Capítulo 16

Dutton, miércoles, 31 de enero, 15.45 horas.


Bien, bien. Se encontraba en la cámara del banco observando la caja de seguridad de Rhett Porter. Rió con amargura mientras leía la carta que este había dejado.

«Mi llave la tiene un abogado a quien no conocéis, en un lugar donde nunca habéis estado. Va acompañada de una carta sellada que relata nuestros pecados. Si a mi mujer o a mis hijos les ocurre algo, la carta se distribuirá a todos los principales periódicos del país y mi llave será entregada al fiscal del estado. Os veré en el infierno.»

Estaba fechada menos de una semana después de que hubiera arrojado a DJ a los caimanes. Pensó que Rhett Porter no era tan idiota después de todo.

Se guardó la carta en el bolsillo, salió de la cámara y saludó con la cabeza a Rob Davis, que aguardaba fuera. Davis era el propietario del banco y en condiciones normales habría delegado una tarea como la de acompañar un cliente a la cámara de seguridad en alguno de sus humildes empleados. Pero la cuestión era delicada y él había acudido sin ninguna orden de registro. Sabía que no le negaría la petición porque sabía más del viejo Rob Davis de lo que este sabía de él. En eso consistía el poder.

– Ya he terminado.

Davis le dirigió una mirada desdeñosa.

– Abusas de tu puesto.

– ¿Y tú no? Da recuerdos a tu esposa de mi parte, Rob -dijo con parsimonia-. Y si Garth te pregunta algo, dile que ya la tengo.

Rob Davis se mordió la parte interior de las mejillas.

– ¿Qué es lo que tienes?

– Tu sobrino lo comprenderá enseguida. Garth es listo para ese tipo de cosas. -Se llevó la mano al sombrero-. Adiós.


Macon, Georgia, miércoles, 31 de enero, 15.45 horas.


– Llegamos tarde -dijo Alex cuando Daniel firmó el registro de entrada.

– Ya lo sé. Quería que Fulmore y su abogado llegaran primero. Quiero hacer una entrada solemne.

– Dirá que no la mató, igual que lleva haciendo hace trece años.

– Puede que sí o puede que no. Gracias a ti y a los anuarios que hemos conseguido reunir, hemos identificado a diez de las quince mujeres de las fotos, y solo asesinaron a Alicia.

– También han asesinado a Sheila -corrigió ella-, pero entiendo tu jugada, Daniel. He leído cosas sobre el juicio. Tenían pruebas que vinculaban a Gary Fulmore con el cadáver de Alicia, llevaba la ropa manchada con su sangre. No es que lo juzgaran por asesinato sin más.

– Ya lo sé. Una de las cosas que quiero conseguir con esto es averiguar si existe una forma de saber si la foto de Alicia fue tomada la misma noche en que la mataron o en otro momento. Si fue esa misma noche y los violadores siguieron el mismo modus operandi, puede que la dejaran tirada en alguna parte y Fulmore llegara después y la encontrara.

– Ojalá recordara esa noche -dijo ella entre dientes-. Mierda.

– Ya te acordarás. Decías que te sentiste mal.

– Sí. Tenía calambres en el estómago y me fui a la cama. Era horrible.

– ¿Te ponías enferma a menudo?

Ella se tambaleó y lo miró con los ojos muy abiertos y expresión abatida.

– No, casi nunca. También es casualidad, ¿verdad? ¿Crees que a mí también me drogaron?

Él le pasó el brazo por los hombros y la estrechó con fuerza en el momento en que entraban en la pequeña sala donde se encontraría cara a cara con el hombre acusado de asfixiar a su hermana antes de destrozarle la cara con una llanta.

– Paso a paso. ¿Estás preparada?

Ella tragó saliva.

– Sí, como siempre.

– Entra tú primero. Quiero observar su reacción al verte.

Ella notó la tensión en los hombros y respiró hondo. Luego, con aire decidido, giró el pomo de la puerta y entró en la sala donde aguardaban un hombre con un mono naranja y otro con un traje sencillo. El del traje sencillo era Jordan Bell, el abogado de oficio.

Bell se puso en pie, enojado.

– Ya era hora de que… -Se interrumpió al oír el estrépito. Gary Fulmore se había apartado de la mesa de un empujón y su silla, sujeta a los escandalosos grilletes, había rebotado sobre el suelo de hormigón. Se quedó boquiabierto y más blanco que el papel.

Bell entrecerró los ojos.

– ¿Qué demonios pasa?

Fulmore retrocedió cuando Daniel le ofreció una silla a Alex y ella se sentó despacio.

Si Fulmore estaba pálido, Alex lo estaba más. Parecía… un espectro. Daniel se sintió el tipo más rastrero del mundo por obligarla a pasar por una situación así. Pero ella quería encontrar a Bailey, y también quería ayudarlo a que se hiciera justicia con las tres mujeres asesinadas.

De algún modo y por algún motivo el asesinato de Alicia era el eje que unía todas las piezas.

– A ver -gruñó el abogado-, ¿qué pasa?

– Di… di… dile q… que s… se vaya -balbució Fulmore con la respiración cada vez más agitada-. Q… que s… se vaya.

– He venido a verle -dijo Alex con voz calmada-. ¿Sabe quién soy?

Bell los miraba con cara de querer que se los llevaran los demonios.

– No me había dicho que ella vendría.

Alex se puso en pie y se inclinó hacia delante, agarrándose al borde de la mesa.

– Le he hecho una pregunta, señor Fulmore. ¿Sabe quién soy?

Quién era; estaba espléndida, pensó Daniel. Tranquila y circunspecta, incluso en una situación de tensión extrema. Lo dejaba sin respiración; así de sencillo.

Y estaba causando el mismo efecto en Fulmore, que casi hiperventilaba.

Daniel se situó entre Fulmore y Alex. Ella aún tenía el rostro cadavérico, los ojos muy abiertos y la mirada penetrante, y Daniel se dio cuenta de que no estaba tan tranquila como parecía. Solo se mostraba fría y circunspecta, lo cual quería decir que estaba aterrorizada. Pero se controlaba bien.

– Alicia Tremaine era mi hermana. Usted la mató.

– No. -Fulmore sacudió la cabeza con vehemencia-. Yo no fui.

– Usted la mató -insistió Alex, como si Fulmore no hubiera dicho nada-. Le tapó la boca con las manos y le impidió respirar hasta que murió. Luego le golpeó el rostro hasta que ni su propia madre fue capaz de reconocerla.

Fulmore miraba la cara de Alex.

– Yo no fui -dijo con voz desesperada.

– Usted la mató -le espetó ella-. Y luego la dejó tirada en una zanja como si fuera una bolsa de basura.

– No. Ella ya estaba en la zanja.

– Gary -le ordenó Bell-. Deja de hablar.

Alex levantó la cabeza para mirar a Bell con odio y desdén.

– Cumple cadena perpetua. ¿Cree que puede pasarle algo peor?

Fulmore no había apartado los ojos de Alex.

– Yo no la maté, lo juro. Y no la tiré a la zanja. Ya estaba muerta cuando la encontré.

Alex se volvió y clavó en él los ojos fríos y llenos de desprecio.

– Usted la mató, tenía la ropa manchada con su sangre. Y también había sangre en la llanta que llevaba en la mano.

– No, no fue eso lo que pasó.

– Así, tal vez pueda explicarnos qué pasó -lo invitó Daniel con suavidad.

– Gary -lo advirtió Bell-. Cállate.

– No. -Fulmore estaba temblando-. Aún veo su cara. La veo cada vez que intento dormir. -Tenía los ojos fijos en Alex y llenos de dolor-. Veo su cara.

Alex no hizo el mínimo intento de reconfortarlo, su rostro parecía de piedra.

– Estupendo. Yo también. Cada vez que me miro al espejo, veo su cara.

Fulmore tragó saliva y al hacerlo la nuez se movió arriba y abajo en su huesudo cuello.

– ¿Qué pasó, Gary? -repitió Daniel, y cuando Jordan Bell se dispuso a protestar, Daniel lo petrificó con la mirada. Alex estaba temblando y la empujó con suavidad para que se sentara. Fulmore la siguió con la mirada.

– Hacía calor -musitó-. Mucho calor. Yo iba andando. Estaba sudando y tenía sed.

– ¿Por dónde andaba? -quiso saber Daniel.

– Por ninguna parte; podría haber sido cualquier lugar. Estaba colocado, había tomado PCP; al menos eso es lo que me dijeron.

– ¿Quién se lo dijo? -preguntó Daniel con igual suavidad.

– Los policías que me detuvieron.

– ¿Recuerda quién lo detuvo?

Fulmore apretó los labios.

– El sheriff Frank Loomis.

A Daniel le entraron ganas de preguntarle más cosas sobre Frank pero se contuvo.

– O sea que estaba drogado, iba andando y tenía calor y sed. ¿Qué más?

Él frunció el rostro.

– Noté el olor. Whisky. Recuerdo que quería beber.

– ¿Dónde estaba?

– En una carretera de las afueras de una puta ciudad, donde Cristo perdió el gorro. Dutton -escupió-. Ojalá nunca hubiera sabido que existía.

«Ya somos dos -pensó Daniel, y miró a Alex-. Tres.»

– ¿Recuerda qué hora era?

Él negó con la cabeza.

– Nunca llevaba reloj. Pero volvía a haber luz; había mucha luz, y al final supe dónde estaba. Caminé… Creo que me había perdido.

«¿Otra vez había luz?» Daniel anotó mentalmente comprobar qué luna había la noche en que murió Alicia.

– Muy bien. O sea que olía a whisky. ¿Y luego?

– Seguí el olor y llegué a la zanja. Vi una manta y quise llevármela, la mía daba pena. -Tragó saliva sin apartar los ojos de Alex-. Tiré de la manta y… ella cayó.

Alex se estremeció. Tenía el rostro ceniciento y los labios del rosa vivo del pintalabios. Daniel recordó a Sheila, muerta en un rincón con las manos aferrando la pistola. Se planteó interrumpir aquello y llevarse corriendo a Alex a un lugar seguro. Pero se habían desplazado expresamente hasta allí, y además ella era más fuerte de lo que parecía, así que reprimió sus emociones y mantuvo la voz serena.

– ¿Qué quiere decir con que «ella cayó», Gary?

– Tiré de la manta y ella cayó rodando, estaba desnuda. Tenía los brazos fofos, como de goma, y le quedaron abiertos. Una mano cayó encima de mi zapato. -Tenía la voz apagada y no dejaba de mirar a Alex-. Entonces le vi la cara -dijo, todas sus palabras estaban teñidas de dolor-. Me miraba; su mirada era vacía, como si no tuviera ojos. -Igual que ahora lo miraba Alex. Su mirada era vacía, inexpresiva-. Me puse… como loco. Estaba aterrorizado.

No dijo nada más; su mente había recuperado un recuerdo que, obviamente, aún era lo bastante intenso para aterrarlo.

– Gary, ¿qué hizo después?

– No lo sé. Quería… que dejara de mirarme. -Dio dos golpes en el aire con los puños apretados; dos golpes fuertes y rápidos que hicieron tintinear sus cadenas-. Le pegué.

– ¿Con las manos?

– Al principio sí, pero no dejaba de mirarme. -Ahora Fulmore se balanceaba, y Alex siguió mirándolo con semblante inexpresivo.

Daniel se preparó para sujetar a Fulmore, por si confundía a Alex con Alicia.

– ¿De dónde sacó la llanta?

– De mi manta. Siempre la llevaba encima, con la manta. De repente la tenía en la mano y le estaba destrozando la cara. Le pegué una vez, y otra, y otra más.

Daniel dio un rápido suspiro al imaginar la escena. En ese momento supo que el hombre que tenía delante no había matado a Alicia Tremaine.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Fulmore, pero mantenía los puños apretados e inmóviles frente a él.

– Solo quería que dejara de mirarme. -Dejó caer los hombros-. Y al final lo hizo.

– Le destrozó la cara.

– Sí; bueno, solo los ojos. -Parecía un niño tratando de justificarse-. Tenía que cerrarlos.

– ¿Y qué más hizo?

Fulmore se enjugó las mejillas con los hombros.

– La envolví mejor.

– ¿Mejor?

Él asintió.

– Antes la manta estaba muy floja; yo la envolví bien. -Tragó saliva de nuevo-. Como a un bebé, solo que no era un bebé.

– ¿Se fijó en sus manos, Gary? -preguntó Daniel, y Fulmore asintió con aire ausente.

– Las tenía muy bonitas. Se las coloqué sobre la tripa antes de envolverla.

Habían encontrado el anillo de Alicia en su bolsillo, Daniel miró a Bell con el rabillo del ojo y supo que el abogado estaba pensando lo mismo que él.

– ¿Llevaba algo en las manos? -preguntó Bell en el mismo tono quedo.

– Un anillo. Azul.

– ¿La piedra era azul? -preguntó Daniel, y vio a Alex extender las manos y mirarse los dedos, y luego, despacio, volver a cerrar los puños.

– Sí.

– Y la envolviste con el anillo en la mano -musitó Bell, y Fulmore levantó de golpe la cabeza y su mirada, llena de pánico y de ira, se cruzó con la de Daniel.

– Sí. -El tono distraído se desvaneció-. Dicen que se lo robé, pero no es verdad.

– ¿Qué pasó entonces, Gary?

– No me acuerdo. Supongo que tomé más PCP. Lo siguiente que sé es que tenía a tres tíos encima pegándome con las porras. -Fulmore alzó la barbilla-. Decían que la había matado, pero no fui yo. Querían que me declarara culpable, pero yo no quise. Le hice una cosa horrible a la chica, pero no la maté. -Sus últimas palabras fueron lentas y espaciadas-. Yo no la maté.

– ¿Recuerdas haber estado en el taller de coches? -preguntó Bell.

– No. Como he dicho, cuando me desperté había tres tíos sujetándome.

– Gracias por su tiempo -dijo Daniel-. Estaremos en contacto.

Fulmore miró a Bell con un atisbo de esperanza.

– ¿Podemos conseguir otro juicio?

Bell miró a Daniel a los ojos.

– ¿Podemos?

– No lo sé, no puedo prometer nada, Bell, ya lo sabe. No soy el fiscal del distrito.

– Pero conoce a la fiscal del distrito -repuso Bell en tono prudente-. Gary le ha contado todo lo que sabe. Está colaborando sin que le garanticen que recurrirán la sentencia. Eso tiene que servirle de algo.

Daniel entornó los ojos para mirar a Bell.

– Ya le he dicho que estaremos en contacto. Ahora debo regresar a Atlanta; tengo una reunión. -Apremió a Alex para que se pusiera en pie-. Venga, vámonos.

Ella obedeció sin rechistar. Parecía más un monigote que una persona y a Daniel volvió a asaltarlo la imagen de Sheila, muerta en aquel rincón. Rodeó a Alex por los hombros y se la llevó de la sala.

Casi habían llegado al coche de Daniel cuando Bell les gritó que esperaran y cruzó corriendo el aparcamiento, jadeante.

– Voy a pedir que se repita el juicio.

– Es demasiado pronto -protestó Daniel.

– Yo no lo creo, y usted tampoco; si no, no habría venido hasta aquí y no la habría hecho pasar por esto. -Señaló a Alex, quien alzó la barbilla y le dirigió una fría mirada. Sin embargo, no dijo nada, y Bell asintió, satisfecho de haber dado en el clavo-. Estoy al tanto de las noticias, Vartanian. Alguien está recreando aquel asesinato.

– Podría tratarse de un simple imitador -repuso Daniel, y Bell negó con la cabeza.

– Eso no es lo que usted cree -repitió-. Mire, señorita Fallon, sé que asesinaron a su hermana y lo siento, pero Gary ha perdido trece años de su vida.

Daniel suspiró.

– Cuando todo esto termine, iremos a ver a la fiscal del distrito. Bell asintió con decisión.

– Me parece justo.


Atlanta, miércoles, 31 de enero, 17.30 horas.


Estaban cerca de Atlanta cuando por fin Daniel habló.

– ¿Estás bien?

Ella se miraba las manos con el entrecejo fruncido.

– No lo sé.

– Cuando ha dicho que Alicia «cayó» de la manta me ha parecido que entrabas en trance.

– ¿De verdad? -Se volvió de repente para mirarlo-. Meredith quiere probar con la hipnosis.

Él era de la misma opinión que Meredith, pero por su experiencia sabía que la persona hipnotizada tenía que estar predispuesta, y no estaba seguro de que Alex lo estuviera.

– Y tú, ¿qué quieres?

– Quiero que todo esto termine -musitó con determinación.

Él le tomó la mano.

– Yo estaré contigo.

– Gracias Daniel. Yo… No esperaba pasarlo tan mal cuando lo viera por primera vez. Habría querido morirme.

Daniel la miró extrañado.

– ¿Quieres decir que nunca habías visto a Fulmore?

– No. Todo el tiempo que duró el juicio yo estuve en Ohio. Mi tía Kim y mi tío Steve querían protegerme. Se portaron muy bien conmigo.

– Tuviste suerte. -Las palabras brotaron con más amargura de la que esperaba. Mantuvo los ojos fijos en la carretera, pero sabía que ella lo estaba observando.

– Tus padres no se portaron bien contigo.

Era una forma tan sencilla de decirlo que Daniel estuvo a punto de echarse a reír.

– No.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Y con tu hermana, Susannah? ¿Te llevas bien?

«Suze.» Daniel suspiró.

– No, me gustaría tener más contacto con ella, pero no es así.

– Seguro que está dolida. Habéis perdido a vuestros padres y, aunque en realidad murieron hace meses, no lo supisteis hasta la semana pasada.

Daniel dejó escapar un triste bufido.

– Para nosotros nuestros padres murieron mucho antes de que Simon los matara. Éramos lo que tú llamarías una familia disfuncional.

– ¿Sabe Susannah lo de las fotos?

– Sí. Estaba conmigo en Filadelfia cuando se las entregué a Ciccotelli.

Suze sabía muchas cosas de Simon, más de las que le había confesado; de eso estaba seguro.

– ¿Y?

Él se la quedó mirando.

– ¿Qué quieres decir?

– Me da la impresión de que quieres decir algo más.

– No puedo. No sé si podría decirlo aunque lo supiera seguro.

Pensó en su hermana. Trabajaba muchas horas como ayudante del fiscal del distrito en Nueva York. Vivía sola, con la única compañía de su perro. Pensó en las fotos y en el dolor que había observado en el rostro de Gretchen French.

Era el mismo dolor que observara en Susannah al preguntarle qué le había hecho Simon. Ella no había sido capaz de contárselo, pero Daniel temía saberlo. Se aclaró la garganta y se centró en la cuestión que tenían entre manos.

– Creo que Gary Fulmore no mató a tu hermana.

Alex lo miró con ecuanimidad; su semblante no reflejaba sorpresa en absoluto.

– ¿Por qué lo crees?

– En primer lugar porque me creo su historia. Tal como tú misma has dicho cumple cadena perpetua, así que no puede pasarle nada más. ¿De qué le serviría mentir?

– Quiere que vuelvan a juzgarlo.

Notó el atisbo de pánico en la voz de Alex y se esforzó por suavizar la respuesta todo lo posible.

– Alex, cariño, creo que el hombre se lo merece. Escúchame bien. Ha admitido que le golpeó la cara, varias veces. Intenta olvidar que se trata de Alicia y piensa en lo que sabes; haz de enfermera. Si Alicia estuviera viva, o aunque la hubiese matado, y la hubiera golpeado tantas veces y tan fuerte…

– Habría habido mucha sangre -musitó ella-. Él habría quedado completamente cubierto de sangre.

– Pero no fue así. Wanda y los ayudantes del sheriff me dijeron que llevaba sangre en el bajo de los pantalones. Alicia ya llevaba muerta un rato cuando él la encontró y le pegó.

– Puede que Wanda esté equivocada. -La voz de Alex traslucía desesperación y Daniel se dio cuenta de que quería que Fulmore fuera culpable. Se preguntó por qué eso era tan importante para ella.

– Nunca lo sabremos -respondió él con cautela-. Todas las pruebas han desaparecido. La manta, las prendas de Fulmore, la llanta… No queda nada. Tengo que suponer que Wanda dice la verdad a menos que pueda demostrar lo contrario. Y si Wanda dice la verdad, Alicia ya estaba muerta cuando Fulmore la encontró.

Ella se humedeció los labios.

– Puede que la matara y más tarde volviera y le destrozara la cara. -Pero sus palabras no denotaban convicción-. Eso no tiene sentido, ¿verdad? Si la mató, lo más probable es que se fuera corriendo, no que volviera a pegarle y luego se colara en un taller de coches. ¿Qué más te preocupa de la historia?

– Todo. Si su brazo cayó tal como dice Fulmore… -Daniel se interrumpió al notar que ella se quedaba quieta y callada-. Alex, ¿qué pasa?

Ella cerró los ojos y apretó los dientes.

– No lo sé, no me acuerdo.

– Pero vuelves a oír los gritos, ¿verdad? -Ella asintió con tirantez y él le tomó la mano y se la llevó a los labios-. Siento hacerte pasar por todo esto.

– Había truenos -dijo ella de forma inesperada-. Esa noche había relámpagos y truenos.

«Volvía a haber luz; había mucha luz», había dicho Fulmore. Era posible que antes hubiera habido otra tormenta. Tenía que comprobarlo.

– Era abril -afirmó él en tono quedo-. Es normal que en esa época haya tormentas.

– Ya lo sé. Ese día hacía calor; y por la noche también.

Daniel la miró y se volvió hacia la carretera. Empezaba a formarse caravana.

– Pero antes has dicho que dormiste toda la noche -repuso con mucha suavidad-. Desde que llegaste de la escuela hasta la mañana siguiente, cuando tu madre te despertó. Te encontrabas mal.

Ella abrió la boca y volvió a cerrarla. Cuando habló, lo hizo en tono frío.

– Si el cuerpo de Alicia estaba flácido, quiere decir que el rigor mortis aún no se había instalado. Si Fulmore dice la verdad, cuando llegó ella debía de llevar muerta pocas horas.

– Sigues creyendo que miente.

– Puede. Pero si él no la mató… Gary Fulmore lleva muchos años en la cárcel.

– Ya lo sé. -Daniel tamborileó sobre el volante cuando el tráfico se detuvo por completo y quedó encerrado en el carril de la izquierda. Faltaban menos de veinte minutos para que empezara la reunión. Otra vez llegaba tarde. Apartó de sus pensamientos la caravana y volvió a centrarse en Gary Fulmore.

– Fulmore se acuerda demasiado bien de todo para haber tomado tanto PCP.

– Puede que se lo esté inventando -dijo Alex alzando la barbilla. Luego dejó caer los hombros-. O puede que no estuviera drogado.

Esa era una de las ideas que más lo inquietaban. Frank Loomis se había encargado de la detención y había demasiadas cosas que empezaban a cobrar sentido.

– Según Randy Mansfield hicieron falta tres hombres para reducirlo. Es normal, si llevaba tanto PCP en el cuerpo.

– Pero eso fue al cabo de varias horas, después de que encontraran a Alicia.

– Alex, ¿qué ocurrió después de que encontraran a Alicia? En tu casa, quiero decir. En tu familia.

Ella se estremeció.

– Mi madre llamó a toda la ciudad; se pasó toda la mañana al teléfono al ver que Alicia no estaba en la cama.

– Pero ¿la cama estaba deshecha o no?

– No. Suponían que había hecho una escapada.

– ¿Compartíais habitación?

Alex negó con la cabeza.

– Entonces no. Alicia seguía enfadada por lo del tatuaje y se trasladó a la habitación de Bailey. Me hacía el vacío.

– ¿Cuánto tiempo había pasado desde vuestro cumpleaños? Desde lo de los tatuajes.

– Una semana. Solo hacía una semana que tenía dieciséis años.

«Y tú también, pequeña.»

– ¿Crees que Bailey sabía que esa noche Alicia salió de casa?

Ella alzó un poco los hombros sin llegar a encogerlos.

– Bailey aseguró que no lo sabía, pero entonces Bailey también era una buena pieza. Era muy capaz de improvisar mentiras para evitarse problemas, así que no sé qué decirte. Recuerdo que me encontraba mal, como… -Volvió a quedarse callada un momento-. Como si tuviera resaca.

– ¿Como si te hubieran drogado?

– Es posible. Pero nadie llegó a preguntármelo por lo que ocurrió después, esa misma noche. -Cerró los ojos con mala cara-. Ya sabes.

Se había tomado los tranquilizantes que le habían recetado a su madre histérica.

– Ya sé. ¿Cómo supiste que habían encontrado a Alicia muerta?

– Los hermanos Porter la encontraron y fueron a pedir ayuda a casa de la señora Monroe. Ella sabía que mi madre estaba buscando a Alicia y la llamó por teléfono. Mi madre llegó antes que la policía.

Daniel crispó el rostro.

– ¿Tu madre encontró a Alicia así?

La oyó tragar saliva.

– Sí. Luego fueron al depósito a… a identificarla.

– ¿Fueron?

Ella asintió.

– Sí. Mi madre. -Se volvió a mirar el embotellamiento a través de la ventanilla con el cuerpo tenso y el rostro de nuevo ceniciento-. Y Craig. Cuando volvieron a casa, mi madre estaba histérica, no paraba de llorar y de gritar. Él le dio unas pastillas.

– ¿Craig?

– Sí. Luego se fue a trabajar.

– ¿Se fue a trabajar? ¿Después de una cosa así? ¿Os dejó solas?

– Sí -respondió Alex con amargura-. Menudo príncipe azul.

– O sea que él le dio a tu madre unas pastillas. ¿Qué más pasó?

– Mi madre no paraba de llorar, así que me acosté con ella y se quedó dormida. -Estaba pálida y volvía a temblar. Los coches no se habían movido ni un milímetro y Daniel decidió detener el vehículo y estirarse por encima del cambio de marchas para abrazarla.

– ¿Qué más pasó, cariño?

– Me desperté y ella no estaba. Oí los gritos y bajé la escalera…

De repente, se levantó y salió del coche.

– ¡Alex! -Daniel salió disparado al verla correr hacia el arcén, dejarse caer de rodillas y empezar a hacer arcadas. Se arrodilló a su lado y le frotó la espalda temblorosa.

Los motoristas los miraban, intrigados por el súbito arrebato. Un hombre bajó la ventanilla del coche.

– ¿Necesitan ayuda? Si quieren, puedo llamar al 911.

Daniel sabía que en cuanto alguien reconociera a Alex todo el mundo empezaría a tomar fotos con los móviles, por eso sonrió con tristeza.

– Gracias, no se preocupe. Hoy las náuseas matutinas llegan un poco tarde. -Se inclinó para hablarle al oído-. ¿Puedes ponerte de pie?

Ella asintió. Tenía el rostro perlado de sudor frío.

– Lo siento.

– Chis. Calla. -La sujetó por la cintura y tiró de ella para levantarla-. Vamos, nos iremos de aquí. -Miró la carretera-. La próxima salida está a cinco kilómetros. Podría usar las luces pero llamaríamos demasiado la atención.

– Me parece que ya la hemos llamado bastante por mi culpa -musitó ella.

– Somos una pareja que espera un hijo. No levantes la cabeza y todo quedará ahí. -La guió hasta el coche con suavidad, la ayudó a entrar y luego le bajó la cabeza hasta las rodillas-. No levantes la cabeza. -Se sentó ante el volante y avanzó hasta el arcén izquierdo ignorando las miradas de los motoristas a quienes dejó atrás.

– Te pondrán una multa -masculló Alex.

Él sonrió y extendió el brazo para masajearle la nuca, y notó que sus músculos empezaban a relajarse.

– Las embarazadas sois muy irritables -dijo, y ella soltó una risita.

Daniel tomó la primera salida de emergencia y se situó en los carriles del sentido opuesto, donde la circulación era más fluida. Encendió las luces y los coches se separaron como las aguas del mar Rojo.

– Iremos por carreteras secundarias. ¿Quieres que paremos a comprar agua?

Sus mejillas habían recuperado un poco el color.

– Me irá bien. Gracias, Daniel.

Él frunció el entrecejo. Quería que dejara de agradecerle las cosas todo el tiempo; quería que parara aunque tuviera motivos para hacerlo. Quería ver qué sucedía dentro de su mente y comprender con exactitud qué era lo que provocaba aquella respuesta visceral, tan fisiológica. La prima de Alex tenía razón. Tenían que llegar al fondo del problema, y tal vez la hipnosis fuera la mejor forma.


Miércoles, 31 de enero, 18.15 horas.


Bueno; habían tardado bastante, pensó con la vista fija en la pantalla del televisor. En las noticias habían presentado una fotografía del chico y decían que la policía lo buscaba para interrogarlo. No es que fuera muy listo, pero había hecho todo lo que él le había pedido.

Lástima que tuviera que morir, pero… así eran las cosas. El chico se había criado con todos los lujos que el dinero podía comprar. Había llegado el momento de que se volvieran las tornas y pagara; al menos tenía que pagar por los pecados que había cometido su padre. Bueno, en el caso del chico los pecados los había cometido el abuelo.

¿Quién iba a imaginar que un chico tan rico se sentiría tan solo? Sin embargo, así era. Estaba encantado de tener un amigo y se había mostrado dispuesto a ayudarlo en todo lo que podía. Se lo pondría fácil. Un único disparo en la cabeza y estaría muerto antes de caer al suelo.

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