás salir vivo de aquí si pretendes huir corriendo.

– Claro que saldré vivo -dijo Mansfield, pero su tono no era calmado-. Tengo garantías.

«Eso debe de decirlo por mí.» Alex se esforzó por mirar a través de las pestañas y vio a Daniel. Dio un respingo. Él la estaba mirando con los ojos entornados. Sabía que estaba despierta, consciente.

De pronto, Daniel se levantó con la silla incluida y se abalanzó sobre Mansfield con la cabeza por delante. Alex se puso en pie de un salto en cuanto Daniel lanzó a Mansfield contra un escritorio. Alex salió corriendo hacia la puerta y se dio cuenta de que Daniel lo había hecho para que ella huyera.

Pero se oyó un disparo y de repente se le pararon el corazón y los pies. Mansfield le daba la espalda y Daniel estaba tumbado de lado, todavía esposado a la silla. La sangre se extendía con rapidez por su camisa blanca a causa de la herida de bala del pecho. También con rapidez su rostro estaba perdiendo el color, pero consiguió dirigirle una mirada. «Muévete.»

Ella dejó de mirar a Daniel y se volvió hacia Mansfield, cuyos hombros se movían arriba y abajo a causa de sus fuertes inspiraciones. Estaba mirando a Daniel y aferraba la pistola con la mano derecha. En el cinturón llevaba el arma de Daniel. Solo una.

Mansfield le había quitado dos. El pequeño revólver de seguridad había desaparecido.

Se olvidó del revólver cuando Mansfield propinó a Daniel un puntapié en las costillas con tanta fuerza que, más que su gemido, Alex oyó un crujido.

– Eres un hijo de puta -masculló Mansfield-. Tenías que volver y removerlo todo. Por lo menos Simon tuvo la decencia de mantenerse apartado.

Alex buscó la pistola que llevaba en la espalda mientras repasaba mentalmente las instrucciones que Daniel le había estado repitiendo. Retiró el cierre de seguridad justo cuando Mansfield apuntaba a Daniel en la cabeza. Al oír el ruido, Mansfield se volvió y, atónito, se quedó mirando la pistola en su mano durante fracciones de segundo antes de alzar los ojos y su arma al mismo tiempo. Ella, sin pensárselo, apretó el gatillo hasta que él, con los ojos muy abiertos, cayó de rodillas y luego, de bruces. Ahora era su camisa blanca la que se estaba tornando roja por momentos.

Le quitó el arma de una patada, cogió la pistola de Daniel de su espalda y la depositó en el suelo junto a Daniel antes de guardar su propia arma en la cintura, bajo su chaqueta. Luego se arrodilló al lado de Daniel y le abrió la pechera de la camisa, y las manos le temblaron un poco cuando se percató de lo malherido que estaba.

– Te había dicho… que salieras corriendo -susurró él-. Mierda… Sal corriendo. -Los movimientos ascendentes y descendentes de su pecho eran cada vez más débiles, y ella oyó que el aire entraba y salía a través del agujero de bala.

– Has perdido mucha sangre y es probable que te haya perforado el pulmón. ¿Dónde tienes las llaves de las esposas?

– En el bolsillo.

Ella encontró las llaves y el móvil, y se esforzó por mantener el pulso firme cuando separó la llave que abría las esposas y lo liberó. Luego empujó la silla hacia atrás y lo tumbó de lado con suavidad para apartarle un mechón de pelo de la frente, perlada de sudor.

– Eso ha sido muy estúpido por tu parte -dijo ella con la voz quebrada-. Podría haberte matado.

A él se le cerraron los ojos. Estaba perdiendo la conciencia por momentos. Tenía que suturarle la herida y para eso necesitaba llevárselo de allí. Pero era imposible que consiguiera arrastrarlo hasta el coche sola; necesitaba ayuda.

Intentó llamar desde el móvil, pero no había señal. Con el corazón acelerado, dio un vistazo a la habitación. Era una sala desierta; en ella solo había un viejo escritorio metálico.

Ella abrió los cajones y encontró material de oficina.

– Unas tijeras y un rollo de cinta adhesiva. -Suspiró aliviada. Era cinta de embalar, resistente, serviría. Cogió el material y se acercó corriendo a Daniel, y esta vez no le importó pasar por encima de Mansfield. Le pisó la pierna y se arrodilló frente a Daniel-. Voy a suturarte la herida. Aguanta.

De su bolsillo sacó los guantes que él antes había dejado esparcidos por el suelo del coche. Tiró de uno con fuerza y pronto hubo cerrado a tres bandas el agujero de su pecho.

– Tengo que moverte. Te dolerá. Lo siento. -Lo colocó de lado con tanta suavidad como pudo, le cortó la espalda de la camisa y respiró aliviada. La bala había salido tal como había entrado; por suerte no se había quedado dando vueltas dentro de su cuerpo. Repitió el proceso con rapidez. En pocos segundos de la herida había dejado de manar tanta sangre y junto con el pulso de Daniel también el suyo se regularizó.

– Alex.

– Deja de hablar -le aconsejó-. Conserva el aliento.

– Alex.

– Quiere decirte que te vuelvas a mirarme.

Alex se volvió sobre sus rodillas y miró hacia la puerta. Entonces lo comprendió.

– El número siete -dijo en tono quedo, y Toby Granville sonrió. La sangre le resbalaba por las mejillas a causa de lo que desde el otro extremo de la sala parecía una herida en la sien producida por un objeto contundente. En la mano llevaba un pequeño revólver. Alex observó que tenía la mirada ensombrecida por el dolor; esperaba que sufriera mucho.

– De hecho, soy el número uno. Dejé que Simon creyera que era él porque el muy cabrón estaba mal de la cabeza y daba miedo. -Miró a Mansfield con desdén-. Y tú eres un cagado -masculló antes de volver a centrar su atención en Alex-. Trae aquí la pistola de Mansfield, y luego la de Vartanian.

Ella hizo lo que le pedía para ganar tiempo.

»-No estabas… en la lista -musitó Daniel-. Eres demasiado mayor, tienes mi edad.

– No. Tengo la edad de Simon -explicó Granville-. Me salté unos cuantos cursos y me gradué en Bryson antes de que lo echaran a él. Simon y yo solíamos bromear sobre lo importantes que éramos, porque teníamos un club y justo habíamos empezado los estudios secundarios. Todo el mundo pensaba que había sido idea suya, porque el muy cabrón estaba un poco desequilibrado. Pero, de hecho, la idea fue mía. Simon era mío. Hacía todo lo que yo le pedía y siempre creía que lo había hecho por voluntad propia. Jared también podría haber sido mío, pero bebía demasiado. Ninguno de los otros tenía agallas suficientes. -Con movimientos teñidos de rojo, Granville se agachó para recoger las dos pistolas que Alex había deslizado por el suelo.

En el momento en que bajó los ojos, ella tomó la pistola de su espalda y disparó, y la primera vez le dio a la pared. El yeso saltó mientras la segunda bala alcanzaba su objetivo, igual que la tercera, la cuarta y la quinta. Granville se desplomó, pero seguía respirando y aferrando el revólver.

– Suelta la pistola -le ordenó ella-. Suéltala o te mataré.

– No lo harás -repuso él-. No eres… capaz de… asesinar a… sangre fría.

– Eso es lo que creía Mansfield -soltó Alex con frialdad. Levantó el arma-. Suelta la pistola o disparo.

– Acompáñame fuera… y soltaré la pistola.

Alex le lanzó una mirada llena de incredulidad.

– Estás loco. No pienso ayudarte.

– Entonces nunca sabrás… dónde tengo a Bailey.

Ella alzó la barbilla y entornó los ojos.

– ¿Dónde está?

– Sácame de aquí… y te lo diré.

– Es… probable que tenga… un barco -dijo Daniel con una mueca-. No lo hagas.

– Bailey -la tentó Granville.

Tras ella, Daniel respiraba con agitación. Tenía que llevarlo al hospital.

– No tengo tiempo para tonterías. -Alex apuntó al corazón de Granville, pero él tenía razón. Una cosa era matar a un hombre en defensa propia y otra asesinarlo a sangre fría cuando además estaba herido. Claro que… sí que era capaz de dispararle.

Alex apuntó y apretó el gatillo, y Granville gritó. Ahora la sangre manaba de su muñeca, pero tenía la mano abierta y la pistola estaba en el suelo. Alex se la guardó en el bolsillo y se arrodilló junto a Daniel mientras con una mano buscaba las esposas y con la otra, su pulso. Era muy débil, terriblemente débil.

Seguía teniendo mal color y cada vez que tomaba aire tenía que hacer un verdadero esfuerzo. Sin embargo, por lo menos la herida había dejado de sangrarle.

– Tengo que conseguir como sea ayuda para ti y no me fío de que no te haga daño mientras yo estoy fuera. Pero no puedo matarlo; lo siento.

– No lo sientas, puede que luego lo necesitemos. Ponle las esposas… con las manos a la espalda. -Daniel la aferró por la chaqueta con la mano ensangrentada cuando se disponía a levantarse-. Alex.

– Cállate. Si no te llevo al hospital, te morirás. Pero él no la soltaba.

– Alex -volvió a susurrar, y ella se le acercó más-. Te adoro… cuando eres tan dura.

A ella se le puso un nudo en la garganta y le estampó un beso en la frente. Luego se irguió con expresión severa.

– Yo a ti también te adoro -susurró a su vez-. Cuando no te haces el héroe y estás a punto de morirte. Deja de hablar, Daniel.

Se dispuso a ponerle las esposas a Granville. Costaba más de lo que parecía y cuando consiguió ponerlo de espaldas estaba jadeando y empapada con su sangre.

– Espero que te pudras en la cárcel una buena temporada.

– Crees… que lo sabes todo. -Inspiró con lentitud-. Pero no sabes nada. Hay… más.

Ella levantó la cabeza y asió la pistola.

– ¿Más? ¿Dónde? -preguntó, alarmada.

Los ojos de Granville ya no miraban a ninguna parte. Había perdido mucha sangre.

– Simon era mío -masculló-. Pero yo era de alguien más.

Entonces, aturdido, levantó la mirada, y sus ojos se abrieron mucho a causa del miedo.

Ella estaba a punto de volverse a mirar atrás, pero se interrumpió al notar el frío metal contra la sien.

– Gracias, señorita Fallon -le susurró una voz al oído-. Yo me quedaré con la pistola. -Le oprimió la muñeca hasta que sus dedos se abrieron y la pistola cayó al suelo de hormigón-. Las cosas terminan muy bien. A Davis lo han arrestado. Mansfield está muerto y… -Disparó y a Alex le dio un vuelco el estómago cuando la cabeza de Granville explotó contra el suelo-. Y Granville también. De los siete no queda ninguno.

– ¿Quién eres? -preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

– Ya lo sabes -respondió él en tono quedo, y Alex supo que nunca hasta aquel momento había sentido auténtico miedo. La obligó a ponerse en pie-. Ahora vendrás conmigo.

– No. -Ella forcejeó y él volvió a ponerle la pistola contra la cabeza-. Tengo que ir a buscar ayuda para Daniel. No le diré a nadie que estás aquí. Puedes marcharte, no te detendré.

– No, no lo harás. Nadie me detendrá. Pero no dejaré que te marches. Tengo otros planes para ti.

La forma en que lo dijo hizo que se le doblaran las rodillas.

– ¿Por qué? Yo no te conocía, como Gemma y las demás.

– No, tú no. Pero morirás igual.

Un sollozo volvía a formarse dentro de sí, pero esta vez se mezclaba con el terror.

– ¿Por qué?

– Por tu cara. Todo empezó con Alicia. Y terminará contigo.

Alex se mostró fría y serena.

– ¿Me matarás para conseguir un desenlace triunfal?

Él se echó a reír.

– Por eso, y para hacer sufrir a Vartanian.

– ¿Por qué? Él nunca te ha hecho ningún daño.

– Pero Simon sí. Como no puedo hacerle daño a Simon, Daniel tendrá que soportar su castigo.

– Igual que tú has soportado el castigo por lo que hizo Jared -musitó ella.

– Veo que lo entiendes. Es justo.

– Pero matarme a mí no lo es -dijo ella, tratando de conservar la calma-. Yo nunca he hecho daño a nadie.

– Eso es cierto. Pero a estas alturas da igual. Morirás, igual que las otras. Y gritarás. Gritarás mucho. -La arrastró hacia atrás y ella se resistió con todas sus fuerzas.

– Hemos pedido refuerzos -le espetó-. No te saldrás con la tuya.

– Sí, sí que lo haré. Espero que no te marees en los barcos.

El río. Iba a llevársela en una barca por el río.

– No. No iré como una oveja al matadero. Si me quieres, tendrás que arrastrarme de los pelos.

Él quiso matar a Daniel. Pero para hacerlo tenía que apartar la pistola de su sien. Era la única oportunidad que tenía. En el segundo en que notó disminuir la presión en la sien, se volvió y trató de arañarle en la cara. Él la soltó de repente y durante unos instantes ella se quedó demasiado sorprendida para hacer algo.

Entonces pestañeó al oírse el último disparo. Solo tuvo un momento para mirar a la cara al… repartidor de periódicos… antes de que se desplomara en el suelo. Anonadada, ella lo observó caer y se fijó en el limpio agujero de su frente.

– Es el repartidor de periódicos. -Se estremeció al reparar en cuan de cerca la había estado vigilando O'Brien. Luego levantó la cabeza y ahogó un grito. Un hombre con el rostro sucio y ensangrentado sostenía la pistola de O'Brien en la mano y avanzaba haciendo eses.

Alex lo miró mejor.

– ¿Reverendo Beardsley?

Él asintió con seriedad.

– Sí. -Se apoyó en la puerta y se dejó caer al suelo, y al hacerlo depositó con cuidado la pistola de O'Brien a su lado.

Alex miró el agujero de la frente del hombre y se volvió de nuevo hacia Beardsley.

– ¿Le ha disparado? ¿Cómo ha podido dispararle? Estaba… detrás de él. -Ella se dio la vuelta y vio que, lentamente, Daniel bajaba la cabeza al suelo. En la mano sostenía el revólver de seguridad-. ¿Le has disparado tú? -Daniel asintió una vez y no dijo nada. Alex se asomó al pasillo y miró hacia ambos lados-. ¿Hay alguien más con una pistola?

– Creo que no -respondió Beardsley, y la aferró por la pierna-. ¿Bailey?

– Granville ha dicho que estaba viva.

– Hace una hora, sí -dijo Beardsley.

– Lo averiguaré. Ahora tengo que ir a buscar ayuda.

Con el móvil de Daniel bien sujeto en la mano, Alex corrió hasta que vio la luz colarse por el ventanuco de la puerta exterior. Se detuvo un momento; la claridad casi la cegaba. Entonces abrió la puerta y salió, y respiró con más profundidad de lo que lo había hecho en toda su vida.

– Alex. -Luke se le acercó corriendo-. Estás herida -gritó-. Deja que te vean los médicos.

Ella pestañeó, perpleja, cuando unos hombres se le acercaron con una camilla.

– Yo no -soltó-. El que está herido es Daniel. Está en estado crítico. Tienen que trasladarlo a un centro de traumatología de nivel uno. Les mostraré dónde está. -Se echó a correr, la adrenalina movía sus músculos-. Bailey se ha escapado.

– Ya lo sé -repuso Luke, que corría a su lado. Detrás de ellos, la camilla chirriaba-. La he encontrado. Está viva; no en muy buen estado, pero viva.

Alex sabía que sentiría el alivio por la noticia cuando Daniel estuviera en la camilla.

– Beardsley también está aquí. Está vivo. Es posible que sea capaz de caminar, pero también está mal.

Llegaron a la sala del final del pasillo y Luke se detuvo en seco al ver los tres cadáveres que cubrían el suelo.

– Virgen santísima -susurró-. ¿Tú has hecho todo esto?

Una risa histérica amenazó con brotar de donde antes había notado formarse el sollozo. Los médicos estaban colocando a Daniel sobre la camilla y ella podía por fin volver a respirar.

– Casi todo. He matado a Mansfield y he herido a Granville, pero ha sido O'Brien quien lo ha matado.

Luke asintió.

– Muy bien. -Empujó a O'Brien con el pie-. ¿Y a este?

– Beardsley le ha quitado la pistola y Daniel le ha disparado en la cabeza. -La sonrisa casi le dividía el rostro en dos mitades-. Creo que no lo hemos hecho mal del todo.

Luke le devolvió la sonrisa.

– Yo también creo que no lo habéis hecho mal.

Sin embargo, Beardsley no sonreía. En vez de eso, sacudió la cabeza.

– Habéis llegado demasiado tarde -dijo en tono cansino. Alex y Luke se pusieron serios al instante.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Alex.

Beardsley se colocó contra la pared hasta que fue capaz de sostenerse en pie.

– Venid conmigo.

Alex dirigió una mirada a Daniel y lo siguió, con Luke posándole una mano en la espalda.

Beardsley tiró de la primera puerta de la izquierda. La celda estaba abierta pero no vacía. Alex se quedó horrorizada. Lo que vio quedaría grabado en su mente para siempre.

Una muchacha yacía sobre un fino colchón. Tenía el brazo encadenado a la pared. Estaba muy flaca, se le marcaban claramente los huesos. Tenía los ojos muy abiertos y en su frente se veía un pequeño agujero redondo. Debía de tener, como mucho, unos quince años.

Alex entró corriendo, se arrodilló frente a ella y palpó con los dedos su delgado cuello en busca del pulso. La chica todavía estaba caliente. Miró a Luke, abrumada.

– Está muerta. Debe de llevar muerta una hora.

– Todas están muertas -dijo Beardsley con aspereza-. Todas las que quedaron.

– ¿Cuántas había? -preguntó Luke con voz ronca de furia.

– He contado siete disparos. Bailey…

– Ella está viva -dijo Luke-. Y consiguió llevarse consigo a una chica.

Beardsley dejó caer los hombros.

– Gracias a Dios.

– ¿Qué lugar es este? -preguntó Alex.

– Traficaban con humanos -respondió Luke de modo sucinto, y Alex se lo quedó mirando boquiabierta.

– ¿Quieres decir que todas esas chicas…? Pero ¿por qué las han matado? ¿Por qué?

– No tenían tiempo de sacarlas de aquí -dijo Beardsley en tono inexpresivo-. Y no querían que hablaran.

– ¿Quién es el responsable de esto? -preguntó Alex entre dientes.

– El hombre al que llamas Granville. -Beardsley se apoyó en la pared y cerró los ojos, y entonces Alex reparó en la mancha oscura de su camisa. Se estaba extendiendo.

– Le han disparado -dijo, y se dispuso a ayudarlo.

Él extendió el brazo.

– El policía está peor que yo.

– ¿Cuántas chicas han conseguido sacar de aquí? -preguntó Luke, y Alex observó en su rostro la misma cólera salvaje que observara la noche del tiro al blanco.

– Cinco o seis -respondió Beardsley-. Se las han llevado por el río.

– Avisaré a la policía local y a los patrulleros -se ofreció Luke-. Y a los guardacostas.

Por detrás de ellos pasó Daniel, tendido en la camilla.

– Ve con él -dijo Beardsley-. Yo me pondré bien.

Otra camilla entró por donde lo habían hecho ellos.

– Estos médicos vienen por usted. -Tomó la mano de Beardsley-. Gracias, me ha salvado la vida.

Él asintió; su mirada era fría e inexpresiva.

– De nada. Dile a Bailey que iré a visitarla.

– Lo haré.

Luego Alex y Luke siguieron la camilla de Daniel hasta el exterior, mirándose el uno al otro. Cinco víctimas más. A Alex le entraron ganas de gritar, pero al final se situó al lado de Daniel, le tomó la mano y se dirigió con él hacia la luz del sol.


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