Atlanta, lunes, 29 de enero, 22.15 horas.
Daniel Vartanian detuvo el coche en el camino de entrada de su casa.
– ¿Se encuentra bien? -En la oscuridad de la cabina, su voz sonó profunda y sosegada-. Ha estado muy callada.
Era cierto; había estado muy callada mientras se esforzaba por procesar los pensamientos y los miedos en los que su mente se debatía.
– Estoy bien, he estado pensando. -Se acordó de sus modales-. Gracias por acompañarme esta noche -dijo-. Ha sido muy amable.
Daniel tenía la mandíbula tensa cuando, tras rodear el coche, abrió la puerta del acompañante. Ella lo siguió hasta la casa y aguardó a que desconectara la alarma.
– Entre. Le devolveré la chaqueta.
– Y el bolso.
Él sonrió con desánimo.
– Ya sabía yo que no se le iba a olvidar.
Riley se irguió y volvió a bostezar. Cruzó la habitación con paso cansino y se dejó caer a los pies de Alex. A Vartanian estuvo a punto de escapársele la risa.
– Y eso que no es una chuleta de cerdo -musitó.
Alex se agachó para rascar las orejas a Riley.
– ¿Ha dicho «chuleta de cerdo»?
– Es una broma entre Riley y yo. Voy por el abrigo. -Suspiró-. Y el bolso.
Alex lo observó marcharse y sacudió la cabeza. Nunca había comprendido del todo a esas criaturas llamadas hombres. Claro que tampoco tenía mucha práctica. Richard había sido su primera pareja sin contar a Wade, y a este nunca lo tenía en cuenta. Eso sumaba… una. Y ¿no era Richard todo un ejemplo de delicadeza para con el sexo opuesto? Más bien… no.
Al pensar en Richard siempre se desanimaba. Le había fallado casándose con él, nunca había logrado comportarse como la persona que él necesitaba ni ser la clase de esposa que ella misma habría deseado.
A Hope no le fallaría. La hija de Bailey tendría como mínimo una vida digna, con o sin su madre. Ahora, además de asustada se sentía alicaída. Miró alrededor buscando en la sala de estar de Vartanian algo que la distrajera y se fijó en el cuadro colgado detrás del mueble bar. Le pareció gracioso.
– ¿Qué pasa? -preguntó él mientras aguardaba con la chaqueta de Alex doblada sobre el brazo, como si fuera un maître.
– El cuadro.
Él sonrió; el gesto lo rejuvenecía.
– Eh, Perros jugando al póquer es un clásico.
– No lo sabía. Lo hacía un hombre de gustos artísticos más sofisticados.
La sonrisa de Daniel se desvaneció.
– No me tomo el arte muy en serio.
– A causa de Simon -dijo ella en tono quedo. El hermano de Daniel había sido artista.
Lo poco que quedaba de su sonrisa terminó de extinguirse e hizo que su semblante se tornara serio y angustiado.
– Lo sabe.
– He leído los artículos en internet. -Leyó que Simon había asesinado a varias personas, entre las que se encontraban los padres de Daniel. Leyó cómo Daniel contribuyó a la captura y la muerte de Simon.
«Te veré en el infierno, Simon.» Tenía que decírselo.
– Agente Vartanian, tengo cierta información que debe conocer. Esta mañana, al salir del depósito de cadáveres, he ido a casa de Bailey. Allí he conocido a un hombre, un pastor, y también un militar.
Él se sentó en un taburete del mueble bar, depositó la chaqueta y el bolso sobre la barra y centró sus intensos ojos azules en el rostro de Alex.
– ¿Un pastor y un militar han ido a casa de Bailey?
– No. El pastor es militar, es capellán del ejército. Bailey tenía un hermano mayor. Se llamaba Wade. Murió hace un mes en Iraq.
– Lo siento.
Ella frunció el entrecejo.
– Yo no estoy segura de sentirlo. Supongo que lo considerará muy feo por mi parte.
Algo en su mirada se tornó compasivo.
– No, en absoluto. ¿Qué le ha dicho el capellán?
– El padre Beardsley estaba con Wade cuando murió. Escuchó su última confesión y escribió tres cartas que él le dictó, una dirigida a mí, otra a su padre y la última a Bailey. Beardsley envió las cartas para Bailey y para su padre a la casa donde Bailey aún vive. No envió la mía porque no tenía mi dirección. Me la ha dado hoy.
– Bailey debió de recibir las cartas hace unas semanas. Resulta interesante la coincidencia de fechas.
– Le dije a Beardsley que Bailey había desaparecido pero él no quiso revelar lo que Wade le había dicho en su última confesión. Le rogué que me contara algo, cualquier cosa que pudiera ayudarme a encontrar a Bailey, algo que no considerara confidencial. Antes de morir, Wade dijo: «Te veré en el infierno, Simon».
Exhaló un suspiro y observó que Vartanian palidecía.
– ¿Wade conocía a Simon?
– Eso parece. Usted también sabe más cosas de las que me ha dicho, agente Vartanian, se le nota en la cara. Quiero saber qué es.
– Hace una semana asesiné a mi hermano, si eso no se me notara en la cara no sería humano.
Alex frunció el ceño.
– No lo mató usted, en el artículo ponía que lo hizo otro detective.
Él parpadeó.
– Los dos disparamos a la vez. El otro tío tuvo más suerte, eso fue todo.
– O sea que no piensa contármelo.
– No hay nada que contar. ¿Por qué está tan segura de que sé más cosas?
Alex entrecerró los ojos.
– Porque ha sido demasiado amable conmigo.
– Y un hombre siempre lleva segundas intenciones -soltó él en tono sombrío.
Ella se despojó de la chaqueta de piel.
– Según mi experiencia, así es.
Él descendió del taburete y se situó delante de Alex, casi pegado a ella, de manera que se vio forzada a levantar mucho la cabeza.
– He sido amable con usted porque creía que necesitaba un amigo.
Ella alzó los ojos en señal de exasperación.
– Qué bien. Parece que llevo tatuada la palabra «imbécil» en la frente.
Los ojos azules de Daniel emitieron un centelleo.
– De acuerdo. He sido amable con usted porque creo que tiene razón; la desaparición de Bailey guarda algún tipo de relación con la mujer a quien ayer encontramos muerta, y me avergüenza que el sheriff de Dutton, a quien consideraba mi amigo, no haya levantado un puto dedo para ayudar a ninguno de los dos. Esa es la verdad, Alex, lo acepte o no.
«No puedes aceptar la verdad.» Igual que le había ocurrido por la mañana, la sentencia surgió de la nada, y Alex cerró los ojos para disipar el pánico. Cuando volvió a abrirlos vio que Daniel todavía la miraba, con idéntica intensidad que antes.
– Muy bien -musitó-. Le creo.
Él se le acercó más. Demasiado.
– Me alegro, porque también hay otra razón.
– Dígamela -ordenó ella con voz glacial a pesar de la velocidad a la que su corazón había empezado a latir.
– Me gustas. Quiero seguir contigo cuando ya no estés muerta de miedo ni te sientas vulnerable. Además, te admiro por cómo llevas la situación… y por cómo la llevaste entonces.
Ella alzó la barbilla.
– ¿Entonces?
– Tú has leído los artículos que hablan de mí, Alex, y yo he leído los que hablan de ti.
Un súbito rubor encendió las mejillas de Alex. Sabía lo de su crisis nerviosa, lo de su intento de suicidio. Tenía ganas de apartar la mirada, pero no quería ser la primera en hacerlo.
– Ya lo comprendo.
Él buscó el contacto con sus ojos, luego sacudió la cabeza.
– No, no creo que lo comprendas, y tal vez de momento sea lo mejor. -Se irguió y retrocedió un paso, y ella respiró hondo-. Así que Wade conocía a Simon -prosiguió él-. ¿Tenían la misma edad?
– Estudiaron juntos en el instituto Jefferson, iban a la misma clase. -Frunció el entrecejo-. Sé que tienes una hermana de mi misma edad, sin embargo ella estudió en la academia Bryson.
– Igual que yo, e igual que Simon al principio. Mi padre también estudió allí, y el padre de mi padre.
– Bryson era una escuela cara. Supongo que todavía lo es.
Daniel se encogió de hombros.
– Nos sentíamos cómodos allí.
Alex sonrió con ironía.
– Claro, porque erais ricos. Esa escuela costaba más que muchas universidades. Mi madre trató de matricularnos allí con una beca, pero nuestros antepasados no lucharon junto a Lee y Stonewall.
Alex pronunció las palabras con acento del sur, y Daniel también sonrió con ironía.
– Tienes razón, nuestra posición económica era buena. Simon no llegó a graduarse en Bryson -explicó-. Lo expulsaron y tuvo que seguir estudiando en Jefferson.
En una escuela pública.
– Menuda suerte tuvimos -soltó Alex-. Así fue como Wade y Simon se conocieron.
– Supongo que sí. Para entonces yo ya me había marchado a estudiar a la universidad. ¿Qué decía la carta que te escribió Wade?
Ella se encogió de hombros.
– Me pedía perdón y me deseaba suerte en la vida.
– ¿Por qué te pedía perdón?
Alex sacudió la cabeza.
– Puede ser por varias cosas, no lo especificaba.
– Pero tú te inclinas por una -repuso él, y Alex arqueó las cejas.
– Recuérdame que nunca juegue al póquer contigo. Me parece que los congéneres de Riley llevan una velocidad más parecida a la mía.
– Alex.
Ella soltó un resoplido.
– De acuerdo. Alicia y yo éramos gemelas, idénticas.
– Sí -dijo él en tono burlón-, lo he descubierto esta mañana.
Ella sonrió con compasión.
– Te prometo que no tenía ninguna intención de asustarte. -Daniel ocultaba algo, pero de momento le seguiría el juego-. ¿Te han contado alguna vez historias sobre gemelas que se hacen pasar la una por la otra? Alicia y yo lo pusimos en práctica unas cuantas veces. Creo que mi madre siempre nos distinguía. Alicia era más de la fiesta; yo siempre fui más sensata.
– No me digas -le espetó en tono impasible, y a su pesar Alex se echó a reír.
– A veces nos cambiábamos de sitio en los exámenes, hasta que los profesores se dieron cuenta. A mí me sabía muy mal engañarlos, me sentía culpable, así que acabé confesando. Alicia se puso frenética. Yo era un muermo, las fiestas me parecían un palo, así que Alicia decidió empezar a salir sola. La cola de sus pretendientes llegaba de Dutton a Atlanta, ida y vuelta. A veces quedaba en dos sitios a la vez. En una ocasión acudí yo en su lugar.
Daniel se puso serio de repente.
– No me gusta nada el cariz que está tomando esto.
– Fui a la fiesta que menos le gustaba; ella prefería ir a la otra pero no quería que la excluyeran de la siguiente celebración. Wade estaba allí. A él no lo invitaban a las fiestas de categoría, pero siempre lo deseó. Se lanzó a por Alicia. A por mí.
Daniel hizo una mueca.
– Qué desagradable.
Era cierto; había resultado muy desagradable. Hasta ese momento nadie la había tocado y Wade no se comportó precisamente con delicadeza. Aún se le revolvía el estómago al recordarlo.
– Sí. Claro que no éramos parientes en sentido estricto, mi madre no llegó a casarse con su padre. Aun así fue soez. -Y aterrador.
– Y tú, ¿qué hiciste?
– Mi primera reacción fue darle un puñetazo. Le rompí la nariz. Luego le pegué un rodillazo en… ya sabes.
Vartanian se estremeció.
– Sí, ya sé.
Alex aún podía ver a Wade en el suelo hecho un ovillo, insultándola y sangrando.
– Los dos estábamos horrorizados. Luego su horror se convirtió en humillación; yo seguía horrorizada.
– ¿Qué ocurrió? ¿Tuvo problemas?
– No. A Alicia y a mí nos castigaron sin salir durante un tiempo pero Wade se fue de rositas.
– No es justo.
– Así era la vida en casa. -Alex examinó el rostro de Daniel. Seguía habiendo algo… No obstante, él jugaba mejor al póquer-. No esperaba que fuera a disculparse en el lecho de muerte. Supongo que uno nunca sabe cómo va a reaccionar cuando La Par ca llama a su puerta.
– Imagino que no. Oye, ¿tienes la dirección del capitán capellán?
– Claro. -Alex la buscó en su bolso-. ¿Por qué?
– Porque quiero hablar con él. Me parece demasiada casualidad que apareciera en el momento oportuno. En cuanto a mañana…
– ¿Mañana?
– Sí. Tu prima se marcha mañana, ¿verdad? ¿Qué te parece si voy por la noche a tu casa con Riley para que tu sobrina lo conozca? Podría encargar una pizza o algo para picar, así sabremos si a Hope le gustan los perros antes de llevarla a ver a la hermana Anne.
Ella pestañeó, algo perpleja. No pensaba que hablara en serio. Luego recordó el tacto de aquellas manos sobre sus hombros, dándole apoyo cuando las rodillas le flaqueaban. Tal vez después de todo Daniel Vartanian fuera un caballero.
– Me parece bien. Gracias, Daniel. Es una cita, ¿no?
Él negó con la cabeza y su semblante se demudó; casi parecía estar advirtiéndole que no se atreviera a llevarle la contraria.
– De eso nada. En las citas no hay niños, ni perros. -Su mirada era seria e hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Alex. Claro que había sido un escalofrío muy agradable, pensó; como aquellos que hacía mucho tiempo que no sentía-. Y mucho menos monjas.
Alex tragó saliva, convencida de que tenía las mejillas más rojas que un tomate.
– Ya.
Él llevó la mano hacia su rostro y vaciló un momento antes de acariciarle el labio inferior con el pulgar. Alex volvió a estremecerse, esta vez con mayor intensidad.
– Creo que ahora empiezas a comprender -musitó él, y de pronto su expresión cambió. Sacó el teléfono móvil del bolsillo. Al parecer lo había notado vibrar y eso había disipado un clima que se estaba poniendo interesante.
– Vartanian. -Su semblante se tornó inexpresivo. Se trataba de su caso. Alex recordó a la mujer del depósito de cadáveres y se preguntó quién sería y si al fin alguien la había echado en falta-. ¿Cuántas entradas compró? -preguntó, luego negó con la cabeza-. No, no hace falta que lo deletrees. Conozco a la familia. Gracias, me has ayudado mucho.
Colgó y volvió a asombrarla al quitarse la sudadera y dirigirse corriendo a la escalera. Por el camino formó un ovillo con la prenda y la lanzó cual pelota de baloncesto al orificio de la pared que conectaba con la cesta de la ropa sucia. Falló, pero no se detuvo para volver a intentarlo.
– Quédate aquí -dijo y volvió la cabeza-. Enseguida vuelvo.
Con los ojos como platos y la boca abierta, lo observó desaparecer por la escalera. Aquel hombre tenía una bonita espalda, ancha y musculosa, de piel suave y bronceada. El fugaz vistazo que había dado a su pecho tampoco le produjo mala impresión. «Joder.» No había nada de aquel hombre que le produjera mala impresión. Alex se percató de que acababa de estirar el brazo como si quisiera tocarlo. «Qué ridículo.» Pensó en la mirada de sus ojos en el instante anterior a que sonara el móvil. «Puede que no sea tan ridículo al fin y al cabo.»
Exhaló un suspiro trémulo y recogió la sudadera, y cedió al impulso de olería antes de arrojarla a la cesta de la ropa sucia. «Ten cuidado, Alex.» ¿Cómo lo había llamado él? «Un terreno poco conocido.» Cariacontecida, dio una ojeada a la escalera, consciente de que era probable que al llegar arriba él se hubiera quitado los pantalones. «Poco conocido, sí; pero, joder, qué apasionante.»
En menos de dos minutos él bajó saltando los escalones, vestido con su traje oscuro y colocándose bien la corbata. Sin aminorar la marcha, recogió el bolso de Alex y siguió avanzando.
– Ponte la chaqueta y ven. Te seguiré hasta Dutton.
– No hace falta -empezó ella, pero él ya se encontraba en la puerta.
– Lo haré de todos modos. Mañana iré con Riley a tu casa sobre las seis y media. -Le abrió la puerta del coche y aguardó a que ella se hubiera abrochado el cinturón de seguridad antes de cerrarla.
Ella bajó la ventanilla.
– Daniel -lo llamó.
Él se volvió a mirarla mientras seguía caminando.
¿Qué?
– Gracias.
Estuvieron a punto de fallarle las piernas.
– De nada. Hasta mañana por la noche.
Dutton, lunes, 29 de enero, 23.35 horas.
Daniel se apeó del coche y miró la casa de la colina con una mueca. Aquello no pintaba bien. Janet Bowie había utilizado una tarjeta de crédito para pagar su entrada a Fun-N-Sun y siete más, las de un grupo de niños.
Ahora tenía que decirle a Robert Bowie, congresista del estado, que creían que su hija había muerto. Subió con paso cansino la empinada escalera que conducía a la mansión de los Bowie y llamó al timbre.
Un joven sudoroso vestido con un pantalón corto de deporte abrió la puerta. ¿Sí?
Daniel le mostró la placa.
– Soy el agente especial Vartanian, de la Agen cia de Investigación de Georgia. Necesito hablar con el congresista Bowie y su esposa.
El hombre entrecerró los ojos.
– Mis padres están durmiendo.
Daniel pestañeó.
– ¿Michael? -Habían pasado casi dieciséis años desde la última vez que lo viera. Cuando Daniel se marchó a estudiar a la universidad, Michael Bowie era un escuálido chico de catorce años. Ahora, en cambio, no estaba precisamente delgado-. Lo siento, no te había reconocido.
– En cambio tú no has cambiado en absoluto. -Por el tono en que pronunció las palabras, podían ser consideradas tanto un cumplido como un insulto-. Tendrás que volver mañana.
Daniel colocó la mano en la puerta cuando Michael se dispuso a cerrarla.
– Tengo que hablar con tus padres -repitió con voz queda pero decidida-. Si no fuera importante, no estaría aquí.
– Michael, ¿quién se atreve a llamar a la puerta a estas horas? -dijo alguien con voz potente.
– La policía del estado. -Michael retrocedió y Daniel entró en el gran recibidor de casa de los Bowie, una de las pocas mansiones de antes de la guerra de Secesión que los yanquis no habían llegado a incendiar.
El congresista se estaba atando el cinturón del batín. Tenía el semblante impertérrito, pero en sus ojos Daniel entrevió cierto temor.
– Daniel Vartanian. Me habían dicho que hoy estabas en la ciudad. ¿En qué puedo ayudarte?
– Siento importunarle a estas horas de la noche, congresista -empezó Daniel-. Estoy investigando el asesinato de una mujer a quien ayer encontraron en Arcadia.
– Donde la carrera ciclista. -Bowie asintió-. Lo he leído hoy en el Review.
Daniel exhaló un quedo suspiro.
– Creo que la víctima podría ser su hija, señor.
Bowie retrocedió, sacudiendo la cabeza.
– No, no es posible. Janet está en Atlanta.
– ¿Cuándo vio por última vez a su hija, señor?
Bowie apretó la mandíbula.
– La semana pasada, pero su hermana habló con ella ayer por la mañana.
– ¿Puedo hablar con su otra hija, señor Bowie? -preguntó Daniel.
– Es tarde, Patricia está durmiendo.
– Ya sé que es tarde, pero si estamos equivocados tenemos que saberlo cuanto antes para seguir investigando la identidad de esa mujer. Alguien está esperando a que regrese a casa, señor.
– Lo comprendo. ¡Patricia! Baja. Y vístete decentemente.
Arriba se abrieron dos puertas. La señora Bowie y una joven bajaron la escalera, esta última con aire vacilante.
– ¿De qué va todo esto, Bob? -preguntó la señora Bowie. Frunció el entrecejo al reconocer a Daniel-. ¿Por qué ha venido? ¿Bob?
– Tranquilízate, Rose. Se trata de un error y vamos a aclararlo ahora mismo. -Bowie se volvió hacia la joven-. Patricia, me dijiste que habías hablado con Janet ayer por la mañana. Dijiste que estaba enferma y que no iba a venir a cenar.
Patricia pestañeó con cara de inocente y Daniel suspiró para sus adentros. «Las hermanas se encubren entre sí.»
– Janet me dijo que tenía la gripe. -Patricia sonrió con aire experimentado-. ¿Qué pasa? ¿Le han puesto una multa? Eso es muy típico de Janet.
Bowie se puso tan pálido como su esposa.
– Patricia -dijo con voz quebrada-, el agente Vartanian está investigando un asesinato. Cree que la víctima es Janet. No nos ocultes información.
Patricia se quedó boquiabierta.
– ¿Qué?
– ¿De verdad hablaste con tu hermana, Patricia? -preguntó Daniel en tono amable.
Los horrorizados ojos de la chica se llenaron de lágrimas.
– No, me pidió que le contara a todo el mundo que estaba enferma, que tenía otro compromiso. Pero no puede ser ella. No puede ser.
La señora Bowie, presa de pánico, emitió una especie de grito.
– Bob.
Bowie rodeó a su esposa con el brazo.
– Michael, trae una silla para tu madre.
Michael ya había hecho lo propio y ayudó a su madre a sentarse mientras Daniel se centraba en Patricia.
– ¿Cuándo te pidió que mintieras por ella?
– El miércoles por la noche. Dijo que iba a pasar el fin de semana con… unos amigos.
– Esto es importante, Patricia. ¿Qué amigos? -la presionó Daniel. Por el rabillo del ojo vio a la señora Bowie hundirse en la silla con evidente temblor.
Patricia miró a sus padres con abatimiento mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas.
– Tiene novio y sabía que a vosotros no os parecería bien. Lo siento.
Bowie, con el rostro céreo, miró a Daniel.
– ¿Qué necesitas de nosotros, Daniel?
– Me hace falta un poco de pelo de su cepillo. Tendremos que registrar el dormitorio que ocupa cuando se aloja aquí, para tomar las huellas. -Vaciló-. También necesito el nombre de su dentista.
Bowie palideció aún más; no obstante, tragó saliva y asintió.
– Lo tendrás.
– Dios mío. No debimos permitir que alquilara ese piso en Atlanta. -La señora Bowie estaba llorando y se balanceaba mientras se cubría el rostro con las manos.
– ¿Alquiló un piso en Atlanta? -preguntó Daniel.
Bowie asintió con un gesto casi imperceptible.
– Toca en una orquesta.
– Es violoncelista -afirmó Daniel en voz baja-. Y ¿vuelve a casa los fines de semana?
– Casi siempre llega el domingo por la noche. Suele venir a cenar a casa. -Bowie apretó la mandíbula; se esforzaba por mantener la compostura-. Bueno, últimamente no tanto. Se está haciendo mayor, y se está distanciando, pero solo tiene veintidós años. -Se derrumbó y bajó la barbilla al pecho. Daniel apartó la mirada y le concedió intimidad para expresar su pena.
– Su dormitorio está arriba -musitó Michael.
– Gracias. Pediré que envíen una furgoneta de la policía científica lo antes posible. Patricia, necesito que me cuentes todo lo que sabes sobre Janet y su novio. -Daniel posó la mano en el brazo de Bob Bowie-. Lo siento, señor.
Bowie hizo un brusco gesto afirmativo sin pronunciar palabra.
Dutton, martes, 30 de enero, 00.55 horas.
– ¿Qué está pasando aquí?
Daniel se detuvo en seco. Una oleada de ira empezó a invadirlo, pero se contuvo.
– Vaya, vaya, usted debe de ser el esquivo sheriff Loomis. Deje que me presente, soy el agente especial Daniel Vartanian. Le he dejado seis mensajes desde el domingo.
– No me hables con sarcasmo, Daniel. -Frank torció el gesto al ver el pequeño despliegue en el vestíbulo de casa de los Bowie-. El puto GBI me ha infestado el municipio, como una plaga de langostas.
En realidad solo un coche y una furgoneta pertenecían al GBI. Tres de los coches patrulla eran de la pequeña comisaría de Dutton y otro era de Arcadia. El mismísimo sheriff Corchran se había personado en el lugar para dar el pésame a la familia Bowie y ofrecer ayuda a Daniel.
Mansfield, el ayudante del sheriff Loomis, había llegado poco después de que la furgoneta de la policía científica, ocupada por el equipo de Ed, enfilara el camino de entrada a la casa. Estaba indignado por no haber sido quien se ocupara de examinar el dormitorio de Janet, actitud que contrastaba con la predisposición a ayudar de Corchran.
De los otros vehículos que se alineaban en el camino de entrada, uno pertenecía al alcalde de Dutton y dos a los ayudantes del congresista Bowie. También estaba el coche del doctor Granville, que en ese momento se encontraba visitando a la señora Bowie, quien estaba al borde de la histeria.
Otro de los coches pertenecía a Jim Woolf. Los Bowie no habían querido hacer comentarios y Daniel lo mantuvo al margen con la promesa de concederle una declaración cuando confirmaran la identidad de la víctima.
Acababan de hacerlo, justo unos minutos antes. Uno de los técnicos del equipo de Ed llevó al lugar una cartulina con las huellas dactilares de la víctima, y casi al instante consiguieron casarlas con las de un jarrón de cristal situado juntó a la cama de Janet Bowie. El propio Daniel confirmó la noticia a Bob Bowie, y este acababa de subir la escalera rumbo al dormitorio en que se encontraba su esposa.
Los gritos procedentes de la planta superior indicaron a Daniel que Bowie ya se lo había dicho. Él y Frank volvieron la vista hacia la escalera y luego se miraron uno a otro.
– ¿Tienes algo que decir, Frank? -preguntó Daniel con frialdad-. Es que justo ahora estoy un poquito ocupado.
El semblante de Frank se ensombreció.
– Este es mi territorio, Daniel Vartanian, no el tuyo. Tú te marchaste de la ciudad.
Una vez más Daniel contuvo el acceso de ira y cuando habló lo hizo en tono sereno.
– Puede que no sea mi territorio, Frank, pero es mi caso. Si de verdad quieres ayudar, podrías haber respondido a los mensajes que te he dejado en el contestador.
La mirada de Frank no se ablandó, más bien se tornó agresiva.
– Ayer y hoy he estado fuera de la ciudad. No he oído tus mensajes hasta esta noche.
– Hoy he estado sentado en la puerta de tu despacho veinticinco minutos -repuso Daniel en tono quedo-. Wanda me ha dicho que no se te podía molestar. Me trae sin cuidado que necesitaras huir, lo que me molesta es que me hagas perder el tiempo, un tiempo que podría haber dedicado a buscar al asesino de Janet Bowie.
Al fin Frank apartó la mirada.
– Lo siento, Daniel. -Sin embargo, la disculpa fue una pura formalidad-. La última semana ha sido difícil. Tus padres… eran amigos míos. El funeral fue duro, solo faltaban los medios de comunicación. Llevo toda la semana hablando con periodistas y necesitaba un poco de espacio. Le pedí a Wanda que no le dijera a nadie que me había marchado. Tendría que haberte llamado.
Parte de la ira de Daniel se desvaneció.
– No pasa nada, Frank. Pero necesito sin falta ese expediente policial, el del asesinato de Alicia Tremaine. Por favor, consíguemelo.
– Será lo primero que haga mañana -prometió Frank-, en cuanto llegue Wanda. Ella sabe cómo está archivado todo en el sótano. ¿Estás seguro de que se trata de Janet?
– Las huellas coinciden.
– Mierda. ¿Quién habrá hecho una cosa así?
– Bueno, ahora que sabemos quién es la víctima podemos empezar a investigarlo. Frank, si necesitabas ayuda, ¿por qué no me llamaste?
Frank apretó la mandíbula.
– No he dicho que necesitara ayuda, he dicho que necesitaba espacio. Me fui a mi casa de campo para estar solo. -Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
– De acuerdo -musitó Daniel, tratando de no sentirse herido-. ¿Frank?
Frank se volvió a mirarlo.
– ¿Qué? -casi le espetó.
– Bailey Crighton. Creo que es cierto que ha desaparecido.
Los labios de Frank dibujaron una mueca.
– Gracias por tu opinión, agente especial Daniel Vartanian. Buenas noches.
Daniel apartó de sí la pesadumbre. Tenía trabajo y no podía permitirse estar preocupado por Frank Loomis. Era adulto. Cuando necesitara ayuda, si es que la necesitaba, él estaría allí para prestársela.
Ed apareció tras él.
– Estamos esparciendo talco por su dormitorio. He encontrado diarios antiguos en un cajón, y también unas cuantas cajas de cerillas. No mucho más. ¿Habéis averiguado algo del novio?
– Se llama Lamar Washington, es afroamericano. Toca en un club de jazz, Patricia no sabe cuál.
Ed le mostró una bolsa llena de cajas de cerillas.
– Podría ser uno de estos.
Daniel tomó la bolsa.
– Anotaré los nombres y te las devolveré. Patricia dice que Janet lo consideraba una aventura, que no pensaba presentar al chico en casa.
– Eso puede ser motivo suficiente para que un hombre se exaspere y le rompa la cara a una mujer -opinó Ed-. Claro que no explica el hecho de que copiara el caso Tremaine.
– Ya lo sé -dijo Daniel-, pero de momento es todo lo que sabemos. En cuanto acabe el trabajo aquí iré a visitar los clubs de jazz.
– Nosotros iremos a registrar el piso de Janet. -Ed alzó un llavero-. Michael, su hermano, nos ha proporcionado la llave.
Cuando Ed se hubo marchado Daniel entró en la sala de estar, donde no había asientos. Michael Bowie era el único miembro de la familia que se encontraba allí. Se había ataviado con un traje negro y tenía el rostro demacrado a causa de la tristeza; aun así, era hijo de un político.
– ¿Podría hacer ya su declaración para que se marchen? -musitó Michael-. Solo quiero que se marchen.
– Lo haré enseguida -musitó Daniel a su vez, y se aclaró la garganta-. Perdón. -Se había presentado el día en que les tomaron declaración y les preguntaron dónde se encontraban el jueves por la noche, en el momento de la muerte de Janet. Unos cuantos adoptaron una postura afectada pero todos accedieron a hacer lo que se les pedía-. Creemos conocer la identidad de la víctima encontrada en Arcadia el domingo por la noche; se trata de Janet Bowie. -A esas alturas nadie se mostró sorprendido-. Le practicaremos análisis de ADN para confirmarlo y convocaré una conferencia de prensa cuando dispongamos de datos definitivos.
Jim Woolf se puso en pie.
– ¿Cuál es oficialmente la causa de la muerte?
– Tendremos la confirmación mañana. -Daniel miró el reloj-. Quiero decir hoy, dentro de unas horas. Es probable que sea por la tarde.
El alcalde se colocó bien la corbata.
– Agente Vartanian, ¿tienen a algún sospechoso?
– Tenemos unas cuantas pistas, señor alcalde -respondió Daniel. El tratamiento le resultaba extraño. Había jugado al fútbol con Garth Davis en el instituto, entonces estaba loco por los deportes y era una de las últimas personas a quien Daniel habría imaginado presentándose para el cargo de alcalde, y mucho menos ocupando el puesto. Sin embargo, Garth procedía de un extenso linaje de políticos, su padre había sido el alcalde de Dutton durante muchos años.
– Mañana haré una declaración oficial.
– Toby, ¿cómo se encuentra la señora Bowie? -quiso saber Woolf.
Había dirigido la pregunta al médico de la ciudad.
– Está descansando -explicó Toby Granville, pero todo el mundo comprendió que quería decir que estaba sedada. Todo el mundo había oído los gritos de la pobre mujer cuando su marido le dijo que la identidad era oficial.
Daniel señaló hacia la puerta.
– Es muy tarde. Estoy seguro de que todos están aquí con la intención de ofrecer ayuda, pero tienen que marcharse a casa. Por favor.
Cuando todos se marcharon, el alcalde se quedó un poco atrás.
– Daniel, ¿tenéis a algún sospechoso?
Daniel suspiró. El día se le estaba haciendo interminable.
– Garth…
Davis se le acercó más.
– Todos los habitantes de Dutton me llamarán en cuanto el Review caiga en la puerta de sus casas. Se sentirán preocupados por la seguridad de sus familias. Por favor, haz que pueda decirles algo aparte de que tenéis pistas.
– Eso es todo cuanto puedo decirte porque es todo cuanto sabemos. Solo hace dos horas que la hemos identificado. Danos un día al menos.
Davis asintió con el entrecejo fruncido.
– ¿Me llamarás al despacho?
– Te lo prometo.
Al fin todos se marcharon y Daniel, Michael y Toby Granville se quedaron solos.
– Creía que no se irían nunca -exclamó Daniel, y dejó caer los hombros con aire cansino.
Granville se arregló la corbata.
– Voy a ver cómo está tu madre antes de marcharme. Llámame si durante la noche necesita atención.
Daniel estrechó la mano a los dos hombres.
– Si hay algo que tú o tu familia necesitéis, llámame, por favor, Michael. -Atravesó la puerta de entrada de casa de los Bowie y de inmediato lo atizó un fuerte viento racheado. Se acercaba una tormenta, pensó al mirar desde la elevada colina hacia la calle, en la que se habían congregado tres furgonetas más. Los periodistas se alejaron rápidamente de los vehículos en cuanto lo divisaron en lo alto de la colina. «Parecen una plaga de langostas», pensó Daniel, y se estremeció por dentro. Casi comprendía el punto de vista de Frank, aunque de modo muy vago.
Se preparó para la avalancha mientras, de camino a su coche patrulla, pasaba junto a un Mercedes, dos BMW, un Rolls-Royce, un Jaguar y un Lincoln Town Car. Los periodistas procedentes de las unidades móviles habían entrevistado a Garth pero también se arremolinaron a su alrededor en cuanto pasó por su lado.
– Agente Vartanian, ¿podría decirnos…?
Daniel alzó la mano para acallarlos.
– Hemos identificado a la víctima de Arcadia como Janet Bowie. -Los flashes de las cámaras se sucedían a medida que le tomaban fotos y lo grababan en vídeo, y Daniel trató de salir favorecido.
– ¿Le han dado la noticia al congresista?
Daniel reprimió las ganas de mirarlos con exasperación.
– Claro; si no, no se lo diría a ustedes. No haré más comentarios esta noche, mañana convocaré una conferencia de prensa. Llamen al departamento de relaciones públicas del GBI para conocer la hora y el lugar. Buenas noches.
Empezó a caminar y uno de los periodistas lo siguió.
– Agente Vartanian, ¿qué siente al tener que investigar un asesinato en su ciudad natal justo una semana después que asesinaran a su propio hermano?
Daniel se detuvo en seco y miró perplejo al joven que sostenía el micrófono. A Simon no lo habían asesinado. Utilizar esa palabra implicaba ofender a las víctimas y a todos los miembros de sus familias. A Simon lo habían exterminado, pero ese término resultaba demasiado subversivo, así que Daniel se limitó a responder que no tenía ningún comentario. El hombre abrió la boca para insistir y Daniel lo obsequió con una mirada tan glacial que el periodista se echó atrás literalmente.
– No tengo más preguntas -dijo el hombre en respuesta a la amenaza sin palabras de Daniel.
Daniel había heredado ese gesto de su padre. Saber petrificar con la mirada era una de las muchas habilidades de Arthur Vartanian. Daniel no utilizaba esa arma a menudo, pero siempre que lo hacía surtía efecto.
– Buenas noches.
Cuando llegó al coche, Daniel cerró los ojos. Llevaba años tratando con los familiares de las víctimas, pero no por ello le resultaba más fácil. Sin embargo, lo que más le molestaba era la conducta de Frank Loomis. Frank era lo más parecido a un padre que Daniel había tenido en su vida, pues bien sabía Dios que Arthur Vartanian nunca se había comportado como tal. Le dolía mucho ser objeto de burla por parte de Frank.
Claro que el hombre también era humano, y debía de resultarle difícil aceptar que Arthur Vartanian había fingido la primera vez que dieron a Simon por muerto. Había hecho quedar a Frank como un idiota, y los periodistas no hacían más que empeorar las cosas. Daba la impresión de que Frank era un sheriff de pacotilla que no sabía ni siquiera atarse los zapatos sin ayuda. No era de extrañar que estuviera enfadado. «Yo también lo estaría.»
Se alejó de las unidades móviles y se dirigió a Main Street. Se sentía agotado, y aún tenía que encontrar el club de jazz donde tocaba Lamar Washington antes de poder retirarse a descansar.
Dutton, martes, 30 de enero, 1.40 horas.
Se marchaban, pensó Alex mientras, de pie frente a la ventana de su casa, observaba los coches bajar por la colina. A saber de qué casa procedían. Se arropó con su bata en un intento de evitar un escalofrío, que no tenía nada que ver con la temperatura del termostato.
Había vuelto a soñar, con relámpagos y truenos. Y gritos, gritos agudos y desgarradores. Estaba en el depósito de cadáveres y la mujer tendida sobre la mesa se sentó y la miró con sus ojos inertes. Claro que aquellos ojos eran los de Bailey, y también era de Bailey la mano que extendió, una mano de aspecto céreo y… cadavérico. «Por favor, ayúdame», le dijo.
Alex se había despertado envuelta en sudor frío y temblando con tanta violencia que estaba segura de que acabaría despertando a Hope. Con todo, la niña seguía profundamente dormida. Alex, inquieta, salió a la sala para caminar un poco.
Y para pensar. «¿Dónde estás, Bailey? ¿Cómo tengo que cuidar de tu hijita?»
– Por favor, Dios mío -susurró-, no permitas que estropee las cosas.
Sin embargo, la oscuridad no le devolvió respuesta alguna y Alex permaneció allí plantada, observando la hilera de coches descender por la colina. Uno de ellos aminoró la marcha y se detuvo frente a la casa.
El miedo le atenazó el estómago y se acordó de la pistola guardada en la caja, hasta que reconoció el coche y al conductor.
El coche de Daniel avanzó por Main Street, pasó junto al tiovivo y se detuvo enfrente de la casa que Alex había alquilado. Esa noche le había mentido y la conciencia le remordía.
Ella le había preguntado sin rodeos qué era lo que sabía y él le había respondido que no tenía nada que contarle. Lo cual, por otra parte, no era del todo mentira; no tenía nada que contarle, de momento. De ningún modo pensaba mostrarle las imágenes de la violación de su hermana. Alex Fallon ya había soportado bastante.
Pensó en Wade Crighton. «Te veré en el infierno.» El hermanastro de Alex conocía a Simon, y las consecuencias de eso nunca podían ser buenas. Wade había tratado de violar a Alex. Solo por ese motivo Daniel ya se alegraba de que hubiera muerto. Alex había tratado de suavizar la historia pero Daniel adivinó la verdad en sus ojos.
Si su hermanastro había tratado de acosarla una vez creyendo que se trataba de Alicia era posible que hubiera vuelto a hacerlo. Tal vez fuera Wade quien aparecía en la foto con Alicia Tremaine. Aquel hombre tenía dos piernas, por lo que Daniel estaba seguro de que no se trataba de Simon. Claro que si se conocían…
¿Quiénes serían las otras chicas? La duda lo reconcomía. Tal vez vivieran en Dutton. Tal vez fueran a la escuela pública. Daniel no las conocía pero era posible que Simon sí. Se preguntó si habría más crímenes cometidos en poblaciones pequeñas de los cuales no hubieran oído hablar todavía. Se preguntó si las otras chicas que aparecían en las fotos también estarían muertas.
«Enséñale las fotos a Chase.» Llevaba una semana dándole vueltas a la idea. Había entregado las fotografías a la policía de Filadelfia, y eso era lo único que le permitía conciliar algo el sueño. No obstante, Daniel estaba seguro de que Vito Ciccotelli no habría tenido tiempo material de hacer nada con el sobre lleno de fotos que le había dado hacía menos de dos semanas. Vito y su compañero todavía estaban liados hasta la médula limpiando toda la mierda que Simon había dejado a su paso.
«Te veré en el infierno, Simon.» Daniel se preguntó cuánta mierda habrían dejado Wade y Simon juntos. Claro que sus crímenes habrían tenido lugar más de diez años atrás. Ahora tenía entre manos un crimen reciente y tenía que concentrarse en él, se lo debía a Janet Bowie. Tenía que descubrir quién la odiaba lo suficiente para asesinarla de semejante manera.
Con todo, cabía la posibilidad de que Janet Bowie fuera una víctima de conveniencia y no objeto del odio o de una venganza. O bien… Daniel pensó en el congresista Bowie. El hombre había adoptado una actitud inflexible con respecto a algunas cuestiones comprometidas. Era posible que a él sí que lo odiaran, lo suficiente para asesinar a su hija. Pero ¿y la relación con la muerte de Alicia?
¿Por qué en ese preciso momento? Y ¿por qué habían dejado una llave?
Acababa de poner en marcha el motor de su coche cuando la puerta de la casa se abrió y Alex salió al porche de entrada con el corazón en un puño. Llevaba una delgada bata que le cubría el cuerpo de la barbilla a los pies. Lo normal sería que así vestida tuviera un aspecto mediocre y desfasado, en cambio Daniel solo podía pensar en lo que la prenda ocultaba. El viento la azotaba y agitaba su brillante pelo, y ella se lo retiró de la cara con la mano para contemplarlo desde el lado opuesto del pequeño patio de entrada a la casa.
Su rostro no aparecía sonriente. Pensó en ello mientras apagaba el motor del coche y cruzaba el patio con un claro propósito. Ni siquiera pasaba por su cabeza dejarla allí, pasar de largo. Quería retomar lo que antes había dejado a medias, lo que la llamada del jefe de seguridad de Fun-N-Sun le había impedido disfrutar. Necesitaba volver a ver aquella expresión de asombro, la mirada de sus ojos al comprender por fin qué quería de ella. Necesitaba ver que ella también lo deseaba.
Sin pararse a saludarla, salvó los escalones de la entrada de una sola zancada, le rodeó el rostro con las manos, le cubrió los labios con los suyos e hizo lo que tanto deseaba. Ella emitió un anhelante sonido gutural, se puso de puntillas para acercarse más, y el beso se convirtió en una explosión de ardor y movimiento.
Ella soltó el pelo y la bata, y se aferró a las solapas del abrigo de él, introduciéndose en su boca. Daniel apartó las manos del rostro de ella y le rodeó el cuello con los brazos. Luego extendió las palmas sobre su delgada espalda y la atrajo hacia sí hasta que notó el ardor de su cuerpo contra el suyo y pudo disfrutar de lo que tanto anhelaba mientras el viento silbaba y ululaba en derredor.
Hacía demasiado tiempo de la última vez, fue todo cuanto podía pensar, todo cuanto podía oír más allá del viento y de su propio pulso en los oídos. Hacía demasiado tiempo de la última vez que había sentido una cosa así. Se sentía vivo, inquebrantable. Hacía demasiado tiempo, joder. O tal vez no hubiera sentido aquello nunca.
Ella retrocedió y bajó los talones al suelo demasiado pronto, poniendo fin al beso y llevándose consigo su calor. Daniel necesitaba más, así que le acarició el mentón con los labios y enterró el rostro en el hueco de su cuello. Se estremeció y respiró hondo mientras le pasaba las manos por el pelo con lentitud. Y a medida que su pulso se normalizaba, fue recobrando la lucidez y, avergonzado, se sonrojó ante la intensidad de su deseo.
– Lo siento -musitó, levantando la cabeza-. No suelo hacer cosas como esta.
Ella le perfiló los labios con los dedos.
– Yo tampoco. Pero esta noche lo necesitaba. Gracias.
Daniel sintió la irritación hervir en su interior.
– Deja de darme las gracias por todo. -Sonó casi como un gruñido, y ella dio un respingo como si le hubiera propinado un puñetazo. Él sintió que había quedado como un necio; bajó la cabeza, le tomó la mano y acercó los dedos a sus labios cuando ella trató de retirarla-. Lo siento, es que no quiero que pienses que no he hecho esto porque lo deseara sino por algún otro motivo. -«Necesitaba hacerlo»-. Deseaba hacerlo -insistió-. Te deseaba a ti, te sigo deseando.
Ella exhaló un suspiro y él observó el movimiento de su pulso en el hueco de su garganta. El viento le agitaba el pelo y volvió a retirárselo de la cara.
– Ya. -Sus labios se curvaron y suavizaron la palabra, pero su airada denotaba malestar. Angustia, incluso.
– ¿Qué ha ocurrido?-preguntó él.
Ella negó con la cabeza.
– Nada.
Daniel apretó la mandíbula.
– Alex.
Ella apartó la mirada.
– Nada. He tenido una pesadilla, eso es todo. -Lo miró de nuevo, a los ojos-. He tenido una pesadilla y me he levantado. Y ahí estabas tú.
Le presionó la mano con los labios.
– Me he detenido aquí porque pensaba en ti, Alex. Y ahí estabas. No he podido reprimirme.
Ella se estremeció, y al ver que se balanceaba Daniel bajó la mirada y vio que se iba cubriendo un pie descalzo con el otro. Frunció el entrecejo.
– Alex, no llevas zapatos.
Ella esbozó una sonrisa, esta vez sincera.
– No esperaba tener que salir al porche a besarte. -Se inclinó y se introdujo en su boca, y lo besó con mucha más suavidad de la que lo había hecho él-. Pero me ha gustado.
Y, de pronto, todo resultó así de sencillo. Él le devolvió la sonrisa.
– Entra en casa, cierra la puerta con llave y cálzate. Te veré mañana por la tarde, a las seis y media.